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    D'A 2016
    D'A 2016
    Sutak

    No es posible descender dos veces el mismo río

    crítica de Sutak, nómadas del viento (Sutak, Mirlan Abdykalykov, Kirguistán, 2015).

    Debut tras las cámaras del actor Mirlan Abdykalykov, hijo de Aktan Arym Kubat –uno de los pocos autores con cierta proyección internacional de una cinematografía tan ignota como la de Kirguistán, y coguionista de la obra–, Sutak, nómadas del viento (2015) es un delicado poema panteísta que, merced a su sencillez argumental y a su exuberancia visual, ofrece una mirada llena de ternura y melancolía sobre un estilo de vida, el de los nómadas de Asia Central, irremisiblemente condenado a la extinción. Sin duda, solo por el hecho de ser una de las pocas películas con distribución en España de un país tan desconocido en nuestros lares, el cinéfilo más engagé debería verla “obligatoriamente”. Pero es que, además, se trata de un filme que, sin lograr –ni pretender–, pasar a la historia del séptimo arte, consigue llevar a cabo con elegancia e inteligencia la difícil pirueta de mezclar un drama intimista y familiar con un documental antropológico y con una reflexión sobre el sentido de la vida que conmueve hondamente al espectador sin alardes melodramáticos ni giros sorpresivos. De hecho, Abdykalykov hace buena la máxima de “menos es más”, pues gran parte del acierto de la cinta radica en el empleo de una anécdota mínima para extraer, a partir de ella, toda la carga sociológica y existencial que atesora.

    Varios son los recursos discursivos que el realizador emplea con este propósito. De un lado, está su condensación espacial, puesto que la pieza transcurre íntegramente en el majestuoso valle que cobija la yurta de una familia kirguís compuesta por el patriarca del clan, Tabyldy (Tabyldy Aktanov), su esposa Umsunai (Jibek Baktybekova), su nuera Shaiyr (Taalaikan Abazova), y sus dos nietos: el veinteañero Ulan (Myrza Subanbekov), que está estudiando en la gran ciudad, y la pequeña Karachach (Anar Nazarkulova), verdadera cómplice de su abuelo, y cuya mirada inocente y pura es la que adopta el director para transmitirnos la visión del mundo emanantista, o incluso animista, que posee la etnia a la que se adscriben. También, y siguiendo con dicha idea de mínimos, solo hay un único personaje adicional a lo largo del metraje, Ermek (Jenish Kangeldiev), sintomáticamente encargado de la estación meteorológica que se asienta en el valle, y del todo ajeno a las costumbres de la familia protagonista; lo que no impide su enamoramiento de la viuda Shaiyr. En este sentido, la trama no es especialmente sorprendente ni original, lo que puede resultar un lastre para algunos espectadores, pero demuestra, no obstante, el deseo de su creador de ser honesto y llano. Así, la contraposición de dos estilos de vida, en el que uno está absorbiendo al otro, se produce no solo con la latente atracción entre Shaiyr y Ermek –explicitada en una secuencia nocturna de sensual fotografía, lo que le confiere un aire prácticamente pecaminoso–, sino con la visita por las vacaciones de Ulan, que casi ha olvidado las habilidades con las que creció (montar a caballo, cazar…). De esta manera, y mientras se nos narra el verano de este pequeño núcleo familiar y del “intruso” que parece destinado a perturbar su idílica existencia –pues también es portador de la decisión gubernamental de hacer obras en el valle–, inadvertidamente se nos van mostrando los distintos rituales kirguís: su forma de preparar comida, de ofrecer hospitalidad, de cazar, de proveerse de energía, de dar sepultura a los muertos, etc.

    por Elisenda N. Frisach
    agosto 01, 2016

    Crítica | Sutak, nómadas del viento

    por Elisenda N. Frisach | agosto 01, 2016
    Peace to us in our dreams

    Hablar no es lo mismo que entenderse

    crítica de Paz en nuestros sueños (Ramybe musu sapnuose, Sharunas Bartas, Lituania, 2015).

    La mirada de un ciervo asustado se confunde con la de una joven inestable y melancólica. En el punto de mira de una escopeta de caza, un hijo apunta hacia donde están sus padres. En un abrazo entre seres sufrientes hay el calor de la cercanía pero el frío de la incomprensión o de la imposibilidad de consuelo. La última, pero primera estrenada comercialmente en España, película del director lituano no es manjar para todo tipo de paladares. Su duración contenida no le resta aridez ni incógnita, no es fácil enfrentarse a una obra que oculta sus intenciones y éstas van desvelándose poco a poco, y con dificultad, ante un espectador al que se exige estar necesariamente interesado en descubrir lo que se intuye para poder disfrutar de una propuesta muy arriesgada y demasiado hermética. Bartas utiliza el contrapunto de la belleza para hacer soportable el fantasma de la incomunicación que se extiende por toda la cinta. Su mutismo inicial va dejando paso a un progresivo uso de la palabra, donde los diálogos muchas veces se transforman en monólogos sin respuesta, o con una muy distinta a la que estaríamos esperando. Bartas nos ataca ahí donde somos más vulnerables, y más que soluciones, ofrece preguntas llenas de una exquisitez visual que hacen soportable un conjunto que recuerda a los inmortales Tarkovski y Antonioni. Una radiografía del dolor en un entorno ideado para el placer.

    Dar una idea somera al espectador de lo que va a presenciar no es sencillo, limitar la sinopsis a tres personas que pasan un fín de semana en una casa de campo durante el verano lituano, lamiéndose unas heridas invisibles, pero palpables, puede ser una buena forma de iniciar una historia, aunque quizás ni sea justo lo que el director ha pretendido ni lo que haya de entenderse de lo que las imágenes muestran. Al utilizar la belleza, ésta se convierte en punto de inflexión ante el dolor, ya sea la de los jóvenes que veranean despreocupados y libres alrededor del lago, de la joven violinista (Ina Marija), o la de la naturaleza que rodea esa casa de temporada, limitada entre un bosque inmenso y la tranquilidad y reposo que proporciona el lago, otro personaje más de la historia. Pero esa belleza es, o puede ser, tan efímera como equívoca. A la de Ina Marija se contrapone su inestabilidad emocional, su desequilibrio entre la depresión y la locura, urgida por la necesidad de olvidar, su desequilibrio que le hace abandonar un concierto en medio del mismo y comportarse como una lunática. Como bella y enigmática es la escena del baño desnudo de la actriz en ese lago donde refracta la luz del amanecer, una belleza rota por la mirada fea, torva, rijosa, del vecino campesino. Y es que ante el esplendor físico del trío protagonista, un trío burgués que acude al campo como intento de reanudar una vida en estado de letargo por una desaparición anticipada, se opone la podedumbre, el deterioro, el abandono, la suciedad y hasta el rechazo intelectual de ese matrimonio vecino que habla a voces, que se falta al respeto reiteradamente, que bebe hasta perder el sentido, un matrimonio rechazado y repudiado hasta por su propio hijo, que carece de recursos para abandonar el lugar y prefiere subsistir a su manera y mantener la idealización imposible de ser amigo de esa joven vecina de temporadas que es la hija pequeña del protagonista.

    Las notas de prensa de la distribuidora se encargan de proporcionar más información de la que las imágenes son capaces de ofrecer, en un demérito evidente de la trama. Si el director no ha querido contar que el personaje ausente es su propia esposa fallecida, a la que se ve puntualmente en viejas grabaciones caseras, anunciarlo a posteriori implica el reconocimiento de que la intención no ha bastado; con esa información suplementaria podemos alcanzar a imaginar el significado de la ausencia, pero no de la inmediatez y alcance de ese duelo que se antoja reciente, colocándose el propio Bartas en el expositor de su sentido dolor personal para proyectarlo en público, haciendo partícipes a sus acompañantes femeninas del mismo, jugando al equívoco, no tanto respecto a esa hija que si es identificada como tal, sino esa otra joven respecto de la que el director guarda un profundo silencio sobre cuál sea la relación con el hombre. Al mantener un comportamiento semejante con ambas jóvenes, lo mismo estaríamos ante la nueva amante de Bartas, deprimida por ser incapaz de borrar el recuerdo de la anterior esposa, como de la hija mayor del matrimonio, con el mismo derecho a sentirse abrasada por la ausencia de la figura materna, lo que la obliga a mantener un diálogo imposible con la única madre de ese entorno. Porque Bartas intenta hacer dialogar a sus personajes, pero en vano; las frases y reflexiones que se lanzan parecen condenadas a rebotar contra una pared invisible que se interpone entre los interlocutores, de tal manera que lo que cada uno habla no llega con el mismo significado a la otra persona. En el fondo, al hablar, no queremos ser entendidos ni comprendidos por los demás, sino que lo que pretendemos es conseguir entendernos a nosotros mismos mientras nos escuchamos, conocernos a fuerza de hablar en voz alta sin que ello suponga obtener respuestas. Así, las conversaciones se transforman en párrafos intelectuales sobre el dolor, el sentido de la vida, la ausencia, la incomunicación, el miedo, la soledad, la innecesariedad del arte y el duelo, con unos personajes entre penumbras y sombras de días más largos de lo normal; luces del amanecer o del atardecer que doran el entorno pero que anuncian un duro invierno cada vez más próximo, ante el que no hay cuerpos, ni mentes, preparadas para soportar la inminencia del encierro con uno mismo. | ★★★ |


    Miguel Martín Maestro
    © Revista EAM / Valladolid


    Ficha técnica
    Lituania, Francia, Rusia, 2015. Título original: Ramybe musu sapnuose. Director: Sharunas Bartas; Guiin: Sharunas Bartas. Música: Alexander Zekke. Productores: Philippe Avril, Jurga Dikciuviane, Janja Kralj. Productoras: House on fire, KinoElektron, Studio Kinema. Premiere: Quincena de Realizadores de Cannes 2015. Reparto: Ina Marija Bartaite, Sharunas Bartas, Edvinas Goldstein, Lora Kmieliauskaite, Klavdiya Korshunova. Duración: 107 minutos.

    por Redacción EAM
    mayo 24, 2016

    Crítica | Paz en nuestros sueños

    por Redacción EAM | mayo 24, 2016
    Aloys

    En medio de toda la vorágine festivalera, donde cada mes hay una ciudad en alguna parte del mundo donde siempre se reúne «el mejor cine», «los estrenos más esperados» y otras frases hechas de postín, se nos olvida en ocasiones una de las importantes funciones de toda cita cinematográfica. Ya sea grande o pequeño, internacional o local, un festival debe escapar a ser un mero compendio de películas que se pasan durante un tiempo dado. O, lo que es lo mismo, debe definir cuál es su línea de programación y a qué quiere aspirar. De este modo, Cannes demuestra año tras año su falta de riesgo con la apuesta no siempre tan segura por las vacas sagradas de la cinematografía mundial; o Berlín, que se empeña en que el cine más social y reivindicativo deje su huella en el Palast; o San Sebastián, que ha encontrado en el cine latinoamericano un buen filón. Nos guste más o menos, el camino está marcado para cada uno de ellos y es en la diferenciación donde reside el valor que cada uno de ellos se otorga a sí mismo. Y no hace falta ser uno de los grandes para hacerlo: ante la proliferación de muestras o festivales de carácter local, aquellos que se toman en serio la dirección que quieren tomar son los que sobreviven y conectan con el público. Así, un festival como el D’A, que nació apenas hace 6 años en la Ciudad Condal donde ya existían otras citas bien delineadas, ha conseguido establecerse como un referente por la claridad de sus objetivos, por sus propuestas y porque nos obliga a rastrear esa figura esquiva del autor. A través de sus tres secciones principales, el D’A actúa como un verdadero radar del cine de autor contemporáneo. En Transicions, encontramos las películas que más han sorprendido del circuito de festivales del último año (como Neon Bull, de Gabriel Mascaro, o Chronic, de Michel Franco). En Direccions se reúne el star system del cine de autor, nombres consagrados como Hong Sang-soo, Alexander Sokúrov o Terence Davies. Finalmente, Talents se compone de películas de directores con un máximo de tres largometrajes en su filmografía. Es la sección competitiva del festival y la que mejor toma el pulso a las nuevas tendencias que exploran los autores del futuro. Directores que se mueven entre el riesgo y la repetición de fórmulas, entre la exploración de las fronteras del género y la ruptura de ideas preconcebidas, entre la reivindicación de los maestros y la copia torpe de los tics de los grandes. Un universo del que podemos extraer varias conclusiones sobre el estado actual del cine de autor.

    En primer lugar, hay un aspecto que este festival no ha hecho más que constatar: la increíble capacidad del cine latinoamericano de continuar sorprendiendo. Desde hace unos cuantos años, las propuestas que nos llegan desde el cono sur copan los palmareses de las grandes muestras. Pese a todo, también es cierto que el ocaso puede estar cerca si se continúa repitiendo la misma fórmula (planos cerrados, una fotografía muy cuidada con poca profundidad que tiende a lo oscuro y un tempo pausado). Películas como Las plantas, de Roberto Doveris, y La helada negra, de Maximiliano Schonfeld, reinciden en unos códigos visuales que encorsetan su puesta en escena y no permiten que todas las ideas interesantes desde las que parten encuentren un camino más orgánico. Por el contrario, Mate-me por favor, de Anita Rocha de Silveira, consigue sorprendernos transitando continuamente entre el slasher, la comedia de instituto, el whodunit y la contemplación de la adolescencia. Una mezcla de géneros que tiene como resultado un extraño coming of age que va machacando una a una las perspectivas del espectador para terminar con un plano magnífico. También tiene ese componente mutante la portuguesa John From, de João Nicolau (Mención Especial del Jurado Profesional), sin duda, la gran cinta de esta edición. Lo que empieza siendo un retrato del tedio veraniego acaba convirtiéndose en una celebración de la imaginación de la joven protagonista y cómo su primer amor platónico contagia todo su entorno. Mientras otros preferirían mostrar este hecho desde el interior del personaje, Nicolau apuesta por integrarlo en su realidad para crear un obra que transita entre el tiempo muerto, el realismo mágico y la estética kitsch.

    por Víctor Blanes Picó
    mayo 10, 2016

    En busca del autor: explorando la sección Talents del D’A 2016

    por Víctor Blanes Picó | mayo 10, 2016
    Baden Baden

    Una semana repleta de cine tan bueno como necesario, apostillaba nuestra compañera Elisenda N. Frisach en la despedida de la cobertura de la sexta edición del Festival Cinema D’Autor de Barcelona. Ya lo anunciábamos en la presentación de esta entrega, el D’A se ha convertido en una obligación; así lo ha decidido el público, que ha otorgado grandes números a la organización. El D’A ha crecido, y con la suficiente fuerza como para pensar que su reinado en el mes de abril puede llevarles a un escalón mayor. Ya no se trata de nombres, que los tiene, también de la calidad de las propuestas más modestas, esas primeras y segundas obras que en Barcelona han cogido un impulso definitivo. Quizá no para su distribución pero si para dar a conocer a autores en una plaza como la ciudad condal. En unos tiempos donde se habla de reeducación cinematográfica, eventos como el D’A reafirman la necesidad de educar a secas, y no a los espectadores presentes, sino a los futuros. Festivales de este nivel son básicos en la cultura española, máquinas dispensadoras de sensibilidad que invitan a recorrer caminos no mapeados. El D’A ha vuelto a dar una lección y el espectador la ha disfrutado. Esperamos con ilusión el próximo episodio.

    Y, a propósito de talento, no hay certamen que se precie sin cuadro de honor. La cinta de Andrés Duque Oleg y las raras artes se ha alzado como la gran triunfadora de esta edición. El jurado de la Sección Talents, conformado por el director Matías Piñeiro, la estupenda actriz Natalia de Molina y la directora de Capricci Films España, Diana Santamaría, justificó así su elección: “Por la intimidad conseguida en el viaje y la defensa de un personaje indomable que espera la muerte de lo clásico con optimismo. También por la música, las camisas, las disonancias y consonancias de un director que hace del arte algo rudo y sensible.” Es el segundo gran premio para el documental sobre el histriónico Oleg Nikolaevich Karavaichuk, tras el logrado en el Festival Punto de Vista. El mismo jurado concedió una mención especial a la lusa John From, de João Nicolau, de una de las pequeñas sorpresas de este año. El Premio de la Crítica, entregado por nuestro compañero Víctor Blanes Picó, Estanis Bañuelos y Marla Jacarilla, fue a parar a Baden Baden (una las apariciones más interesantes de la Berlinale) de Rachel Lang: “Desde su sinceridad y su vínculo con la realidad contemporánea, es capaz de conseguir la sonrisa cómplice del espectador mientras trata temas cruciales en la formación del individuo.” Por otro lado, el galardón otorgado por el público lo obtuvo el largometraje de cinco horas Happy Hour, del nipón Ryusuke Hamaguchi.


    por Redacción EAM
    mayo 02, 2016

    Palmarés del D'A 2016

    por Redacción EAM | mayo 02, 2016
    Chevalier

    El sábado 30, coincidiendo con el fin de mes, se produjo el cierre “oficial” del certamen, con la sesión de clausura en el Teatro del CCCB, donde se repartieron los premios y se estrenó La propera pell (2016), la última cinta de Isaki Lacuesta –uno de los realizadores nacionales más interesantes de la actualidad–, codirigida por Isa Campo. El Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona otorgó el Premio Talents a Andrés Duque por Oleg y las raras artes, el Premio de la Crítica a Baden Baden de Rachel Lang y el Premio del Público a la maratoniana Happy Hour de Ryusuke Hamaguchi. Asimismo, el jurado hizo una Mención Especial a la película John From de João Nicolau. Y mientras todo esto ocurría, descendíamos a los negros abismos de Estados Unidos con 600 Millas (2015), de Gabriel Ripstein, y, sobre todo, con la desgarradora The Other Side (2015), de Roberto Minervini, además de avistar el pozo sin fin de la sociedad superficial y competitiva de nuestros días con Chevalier (2015), de Athina Rachel Tsangari. Tres filmes críticos y mordaces, cada uno a su forma, que dejaron un sabor de boca amargo a quienes los vimos. Menos mal que la siguiente jornada, Día del Trabajador, Día de la Madre y último del Festival, todavía quedó espacio para asistir a la Maratón –compuesta de Trois souvenirs de ma jeunesse, Oleg y las raras artes y John From– o para poder ver otras películas que se nos escaparon, como, por ejemplo, la última de Aleksandr Sokurov –Francofonia (2015)– o esa poética y emocionante mixtura entre La conversación (1974) de Francis Ford Coppola y La ciencia del sueño (2006) de Michel Gondry que fue Aloys (2016) de Tobias Nölle. Un cierre más que digno para una semana repleta de cine tan bueno como necesario.

    Chevalier (Athina Rachel Tsangari, Grecia, 2015).

    En la última década, el cine griego está disfrutando de un resurgir creativo que, si bien no resulta especialmente atractivo para el gran público, dada su apuesta narrativa y/o temática alejada de la evasión más complaciente, sin embargo sí suele contar con presencia regular en los grandes festivales cinematográficos. Por tanto, nombres como Yorgos Lanthimos o Yannis Economides hoy resultan familiares para los cinéfilos de todo el mundo, mientras que la autora del filme que nos ocupa ya despuntó con Attenberg (2010), galardonada a la mejor actriz en Venecia. Chevalier, su tercer largometraje, es una muestra paradigmática de narración alegórica pero “disfrazada” con un atuendo realista. Centrada en una competición entre un grupo de amigos que veranean en un yate para saber quién de ellos es “el mejor en todo” (sic), la directora contrapone el microcosmos del navío, claustrofóbico y agobiante a pesar de su lujo –de ahí los encuadres oblicuos o descentrados, la repetición de gestos o actos, o el uso del fondo del campo–, con la libertad, espaciosa y bella, del paisaje marino (recogida en planos generales sostenidos y estáticos). Con ello, Tsangari erige una potente metáfora del mundo actual, en el que los seres humanos viven de espaldas a la naturaleza, perdidos en extraños “juegos” que se extienden como un cáncer desde arriba –quienes los crean– hasta abajo –quienes los imitan–. No en vano, los seis amigos que conforman el pasaje pertenecen a la elite económica, y la competición que se les ocurre responde a su apatía existencial, víctimas de una obviedad que parecen haber olvidado: el dinero no otorga la felicidad. El consumismo y el materialismo son el efecto de una sociedad machista, amoral y capitalista, donde la autoestima y la plenitud no se adquieren conociéndose a uno mismo –como bien apuntó otro ilustre griego–, sino “venciendo” a los demás. El culto a la juventud, la fragilidad edípica del ego masculino, la competitividad patológica, el acelerado ritmo de vida presente… Todo ello es recogido por la realizadora mediante un irónico y minimalista punto de vista, en el que, a pesar de su continuo y surreal humorismo, se describe un crescendo sostenido de tensión, nacida del rencor o de la envidia que en el fondo sienten de esos “amigos” los unos por los otros. En este sentido, el final de la cinta resulta magnífico como denuncia del control de los poderosos, una pequeña minoría, sobre la amplísima mayoría del resto del mundo. Una obra, en resumen, muy recomendable, cuyo amargo y crítico mensaje se digiere bien gracias a ese sentido del humor absurdo que, a la postre, nos recuerda la propia absurdidad de nuestro sistema económico globalizado, no por ello menos dañino, sino más bien todo lo contrario. Y es que, parafraseando a Einstein, la estupidez humana sigue siendo infinita.

    por Elisenda N. Frisach
    mayo 02, 2016

    D’A 2016 (IX) | Chevalier + 600 millas

    por Elisenda N. Frisach | mayo 02, 2016

    El antepenúltimo día del Festival, el viernes 29, fue la jornada de los contrastes; dedicada íntegramente la sala 1 del cine Aribau Club a títulos de cineastas reconocidos internacionalmente, sin embargo la única sesión que tuvo un público amplio fue la de Cosmos (2015), de Andrzej Zulawski, quizá por contar con los incondicionales del director polaco, quizá por la presencia de los amantes de la novela que la cinta adapta –entre los que se encuentra una servidora–, o quizá por el “morbo” de ver el primer filme de Zulawski tras quince años de inactividad y que, desgraciadamente, se ha convertido en su involuntaria obra póstuma. Y si digo “desgraciadamente”, no es tan solo por la pérdida de un director de innegable talento, sino porque Cosmos es una pieza que, a nuestro parecer, fracasa en su intento de plasmar en imágenes la inadaptable obra homónima de Witold Gombrowicz. Y es que el realizador se decanta por el elemento surrealista y cómico del texto original pero convierte sus momentos filosóficos y poéticos en una verborrea imposible de aprehender y en unas imágenes de montaje brusco, correctas pero planas, que no transmiten más que una admiración fría, cerebral. Seguramente, cada lector de un clásico concibe en secreto una adaptación fílmica del mismo; quizá por ello el filme estaba condenado a decepcionar. Paradójicamente, la fidelidad de Zulawski a ciertos detalles argumentales de Cosmos redunda en contra del conjunto, incapaz de captar el espíritu del libro de Gombrowicz: la tan admirable como imposible búsqueda del sentido de la vida en un mundo indescifrable, lo que tiñe su prosa de un tono elegíaco y melancólico. Quizá haber optado por un discurso más abstracto y pausado habría sido más adecuado; o quizá el afrancesamiento de la narración le da un toque elitista e impostado que le despoja de la rebosante originalidad de la obra en la que se inspira. En cualquier caso, Cosmos en tanto creación artística independiente, es un ameno divertimento experimental, donde la acelerada sucesión de situaciones surrealistas y el histrionismo de las interpretaciones provocan la risa, el desconcierto y, en su tramo final –el mejor de la cinta–, la conciencia de que los placeres de la vida son tan efímeros como los sufrimientos.

    Si la falta de concurrencia citada en la primera sesión fue de lamentar, fue sobre todo porque Taklub (2015), de Brillante Mendoza, ha sido, hasta el momento, nuestra preferida entre las cintas que he podido visionar en este D’A 2016. Admitida la debilidad por el autor filipino, ya que su filmografía posee la rara capacidad de provocar y de conmover, de mostrarnos historias cotidianas tanto con la sequedad más incómoda y dolorosa como con el lirismo más desbordado. Taklub se centra en día a día de los supervivientes del devastador tifón Haiyan, mediante un discurso de textura documental en el que, sin embargo, abundan los elementos metafóricos y la información elíptica. A medio camino entre la crítica social, el drama intimista y la reflexión metafísica, su brusco principio es desgarrador, y su final está cargado de tanta desesperación contenida que pocas veces el público sale de un pase con tanta pena y congoja. Pero como en la sala, habilitada para unas 400 personas, éramos apenas cuarenta, según comentaron los organizadores, la agridulce experiencia la padecimos/disfrutamos pocos.

    En cuanto a la pieza que cerró el día, Sangue del mio sangue (2015), del veterano Marco Bellocchio, ni estuvo tan desierta como la de Mendoza, ni tan llena como la Zulawski, pero supuso una nueva vuelta de tuerca al surrealismo desplegado por el difunto director polaco. Eso sí, Bellocchio lo hizo desde una óptica plenamente italiana –felliniana, diríamos–, mediante dos historias en apariencia inconexas que, sin embargo, trazan un mapa de la realidad moral de su país. Así, ese relato romántico, casi de terror gótico, ambientado en el pasado de un pueblo de Italia, con el que se abre el metraje, explica la realidad de dicha villa en la actualidad. Y es que una herencia de intolerancia, superstición, ignorancia y privación amorosa y espiritual solo puede dar lugar a un mundo regido por las apariencias y los buenos modales –como la propia curia católica–, pero hipócrita, corrupto y decadente: un cadáver viviente, un vampiro. Como no nos movimos casi de la sala 1 del Aribau Club, ello propició una sensación de déjà vu nietzscheano de “eterno retorno”, al volver a hacer cola delante de las mismas puertas, ir al mismo lavabo, sentarnos en el mismo asiento –en la tercera fila, que suele estar vacía–, ver otra cinta en la misma sala, volver a votar, volver a salir… Estar tantas horas dentro del mismo recinto reverbera en el ánimo del espectador como un recuerdo a punto de emerger, le hace constatar el constante devenir del tiempo y le transmite cierta tristeza. Por fortuna, el estado de ánimo se mudó del todo cuando nos topamos, accidentalmente, con una de las rutas nocturnas por la ciudad que cada viernes organiza la APB (Asociación de Patinadores de Barcelona). Conformando un pelotón con más gente que la que asistió a Taklub, los participantes llevaban atuendos coloristas y protecciones fosforescentes, y las ruedas de sus patines hacían brillar sus leds incorporados, para ser muy visibles en la oscuridad. Así que configuraban, a simple vista, una veloz caravana de luces multicolores, como si fueran la Santa Compaña camino de la discoteca o un grupo de duendes y hadas aquejados de gigantismo. Es decir, que fue un verdadero placer verles.

    Otras críticas:

    Taklub, de Brillante Mendoza. Por Alberto Sáez Villarino (Crítica).
    Sangue del mio sangue, de Marco Bellocchio. Por Adrián González Viña (Crítica).
    Cosmos, de Andrzej Zulawski. Por Luis Enrique Forero Varela (Crítica).
    por Elisenda N. Frisach
    mayo 01, 2016

    D’A 2016 (VIII) | Contrastes & surrealismo

    por Elisenda N. Frisach | mayo 01, 2016
    Mi amiga del parque

    Entrando ya en la recta final del Festival D’A, se recuperó de una vez el funcionamiento normal del metro, con lo que en él confluyeron, en direcciones opuestas, los cinéfilos camino del centro de Barcelona –se les reconoce por su indumentaria entre gótica, friki y moderna– y los participantes de la Feria de Abril de Catalunya hacia el Parque del Fórum –dando palmas, cantando e incluso bailando–, ante la mirada curiosa y complacida de los abundantes turistas, a buen seguro pensando: How typical spanish! Ello es otro ejemplo más, como decía Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), de que la realidad imita la ficción; porque el jueves también fue el día, cinematográficamente hablando, de lo inesperado. En efecto, aparte de la proyección de una de las grandes apuestas de los organizadores del certamen –Ville-Marie (2015) de Guy Édoin– y de dos producciones autóctonas que contaron con la presencia de sus respectivos equipos –El perdut (2016) de Christophe Farnarier y Callback (2016) de Carles Torres–, fue una verdadera suerte asistir a los pases de Mi amiga del parque (2016) de Ana Katz y John From (2015) de João Nicolau, pues ambas películas atesoraban grandes –y agradables– sorpresas, cada una a su forma. No es de extrañar que, de vuelta a casa con buenas sensaciones, una desconocida musulmana y yo acabáramos riéndonos juntas, a carcajada limpia, del espectáculo musical y folclórico ofrecido por nuestros compañeros de transporte, pues su alegría y falta de pudor resultaban contagiosas.

    Mi amiga del parque (Ana Katz, Argentina, 2016).

    Desde que las mujeres han podido expresar sus anhelos libremente, con su propia voz, la psicología moderna ha demostrado que el manido “instinto maternal” es tan solo un mito de la sociedad patriarcal, creado para afianzar la relegación femenina al ámbito de las tareas del hogar, entre ellas la de criar a los hijos. Liz (una estupenda Julieta Zylberberg), la protagonista de Mi amiga del parque (2015), lo está experimentando en sus propias carnes, pues, aunque sin duda quiere a su retoño, se siente abrumada por sus necesidades y anulada, como mujer y como profesional, por la baja laboral y por no poder casi tener vida social. A todo ello, para colmo, se le suma el hecho de que su madre murió mientras ella estaba embarazada y de que su marido se encuentra en otro país filmando un documental. Ante este panorama, la realizadora lanza una mira comprensiva e ilustradora de las tribulaciones emocionales de Liz; de hecho, Mi amiga del parque es básicamente el retrato psicológico de una mujer sola y abocada a una situación para la que no se encuentra preparada. El envoltorio realista del relato, en el que se emplean técnicas recurrentes en este tipo de películas que buscan el máximo efecto de veracidad –luz natural, cámara al hombro, etc.–, sirve para que el espectador se implique con los avatares de Liz y la comprenda. Y es que, de hecho, toda su ansiedad y angustia vienen de su incapacidad de poder amamantar a su hijo. En este sentido, es crucial la escena en la consulta del pediatra, en cuyas palabras radica todo el eje argumental de la cinta. Porque si Liz opta por relacionarse con una mujer como Rosa (interpretada por la propia directora), que ya le ha demostrado que es una mentirosa y una ladrona, es porque ella y su hermana Renata (Maricel Álvarez) son las únicas que, a su parecer, no la juzgan. En realidad, es el sentimiento de culpa por ese falso mito del instinto maternal del que hablábamos antes lo que propicia el acercamiento de Liz hacia dos mujeres tan inestables. Y también lo que hace que el filme bascule con tanta naturalidad entre el thriller y el drama. En consecuencia, Mi amiga del parque es una inteligente reflexión sobre la maternidad, que juega con nuestros prejuicios, tanto sexistas como clasistas –Rosa y Renata son dos buscavidas de origen suburbial–, y prueba, con su magnífico final, que a menudo la respuesta a nuestros problemas se encuentra en los lugares más insospechados y que sólo hace falta saber mirar más allá de ellos.

    por Elisenda N. Frisach
    abril 29, 2016

    D'A 2016 (VII) | Mi amiga del parque + John From

    por Elisenda N. Frisach | abril 29, 2016

    La realidad, esa sensación

    crítica de Esa sensación (Juan Cavestany, Julián Génisson, Pablo Hernando; España, 2016).

    «Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien».
    Julio Cortázar, Manual de instrucciones

    La fría eficacia del reflejo cotidiano. La maldita arrogancia antropocéntrica que nos lleva a dar por sentado que tras el giro del picaporte nos aguarda la misma realidad de cada día. El coche que se abre con pulsar un botoncito, el parquímetro de turno dispuesto a engullir nuestro dinero. Pero planteémonos por un momento que la realidad no sea más que un enorme artificio moldeado a nuestro antojo. Un constructo de normas de uso acumuladas que por alguna extraña razón asumimos como inherentes a nuestro ser (al fin y al cabo, ¿quién podría necesitar instrucciones para subir una escalera?). A veces la realidad parece deformarse, cierto. A esto lo llamamos sueño o alucinación. Mientras que a su representación la llamamos, gracias a ese ejercicio de apertura de atajos rectilíneos y pulidos que es la creación de categorías, surrealismo. Esta representación cierra un círculo ineludible: el vago terror a lo inexplicable que de entrada despiertan los relojes derretidos se esfuma cuando mutan en inofensivo objeto de decoración localizable en cualquier escaparate de tienda para modernillos. Lo representado trasciende a la representación para devenir en objeto de consumo, el surrealismo se vuelve realidad cotidiana normativizada. Y vuelta a empezar. La operación revela la estulticia que hay en llamar surrealismo a la deformación de la realidad, cuando no es la realidad lo que se deforma. Es nuestra propia convicción de la misma. Surrealismo es ponernos ante lo absurdo de las normas que nos hemos creado para enfrentarnos a esa cosa que llamamos realidad. Lo absurdo de esperar que el reloj tenga que ser un impecable círculo sólido. Admitamos que los círculos, en su perfección, son tentadores. Nos libran del inmenso abismo a nuestros pies que queda cuando nos cuestionamos el sentido (que no es más que otra palabra) que hay en que el círculo de las horas (que no es otra cosa que la sistematización de las variaciones de un producto de la percepción sensorial como es la luz) sea una figura geométrica tranquilizadoramente intachable. Pero, ¿quién no se ha asomado nunca, por un segundo al menos, a ese abismo? ¿Quién no la ha experimentado, esa sensación?

    Ya ven que este crítico tampoco se libra de la tentación del círculo. Cerrar el primer párrafo de un texto con la mención expresa del título de la obra citada da cierto toque de circularidad, una falsa impresión de que el puñado de divagaciones anteriores tienen un sentido geométrico. Al fin y al cabo, la crítica es un ejercicio de análisis, y analizar implica sistematizar. Pero, ¿cómo sistematizar una película que se dedica, precisamente, a hacer tambalearse a los cimientos del concepto humano de realidad, que es la madre de todos los sistemas? Una película que ya en sus títulos de crédito explicita su intención de vaciar de significado a la geometría misma. Esa sensación sigue transitando por la brecha que abrió la sensacional (disculpen la cacofonía) Gente en sitios, que más que una película es la posibilidad de una película. O, digámoslo bien, la posibilidad de infinitas películas. Cortázar, cuya sombra sobre estos dos filmes es alargada, ya nos descubrió que el surrealismo puede tomar dos caminos muy distintos. Uno es la aparición de lo inexplicable que se obtiene cuando se reajustan las normas de funcionamiento de la realidad. El otro nos empuja a cuestionarnos el porqué de esas normas. Si tomamos el primero, al girar el picaporte de la puerta de casa y pasar al otro lado podemos encontrarnos cualquier cosa. Fantasmas, dinosaurios, alienígenas… En la mayoría de las ocasiones se trata de fantasía más que de surrealismo. Al segundo camino, sin embargo, no le importa lo que hay al otro lado sino el mero detenerse en el acto de girar el picaporte. Que es justo lo que planteaba Juan Cavestany en la escena de apertura (y quizá de declaración de intenciones) de Gente en sitios. Eduard Fernández, que participa en el rodaje de un documental, recibe una instrucción sencilla. Tiene que salir de la sala, cerrar la puerta y volver a abrirla desde fuera para que la cámara pueda filmar su entrada en escena. Hasta ahí todo normal. Pero el director del documental no ve naturalidad en su forma de hacerlo y le obliga a repetir la escena una y otra vez. El acto de girar el picaporte, de entrar y salir por la puerta, se va vaciando de sentido gracias a un simple mecanismo de detenimiento en su repetición. ¿Qué queda tras ese vaciamiento? Puede que lo hayan adivinado. Esa sensación.

    por Miguel Muñoz Garnica
    abril 29, 2016

    Crítica | Esa sensación

    por Miguel Muñoz Garnica | abril 29, 2016
    Les deux amis

    Entre la lluvia, el descenso de temperaturas que no impidió la sensación de sofoco y el segundo día de la huelga del metro, Barcelona tuvo el día 27 un perfil más gris de lo habitual. Lo que no hizo, sin embargo, que la actividad de la ciudad disminuyera. Es más, y por lo que respecta al Festival, el miércoles fue uno de los días más concurridos. Tal vez porque se emitió, esta vez íntegramente y con invitación para quienes solo pudieron ver media hora en el anterior pase, la película de Philippe Garrel L’ombre des femmes; tal vez por la expectación que despertó la cinta del hijo del realizador anterior, Louis Garrel, Les deux amis (2015), con presentación de los jóvenes de la UJAC (Unió Jove Alternativa Cinemática) incluida; o tal vez porque, cuando hace mal tiempo, siempre es mejor estar en una acogedora sala de cine. En cualquier caso, el resultado final no pudo ser mejor, pues los filmes de Garrel padre e hijo, en torno a sendos triángulos amorosos, tuvieron la calidad que el apellido hacía augurar, mientras que la última proyección fue el estupendo documental Rastreador de estatuas (2015) de Jerónimo Rodríguez. El listón quedó muy alto tras esta jornada.

    Les deux amis (Louis Garrel, Francia, 2015).

    El debut en el largometraje del actor e hijo del realizador Philippe Garrel no podía ser más prometedor, puesto que Les deux amis (2015) bebe tanto de la tradición del cine francés moderno como de la comedia americana contemporánea. Ello da lugar a una pieza cargada de humor y de melancolía, que no oculta la condición de homenaje a sus maestros pero que va un paso más allá, en un ejercicio posmoderno que reflexiona sobre el amor, en todas sus manifestaciones –romántico, fraternal, filial…–, pero también sobre el mismo séptimo arte como escaparate de nuestras tradiciones, de nuestro presente y de nuestras fantasías o necesidades. No es casualidad, por tanto, que uno de los personajes trabaje de extra en el cine o que los tres protagonistas participen en el rodaje de una película ambientada –tampoco casualmente– en el Mayo del 68. Como tampoco lo es que Garrel haya optado por un argumento tan recurrente en la historia de la cinematografía gala como el de una relación sentimental a tres bandas. Y, aunque el referente más explícito sea Jules y Jim (1962) de François Truffaut, pues la amistad de dos hombres –Clément (Vincent Macaigne) y Abel (Louis Garrel)– se pone en peligro por culpa de la intervención perturbadora de una mujer, Mona (Golshifteh Farahani), sin embargo la presencia de la Nouvelle Vague y de sus herederos es constante en el filme. En este sentido, no es difícil rastrear citas a Godard, a Éric Rohmer, al padre del propio autor… Incluso hay una escena que evoca a Alfred Hitchcock, como es bien sabido ídolo de los cahieristas (léase Abel recitándole el poema a la enigmática mujer del parquin). Asimismo, el hecho de que la obra sobre todo haga hincapié en la amistad de los dos hombres, que viene marcada por lo antitético de sus caracteres, le da una pátina de buddy movie cargada de humor y ternura. Ello, sumado a la condición estereotipada de los dos personajes, Abel un atormentado, brusco y atractivo antihéroe –en una parodia del tipo de papeles que suele interpretar Garrel– y Clément un simpático y sensible friki, le confiere al conjunto toques de crónica generacional, pues a su manera ambos son dos niños grandes incapaces de adaptarse a su realidad. Con ello se evoca inevitablemente a la mejor comedia americana de nuestros días, nacida con John Hughes, y que hoy cuenta con autores tan diferentes como Wes Anderson, Judd Apatow o Jason Reitman. En definitiva, Les deux amis combina con pulso firme risas y lágrimas mediante una trama deslavazada y muy reducida espacial y temporalmente, construida a base de un vagar sin rumbo por la ciudad que actúa como metáfora del destino errático de los tres protagonistas, irremediablemente marcados, bien por la culpa, bien por la rabia, bien por la soledad.

    por Elisenda N. Frisach
    abril 29, 2016

    D'A 2016 (VI) | Les deux amis + L’ombre des femmes + Rastreador de estatuas

    por Elisenda N. Frisach | abril 29, 2016

    Casi en el ecuador del Festival, la jornada del martes 26 vino marcada por la huelga de los trabajadores del metro, que ofrecía a intervalos determinados unos servicios mínimos, lo que obligó a optar por rocambolescos –e interminables– trasbordos de autobuses a quienes viven en la periferia de la ciudad condal. Sobra decir que, teniendo en cuenta que dicha huelga también se halla convocada para el día siguiente (aunque a otras horas), lo mejor será ir de “okupa” a casa de algún conocido con un piso céntrico. En cualquier caso, ver dos proyecciones seguidas en la misma sala (el Aribau Club 2) resulta casi tan agotador como no disponer de transporte rápido. Porque no se produce el necesario cambio de escenario para reestructurar nuestros patrones mentales. Precisamente, de cambios de perspectiva y de las trampas de la tradición y la fe, trataban las dos películas en cuestión, ambas candidatas al Premio Talents y al Premio de la Crítica: la india The Fourth Direction (2015), de Gurvinder Singh, y la israelita Mountain (2015), de Yaelle Kayam. Eso sí, las opciones estilísticas adoptadas por sendos directores, así como la resolución final de las tramas, diferían notablemente. Porque Singh pretende hablar, en un tono elíptico y metafórico, sobre la división de la India por culpa de la religión y sobre la necesidad de recuperar el viejo sueño de Gandhi de unir a todo el pueblo hindú. En cambio, Kayam relata el día a día de la soledad de una mujer, judía ortodoxa, para criticar un sistema de valores caduco que solamente sirve para engendrar odio y muerte. Dos miradas, en fin, muy diferentes a las del mundo occidental, lo que el espectador avezado agradece, pues ello también le hace desempolvar sus neuronas y darle un giro a su propia perspectiva.

    Mountain (Ha'har, Yaelle Kayam, Israel, 2015)

    En los últimos años, el cine israelí está viviendo un momento de relativo auge, mediante producciones que ilustran, en un tono cotidiano y costumbrista que a veces se decanta por el drama y otras, por la comedia –cuando no hacen una mixtura de ambos–, la complicada realidad de su nación. Belén (2013) de Yuval Adler; Self Made (2014), de Shira Geffen; Gett: El divorcio de Viviane Amsalem (2014) de Ronit y Shlomi Elkabetz, o Motivación cero (2014), de Talya Lavie, por citar solo algunas, prueban el dinamismo de la producción del país. En este sentido, es sintomático que tras las cámaras haya muchas firmas de mujeres: todo un reflejo de cómo la intelectualidad israelí desea criticar el carácter conservador de su sociedad, ya implícito en la fundación sionista del Estado, pero acrecentado por el clima de tensión continua del terrorismo yihadista, de la exclusión de parte de la ciudadanía y del acecho de los países colindantes.

    Mountain no es una excepción al respecto; es más, aunque en principio se trata de un drama intimista, reducido apenas a dos o tres espacios, y lleno de gestos repetitivos y conversaciones intranscendentes, el elemento alegórico de la cinta es tan potente que pronto se convierte en un reflejo del futuro de la propia Israel. Desde la ubicación de la trama, al pie de las tumbas hebreas del Monte de los Olivos en Jerusalén, pasando por la soledad de la atribulada protagonista de la historia, Zvia (Shani Klein), una judía ortodoxa alienada del mundo por su distante marido, y llegando al descubrimiento de que, de noche, prostitutas, proxenetas y clientes practican sus actividades ilícitas en el cementerio, todo sirve para reforzar ese cariz simbólico de una narración minimalista y austera. No en vano, la cinta abunda en primeros planos y planos generales –adscritos, pues, a los personajes y al ambiente en el que se mueven–, tiene un montaje muy clásico y prácticamente no hay movimientos de cámara. Y es que la tragedia de Zvia deviene la tragedia de la propia sociedad israelí; bella pero dejada, la tradición encarnada por su esposo, Reuven (Avshalom Polak), solo le produce vacío y aislamiento, mientras que la depravación a la que asiste nocturnamente es un gesto de rebeldía y de ruptura con lo establecido. De ahí el magnífico final abierto de la pieza, que, como ya hiciera magistralmente Lars von Trier en Dogville (2003), nos hace desear el peor de los dos males, pues únicamente así podría escapar Zvia del círculo vicioso en el que se encuentra. Según lo expuesto, Mountain es una película inteligente y sutil, cuya conclusión última, habida cuenta de la ambigua relación que mantiene la heroína con el obrero árabe ocupado del mantenimiento de los sepulcros (Haitham Ibrahem Omari) –una atracción no tanto física sino, sobre todo, espiritual–, es que lo mejor sería olvidar las diferencias ancestrales que siguen separando a las personas, superar los prejuicios y restricciones que nos llenan de odio, amargura y resentimiento, y, en definitiva, “hacer el amor y no la guerra.”

    por Elisenda N. Frisach
    abril 27, 2016

    D’A 2016 (V) | The fourth direction + Mountain

    por Elisenda N. Frisach | abril 27, 2016

    Al iniciarse una nueva semana, las calles céntricas de la ciudad muestran la actividad habitual, en comercios y bares/restaurantes, de una zona tan turística como Barcelona. Solo que es lunes; y los lunes tienen, como decía el Miguel Hernández, “un cielo gris desconsolado.” La eficiente calma del trabajo también parece aburrimiento, rutina, condena. Con menos público en los pases, y solventando definitivamente el canjeo de entradas descargándolas con el móvil –qué gran invento–, el ambiente del D’A, entre vacío y resignado, invitaba a ver películas melancólicas o siniestras. Lo curioso es que tanto Mate-me, por favor (2015), de Anita Rocha da Silveira, como Lily Lane, (2016) de Benedek Fliegauf, cumplían, no con una de las dos condiciones, sino ambas; es decir, eran a la vez terroríficas y tristes… Y también mucho más. Porque tanto la coproducción brasileño-argentina como el filme húngaro optan por narrar historias realistas, hasta con un trasunto de crítica sociológica, pero empleando un tono que las acerca al Giallo y al J-Horror, respectivamente. De esta forma, sus autores no solo se aseguran de impactar a la audiencia, sino que abren nuevos cauces en la forma tradicional de construir el relato fílmico. Sin duda, dos obras muy originales que nuevamente hacen que el espectador agradezca la existencia del Festival, pues de otra forma sería difícil poder visionarlas en pantalla grande.

    Mate-me por favor (Anita Rocha da Silveira, Brasil, 2015).

    El plano final del primer largometraje de la realizadora brasileña resume con contundencia la intencionalidad temática de la película. Y es que con Mate-me por favor Rocha da Silveira lleva a cabo una turbadora indagación sobre la violencia en nuestro mundo contemporáneo, centrada en aquellos que más pueden verse afectados –como verdugos o como víctimas– por ella: los adolescentes. En este sentido, la estructura climática de la pieza y el inquietante prólogo que la abre la hacen una especie de mixtura imposible entre En compañía de lobos (1984), de Neil Jordan, por su inmersión gore en los deseos sexuales de un grupo de quinceañeras, y Tesis (1996), de Alejandro Amenábar, por su crítica en tono de thriller al sensacionalismo de los medios de comunicación de masas. En efecto: Bia (Valentina Herszage) y sus amigas “juegan” a ser adultas a través de las leyendas urbanas macabras que se cuentan y de sus relaciones, tal vez demasiado precoces, con chicos. Dada la constante presencia de la sangre en pantalla –“la sangre es vida”, dirá Bia–, así como la unión entre el deseo y la muerte, Rocha da Silveira realiza un homenaje muy particular al giallo, mereced a la repugnancia, pero también a la fascinación, que sienten los personajes hacia unos asesinatos en serie que se están produciendo cerca de su instituto. Desde el principio, la directora retrata la ciudad como un ente ominoso, una mole informe y oscura, llena de ruidos extraños y luces aisladas e indescifrables: una especie de monstruo al acecho de sus presas. Y éstas no solamente son las muchachas brutalmente violadas, sino también la inocencia de quienes asisten a sus muertes. Porque el mal que parece anidar en lo más profundo de esa congregación humana por excelencia –la urbe–, se ha extendido a una más grande, mundial: Internet.

    No es extraño, pues, que ante la pantalla de su portátil, João (Bernardo Marinho) tenga la expresión de un hipnotizado fanático; o que quienes prediquen las palabras de justicia y esperanza lleven a cabo burdos espectáculos televisivos pseudorreligiosos; o que se divulgue la información personal de las víctimas a través de las redes sociales; o que, en fin, los selfies tomados con los móviles sirvan de –¿involuntario?– reclamo para los “depredadores”. Asimismo, esa saturación de estímulos audiovisuales produce el efecto dual, y paradójico, de, por un lado, insensibilizar a la gente, de forma que las jóvenes amigas bromearan a menudo sobre las asesinadas, y, por el otro, de magnificar algo en realidad tan antiguo y común como un crimen, al darle ese toque de intensidad propio de lo prohibido que irremediablemente atrae el espíritu rebelde de los adolescentes. Y más aún si estos carecen de una guía paterna que les dé los valores adecuados: ahí está la continua ausencia del hogar de la madre de Bia y de su hermano (del padre, ni se habla) para probarlo. En resumen, Mate-me por favor, en apariencia un mero filme de explotación slasher, termina por ser una irónica reflexión, y muy dolorosa, sobre el nada halagüeño futuro de nuestra sociedad globalizada: un erial de empatía y principios éticos, al cual nos dirigimos pasivamente, guiados por los poderosos y la información que controlan y manipulan como si fuéramos zombies descerebrados. Lástima el excesivo empleo de música extradiegética que, si bien pretende incidir en esa sobrecarga de estímulos comentada, por desgracia transforma algunos momentos del filme en una sucesión de vídeoclips.

    por Elisenda N. Frisach
    abril 26, 2016

    D’A 2016 (IV) | Mate-me por favor + Lily Lane

    por Elisenda N. Frisach | abril 26, 2016

    Barcelona amaneció el pasado domingo con una calmada resaca tras el ajetreo de la celebración del patrón de Cataluña. Lo mismo puede decirse de su clima, esta vez estable, así como del devenir de las proyecciones en el Aribau Club. De hecho, los retrasos propiciados en días anteriores por el sistema de cambio de abonos, acreditaciones e invitaciones, ayer casi no se produjeron, entre otras razones porque las taquillas tuvieron que abrirse con mayor antelación, al adelantarse el horario de los primeros pases. Con ello, el ritmo de acceso al recinto fue relativamente bueno. Asimismo, la sala 2 solamente exhibió dos películas, dada la duración de Happy Hour (2016) de Ryusuke Hamaguchi, de más de cinco horas.

    Tres dramas familiares e intimistas, de factura e intencionalidad bien distintas, conformaron nuestra jornada. El primero, Mi “perfecta” hermana (2015), de Sanna Lenken, es una emotiva y elegante indagación sobre el problema de la anorexia con el vínculo fraternal de fondo. En cuanto al segundo, Sunset Song (2015), nos hallamos ante uno de los habituales melodramas de su autor, Terence Davies, esta vez llevado a la enésima potencia, dado su punto de partida, la arrebatada novela homónima de Lewis Grassic Gibbon, primera de una trilogía sobre una familia en la Escocia rural de principios del siglo XX. Centrado en el personaje de la hija mayor, Chris (Agyness Deyn), el filme es un drama histórico de corte tradicional, que, al oponer la cotidianidad de los protagonistas a la espectacularidad del paisaje circundante, bascula entre un aliento épico y lírico, con lo que no oculta la influencia de maestros como John Ford o David Lean. Davies da rienda suelta a su estilo visual, deslumbrante y sugerente pero siempre contenido, para contar esta historia de soledad y odio y amor y guerra, que reflexiona sobre el paso del tiempo, las ilusiones perdidas y la mutabilidad del destino. Finalmente, la tercera película, Sutak/Heavenly Nomadic (2015), dirigida por Mirlan Abdikalikov, narra el día a día de una pequeña familia de nómadas kirguises, que ven lenta pero inexorablemente amenazado su estilo de vida por la llegada del supuesto “progreso”. Con una belleza tan sutil como conmovedora, que procede de la mirada honesta y poética con la que Abdikalikov ilumina esa realidad, la cinta tiene un tono elegíaco, pero también esperanzado, merced a las leves pinceladas fantásticas, de origen panteísta, con las que se reviste la anécdota, y también gracias a su ambiguo y estupendo desenlace. Los relatos populares que cuentan los abuelos del clan a su joven nieta y la forma alegórica con la que el realizador capta los elementos de la naturaleza, en apariencia eternos –el agua, el cielo, las montañas, las piedras…–, hacen de este filme una irresistible y serena indagación sobre los grandes temas de la existencia: el amor, la muerte, el perdón… Un día, en fin, para recordar aquellos vínculos que nos hacen humanos.

    por Elisenda N. Frisach
    abril 25, 2016

    D'A 2016 (III) | Mi perfecta hermana + The Thoughts That We Once Had

    por Elisenda N. Frisach | abril 25, 2016
    The event

    La segunda jornada del D’A coincidió con Sant Jordi, de forma que, al caer en sábado –día comercial por excelencia–, las calles céntricas de Barcelona estuvieron especialmente concurridas. Puesto que las sedes del Festival se ubican entre El Raval y L’Eixample (dos de los barrios más populares de la ciudad), tanto los transeúntes como los que asistíamos al certamen tuvimos que lidiar con unos cambios de temperatura tan bruscos que fueron desde el sol de justicia y los 22 grados al mediodía hasta la lluvia, las ráfagas de viento y los 10 grados a partir de las 19 horas. Toda una “heroicidad” que se vio recompensada con el visionado de dos excelentes películas procedentes de la Europa del Este: The Event (2015), de Sergei Loznitsa, y El tesoro (2015), de Corneliu Porumboiu. La primera, más que un documental, es un ejercicio de estilo hiperrealista, donde el propio discurso –el montaje, los encuadres, la posición de la cámara, la fotografía en blanco y negro…– es el responsable de estructurar las imágenes tomadas in situ en las calles de San Petersburgo durante el agosto de 1991, cuando se produjo el fallido golpe de Estado que intentó acabar con la perestroika de Gorbachev y que, a la práctica, supuso el fin oficial del régimen soviético. Sin guion aparente y con tomas de cámara en mano, estamos ante una obra que, a partir de la inmediatez de un testimonio de urgencia, “recicla” este material de archivo con un fin temático muy claro, esto es, denunciar que Rusia no pasó de la dictadura a la libertad, sino que sus amos simplemente cambiaron de “ropajes” para seguir dominando el país en el marco del nuevo panorama de un capitalismo feroz globalizado. Loznitsa ya había demostrado su pericia en este tipo de lides con Maidan (2014), y es imposible no pensar en la influencia de su compatriota ucraniana Esfir Shub en la concepción del filme, pues fue una verdadera pionera del cine de compilación histórica. En cuanto a El tesoro (2015), Porumboiu, en tanto una de las voces más personales de la nueva ola del cine rumano, repite presencia en el D’A, con otra de sus historias repletas de un costumbrismo humorista a medio camino entre el etnicismo de Kusturica y el minimalismo de Kaurismäki. En este caso, el realizador rumano contrasta el pasado y el presente de su país a través de una fábula irónica sobre la búsqueda de un tesoro mítico, con la referencia a la leyenda de Robin Hood de fondo. El último filme de la jornada tenía que haber sido L’ombre des femmes (2015), del veterano Philippe Garrel, pero problemas técnicos con el sonido en el Aribau Club 1 obligaron a suspender el pase a la media hora del metraje. En un gesto de justicia, los organizadores ofrecieron invitaciones para la segunda proyección del título, prevista para el día 27 de abril. Esperemos poder saber cómo termina esta sugerente historia de amor y traición.

    por Elisenda N. Frisach
    abril 24, 2016

    D'A 2016 (II) | The event

    por Elisenda N. Frisach | abril 24, 2016

    El Festival Internacional de Cine de Autor (D’A) celebra este año su sexto aniversario, con lo que se confirma como una cita primaveral tan ineludible para los residentes en la ciudad condal como Sant Jordi, el Salón del Cómic, el Primavera Sound, la astenia de temporada o la alergia al polen. Obviamente, y dada la voluntad del certamen de difundir en nuestros lares un tipo de cine cuya distribución deviene muy complicada, bien por su carácter exigente y/o a contracorriente, bien por la condición novel de sus autores, o bien por lo “exóticas” que resultan para el amplio público las nacionalidades de muchas de las obras exhibidas, asistir al D’A no debería ser un privilegio exclusivo de los barceloneses. Y es que su parrilla vuelve a contar con la flor y nata del cine más arriesgado y auténtico, aquel que hace realmente válida la denominación “de autor”, puesto que sigue exprimiendo las posibilidades de un arte adocenado por la condición de entretenimiento pueril que Hollywood le ha impreso. No parece, empero, que a pesar de una oferta sin duda “elitista” –en el sentido menos antipático del término–, el D’A vea peligrar su futuro inmediato. Ahí está el éxito de la película inaugural –Cegados por el sol (2015) de Luca Guadagnino– para probarlo, con el aforo completo en los dos pases simultáneos ofrecidos el jueves 21 en sendas salas del Aribau Club, sede habitual de la muestra junto a la Filmoteca de Cataluña y el Museo CCCB.

    Para su primer día de proyecciones regulares, el Festival ofreció algunos de sus “platos fuertes”, entre ellos el pase de Oleg y las raras artes (2016) de Andrés Duque, documental que opta a los tres galardones del certamen –Premio Talents, Premio de la Crítica y Premio del Público–, y que dispuso de la presencia del equipo. También destacar la nueva obra del director surcoreano Hong Sang-Soo, Ahora sí, antes no (2015), convertido en todo un clásico del D’A, algo que ha permitido acceder a una brillante filmografía de casi nula distribución en nuestras salas. Afortunadamente, La Aventura se ha hecho cargo de esta cinta, lo que garantiza su estreno en España. Redundando en todas las obsesiones de la obra previa de su autor, la pieza es, básicamente, un cuento moral sobre la honestidad y, por tanto, toda una declaración de principios vitales y artísticos. Con su característica factura visual aparentemente descuidada –marcada por el estatismo de los encuadres, los travellings y zooms bruscos y la ausencia del contraplano–, con su humor costumbrista y melancólico –lo que explica que a Hong Sang-Soo se le conozca como “el Woody Allen coreano”– y con el multiperspectivo que divide en dos la historia y convierte otro de sus relatos sobre directores de cine, alcohol y mujeres en una reflexión sobre el sentido de nuestros actos, Ahora sí, antes no es una pequeña joya que cualquier cinéfilo debería visionar.

    Mañana, más.

    Cegados por el sol de Luca Guadagnino.

    «Ralph Fiennes se merienda a su enemigo y deja a Tilda para el postre, dos monstruos irrepetibles que se dan la réplica en una historia cuya sensualidad alcanza niveles inflamables cuando Dakota Penélope Johnson, perfecta en un segundo plano cada vez más principal, aparece en pantalla».

    Ahora sí, antes no de Hong Sang-soo.

    «En el cine de Sang-soo, la concepción del “amor líquido” parece la única forma posible de perseguir pequeños momentos de plenitud sentimental en esta indeterminación caótica».
    por Elisenda N. Frisach
    abril 24, 2016

    D'A 2016 | Un clásico vuelve a casa

    por Elisenda N. Frisach | abril 24, 2016

    Cada año el Festival internacional de cinema d'autor de Barcelona (D'A) se supera. Para su VI entrega se podrán ver 70 películas del 21 de abril al 1 de mayo. Entre ellas, lo más granado del cine independiente y autoral mundial. Su apertura, Cegados por el sol (A bigger splash), es toda una declaración de intenciones: este es el lugar de los outsiders. Y que mejores mejores guías que Ralph Fiennes y Luca Guadagnino para dar luz a 10 días de cine cercano a los márgenes. «Pantelaria como acicate (y escenario) de las bajas pasiones rockeras», así la definía el crítico de esta publicación Juan José Ontiveros tras su pase de prensa en Madrid. Y justo de pasión va este D'A, de la que están impregnados cineastas incansables como Hong Sangsoo, Brillante Mendoza, Corneliu Porumboiu, Terence Davies, Philippe Garrel, Roberto Minervini, Sergei Loznitsa, Alexandr Sokúrov, Arnaud Desplechin, Marco Bellocchio o Šarūnas Bartas (al que se le dedica una retrospectiva). Todos sospechosos habituales cuyo encuentro solo es posible en certámenes o muestras. El D'A ha tirado la casa por la ventana y el agraciado es el público barcelonés, que promete disfrutar y debatir a pie del Aribau con cada una de las propuestas elegidas. ¿Las de EAM? Sin duda Kaili Blues, Ahora sí, ante no, Baden Baden y Dead Slow Ahead, trabajos que justifican cualquier evento. El 1 de mayo, tras la proyección de La propera pell, la nueva cinta de Isaki Lacuesta que clausurá este sexto capítulo, dejará vacío y nostalgia, pero también la constatación de que Barcelona tiene ya su emblema cinematográfico. 

    EAM cubrirá el D'A 2016 de la mano de Elisenda N. Frisach y Víctor Blanes Picó. A continuación, le presentamos todas sus secciones. Más información en la web oficial del D'A.

    por Emilio Luna
    abril 07, 2016

    El programa y las claves del D'A 2016

    por Emilio Luna | abril 07, 2016

    Hasta 70 películas se podrán ver en la VI edición del Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona, el D'A. Un listado de filmes que encontrarán huecos en el programa en las secciones Direccions, Talents, Transicions y Retrospectiva y cuyas proyecciones se desarrollarán del 21 de abril al 1 de mayo. Como aperitivo al 5 de abril, donde se anunciará la parrilla al completo, la organización del D'A ha revelado los primeros 20 filmes que se podrán ver en los cines Aribau, el CCCB, la Filmoteca de Cataluña y la sede de la SGAE en Cataluña. Abrirá una de las cintas más esperadas del primer tercio del curso: Cegados por el sol (A bigger splash), dirigida por Luca Guadagnino y protagonizada por Ralph Fiennes, Tilda Swinton y Dakota Johnson, que se pudo ver en la última entrega de la Mostra de Venecia y que se estrenará en España gracias a Avalon. La propera pell, la nueva película de Isaki Lacuesta, codirigida con Isa Campo y protagonizada por Sergi López, Emma Suárez y Àlex Monner, clausurará el certamen. Por otro lado, y como plato estrella, la retrospectiva de este año estará dedicada al cineasta lituano Sharunas Bartas, que además presentará su último trabajo, Peace to Us in Our Dreams, que lo ha devuelto a la primera línea tras seis años de parón. Además, esta VI edición permitirá al público barcelonés disfrutar de las últimas propuestas de los clásicos habituales del D'A: Hong Sang-Soo (con su sensacional Right now wrong then), Brillante Mendoza, Terence Davies, Arnaud Desplechin, Alexander Sokúrov, Philippe Garrel, Andrés Duque y Marco Bellocchio, que formarán en el apartado Direccion. En Talents, la sección competitiva, pasarán las óperas primas de Bi Gan (Kaili Blues, ganadora en Las Palmas), y Eva Husson (Bang Gang). Fuera de competición, se exhibirán 600 millas de Gabriel Ripstein, Demon de Marcin Wrona y Les deux amis de Louis Garrel. Transicions expondrá algunas de las obras más interesantes del año como Dead Slow Ahead de Mauro Herce (ganador en Locarno 2015 del premio especial del jurado a Cineastas del Presente), Happy Hour de Ryusuke Hamaguchi, Nasty Baby de Sebastián Silva, El nome de los árboles del asturiano Ramón Lluis Bande y Te prometo anarquía de Julio Hernández Cordón. Una vez más, EAM les contará de primera mano todo lo que acontezca en el gran festival de abril.
    por Emilio Luna
    marzo 12, 2016

    Primeros 20 títulos para el D'A 2016

    por Emilio Luna | marzo 12, 2016

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