La plaza de la Liberación de El Cairo es, desde el pasado 25 de enero, una violenta pasarela donde, entre pedradas, tanques y esporádicos disparos, han ido escenificando su epopeya de sangre y gritos los protagonistas de la revuelta popular egipcia. Pasarela y microcosmos, porque en la plaza de la Liberación cairota actúan todas las fuerzas que, a lo largo del último mes, han removido las arenas del mundo árabe desde Marruecos a Yemen: masas movilizadas por el hastío y la red social son vigiladas, y atacadas cuando se estima, por policías y matones de los autócratas sobre un fondo de militares vigilantes. Masas, dictadores y generales. Un triunvirato imposible en el que dos de los actores acabarán por fuerza haciendo mutis.

Con permiso de la monarquía saudí, sibilina proveedora de ríos de petróleo que la facultan para exportar toneladas de integrismo islámico, Egipto es el gigante del mundo árabe. Avalan ese título ochenta millones de habitantes, una posición clave en la casi centenaria guerra de Oriente Medio y el control del canal de Suez . Pero, al margen de su descomunal estatura, es poco lo que le diferencia de Túnez, el pequeño país que ha conmocionado las estructuras árabes con la revuelta que, el pasado 14 de enero, condujo al derrocamiento y huida del presidente Ben Alí, tras 23 años de dictadura.

Como en Túnez, décadas de dictadura republicana han convertido Egipto en el cortijo de unos reducidos grupos de políticos y militares corruptos que, lejos de reinvertirlos en el país, colocan sus beneficios en plazas seguras. También como en Túnez, el régimen dictatorial ha sido incapaz de compensar la represión con la consolidación de una amplia clase media. El resultado, al igual que en Túnez, ha sido el fracaso de Egipto, con un consumo interior débil, a la hora de coger el tren de la globalización y captar grandes flujos de capitales.

Sin petróleo ni materias primas relevantes, con una agricultura y una industria transformadora endeble, Egipto se ha visto condenado al estancamiento económico y ha sido víctima prominente de la crisis de 2008. Sus exportaciones han caído y su industria turística, que aporta el 11% del PIB, se ha visto golpeada por la contracción global del sector. Por lo demás, esta postración, con la excepción de las florecientes plazas financieras del Golfo, es extensible a la veintena de países árabes, cuyo PIB conjunto, incluidos los ingresos del petróleo, equivale al de Brasil.

Así pues, los egipcios, como el resto del mundo árabe, no sólo siguen sumidos en una miseria secular, sino que han visto degradadas sus condiciones de vida, ya que su renta per cápita apenas ha crecido desde 1990. La escuálida clase media se ha empobrecido y el 40% de la población -una población joven que en el orbe árabe tiene una edad media de 25 años- ha quedado por debajo del umbral de la pobreza. La educación, floreciente en Egipto en la década de 1960, se ha deteriorado y, en paralelo, el número de titulados en paro se ha disparado.

El cóctel árabe sólo necesitaba una chispa para arder. Y la chispa llegó con el encarecimiento en los mercados mundiales de los alimentos de primera necesidad (cereales, azúcar, aceite). Un directo a la mandíbula de unas sociedades donde entre un tercio y la mitad de los ingresos familiares va a alimentación.

Agobiados por la pobreza, la represión y la corrupción, los tunecinos pusieron en marcha una revuelta que ha sorprendido al mundo por su elevada velocidad de contagio. Entre el 17 de diciembre, fecha en la que el joven Mohamed Bouazizi se quemó a lo bonzo, y el 25 de enero, que registró los primeros cuatro muertos en Egipto, apenas transcurrieron cinco semanas. Los países árabes han conocido numerosas protestas populares en las dos últimas décadas, pero todas sin excepción se extinguieron al poco, dejando a menudo una pesada estela de muertes.

La diferencia esta vez ha venido de la mano de la progresiva globalización de las comunicaciones: primero, televisión por satélite; más tarde, cadenas árabes; a continuación, internet y telefonía móvil; y por fin, redes sociales. La mayoría de los árabes es pobre, pero tiene ventanas abiertas al mundo y capacidad para comunicarse, aunque sea desde cibertendejones de fortuna.

La posibilidad de actuar en red, sin depender, como antaño, de las consignas de élites clandestinas fácilmente decapitables, ha dado a las revueltas una enorme agilidad y resistencia. La misma que, en otras latitudes, está permitiendo los ciberataques a gobiernos e instituciones financieras en defensa de Wikileaks. La misma que ha hipertrofiado el poder de los mercados en detrimento de las instituciones.

Pero la red también ha introducido un factor desconcertante que se está poniendo de manifiesto en Túnez y en medida algo menor en Egipto: las masas han adquirido un poder para derribar gobiernos que, más allá de las exigencias de libertad, transparencia y trabajo, no se acompaña de instrumentos políticos de recambio.

Esta anomalía diferencia la revuelta árabe de los dos procesos históricos con los que se la viene comparando -la Revolución francesa y las revoluciones anticomunistas de 1989- y es resultado de la ausencia de una oposición política articulada, más allá de los pequeños grupos tolerados para suavizar la cara del régimen. De la mano de esta anomalía entra en juego el segundo de los miembros del triunvirato imposible de la plaza de la Liberación: los generales.

Los sistemas autocráticos árabes se basan, como todas las dictaduras, en el control del Ejército. Pero en las repúblicas tunecina y egipcia, por causas históricas derivadas de sus respectivos procesos de descolonización, el Ejército es además la columna vertebral del sistema político. De él emana el autócrata. Con él comparte los beneficios económicos de la corrupción.

Esta característica no aparece en monarquías como la marroquí o la jordana donde el rey, que obviamente ha de controlar a los generales, no es una emanación militar, sino la cúspide de la red tribal clientelar que vertebra al país y de la que, a su vez, emana el Ejército.

Tanto en Túnez como en Egipto, el autócrata había roto tiempo antes de las revueltas su sintonía con los generales. La huida del tunecino Ben Alí fue forzada, en realidad, por la cúpula militar, a la que la familia del dictador había negado su parte en el multimillonario proceso privatizador de los últimos años.

En Egipto, donde el Ejército controla, además de la industria militar, importantes empresas de infraestructuras, de bienes de consumo y de comercialización, la voluntad del presidente Mubarak de instaurar una república hereditaria en la persona de su hijo Gamal, agresivo hombre de negocios, era vista con sumo enojo por los generales. Los altos mandos del Ejército egipcio siguen queriendo que el presidente sea una emanación suya, como lo fueron Nasser, Sadat o el propio Mubarak en sus orígenes.

Esta voluntad, unida al miedo a que la orden de aplastar la rebelión fuera desobedecida por la tropa, de evidente extracción popular, explica la actitud tolerante de los militares con los manifestantes de la plaza de la Liberación. También explica que, tras el discurso de Mubarak a la nación el pasado martes por la noche, el jefe del Estado Mayor, general Sami Enan, llamase a los manifestantes a regresar a sus casas para permitir el inicio del proceso de transición. En su discurso, Mubarak renunció explícitamente a presentarse a la reelección presidencial del próximo septiembre y negó que tuviese cualquier intención de perpetuarse en su hijo.