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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.52 n.52 Caracas ene. 2003

 

Las políticas públicas ante las realidades emergentes. Notas para la discusión

Carlos Mascareño

Resumen

El artículo tiene como propósito reflexionar sobre el futuro de las políticas públicas ante los retos de los cambios al nivel global y del Estado nacional. Se analiza cómo la crisis del bienestar representa, a su vez, la crisis del instrumental y de las visiones de las políticas públicas que prosperaron en la segunda mitad del siglo XX. Asociado a lo anterior, la difusión del new public management como ideario para resolver problemas de gestión pública, es evaluada en tanto la crisis requiere respuestas más allá de cambios en las estructuras públicas. Así, es necesario el estudio de las realidades emergentes que, como la redefinición del Estado o la globalización de las políticas, reclaman nuevos enfoques en la disciplina. Finalmente, se derivan apreciaciones que señalan guías para la adaptación, ampliación o cambios radicales en las políticas públicas como disciplina que estudia los cursos de acción de los asuntos públicos contemporáneos.

Palabras clave

Políticas públicas / Estado de bienestar / Crisis / Globalización / Gestión pública

Abstract

This article is intended to reflect on the future of public policy in response to the challenges imposed at the global and national levels. It shows how the crisis of the welfare State represents a crisis of both its tools and the underlying concepts that prevailed in the public policy field during the second half of the 20th Century. Linked to these new conditions, the dissemination of the new public management as a set of ideas with which to address the problems of managing public institutions is examined and it is shown how the crisis demands responses that go beyond changes in the public structures. That makes it necessary to study the emerging conditions like the redefinition of the State’s role or the globalization of public policy, which require the development of new approaches in the discipline. Finally, judgments are put forward to act as guides for the adoption, expansion, or radical change in public policy as a discipline that studies the available courses of action in contemporary public affairs.

Key words

Public Policy / Welfare State / Crisis / Globalization / Public administration

Recibido: Marzo 2003

Aceptado: Mayo 2003

Introducción

Como se sabe, la conceptuación y el desarrollo instrumental de las políticas públicas se ubican en un momento en el cual la consolidación del Estado de bienestar como forma universal para garantizar la existencia humana, exige una plataforma para organizar las acciones que los gobiernos deberían desplegar en procura de mayores niveles de satisfacción para los ciudadanos y sus crecientes derechos. En consecuencia, la época de la segunda posguerra, con toda la influencia de las innovaciones tecnológicas, fue momento propicio para que la plataforma en cuestión surgiera de manera asociada al esplendor del welfare State. De allí que se pueda afirmar que las políticas públicas son funcionales a las exigencias de este Estado. Por ello, la elaboración de nuevas y renovadas propuestas han acompañado a la búsqueda del mejoramiento de las acciones de los gobiernos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.

Sin embargo, aquel Estado benefactor que ofrecía grandes certezas a las sociedades contemporáneas, ha ido disminuyendo su capacidad de respuesta ante las exigencias crecientes de la sociedad, con lo cual, desde los años setenta, comenzaron a emerger severas críticas a sus verdaderas posibilidades. Con ello, la disciplina de las políticas públicas también entró lógicamente en crisis, toda vez que el objeto al cual se asociaba dicho instrumental respondía cada vez menos a las expectativas para el cual había sido concebido. Llegado este momento, en el inicio del siglo XXI, continúa el debate crítico alrededor de las posibilidades del Estado del bienestar y, a su vez, de las posibilidades de superar las constantes fallas de los gobiernos, a pesar del permanente desarrollo de instrumentos de gestión pública. Además, hoy se reconoce la emergencia de nuevas realidades diferentes a aquellas con las que se lidió en los años cincuenta y sesenta, revestidas de gran complejidad y altos niveles de incertidumbre. En consecuencia, estamos asistiendo a un momento en el cual el Estado benefactor se encuentra en crisis severa, a la vez que, por una parte, continúan los esfuerzos para diseñar mejores tecnologías de gestión que permitan actuar sobre los asuntos públicos y, por la otra, se imponen nuevas lógicas sociales que demandan visiones diferentes frente a las necesidades de la sociedad.

La simultaneidad de la crisis, el desarrollo de nuevas tecnologías de gestión pública y la emergencia de realidades complejas, nos invade de interrogantes de difícil solución bajo los paradigmas heredados del Estado de bienestar. Ante ello, el instrumental de las políticas públicas enfrenta no sólo un problema de diseño, sino, más allá, una situación en la cual pudiera estar planteada su transformación.

El presente artículo aborda la discusión acerca de la presencia e interacción de los factores enunciados, sin pretender arribar a prescripciones sobre los futuros diseños de las políticas públicas. Aspira solamente a ofrecer una orientación para el abordaje de una discusión compleja que apenas comienza. Para tales efectos se desarrolla, en primer lugar, un análisis de los principales rasgos de la crisis del Estado de bienestar; posteriormente, se presenta la discusión existente alrededor de las recientes innovaciones para la gestión pública que, como el new public management, han surgido en auxilio de las fallas de los gobiernos y, en consecuencia, de la efectividad de las políticas públicas. En tercer término, se presentan las características principales de algunas realidades emergentes que afectan la efectividad de las políticas públicas y, finalmente, se ofrecen unas precisiones finales sobre la nueva sustantividad de las políticas públicas.

Crisis del Estado de bienestar y de la gobernabilidad social

El Estado de bienestar constituye el marco fundamental en el cual cobra vida la disciplina de las políticas públicas. En consecuencia, su crisis, con la inevitable incidencia en las capacidades de gobernabilidad, determinan, inequívocamente, crisis en el instrumental y visiones que sobre las políticas públicas se construyeron durante la segunda mitad del siglo XX.

El punto central de la discusión en ese sentido, refiere al hecho de que el Estado de bienestar, al asumir la compensación social universalizada, ha tendido a no dejar nada fuera: siempre aparecen nuevas carencias que son incorporadas por éste y así hasta el infinito. En un primer momento, las «disfuncionalidades» de la sociedad industrial podían ser controladas por medios políticos, siendo el Estado benefactor una de sus representaciones básicas. Dado que los recursos finitos de los que dispone la política no son suficientes para enfrentar los costos crecientes de este modelo, ella queda expuesta a realidades que cambian imprevisible e irremediablemente y que se originan en su propio seno, es decir, la política culmina ocupándose de realidades autoproducidas, las cuales contienen insatisfacciones sociales que escapan a sus límites (Luhmann, 1997).

Es así como el Estado de bienestar se ha caracterizado por pretender dotar de extensas prestaciones sociales a inmensas capas de la población, enfrentando costos crecientes y acelerados, asociados al constante descubrimiento de problemas que competen a la autoridad pública. Todo ello sucede bajo el cobijo de los logros institucionales del moderno Estado: la Constitución y la domesticación democrático-jurídica del poder arbitrario. No se trata entonces de cuestiones banales que deban ser desechadas, toda vez que esos logros representan una abierta superación cultural de la sociedad respecto a los regímenes arbitrarios y estratificados que le antecedieron. Se trata, más bien, de pensar acerca de cómo superar o alterar la pretendida y exagerada autovaloración del Estado benefactor como mecanismo de inclusión total, mirando más allá de su autorreferencia hacia el entorno, hacia los demás subsistemas funcionales de la sociedad, en los cuales podrán existir soluciones a los problemas de exclusión que no pueden enfrentar, por sí mismos, las tradicionales estructuras que le han sido funcionales. Se trata, en definitiva, de distraer al sistema benefactor de su relación reflexiva consigo mismo (Ibid.).

Las dificultades del welfare State para mantener su eficacia y eficiencia, pueden evaluarse a partir de dos niveles de interpretación: uno que incorpora un enfoque economicista de la crisis del bienestar y otro que hurga en las raíces de las contradicciones de los estados modernos.

En la primera vertiente se encuentran las crisis financieras, de legitimidad y eficacia de los sistemas de seguridad social y protección, las cuales se derivan de una caída del crecimiento económico y la productividad que permitieron los excedentes de recursos para mantener la extensión constante de las prestaciones sociales. Sin embargo, siendo la base de financiamiento obviamente importante para mantener el bienestar, pareciera que su expansión y consolidación (en tanto representación de inclusión total de la sociedad) ha dependido más de los factores políticos e ideológicos que estuvieron en su origen (Ochando Claramunt, 1998).

Siendo así, los parámetros que destacan en esta perspectiva tienen su origen, por una parte, en la ruptura del pacto político social que fundamentó la institucionalización del Estado en Europa y, por la otra, en los límites del Estado como mecanismo de regulación social. Tales parámetros apuntan hacia cambios en las formas de intervención estatal que afectan su legitimidad, cambios del proceso productivo que alteran las relaciones de poder preexistentes, surgimiento de limitaciones de la democracia liberal y, con ella, del sistema de partidos políticos para garantizar los mecanismos de representación (Offe, en ibid.), las crisis de los partidos, de izquierda o derecha, para responder a los cambios políticos sociales y económicos y, finalmente, los cambios culturales que introducen nuevos valores sociales que alteraron los criterios de valoración del Estado de bienestar. A pesar de los inequívocos síntomas de crisis, éste, en tanto mecanismo funcional a la producción capitalista, pareciera irreversible como medio de redistribución, ante lo cual se observan constantes medidas de adaptación programáticas de sistemas mixtos, cambios en los procesos de gestión y decisión, antes que asomar siquiera alguna amenaza para su desmantelamiento (Ochando Claramunt, 1998).

Tanto los argumentos liberales como los neomarxistas, a pesar de sus claras diferencias, coinciden en la existencia de una distorsión sistémica en la acción de gobierno. En la primera visión, la inflación de las demandas de los ciudadanos al sistema político generó una «sobreoferta» del Estado, no existiendo entonces criterios de eficiencia que hicieran objetivable su acción, con lo cual la planificación racional de las políticas administrativas se convierte más en respuesta a situaciones coyunturales y mucho menos en premisas de largo plazo; con ello, disminuye ostensiblemente la legitimidad general del sistema. El argumento neomarxista apunta hacia la existencia de una contradicción profunda entre la lógica del capital y la limitada acción política del Estado, cuyas políticas fiscales apenas tendrían efectos en la esfera distributiva, con lo cual el Estado queda atrapado entre los reclamos de las masas y las exigencias del proceso acumulativo. Por ello, éste termina asumiendo la responsabilidad de un conjunto de problemas sobre los cuales no posee control directo en los medios para resolverlos (Vallespín, 2000).

Los enfoques mencionados han tenido la virtud de advertir que «algo pasa» en la acción del gobierno, impedido para lidiar con sus contradicciones internas. Sin embargo, al estar dichos enfoques anclados de manera excesiva sobre una imagen reificada de las fronteras entre el Estado y la sociedad, apoyaron su argumentación sobre el paradigma jerárquico según el cual se suponía que las disposiciones del Estado serían capaces de «someter» a la sociedad. Era necesario advertir, en consecuencia, que estaba surgiendo –desde los años setenta– una crisis de dirección jerárquica, en la cual la acción de gobernar no se reducía a la «gobernación por el gobierno», sino, más allá, surgían formas de gobernación de la sociedad con el gobierno y sin él. Esto es, quedaban en entredicho las clásicas formas e instrumentos de acción de gobierno a través de la planificación social que establecía objetivos, delimitaba medios, utilizaba criterios de eficacia y eficiencia y agregaba formas de coordinación para obtener resultados globales óptimos. Tal manera de «intervención» de la sociedad se ha enfrentado a la tozuda realidad que hoy impone: a) distintas lógicas o criterios de racionalidad según el ámbito de referencia,1 b) el creciente pluralismo social, organizado corporativamente y de manera asimétrica, c) la descentralización y fraccionamiento creciente de los órganos estatales y la autoridad pública, d) la debilidad de los órdenes causales a la hora de organizar la decisión, lo que limita la teoría de la acción racional y e) los límites de la acción estatal dentro de las fronteras nacionales, toda vez que existen actores inmunes a su acción directa que se ubican en el plano mundial. No se trata con ello de postular la desaparición del Estado; su capacidad unificadora seguirá siendo pieza vital en el soporte de las sociedades contemporáneas, sobre todo a la luz del desglose global. Se trata, más bien, de apuntar a una crisis severa del paradigma de la acción de gobierno que acompañó al Estado de posguerra, lo que remite, forzosamente, a cambios en la forma del ejercicio del poder del Estado (Ibid.).

Volvamos al punto inicial: ciertamente, la sociedad del siglo XX estuvo acoplada a un tipo de coordinación de sus problemas caracterizada por el Estadocentrismo asociado al welfare State para el cumplimiento de los fines sociales y la garantía de la procura existencial (García Pelayo, 1980). Dicho pensamiento, que devino en voluntarismo para la toma del poder social como acto automático de la política social del Estado (Pérez Baltodano, 1997), entró en absoluta crisis desde hace por lo menos tres décadas. Por su parte, la reacción del mercado como mecanismo de coordinación social que pretendió resolver las insuficiencias del Estado de bienestar, también asomó sus deficiencias. Si bien la estabilidad macroeconómica, la competencia, la reducción del aparato estatal y el mejoramiento de los servicios públicos eran condiciones necesarias, resultaron ser no suficientes, por lo que el argumento de la dicotomía Estado-mercado tampoco logró explicar el problema de la creciente complejidad de la sociedad (Messner, 1999).

En esta perspectiva, las sociedades modernas están tendiendo a la creación de sistemas de decisión conjuntos o redes políticas pluralistas, que suponen soberanías compartidas y ejercen un tipo de conducción social mediante redes como mecanismo autoorganizado, con estructuras que integran intereses y se convierten en medios «blandos» de conducción (Ibid.).

La nueva situación apunta hacia el desarrollo de nuevas formas de gobernabilidad, en las cuales los asuntos públicos surgen a partir de comunidades con membresías restringidas y con interdependencia horizontal y vertical. Tales redes representan un proceso continuo donde funcionan los sistemas de poder, las metas, las coaliciones, los intercambios, las reglas de juego y la reproducción (Evans, 1998). A su vez, esta forma emergente de conducción de lo social obedece a patrones de borrosidad (Orellana, 1999), a perfiles imprecisos, móviles, en los cuales el grado de pertenencia no es dicotómico, sino gradual. La emergencia de las redes como forma de coordinación social es la expresión, en consecuencia, de la fragmentación de la procura existencial en múltiples ambientes y autopoiéticas2 formas de agregación de intereses sociales (Mascareño, 2001).

¿Dónde queda entonces el papel del Estado en las nuevas instituciones de coordinación social? «A las tareas estatales clásicas, cuyo portador ya no suele ser el Estado nacional unitario, sino un sistema político-administrativo de diferentes niveles, se agregan ahora más y más las tareas de gestión de la interdependencia social. Formular el problema de la interdependencia permite definir los contenidos de las funciones de la política: la gestión de la interdependencia sistémica. De hecho vemos que, bajo la influencia de la teoría de la modernización, el debate en torno a la teoría del Estado se desplaza hacia las tareas de coordinación» (Mayntz, citada por Lechner, 1997:15). Estamos ante un franco desplazamiento de las relaciones sociales fuertes y estables por vínculos flexibles, lo cual parece concordante con el desarrollo acelerado de redes sociales. Ellas terminan siendo un vínculo resaltante entre la subjetividad de las personas y los subsistemas funcionales de la sociedad (Lechner, 2000). En el marco del debate en cuestión, la reflexión acerca de las complejas tareas de coordinación en las sociedades contemporáneas ha dado lugar al surgimiento y utilización del término governanza moderna, entendido como un nuevo modo de gobernar, más cooperativo, en donde el Estado ya no ejerce su autoridad plena y en donde se imponen redes políticas que facilitan los consensos negociados para la formación de las políticas (Mayntz, 2001).

Complejidad, flexibilidad, coordinación social mediante redes, complementación entre Estado y mercado, cooperación, descentralización y pluralidad, parecerían ser los términos que definen hoy los problemas de gestión de la procura existencial. Pero, ¿cómo hacer para reponer la credibilidad (efectividad) en los estados de bienestar a partir de soluciones «blandas» como las redes, si está en juego la integración social como un todo?

Habría que mirar, postulan algunos autores, a través de lentes diferenciados en los intentos de reconstrucción de ese modelo distributivo, ahora en función de un paradigma constitutivo a partir de la disolución de las bases keynesianas que estuvieron vigentes durante la segunda mitad del siglo XX. Para ello es necesario entender que en el modelo anglosajón de bienestar o residual, la gestión de la fuerza de trabajo es central para la autorrealización individual; en el caso de los estados corporativos se trata de devolverle al welfare State su papel integrador y regulador de las relaciones productivas y, en otra vertiente, los regímenes universales como los escandinavos se centran en la preservación de los mayores grados de igualdad como respuesta a la crisis social (Isuani y Nieto, 2002).

Así, los diversos esfuerzos para mantener la vigencia del Estado de bienestar –con diferentes énfasis y visiones–, enfrentan restricciones estructurales que superan los límites de los conceptos tradicionales del Estado moderno, así como de sus constreñidas fronteras territoriales. Estas restricciones pueden ser englobadas en tres categorías: a) las referidas a los límites de la modernidad y, particularmente, la pérdida de confianza en los sistemas expertos, b) la tendencia a un mayor carácter mundial-global de las relaciones de la sociedad y c) las subjetividades de la modernidad en sus cambios respecto a lo que es la calidad de vida y el concepto de desarrollo. Todas ellas enmarcan con mayor vigor la discusión sobre los modelos de bienestar y, por ende, introducen mayores complejidades e incertidumbre en su accionar.

Ciertamente, la modernización encierra evidentes paradojas, siendo la primera y más importante de ellas la creciente brecha entre el desempeño de los indicadores materiales de la vida y el sentimiento de inseguridad de la población. Así, es creciente el miedo a la exclusión, el miedo al otro, y el miedo al sinsentido de la experiencia cotidiana (Lechnner, 2000:1-2). Se trata de una pérdida de confianza en el futuro como medio clave para reducir la complejidad del mundo, haciendo descender la complejidad de la realidad como tal a formas de representación, lo que permite establecer los parámetros de la vida segura (Luhmann, 1996). Es, en los términos de Giddens, la pérdida de fiabilidad en los sistemas abstractos de la modernidad, los cuales han proporcionado una gran seguridad al vivir cotidiano, inexistentes en los órdenes premodernos (Giddens, 1994). Seguramente preocupado por la evidente pérdida de fiabilidad de la modernidad, el autor antes citado introdujo la «tercera vía» como un marco para el debate futuro de la socialdemocracia en «un mundo que ha cambiado esencialmente a lo largo de las dos o tres últimas décadas» (Giddens, 1998:38).

La segunda de las restricciones, la globalización como tendencia de la sociedad, introduce varios dilemas a resolver. No es éste el espacio para discernir sobre sus características, ejercicio que han efectuado innumerables autores durante la última década. Interesa resaltar que, en tanto realidad insoslayable, introduce indudables retos para la construcción social del futuro, tales como: a) el abordaje de bienes públicos globales (clima, biodiversidad, sistema financiero, medio ambiente en general), b) situaciones transfronterizas (migración, contaminación), c) fenómenos globales (megalópolis, crisis de ocupación), d) interdependencia (crisis económicas, comercio, pauperización), e) competencia (fiscalidad, regulación social y ecológica) y f) arquitectura de governanza global (democracia, legitimación, coordinación, asimetrías de poder) (Messner, 2000:44).

Si a los anteriores límites estructurales se le agregan las dificultades para definir y establecer nuevos y mejores parámetros o estándares de vida y desarrollo (tercera categoría de restricciones para mantener la vigencia del Estado de bienestar), nos enfrentamos entonces a un cuadro inédito para el ejercicio de la acción de gobierno si se compara con lo que se concibió hace cinco o seis décadas atrás. En este reto se inscriben los esfuerzos de Amartya Sen por definir las fronteras del desarrollo, ya no como simple asunto de indicadores de crecimiento y acceso a bienes y servicios, sino, sobre todo, como la expansión de libertades reales del individuo en cuanto a oportunidad económica, libertad política, transparencia, seguridad protectora o servicios sociales (Sen, 2000). La subsistencia, afirma Bauman, se ha vuelto frágil, errática y poco confiable; de allí que esta función no sólo exige proporcionar un medio de manutención día a día, sino ofrecer seguridad existencial, que es el punto de partida de toda autonomía. Por ello, el argumento decisivo a favor de una subsistencia básica (ingreso básico) no se refiere a una obligación moral, ni a asuntos de equidad o justicia. Se trata, en definitiva, de su significación política en la restauración del espacio público-privado, toda vez que el Estado de bienestar ha perdido gran parte de su utilidad sociopolítica a partir de los consensos multipartidarios que le dieron vida (Bauman, 2001).

Como podrá concluirse, ante evidentes síntomas de crisis del modelo de bienestar y de la sustentación política que le es funcional, no puede esperarse que la idea de las políticas públicas quede indemne. Ellas, como disciplina y como instrumento, están obligadas a introducir los cambios de rigor, a tenor de las exigencias de su objeto de trabajo: el bienestar social.

En ese sentido, y por la creciente insatisfacción de la sociedad con sus gobiernos, ha surgido un fuerte movimiento intelectual cuyo propósito central es atacar las consabidas fallas (failure government) que se evidencian luego de la aplicación de cada política pública específica. Éste se ha transformado en una corriente que postula una nueva forma de gestión de los asuntos públicos y que, de manera genérica, ha recibido el nombre de new public management. Por su importancia en la conducción de las organizaciones públicas en los últimos diez años, se dedica la siguiente sección a su discusión y análisis crítico.

El antídoto al failure government: the new public management

Los analistas del funcionamiento de los gobiernos a finales del siglo XX, enfrentados a las recurrentes y evidentes crisis de los estados para garantizar la solución de urgentes problemas, encontraron en el new public management (NPM) una fuente de inspiración para postular la superación de los males crecientes de las políticas públicas. Puede afirmarse que esta nueva modalidad de prescripción para el funcionamiento de las estructuras públicas, resultó ser un enfoque microorganizacional que apuntaba a enfrentar las limitaciones de los análisis y propuestas de políticas públicas. En este sentido, es de interés estudiar las principales características de la propuesta, en sus versiones europea y norteamericana, para, posteriormente, abordar las que han sido sus limitaciones más evidentes.

El NPM europeo

En los países europeos, el diagnóstico acerca de las fallas de los gobiernos se soportaba sobre una argumentación según la cual la presión económica y social sobre las instituciones del Estado estaba determinando la introducción de métodos del management, toda vez que esas presiones estarían produciendo cambios reales en la provisión de los servicios, por lo menos a nivel de retórica y discurso ideológico de los gobiernos. Las principales presiones tenían su origen en diferentes circunstancias, tales como las crisis cíclicas presupuestarias, la demanda de mejor calidad de servicio por parte de los ciudadanos, la competencia de Europa con EE UU, Asia y Europa del Este, lo que se traducía en un fuerte reclamo por un Estado más efectivo y la incidencia de las visiones ideológicas y políticas que reclamaban por reducir el rol del Estado en los asuntos públicos (Flynn y Strehl, 1996a).

Ante ello, diversos países incorporaron nuevas prácticas de gestión con miras a aliviar el funcionamiento del aparato público e intentar enfrentar las presiones que amenazaban con restringir aún más la aceptación del Estado. Un tema común era la descentralización de responsabilidades y autoridad a los gobiernos subnacionales, medida que redundaría en una mayor autonomía gerencial y el incremento del accountability. No siendo la descentralización un fin en sí mismo, era fundamental resolver problemas, tales como si estaba o no separada la confección de las políticas públicas de la prestación de los servicios y hasta dónde llegaba, en consecuencia, la autonomía de los gobiernos territoriales para asumir riesgos y decisiones. Un segundo tema, objeto de un largo y controversial debate, era la idea y la práctica del accountability y sus interdependencias entre el sistema administrativo y el sistema político: ¿Quién rinde cuenta a quién de qué?, eran ambigüedades que deberían abordarse si realmente se deseaba establecer una mejor relación con el ciudadano. Un tercer énfasis en las nuevas prácticas de gestión pública europeas para la última década del siglo XX, se orientaba hacia el desarrollo de la gerencia de los recursos humanos, reconocida como una de las más importantes contribuciones al éxito de la ejecución de las políticas y prestación de los servicios. En este campo, los diferentes países enfatizaban la incorporación de las nuevas técnicas gerenciales e instrumentales vinculadas a los cargos y orientadas al cambio, para lo cual sería necesario resolver los conflictos que surgían con las estructuras tradicionales del servicio civil, atrapado en leyes y normas que inhibían el liderazgo y la motivación. Finalmente, el otro cambio importante que traducía la implantación del new public management en Europa, era la orientación del proceso presupuestario hacia los resultados (outcome), con sistemas plurianuales del ciclo presupuestario. Con ello sería posible desarrollar sistemas de información de costos por procesos y transformar la visión de inputs a outputs al enfatizarse el logro de la misión, el desarrollo de planes de negocios y la medición de fines y objetivos (Flynn y Strehl, 1996b).

A la par de los cambios en los enfoques de gestión antes señalados, en Europa se han publicitado ampliamente las prácticas para implantar políticas de calidad en el funcionamiento del sector público. Éstas surgieron como estrategias incrementales para impulsar las reformas de dicho sector. Siendo las estructuras de gobierno áreas de conflicto y poder, tales intentos aparecieron como formas de legitimar su eficacia ante los crecientes reclamos de los ciudadanos. En este sentido, el énfasis en la orientación hacia el consumidor como foco de los procesos de calidad, obligaba la reincorporación del ciudadano como sujeto de prácticas democráticas y elemento central en las políticas públicas, lo que generaba renovados conflictos entre burocracia y sociedad. Para algunos analistas, en todo caso, era más importante la presencia ciudadana en la estructuración de las políticas y menos la precisión técnica en la implantación de las estrategias de indicadores de calidad (Bouckaert, 1995).

En el caso británico, en particular, muchas de las iniciativas para mejorar la calidad de los procesos de gestión pública resultaban de naturaleza cosmética, limitadas por políticas preestablecidas y con pequeños o ningún esfuerzo real para democratizar y abrir el sector público hacia nuevas realidades externas, con lo cual se hacía necesario aproximaciones más críticas a las bondades del instrumental que imponían los gurús de la gerencia (Martínez y Kirkpatrick, 1995).

Muchos de los cambios que se intentaban introducir en el funcionamiento del sector público europeo surgieron bajo el influjo de las propuestas de reformas thatcherianas de los años ochenta, administración británica que introdujo una nueva agenda política para reemplazar a un welfare State monolítico por otro adelgazado, competitivo y plural, con servicios de salud, vivienda y educación expuestos a la competencia del mercado y con fuerte énfasis en la eliminación de la burocracia, la simplificación y descentralización, y la necesidad de orientarse hacia los usuarios. Tal visión se sustentaba en el diagnóstico según el cual el welfare State había sido capturado por los burócratas del servicio civil, impidiendo la experimentación y la innovación y salvaguardando sus intereses por expandir los servicios maximizando los presupuestos (Rao, 1996).

La «reinvención» del gobierno norteamericano

Un punto de inflexión en el ascenso del new public management como enfoque para el tratamiento del desempeño de lo público, lo representó la aparición del libro La reinvención del gobierno. La influencia del espíritu empresarial en el sector público. La edición en español, junto con la norteamericana original, constituyeron verdaderos récords de venta en el mercado de funcionarios y analistas públicos del mundo, ansiosos por descubrir las revelaciones que resolverían los males del gobierno y su creciente descrédito en la sociedad. Osborne y Gaebler (1994), autores del libro, basaron su éxito en la sistemática y didáctica búsqueda y exposición de casos de instituciones públicas estadounidenses que mostraran avances significativos en su desempeño y en la solución de problemas públicos. Su inspiración fue el mismo diagnóstico que se asomaba insistentemente para señalar el fracaso de las políticas públicas: el descrédito creciente del gobierno norteamericano, «reinventado» durante el período 1900-1940 (en la era de progreso del Estado de bienestar) y que devino en burocracias perezosas y centralizadas, preocupadas por las reglas y regulaciones, que ya no era funcional para la sociedad de finales del siglo XX.

La crisis de confianza de Estados Unidos en el gobierno –decían los autores– había convertido en una próspera industria los libros de políticas públicas, los cuales, en su mayoría, se centraban en qué debería hacer el gobierno y, sobre todo, en cómo debería funcionar Washington (Ibid.: 22). Las prescripciones de la «reinvención» apuntaban hacia caminos similares al new public management europeo (y particularmente británico), según los cuales (y en función de las experiencias estudiadas) las nuevas instituciones públicas deberían ser directas, descentralizadas, innovadoras, flexibles, dúctiles, capaces de aprender con rapidez nuevas formas de acción, empleadoras de la competencia, la elección del cliente y otros mecanismos no burocráticos para que las cosas se hicieran eficazmente (Ibidem: 26).

Así, el gobierno del futuro sería aquel que se aproximara a las siguientes características: a) un gobierno catalizador (llevar el timón más que remar), b) gobierno propiedad de la comunidad (mejor facultar que servir directamente), c) gobierno competitivo (en la prestación de servicios), d) gobierno inspirado en objetivos (cambiar las organizaciones regidas por reglas), e) gobierno dirigido a los resultados (financiar el producto, no los datos), f) gobierno inspirado en el cliente (satisfacer al cliente, no a la burocracia), g) gobierno de corte empresarial (ganar en lugar de gastar) , h) gobierno previsor (prevenir y no curar), i) gobierno descentralizado (de la jerarquía a la participación) y j) gobierno orientado al mercado (provocar cambios a través del mercado). Aspiraban los autores que este tipo de gobierno, más que una moda pasajera, fuese un cambio inevitable, argumento que sustentaban en las transformaciones que venían observando en otros países desarrollados. Además de los cambios británicos en la era Thatcher, los suecos, por ejemplo, estaban intentando cosas parecidas. Es decir, quienes en el pasado habían dedicado sus esfuerzos a crear una estructura de bienestar estaban intentando remodelar el edificio desde dentro (Ibidem).

Tal fue la influencia del NPM en Norteamérica que el término ha sido definido como «un campo de debate profesional y de políticas, de proyección internacional, acerca de temas concernientes a la gerencia pública, incluyendo políticas de gerencia pública, liderazgo ejecutivo, diseño de organizaciones programáticas y operaciones gubernamentales» (Barzelay, citado en Barzelay, 2001:9). Desde esta perspectiva, la política del NPM entró en la agenda pública para suplir las necesidades de una nueva administración que con mayor eficiencia intentara resolver los problemas públicos que enfrentaba el Estado. En ese sentido, se fue transformando, más allá de una filosofía administrativa para la gerencia, en una visión que pretendía influir en el manejo de los asuntos públicos. Tal como lo ha expresado Barzelay (2001) con mucho énfasis, la NPG, como una corriente de pensamiento dominante relativa a aspectos organizacionales del gobierno, ha dado origen a temas académicos de las políticas públicas, tanto en el campo de la doctrina como en el del análisis explicativo de opciones de políticas y cambio organizacional en sistemas complejos de gobierno.

Es comprensible, entonces, cómo la idea de reinventar el gobierno se convirtió en un producto de exportación, influenciando la imaginación de muchos conductores de políticas públicas en países tan disímiles como Australia, Suiza, Gran Bretaña, Nueva Zelanda, China, Rusia o Brasil (Saint-Martin, 2001).

Mejores prácticas para el buen gobierno

Ciertamente, el influjo del NPM alcanzó altos niveles de aceptación y difusión, habiendo sido incorporado a propuestas de carácter oficial. El informe del Banco Mundial para 1997 estuvo dedicado al Estado y sus transformaciones; el énfasis central fue entonces el logro de una renovada eficacia estatal y la descentralización de la capacidad institucional del sector público para consolidar las reformas y enmarcarse hacia un cambio definitivo. Así, las mejores prácticas (best practices) para el buen gobierno dejaría de ser un lujo y se convertiría en un artículo de primera necesidad para el desarrollo. Los principales mecanismos para aquella transformación se orientaban hacia las mejores normas y controles que garantizaran la independencia de los poderes, la introducción de la mayor competencia, tanto hacia adentro de la administración como en la provisión de los servicios públicos, el acercamiento del Estado a la sociedad como expresión de mejor participación, las reformas en los sistemas de contratación de las funciones y la obligante descentralización de los niveles de gobierno (Banco Mundial, 1997).

Algunos autores, inspirados en Osborne y Gaebler, han intentado, por su parte, desarrollar nuevos modelos para la gerencia pública. En el caso de las cinco «R», a saber: reestructuración, reingeniería, reinvención, realineación y reconceptualización, se presentan los conceptos de una manera racional y secuencial, como una guía a ser utilizada para la innovación y el cambio organizacional. Se trata de una promesa para un gobierno más efectivo y eficiente, con mayor capacidad de respuesta, pero, eso sí, en el largo plazo, pues tal tipo de cambios sólo pueden garantizar resultados en no menos de cinco o diez años. Las propuestas de cambios significativos en el desempeño de las agencias públicas constituye, a su vez, un intento conveniente por alterar la burocracia tradicional y su cultura (Jones y Thompson, 1999).

En América Latina, la opción de la nueva gerencia pública también fue inspiración para el desarrollo de mejores prácticas de gobierno. En Chile, por ejemplo, las medidas estructurales fueron acompañadas de la introducción de nuevos medios en la subcontratación de servicios o tareas del Estado, de cambios en el perfil del gerente público, más orientado a la acción y al cliente que a la administración y, a su vez, de la implantación de sistemas de indicadores de gestión para garantizar la adecuada aplicación de las políticas públicas, dentro de un ambiente político y organizacional en constante cambio (Álvarez Madrid, 1996).

En el marco de las grandes orientaciones de la reforma gerencialista que guió el ataque a las failure government para finales del siglo XX, apareció una línea de intervención dirigida a alterar sustancialmente los procesos de presupuestación para convertirlos en la base de la obtención de resultados y no sólo de control de recursos y gastos. De esta manera, distintos gobiernos, tales como los de Nueva Zelanda, Australia, Reino Unido o México, han incorporado reformas legales e institucionales que crean, de manera simultánea, agencias de gobierno con alto grado de autonomía en el manejo de los recursos y agencias públicas controladoras del desempeño institucional. Si bien es cierto que este cambio pretende generar espacios diferentes a los convencionales para la eficiencia del sector público, la definición misma de lo que sería el «resultado» o el «impacto» del proceso de gestión se encuentra inmerso en un debate acerca de lo que es socialmente deseable y, por lo tanto, relaciona la reforma, ya no con la base administrativa que le dio origen y sí con los valores y los criterios políticos que determinan el curso de los acontecimientos. Ello supone, en consecuencia, chocar con las redes de poder burocrático, pugna que estará en el medio de los intentos por implantar las reformas públicas basadas en los enfoques del NPM, los cuales deberán dejar de ser mecanismos cerrados y neutros y convertirse en lo que son: instrumentos y medios (Arellano et al., 2000).

Límites del new public management en la perspectiva de la acción política

A decir verdad, los éxitos crecientes del Estado previstos a partir de la expansión liberadora del gasto fiscal propuesta por Keynes, no han sido tales y, en su defecto, esa misma fiscalidad ha culminado socavando la capacidad de gobernar del gobierno, como lo previniera Schumpeter en 1918 (Drucker, 1994). Desde aquel entonces y en todo momento, se han intentado reformas sistemáticas para racionalizar y hacer más eficiente la acción pública. Pero, como se sabe, esta mayor eficiencia de la gestión pública, desde la perspectiva de la teoría política y ya no de la visión administrativa, deberá fundamentarse en los principios básicos de un régimen democrático, donde la responsabilidad pública de los funcionarios, el acceso de los ciudadanos a la información gubernamental, el control público de la acción de gobierno o la separación del patrimonio público del de los funcionarios, guían la actuación del gasto público y no al revés. De allí que la catalogación de «buen gobierno» no siempre vendrá dada por su efectividad y eficiencia, sino, sobre todo, por su conexión con las grandes definiciones del poder político y de los cambios sociales. Es así como, en crítica abierta al informe del Banco Mundial de 1997 antes aludido, se acusa de reduccionista la visión del Estado allí utilizada, el cual queda vacío de política en cuanto a la construcción, ejercicio y discusión del poder, y su acción se diluye y se reemplaza por la cuestión de la administración de una determinada configuración de poder que se supone constante y donde, además, los actores significativos de la acción política son siempre estatales (Vila, 2000).

Ya en años anteriores se habían señalado los límites de las orientaciones del NPM en su afán por garantizar la corrección de las fallas de los gobiernos. Si bien se reconocía el impacto de las propuestas de la reinvención del gobierno en las reformas de todos los niveles del sector público –al menos en EE UU–, era muy conveniente salirle al paso a la retórica gerencial que se adueñaba de la gestión de los asuntos públicos, eludiéndose viejos problemas de la administración pública. Las principales críticas se orientaron hacia los siguientes temas (Santana Rabell y Negrón Portillo, 1996):

a) En las sociedades democráticas, los valores de la eficiencia y la eficacia no son los únicos que guían las decisiones en el sector público. Ellos conviven con la equidad, responsabilidad pública, justicia, representatividad, transparencia y defensa de los derechos.

b) Es fundamental el logro de un balance dinámico entre la flexibilidad gerencial que plantea el NPM y el apego a la legalidad de las decisiones administrativas, pues su desconocimiento en aras del pragmatismo ha generado situaciones inescrupulosas por parte de políticos y funcionarios. En la «reinvención» se busca delegar mayor confianza en el conocimiento del gerente público, vulnerándose el sistema pluralista norteamericano y aislando las decisiones administrativas de los procesos políticos (Nathan, en ibid.: 159).

c) La extrapolación del éxito gerencial en el sector público no siempre es posible. Aquellas organizaciones que lo logran han contado con ventajas comparativas de acceso a los recursos para reinvertirlos en su desempeño.3 No debe olvidarse que el sector público es un sistema complejo en el cual la «reinvención» debe manejarse en el marco de la preservación y legitimidad del sistema político-administrativo.

En ambientes políticos como los latinoamericanos, las prácticas del nuevo gerencialismo se enfrentan a serias restricciones. En México, al igual que en todo el subcontinente, la debilidad de los mecanismos democráticos en el contexto de baja participación política, así como la carencia de pesos y contrapesos efectivos, exige un gran esfuerzo de adaptación de los postulados del NPG, so pena de generar un efecto contrario y ampliar la base de poder de las burocracias preestablecidas (Arellano, 2002). Algunos autores esgrimen la hipótesis de que el NPG se encuentra íntimamente vinculado con el diseño institucional de aquellos países donde el modelo ha tenido origen (Gran Bretaña, EE UU, Canadá, Australia, Nueva Zelanda). En este sentido, cuando se intenta implantarlo en naciones con diferentes diseños institucionales, como es el caso de América Latina, «los instrumentos de la nueva gerencia pública pierden buena parte de sus supuestas bondades y se transforman en estrategias que dificultan, generando disfunciones, la consecución de eficacia y eficiencia en las instituciones públicas que han decidido ‹importar› estas estrategias modernizadoras» (Ramió Matas, 2001:93).

En el fondo del debate sobre la introducción de mayor eficiencia y racionalidad gerencial en el desempeño público, se encuentra la vieja diatriba entre administración-políticos, administración-espacios de poder. Weber postulaba el triunfo de la burocracia en la perspectiva de que ésta, constituyendo un poder en sí misma, tendía a separarse de la política y dedicarse a «administrar» de modo imparcial, fenómeno que se extendía de manera indetenible para principios del siglo XX, en el cual el cambio moderno implicaba mayor preparación profesional y especialización acorde con la técnica racional de la vida moderna: «Todas las burocracias de la tierra siguen el mismo camino» (Weber, 1987:1073).

Casi un siglo después, sabemos que tal separación nunca fue real y las estructuras funcionariales, si bien adquirieron un perfil propio para administrar tareas de la organización, no quedaron separadas e indemnes de la determinación de las decisiones políticas.

Comentario final sobre este tema

Ciertamente, las prescripciones del NPM han ganado terreno en el diseño y manejo de las estructuras públicas en todo el mundo. La desregulación, la descentralización, la tercerización, la privatización, la presupuestación en plazos más allá de un año o la orientación a los resultados y menos que al gasto, han sido premisas que impactan constantemente la gestión pública de cara al siglo XXI. Con ello, las formas y contenidos de las políticas públicas se han ido amoldando a tales prescripciones, toda vez que la posición de los actores en cada política ha tendido a incorporar visiones y adoptar posiciones basadas en elementos concomitantes con las premisas del NPM. Sin embargo, las fallas de los gobiernos continúan, y se profundiza la crisis del Estado de bienestar, el cual, se suponía, nos haría entrar al siglo XXI amparados en altos niveles de seguridad y confort material. Como vemos, si bien el NPM ha surgido como auxilio del instrumental de las políticas públicas que mostraban su debilidad hacia los años ochenta, éste tampoco ha representado la vía contundente para enfrentar las sucesivas crisis sociales de los estados nacionales.

Pareciera, en consecuencia, que existen realidades de mayor complejidad que superan y rebasan las posibilidades originales del welfare State, así como del instrumental de políticas públicas asociado y que exigen, cuando menos, una atención más adecuada, si se aspira a mejorar las relaciones del Estado con la sociedad y, fundamentalmente, los niveles de satisfacción de los ciudadanos con la acción pública. Una reflexión al respecto, de manera muy preliminar, ocupa el siguiente aparte de este documento.

Realidades emergentes que reclaman nuevos enfoques en las políticas públicas

Más allá de los intentos del NPM por mejorar el desempeño de las organizaciones públicas en tanto principales actores en el proceso de formulación e instrumentación de las políticas, es necesario destacar la presencia de un conjunto amplio de cambios contextuales experimentados en las últimas tres décadas. Ante ellos, las políticas públicas, como instrumental para la acción de gobierno, quedan sometidas a severas limitaciones en cuanto a su capacidad para enfrentar o resolver las crecientes fallas de los gobiernos. En tal sentido, corresponde en esta sección introducir una discusión preliminar sobre algunas realidades emergentes que inciden en la conceptuación y uso futuro del instrumental aludido.

Redefinición del papel del Estado como actor fundamental en los asuntos públicos

Un primer obstáculo para la efectividad de las políticas públicas es la definición misma de «lo público», del espacio público. Las políticas nacieron y se desarrollaron en un momento inequívocamente estelar del Estado como gran mecanismo de coordinación social. De allí que todo el instrumental, los conceptos y el potencial conferido a ellas y, por ende, a las capacidades de la administración pública, provino de la argumentación según la cual era posible la direccionalidad de la sociedad a partir de aquella utopía.

El poder de ese mecanismo coordinador estuvo prevalido de y soportado sobre la base de grandes acuerdos sociales que validaban: a) las agendas públicas a ser abordadas, b) la asignación de los recursos a los temas de agenda y c) los resultados que se iban obteniendo, a pesar de los defectos en los arreglos de diseño y ejecución, eran validados por los actores que formaban parte de los acuerdos previos. Es decir, los failure government no eran un problema en tanto los mismos podían justificarse en nombre del acuerdo social que legitimaba tal acción.

La estabilidad obtenida en el marco del anterior esquema, ha sido alterada y, ante ello, surgen propuestas instrumentales de gestión que, como el NPM, intentan suplir las deficiencias en la acción de gobierno.

Sin embargo, una primera vertiente de la discusión acerca de la crisis del Estado benefactor y su impacto en el curso de las políticas públicas, apuntaría hacia la siguiente interrogante: ¿Se retira el Estado de los asuntos públicos? A juzgar por las tendencias y presencia de los gobiernos en los esfuerzos por dotar de dirección al nuevo Estado de bienestar, pareciera, categóricamente, que no. En ese sentido, algunos autores sostienen que los procesos de reforma del Estado social en crisis no apuntan a su cuestionamiento frontal con el objetivo último de su desaparición de la escena. Se trata, por el contrario, de una redefinición de las relaciones Estado-sociedad que se manifiesta en el ámbito o la extensión de lo público, así como en el papel de las funciones de los poderes públicos, con expresión en el modelo de «ejecución administrativa» (Parejo Alfonso, 2000).

Este modelo (analizado antes como NPM), enfatiza Parejo, basado en la racionalización, la desburocratización, la disminución de tareas administrativas y la reducción y supresión de políticas públicas, no logra superar ni menos alterar el hecho de que toda acción administrativa está predeterminada por la programación legislativa y que, además, los aludidos procesos de privatización por la vía de la desburocratización o la supresión de tareas, lo que hacen es colocarlas en manos de unidades o entes no estatales que, si bien poseen autonomía (como la acción de las ONG), no suprimen los fines y bienes constitucionales a que responde la tarea. Por ello, la desresponsabilización del Estado no es tal, sólo que ahora se encuentra en el ejercicio de renovadas funciones de regulación de cada sector, inclusive imponiéndole carácter de «servicio público» a áreas que no pudieran serlo, como el de las telecomunicaciones. Se concluye, en consecuencia, la plena vigencia de la articulación estatal de la convivencia social sobre la responsabilidad universal del Estado por las condiciones de vida, no estando en entredicho la «constitución» del Estado ni su acción sobre la dimensión de la vida individual y colectiva, aun cuando estén cambiando los cánones de organización de la ejecución administrativa de las políticas públicas (Ibidem: 46-47).

Ciertamente, en Estados Unidos, país donde mayor impacto han causado los cambios del nuevo modelo de ejecución administrativa del Estado (a juzgar por el éxito de la «reinvención del gobierno»), siguen siendo las agencias dependientes de diversas instancias del gobierno federal las que proponen iniciativas legislativas de todo tipo, de manera amplia dentro de sus áreas de competencia. Ellas participan en redes que se vinculan con otras fuentes de influencia política, sea el Congreso o los grupos de presión. Su influencia es significativa en las etapas iniciales de la formación de las políticas públicas, sobre todo en lo referido al comportamiento de los gastos y costos de las políticas, información sobre la cual poseen gran nivel de control (Reynolds, 2001).

Esta realidad nos lleva a considerar seriamente el hecho de hasta dónde la burocracia ha perdido vigencia ante los nuevos modelos de administración de las políticas públicas. Si bien todo el movimiento de cambio a favor de las relaciones Estado-sociedad argumentó incisivamente sobre la ineficacia de la burocracia, con lo cual se apuntó hacia la implantación de una ideología «antiweberiana», se ha olvidado que existen obligaciones y responsabilidades del Estado frente a la sociedad que forman parte sustantiva de la institución de la democracia. Ésta, que depende de reglas y normas para garantizar el Estado de derecho, el imperio de la ley, exige una burocracia profesional que las aplique y las haga cumplir. Se trata no tanto de una aproximación económica del problema de gestión guiado por un ordenado modelo de asignación de recursos, sino, por el contrario, de una aproximación política, en donde la burocracia no podrá descuidar el vínculo del Estado con los grupos, las representaciones, las presiones, las elecciones y las organizaciones de todo tipo (en un complejo proceso de políticas democráticas), acción que, en definitiva, determina cómo se distribuyen los recursos y otorga, por consiguiente, legitimidad a la democracia (Suleiman, 2000). En definitiva, es ese carácter neutro, rígido, normativo, al aplicar las reglas de convivencia social, lo que diferencia a las sociedades modernas de los antiguos estados patrimonialistas (Weber, 1987).4

Otra línea de preocupación acerca de la redefinición del papel del Estado en los asuntos públicos, es la que remite a si se está debilitando el control democrático del sector político sobre la burocracia y sobre los procesos públicos de toma de decisiones. Efectivamente, la complejidad estructural de las administraciones (y, por ende, del desarrollo de las políticas), responde a la existencia de nuevas combinaciones de intereses políticos y comerciales incorporados en las nuevas unidades públicas, con lo cual la devolución o desagregación de tareas exige como contraparte el desarrollo de sistemas de control para la autoridad que administra o implementa la política. Con ello se complica la noción tradicional de la rendición de cuentas ante la población, toda vez que la atención ha variado hacia la satisfacción del cliente y se ha abandonado la garantía de los derechos a la ciudadanía (Christensen y Laegerd, 2001). En este sentido, los líderes administrativos que agencian de manera directa las políticas, ganan influencia, surgiendo así un marcado escepticismo sobre las soluciones colectivas y conflictos sobre qué es público (Boston et al., en ibid.: 91).

Finalmente, la anterior argumentación nos remite –en el marco de la discusión de la redefinición del papel del Estado en los asuntos públicos–, a la revisión del proceso de desregulación y su impacto en el control de los asuntos públicos. Este término alude, tanto a la supresión o relajamiento de los controles tradicionales públicos como a la liberalización y privatización de los bienes del Estado. Efectivamente, en el plano de lo político, el desmontaje de las bases regulatorias tiende a desmontar las antiguas coaliciones de proveedores monopólicos, los pequeños usuarios, los sindicatos y el Estado, toda vez que se rompen viejas alianzas y añejos reclamos redistributivos. Sin embargo, la elaboración de compromisos técnicos y políticos por parte de los stakeholders, terminan convirtiéndose en legislación y, al contrario de lo que se pudiese pensar, el nuevo régimen competitivo va a requerir más atención regulatoria que nunca (Horwitz, 2000).

Un caso insignia en las tendencias de desregulación-nueva regulación de asuntos públicos es el de las telecomunicaciones (Parejo, 2000; Horwitz, 2000). Las nuevas leyes de telecomunicaciones, en general, han introducido un cambio en cuanto al aseguramiento del interés público: éste se logra ya no por la regulación, sino por la competencia. A cambio de ello, las telecomunicaciones se someten al adjetivo –y, por tanto son sujeto de norma constitucional– de «servicio público». En Venezuela, por ejemplo, la apertura del mercado de telefonía luego del vencimiento del monopolio de la Compañía Nacional Teléfonos de Venezuela (Cantv), ha tenido como contrapartida el establecimiento de un marco regulatorio que controla la sesión de la «habilitación administrativa», sin la cual ninguna empresa puede actuar en el territorio (diario El Nacional H/4,9/06/2002). Esta «habilitación» manejada por la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel), consagra el papel regulador del Estado y su renuncia de ejecución directa en este campo y pone a girar el juego de la política pública alrededor de Conatel y sus stakeholders.

¿Menos Estado u otro tipo de Estado en los asuntos públicos?, será tema de reflexión durante, por lo menos, los diez años venideros. En esa búsqueda, la preservación de la norma democrática tendrá un papel relevante, con lo cual no se tratará sólo del problema de las políticas como instrumental de efectividad, sino, con gran vigor, del tema de la política como factor para la convivencia y la coordinación de la sociedad.

Pluralismo versus elitismo: ¿un falso dilema de las políticas públicas?

La acción pública ha sido la resultante de la intervención sobre un asunto público o de interés colectivo (que trasciende el beneficio individual) y donde se encuentran presentes el Estado, con su legitimidad, organizaciones, instrumento y norma jerárquica y los individuos y grupos, con su interés, influencia y presión.

Para tales propósitos, desde siempre ha estado planteada la discusión acerca de cuál es la lógica más adecuada en términos de democracia y efectividad a la hora de estructurar una determinada política pública. Por una parte, se ha defendido la tesis de que la fuerte participación ciudadana y de los grupos organizados en las decisiones públicas, determinan el fondo y la forma de la política (Lindblom, 1991). Por la otra, se arguye sobre la existencia de racionalidades limitadas que convierten a los problemas públicos en un sistema cerrado, con información imperfecta, con grupos de actores que compiten por su espacio en la política y en los que, por ende, el tiempo por el que transcurre favorece a las élites que terminan moldeando el contexto en el que planificadores y administradores toman sus decisiones (Forester, 1992).

En el marco de este aparente dilema surgen dudas acerca de si los conceptos y el instrumental de políticas públicas, provenientes de países –fundamentalmente Estados Unidos– en los cuales la cultura política previa a la conformación de una acción pública es predominantemente pluralista, tienen cabida y efectividad en contextos que responden más a tradiciones autoritarias y estructuras corporativistas (Cabrero Mendoza, 2000).

Efectivamente, el ambiente político de Estados Unidos –nación en la cual se ha producido la mayoría determinante de las tesis sobre políticas públicas– responde más al supuesto de alta permeabilidad de las estructuras de gobierno ante la voluntad ciudadana. Para colocarlo en los términos de Dahl, el proceso político estadounidense «normal» puede definirse como «un proceso en el que existe una gran probabilidad de que un grupo activo y legítimo de la población pueda hacerse escuchar con efectividad en alguna etapa crucial de la decisión» (Dahl, 1989:187). Por el contrario, países como México,5 en los cuales la tradición estatista se encuentra más cercana al modelo napoleónico francés, es impensable una acción pública sin la participación-conducción-regulación del aparato de Estado. Siendo un sistema impermeable, las agendas públicas culminan asemejándose a las agendas de gobierno, donde el ciudadano es excluido no sólo de la deliberación, sino también de la explicación del problema público. De esta manera, se adopta el discurso de políticas y se justifican acciones a partir de decisiones previas de las estructuras corporativas lideradas por el Estado (Cabrero Mendoza, 2000).

Sin embargo, exponen otros analistas, muchos de los asuntos públicos que remiten al campo de las políticas públicas en países de corte estatista desbordan los temas del pluralismo y de la idealización de la participación ciudadana. Nuestros países –en alusión a América Latina–, en procesos de perfeccionamiento de sus democracias, exigen el establecimiento de reglas de obligatoria aplicación, pues no sería posible pensar en una agenda pública sin un número significativo de políticas de arriba hacia abajo, pues ésa es la exigencia del texto constitucional. Por ello, se concluye, el pluralismo y la participación no pueden ser los límites normativos de las políticas públicas, ya que dejaríamos por fuera importantes marcos referenciales cuando se trata de asuntos públicos que implican modificaciones de acuerdos nacionales básicos como, por ejemplo, la distribución de la riqueza y el poder (Canto Sáenz, 2000).

En la tradición latinoamericana, es posible encontrar innumerables acciones públicas cuyos outputs no hubieran sido posibles sin la presencia de fuertes acuerdos político-sociales previos, con anclaje en las instituciones políticas, los sindicatos y las organizaciones empresariales (modelo corporativo de élites), como mecanismo que garantiza la no obstrucción del camino de la política pública. En Venezuela, por ejemplo, desarrollos como la hidroelectrificación en Guayana, el metro de Caracas, la descentralización del poder y, aun hoy, la política de telecomunicaciones, se inscriben en formas corporativas de formación y desarrollo de políticas públicas para intervenir sobre problemas colectivos. Tal circunstancia no deja por fuera la posibilidad de incorporar valores del paradigma pluralista, lo que va a depender, en estos casos, del nivel territorial y el tipo de asunto público que se trate. Pareciera que existe una tendencia a la apertura en la estructuración de políticas públicas al nivel local en América Latina, con la consiguiente incorporación de grupos organizados a ese nivel de gobierno (Cohn y Elías, 1999; Jarquín y Caldera, 2000).

Más allá de la diatriba entre uno u otro modelo y sus límites de aplicación en función del contexto político, es menester alimentar esta discusión con las tendencias cada vez más sólidas de la conformación de redes como nueva forma de estructuración de políticas, con o sin la presencia del Estado, aunque con su siempre presente función reguladora.6 En efecto, aparecen con mayor frecuencia redes de actores y formas de acción colectiva que entran a competir con los partidos políticos, la representación política de la sociedad. Con ello, los nuevos movimientos sociales adquieren la morfología de comunidades de acción colectiva con mayor capacidad propositiva, ya no sólo en el campo jurídico, sino también en el terreno donde lo cognitivo, lo simbólico y lo cultural juegan un papel fundamental (Goma, 2001). En esa línea es posible distinguir, por una parte, las redes de participación social, las cuales, ante la erosión de las certezas técnicas, participan en los procesos de políticas públicas en escenarios donde la experimentación, la negociación y el aprendizaje social son conceptos clave. Por la otra, cobran particular importancia las redes públicas de gobiernos de múltiples niveles, pues cada vez es menos posible resolver los nuevos problemas complejos desde un solo nivel de gobierno. Esta última realidad está dando lugar al denominado federalismo reticular o federalismo complejo, con confluencia no jerarquizada de intereses que intervienen en los problemas sociales (Ibid.).

En este contexto, las organizaciones del tercer sector y el voluntariado están recibiendo ahora más atención que nunca por parte del segmento político con situaciones donde, como en Inglaterra o Brasil, se han establecido agendas de políticas públicas a través de acuerdos entre el gobierno y los representantes del tercer sector (Kendall, 2000; Ferrarez, 2001). También es necesario destacar la tendencia abierta hacia la contratación de servicios sociales con organizaciones sin fines de lucro, particularmente en estados y municipios; con ello, la presencia de agentes no gubernamentales conectados a redes de acción colectiva, pasan a tener una incidencia determinante en la formación y control de las políticas públicas (Van Slyke, 2002).

Ciertamente, las agendas públicas actuales y futuras tienden a poseer una compleja mezcla de origen exógeno y endógeno al Estado. Si bien es cierto que muchas iniciativas siguen estando en manos del papel regulador del Estado, también lo es que los grupos de presión de diferentes tamaños y tipos están actuando en un amplio rango de materias públicas, sean éstas vinculadas a los consumidores, el medio ambiente, los derechos de la mujer o a cómo inciden los profesores en las escuelas o los médicos en las políticas de salud (Smith, 1995).

Esta nueva realidad, en la que pluralismo-participación conviven con formas corporativas de élite en el manejo de los asuntos públicos, complejiza aún más las posibilidades de evaluar los efectos reales de las iniciativas de políticas, no sólo desde una perspectiva eficientista, sino, y sobre todo, en la línea de argumentación que defiende los valores democráticos como desiderátum de las políticas públicas. De esta manera, hoy debe hablarse de un tipo de evaluación realista, en donde los resultados, las regularidades y los modelos sociales obedecen a una difícil combinación de mecanismos y contexto, siendo entonces un proceso de aprendizaje en un sistema social cambiante y permeable (Gasco Hernández, 2001).

Las formas de tratar los asuntos públicos se tornan más complejas si observamos cómo, a un ritmo acelerado, muchos de esos asuntos se ubican en un nivel territorial que trasciende los límites de los estados nacionales, ámbito de origen de las políticas públicas como disciplina. Tal perspectiva apunta hacia nuevas formas de gobernabilidad que tienen en lo global complejos retos que ya llegaron. Este tema, para cerrar esta sección, se aborda a continuación.

La globalización y la gobernabilidad de los asuntos públicos

Los asuntos públicos, como se ha dicho, han variado de cualidad, se han multiplicado y complejizado. Pero también adquieren un nuevo estatus: son globalizados. Con ello, también las formas de organización social relacionadas con esos asuntos tienden a estructurarse en redes globales ante lo cual, en consecuencia, los instrumentos de políticas, atados a su origen de planeación racional en el ámbito nacional, también deberán actualizarse. Efectivamente, la capacidad de acción de los gobiernos dentro de los límites de la nación se hacen débiles y se encuentran con una transición precaria hacia políticas globales. Esto hace difícil la garantía de bienes públicos globales que antes eran nacionales o locales (Ocampo, 2001).

Esta tendencia tiene su incidencia directa en los tipos de institucionalidad que se asocian a los diferentes asuntos públicos, de manera especial, aquella que históricamente respondía a los sistemas nacionales y que ahora busca reacomodos en las lógicas institucionales supranacionales o globales. Una manera metódica para visualizar las tendencias en este campo, sería evaluar el comportamiento por tipos de políticas de la siguiente manera (Reich, 2000):

a) Las políticas de redistribución cuya base principal es la política fiscal, tienden a ser más aisladas de las fuerzas externas globales, pues las mismas se encuentran altamente condicionadas por factores domésticos de acuerdo con la base legal interna y la propia evolución histórica que las constriñe a los ámbitos locales.

b) Las políticas regulativas, por el contrario, van adquiriendo un perfil altamente global y, dentro de él, uno regionalizado. Trátese de medio ambiente, migraciones, drogas, armas nucleares, terrorismo o comercio, las soberanías tienen que ceder ante los intereses múltiples de bloques de países y aun de todos los países.

c) Las referidas a la modernización y la democracia aluden directamente a la ampliación creciente de los derechos, con lo cual la presencia de actores extraterritoriales, supraestatales y no gubernamentales, es insoslayable. La presión por los derechos humanos, las reformas de los sistemas de justicia, la transparencia de los sistemas electorales o la rendición de cuentas públicas, son políticas que atraviesan a naciones y partidos políticos.

d) Finalmente, con un creciente carácter global, se ubican las políticas de liberalización. Éstas, caracterizadas por la desregulación de los mercados, la difusión de tecnología y la integración financiera en mercados de capitales, atraviesan las naciones y superan las posibilidades de las fronteras soberanas. En particular, estas últimas han introducido altos niveles de ingobernabilidad en el sistema financiero global.

En el plano de las políticas financieras internacionales, se puede constatar cómo la desorganización de los actores de los países en desarrollo limita las posibilidades de coaliciones efectivas que disminuyan el carácter condicionado de las políticas económicas sobre las naciones y permita incrementar la propiedad de tales políticas por parte de los países. Este objetivo sería conveniente en temas de la agenda como el libre comercio, los derechos de propiedad intelectual, la protección de las inversiones o la liberalización de la cuenta de capitales (Ocampo, 2002).

Uno de los efectos de esta transición es la introducción de actores en la confección de las políticas con un evidente impacto nacional, así como el cambio en la naturaleza y dinámica de las políticas. Tal situación exige, por ende, nuevas instituciones y reglas de juego, las cuales podrán ser delineadas mirando más allá de los límites convencionales del Estado-nación, al asumirse un proceso de comprensión diferente acerca del comportamiento de las políticas globales emergentes.

Los países de la OCDE, por ejemplo, han creado el Comité de Gestión Pública para abordar la problemática de la gestión interadministrativa de los países miembro, a fin de procurar una dirección más coherente en los asuntos públicos y distribuir subsidiariamente las responsabilidades y los grados de autonomía de cada gobierno. Este esfuerzo implica una mezcla de diferenciación y flexibilidad por parte de los estados asociados (OCDE, 1999).

En ese sentido, el euro es una muestra importante de la adopción de medidas institucionales asociadas a políticas financieras supranacionales, en las cuales las tendencias históricas de los países europeos convergen en problemas comunitarios que se transforman en asuntos de interés colectivo. Este proceso de consulta, avance y ajuste en las negociaciones ha dado lugar a la significación del papel de las políticas públicas contrastadas como un enfoque teórico para avanzar en este campo (De la Puente-Campano, 2001).

En el ámbito de la Organización Mundial del Comercio (OMC), no son pocos los problemas de políticas públicas que habrán de resolverse globalmente. Dentro de ellas, se impone la búsqueda de puntos de convergencia entre el multilateralismo y el regionalismo, toda vez que los acuerdos regionales de nueva generación se encuentran incorporando cláusulas democráticas, acuerdos de cooperación ambiental y laboral, cartas sociales o mecanismos de diálogo con las ONG, situaciones que abren una brecha entre las nuevas agendas y los mecanismos tradicionales de la OMC (Rosas, 2001).

A la par de la importancia que adquiere el ámbito local como residencia de grandes problemas (y soluciones) públicos –como se ha asomado anteriormente–, surge entonces un catálogo estructurado con carácter global que afecta el terreno de lo ambiental, del desarrollo social, de lo demográfico, el género y el hábitat predominantemente urbano de hoy (Goma, 2001). Es por ello que existen nuevos e impostergables desafíos en materia de governance, entendida como nuevas modalidades de conducción de acciones individuales y de construcción de orden social proyectados hacia formas complejas de coordinación social (Mayntz, 2000).

Tradicionalmente, la teoría de la governance política estuvo circunscrita a los asuntos prescriptivos de la planificación racional en los años sesenta y, en su evolución en los setenta y ochenta, a los estudios empíricos sobre el desarrollo e implementación de políticas en el marco jerárquico del Estado nacional. Sin embargo, el carácter supranacional de muchos y urgentes problemas colectivos, añade un problema teórico central: cómo manejar la coexistencia de diferentes tipos de estructuras y procesos fuera de los límites nacionales a partir de los esquemas centrados en marcos rebasados por la realidad. Ciertamente, se concluye, la velocidad de los acontecimientos ha encontrado a la teoría de la democracia y a la respectiva de la governance política aisladas entre sí, a la vez que circunscritas al nivel de complejidad de los problemas domésticos. En este sentido, profundizar en una governance política que vaya a la búsqueda de la nueva complejidad, no supone una extensión simple del paradigma previo en la formulación e implementación de políticas públicas. Se trata, en definitiva, de un nuevo enfoque requerido para enfrentar los problemas de conducción social y política en una sociedad más entramada al nivel global (Ibid.).

En el anterior marco, si bien las estructuras de la gobernanza global van surgiendo con lentitud en un proceso de reorganización de lo local, nacional y global de manera simultánea, regiones como América Latina aparecen en desventaja, sobre todo por la falta de incorporación por parte de las élites de los signos globales, subestimando la importancia de la cooperación internacional como medio de superar los efectos de las políticas globales (Maggi, Messner y Landmann, 2002).

En medio de una realidad de alta complejidad donde confluyen los temas de la vigencia del Estado en los asuntos públicos, los cambios en las formas de intervenir –plural o corporativamente– en dichos asuntos y la conversión de asuntos domésticos en problemas globales, además de la emergencia de ítems colectivos hasta ahora desconocidos, surge entonces una reflexión obligada alrededor de la temática de las políticas públicas como sistema de acción sobre problemas colectivos. Dicha reflexión gira alrededor de si, efectivamente, se impone una nueva sustantividad en este instrumental y su adecuación a las exigencias actuales o su superación por enfoques de governance, institucionalidad y gestión de complejidades, toda vez que el Estado de bienestar al cual le fue funcional, está también cambiando. Al respecto, algunas precisiones como punto final del presente documento. 

Nueva sustantividad de las políticas públicas. Precisiones finales a manera de conclusión

1. Es evidente una acusada crisis del Estado benefactor desde hace por lo menos tres décadas. A la misma, expresada tanto en el terreno económico (fiscalidad) como político (legitimidad), se le une una crisis de dirección jerárquica de la sociedad en donde prevalecen, ahora, distintas lógicas o criterios de racionalidad.

2. Ante la compleja situación y los niveles de incertidumbre, tanto las democracias de los países desarrollados como aquellas de naciones en vías de desarrollo, han reaccionado tratando de introducir reformas en el welfare State (Cox, 2000; Subirats y Goma, 2000; Correia de Campos, 2000). Tanto la Unión Europea como Estados Unidos reorganizan sus programas de bienestar, tanto en el sentido de los derechos constitucionales como el de la responsabilidad individual (Bordas, 2001; Deacon, 2000; Driver y Martell, 2000, Fletcher, 2000; Van Oosrschot, 2000). Un new deal se desarrolla también al nivel de unidades subnacionales, como una nueva meta que permitiría manejar con mayor capacidad los servicios sociales (Riccucci, 2002). También se dice que la obtención de confianza de los ciudadanos pasa por mejores sistemas sociales como tarea colectiva, para lo cual habría que avanzar, para el caso de las políticas europeas, hacia un nuevo paradigma de la «calidad social» (Pérez Menayo, 2001).

3. También la reacción ante la crisis ha transitado por los caminos de un nuevo paradigma de gestión, el NPM, el cual se ha asumido como una respuesta central a los problemas de los gobiernos. Sin embargo, el nuevo modelo de gestión enfrenta severas limitaciones cuando hace contacto con el campo político del gobierno, pues, sin decirlo, propone cambios en la distribución del poder. Pareciera incompatible un enfoque orientado al cliente individual con otro orientado al ciudadano, que es el fin último de los gobiernos. En definitiva, se trata de definir la responsabilidad de quiénes, ante qué y reasumir que los verdaderos objetivos del Estado son la defensa común, la justicia, el bienestar colectivo y la defensa de la libertad como intereses públicos supremos (Aberbach y Rockman, 1999).

4. No cabe duda entonces de que, existiendo una crisis pronunciada del modelo integrador –el Estado de bienestar– en el cual vieron vida las políticas públicas, es necesario revisar su funcionalidad respecto a ese modelo. Por ejemplo, la evaluación de las políticas se basa en la pertinencia e impacto de sus resultados y los mismos son consustanciales con la eficiencia y eficacia del Estado de bienestar. Siendo deficiente e inacabado el modelo en cuestión, ¿cómo evaluar la eficacia de las políticas públicas? ¿Son las fallas de los gobiernos imputables a la inadecuación del instrumental o responden más a realidades estructurales que superan las posibilidades de las políticas diseñadas? Si es cierto lo segundo, pareciera que los nuevos enfoques o métodos científicos vinculados con la elección racional de políticas, siguen siendo limitados. Por el contrario, parecieran ampliarse los temas de trabajo en el campo del incrementalismo de las políticas, en cuyo proceso de elaboración estará siempre presente la participación de los actores involucrados, su competencia y sus tensiones (Lindblom, 1999).

5. Pareciera existir una nueva sustantividad en el ámbito de la gestión de gobierno y de las políticas públicas (Goma, 2001). Varios son los elementos de dicha sustantividad:

a) La complejización de la dinámica social dentro de los estados nacionales, con realidades de pobreza, demográficas, nuevos asuntos públicos (ambiente, género) y crecientes derechos humanos, que hacen obsoleto el instrumental que apoya la acción de los gobiernos.

b) La emergencia de asuntos públicos por niveles territoriales: los asociados a la vida local, los que siguen estando regulados por los gobiernos centrales para toda la nación y los amplios temas globales. Para cada nivel, existen particularidades en el tratamiento de las políticas.

c) En el proceso de la política se delimitan dos esferas que dan cuenta de la nueva relación Estado-sociedad: por un lado, del Estado se requiere profundizar y remarcar su papel regulador en todo aquello que represente interés colectivo y, por el otro, la sociedad cobra amplio terreno en la gestión de esos asuntos públicos. De allí que la amplia mezcla de políticas públicas de acuerdo con quien toma la iniciativa, supera las tradicionales políticas sectoriales vigentes hasta hace dos décadas.

d) Por lo tanto, varían los esfuerzos para el tratamiento de las políticas. El modelo jerárquico Estadocéntrico da paso a uno reticular, más disperso y, por ende, con mayor complejidad para su manejo. La pretendida racionalidad de la planificación que estuvo en el origen de las políticas como instrumento idóneo para conferirle dirección al camino de la sociedad, ha cedido ante la creciente incertidumbre que exige guías diferentes de aproximación. Están pendientes las futuras reflexiones sobre cómo sería la governanza de esta complejidad.

6. Con todo –y precisamente por ello– sigue siendo un reto del Estado moderno garantizar la convivencia social, para lo cual su eficiencia no ha sido superada por ningún otro mecanismo. El gobierno posee poderes y establece restricciones que sólo pueden provenir de él (Stiglitz, 2002), razón por la cual el marco de las políticas públicas sigue vigente, pero, ahora, obligado a adaptarse a la nueva sustantividad que le plantea el contexto donde ellas pretenden actuar. Se trata de un reto nada sencillo, sobre todo porque las sociedades actuales se encuentran en una etapa donde deben enfrentar problemas críticos de medio ambiente, guerra y paz o armamentismo, para los cuales no existen ideas únicas y claras para responder con eficacia. Así, la ciencia de las políticas y dentro de ella las políticas públicas, deberán asumirse como un arte que permite organizar los datos y proponer opciones, antes que pretender prescribir soluciones científicas definitivas (Easton, 1999). 

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Notas

1 Al respecto de la diferenciación funcional en la sociedad moderna, es de gran utilidad el trabajo de Niklas Luhmann titulado «La diferenciación social» (pp. 71-98), publicado en el libro del autor Complejidad y modernidad. De la unidad a la diferencia, editado por Trotta, Madrid, 1998.

2 La idea de autopoiesis para entender los sistemas sociales fue desarrollado por Luhmann (ver el prefacio a la primera edición en español de su obra Sistemas sociales), tomando el concepto original de Maturana y Varela, quienes lo crearon para comprender a los sistemas vivientes (ver «El árbol del conocimiento»).

3 En Venezuela, por ejemplo, es posible mencionar casos como el de la Corporación de Guayana (CVG) en su momento de mayor auge, la Compañía Metro de Caracas o la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel).

4 Para Weber, un signo inequívoco de Estado moderno era la progresiva disminución de la dominación patrimonial, toda vez que el patrimonialismo no sólo restringía la economía racional a través de la política fiscal, sino que negaba toda existencia de un cuadro administrativo profesional formal, que limitara los actos discrecionales y personales del soberano. Así, la dominación patrimonial es toda aquella primariamente orientada por la tradición y que restringe el florecimiento de la economía lucrativa, sensible al máximo a las irracionalidades de la justicia, la administración y la tributación (Ibidem: 180-193).

5 Las consideraciones sobre México, en términos de cultura política, son extensibles al resto de América Latina.

6 Es importante enfatizar que el papel del Estado en la regulación de todo asunto que concierna al colectivo, es inalienable. Forma parte de la sustancia del Estado moderno y será, como afirma Vallespín (2000), su justificación en el futuro.