Cecilia Ansaldo Briones
Las cosas buenas hay que imitarlas. Con un folleto ante los ojos que me informa que la capital peruana promueve un recorrido por la Lima de Vargas Llosa, es decir, por los barrios y calles en que se mueven los personajes de algunas de sus más señeras novelas, me he puesto a pensar en que a Guayaquil le caería muy bien un esfuerzo semejante. En Madrid el visitante se puede desplazar por los puntos urbanos de los autores del Siglo de Oro.

Ni qué decir del tren del Quijote ni de los viajes que llevan hacia los caminos del caballero aventurero por la Mancha y más allá de esos linderos.

Guayaquil tiene algunas novelas que nos posibilitan avanzar por encima de sus páginas con la imaginación puesta en realidades que se han ido haciendo evanescentes. Una que me ha permitido intensas jornadas de discusión y análisis es Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara (de cuyo centenario hemos hablado pero no celebrado suficientemente). Esa pieza narrativa se inscribe en el corazón de un tiempo ido, pero sus localizaciones espaciales son tan precisas que puede diseñarse un tour que reconstruya importantes sectores de nuestra ciudad.

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Con los protagonistas Alfredo y Alfonso cruzaríamos la incipiente urbe cuya vena vial llamada entonces calle de Santa Elena, les exige subir hacia el norte en busca del hospital donde estaba asilado el padre del primero luchando contra el ataque de la peste bubónica. El barrio del Astillero, núcleo de las acciones de personajes obreros y necesitados, le entregaría todos sus secretos al lector curioso de reproducir los baños en el río Guayas de esos días, la búsqueda de las sabrosas chirimoyas en los puestos de la avenida Olmedo, los juegos de pelota en la plazuela Chile. ¿Cuáles fueron los primeros recorridos del tranvía eléctrico que traqueteaba por la ciudad entre 1900 y 1922, tiempo de la aventura novelesca?

A pesar de que releo la obra a menudo, todavía tengo puntos que no puedo ubicar con exactitud. ¿Qué barrios pobres circundaban la ciudad? ¿Hasta dónde se extendía el barrio del Astillero? ¿Dónde quedaba Puerto Duarte y cuán cerca de ese sector se había designado un botadero de basura? El desenlace terrible y que produjo los rasgos más coloridos de parte del autor tiene localización perfecta: el punto de partida de la manifestación en la Sociedad de Cacaoteros “Tomás Briones”, cerca de la plazoleta de San Agustín, la masa obrera avanzando por 9 de Octubre, doblando en el Malecón, la estampida de terror, el acorralamiento para la matanza del 15 de noviembre, en la callecita Villamil. La torva labor de eliminación de los cadáveres en los muelles cercanos al Mercado Sur.

Un guía turístico bien preparado podría mostrarles a los jóvenes de hoy (que a duras penas conocen los nombres de las calles), esa cara del Guayaquil que subyace debajo del orgulloso rostro regenerado. Es nuestro pasado. Es eterno. Y se ampliaría con ello una irrenunciable función de la literatura: mantener la memoria, salvaguardar una vivencia que se puede repetir tantas veces asaltemos el edificio de palabras que es la novela.

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Me he explayado sobre una pieza literaria en concreto. Pero también otros autores han captado un momento de la ciudad en una específica imagen y latido. Desde las crónicas de Medardo Ángel Silva, pasando por cuentos y novelas del Grupo de Guayaquil, hasta narraciones de Jorge Velasco Mackenzie, son material perfecto para esta clase de turismo.