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Carlos González-Bueno
Catalán de Ocón
Patentes y lenguaje: llamamiento contra el exilio
lingüístico de la ciencia y la técnica |
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I. Planteamiento
Quisiera comenzar esta ponencia que he llamado Patentes y lenguaje
expresando mi agradecimiento a los organizadores de este II Congreso
Internacional de la Lengua Española por haberme invitado a
participar en tan feliz iniciativa, a la que deseo y auguro el mayor
éxito.
Para justificar mi presencia entre tantas autoridades de la lengua,
no puedo invocar más que una doble condición: la de
ser un profundo enamorado de nuestra lengua común y la de estar
en estrecho contacto con el que a mi juicio es el mayor elemento vigorizador
del español científico y técnico, a saber, la
literatura tecnológica contenida en los folletos de patentes.
Pero ¿qué tienen que ver las patentes con el lenguaje?,
se preguntarán ustedes. ¿No son acaso las patentes complejos
documentos técnicos, repletos de fórmulas químicas,
de dibujos, de secuencias de ADN en los que el lenguaje desempeña
un papel accesorio, cuando no nulo?
La respuesta a estas interrogaciones ha de ser contundente: el impacto
de las patentes en el lenguaje es, a mi juicio, incuestionable.
Eso sí, para no caer en la exageración, conviene dejar
claro que esta vinculación no la predicamos del español
en su totalidad, sino de una sola de sus ramas, precisamente la que
nos ocupa en estos momentos: el español de la ciencia y la
técnica. Y sin embargo, dado que la lengua no conoce de compartimentos
estancos, el perjuicio que sufre uno de sus órganos repercute
negativamente en la salud de todo el cuerpo. Los abogados, que vivimos
cómodamente inmersos en el lenguaje jurídico, podríamos
cometer la equivocación de contemplar indiferentes un deterioro
del lenguaje técnico y científico, pero, ¡ay de
nosotros!, el día que conozcamos profesionalmente de la violación
de un secreto industrial, de la nulidad de un modelo de utilidad o
de una exención fiscal por inversiones en I+D+i. Por lo demás,
este perjuicio que a la larga sufriríamos los abogados como
consecuencia del deterioro y empobrecimiento del español tecnológico,
puede fácilmente hacerse extensivo a los periodistas, a los
economistas, a los historiadores, etc.
Hecha la anterior precisión, procede que justifiquemos ahora
lo que constituye la tesis central de nuestra ponencia: que existe
una estrecha relación entre patentes y lenguaje tecnológico,
de tal forma que el tratamiento que hagamos de las primeras incide
directamente en el segundo. |
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Para ello es menester aproximarse al concepto de patente de invención
y qué mejor modo de hacerlo que acudiendo al diccionario de
la Real Academia Española, en el que se define la patente de
invención como aquel «documento en el que oficialmente
se otorga un privilegio de invención y propiedad industrial
de lo que el documento acredita».
Y lo que el documento acredita no es otra cosa que una invención,
es decir, una solución técnica a un determinado problema
que a ningún habitante de ningún rincón de la
tierra y en ningún momento de la historia se le había
ocurrido. Cada invención constituye, pues, un pequeño
eslabón en la larga cadena de la evolución científica,
un empujón al estado del arte.
Y la patente no es sino el documento en el que se describe esa invención,
o, si se me permite, una huella que sobre el lenguaje deja ese estado
del arte en su incesante caminar. Pero claro, no es fácil describir
cosas nuevas con viejas palabras. Frecuentemente, a la invención
de un artificio habrá de seguir la de una palabra que lo designe.
De esta manera, igual que la invención innova y enriquece nuestro
patrimonio científico y técnico, la patente hace lo
propio con nuestro patrimonio lingüístico. O puesto en
términos negativos: tan dramático es para la ciencia
que no se incorporen permanentemente a ella nuevos ingenios, como
lo es para el lenguaje que no lo hagan nuevas palabras que designen
aquéllos.
Sólo merece los calificativos de moderna y viva la lengua que
sea capaz de generar en tiempo real nuevas voces que denominen las
igualmente nuevas creaciones que genera la evolución científica
y técnica. Es esencial que la lengua tenga la suficiente frescura
y elasticidad como para cubrir con su manto de palabras cualquier
nueva realidad.
Por el contrario, una lengua que no sea capaz de llevar el paso a
la innovación, está condenada al estancamiento y a quedar,
en pocos años, obsoleta. Qué duda cabe de que, tras
este proceso de vulgarización, la misma no perderá su
idoneidad para encauzar una conversación familiar o casual.
Pero cuando se trate de expresar ideas complejas, describir el resultado
de una investigación, estudiar el estado del arte, etc., sus
usuarios habrán de emigrar inexorablemente a otra lengua que
no haya caído en esta obsolescencia.
Alguien pensará que estoy planteando una polémica artificial,
sin una base real, ya que, en la medida en que las cosas no existen
para el hombre en tanto no son aprehendidas por el lenguaje, es conceptualmente
imposible que surja una nueva invención sin su correspondiente
significante. Y no les faltaría razón a quienes hicieran
este reproche, siempre y cuando reconocieran que ese significante
no tiene por qué darse en todas las lenguas, bastando con que
exista en una sola de ellas, por ejemplo, la del inventor. |
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II. Fuentes del español tecnológico
Hechas las anteriores reflexiones, procede plantearse cuales son los
cauces idóneos que excitan en una lengua la creación
de nuevas palabras con las que describir en tiempo real las igualmente
nuevas realidades que genera la ciencia y la técnica. Por su
importancia, destacan las tres siguientes:
- La literatura científico-tecnológica contenida
en documentos distintos de los folletos de patentes, tales como
las tesis doctorales, los artículos en revistas especializadas,
los ensayos, los tratados, los manuales, etc.
- Los folletos de patentes que, por haber tenido lugar la actividad
inventiva sobre la que se asientan en el espacio lingüístico
español, se hallan redactados originariamente en esta lengua.
- Los folletos de patentes extranjeras que han sido objeto de
traducción al español.
Veamos, caso por caso, si en el momento actual una o varias de las
indicadas fuentes tiene la capacidad de asegurar un suministro continuo
y suficiente de voces que garanticen la adaptación del español
a los embates de la innovación.
III. El papel de la literatura tecnológica
Decíamos, en efecto, que una primera fuente del español
científico y técnico la constituye la literatura tecnológica
contenida en documentos distintos de los folletos de patentes.
Por desgracia, el panorama que ofrece esta fábrica de nuevos
vocablos no invita a un excesivo optimismo, a pesar del grado de excelencia
que ha alcanzado la comunidad científica hispanohablante.
Ello se debe a dos factores principalmente. En primer lugar, a que
el proceso de globalización al que la ciencia no es ajena
hace que la búsqueda de una scientiae communis lingua
sea cada vez más intensa. ¿Es necesario decir que la
lengua llamada a desempeñar ese papel es el inglés?
En segundo lugar, obedece a que el descomunal volumen de publicaciones
científicas que se genera en todo el mundo y el frenético
ritmo de obsolescencia al que éstas están sujetas, hace
que las traducciones al español vayan proporcionalmente en
descenso, siendo cada vez más corriente que el investigador
hispanohablante acuda a las fuentes originarias del saber, aunque
estén escritas en otra lengua, generalmente el inglés.
Por otra parte y al margen de las anteriores consideraciones, no debemos
sobrevalorar el papel de la literatura contenida en documentos distintos
de la patente. Y no debemos hacerlo, porque las revistas científicas,
los tratados de ingeniería, así como las tesis doctorales
y los artículos de difusión científica, son incapaces
de competir con las patentes en dos frentes: los de la rapidez y la
amplitud.
En efecto, el folleto de una patente es, por definición, el
primer contacto que la inventiva tiene con el papel, su primer acto
de difusión. Ello se debe a que las legislaciones de todo el
mundo, al imponer la novedad como condición de patentabilidad,
dejan claro que aquélla queda destruida cuando la inventiva
se haya hecho accesible al público por cualquier descripción
escrita u oral, cualquiera que sea el medio que se emplee y, por lo
que aquí interesa, aunque haya sido realizada por el propio
solicitante de la patente. En la medida en que a este solicitante
se le obliga a guardar absoluto sigilo hasta depositar su instancia
en el registro de la propiedad industrial, queda claro que el folleto
de la patente será el primer contacto que la invención
haya tenido con el lenguaje.
Y tampoco tienen los mencionados medios de difusión científica
la amplitud de las patentes, porque, según estudios nada exagerados,
más de la mitad del conocimiento narrado en las patentes no
está recogido en ningún otro soporte documental. Así,
puede decirse que no hay biblioteca científica en el mundo
que haga sombra a los millones de escritos almacenados en los sótanos
de las oficinas nacionales de patentes. |
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IV. Las patentes como factor vigorizador
Como segundo elemento impulsor del español tecnológico
habíamos identificado los folletos de patentes que, por tener
su origen en la comunidad científica hispana, están
redactados originariamente en nuestra lengua.
Para justificar esta tesis no está de más que hagamos
una rápida referencia a cómo opera el instituto de la
patente. La misma constituye un delicadísimo equilibrio entre
el interés particular del inventor y el interés general
de la comunidad.
Al primero, se le reconoce la potestad de explotar su invención
en régimen de monopolio por un período de veinte años.
Pero este privilegio no se le concede de un modo gracioso, sino en
contraprestación al impulso que ha dado a la técnica.
Y para que este impulso sea real, se le obliga a poner su invención
en conocimiento de toda la comunidad científica. Ésta
no podrá ciertamente explotar el ingenio mientras la patente
esté en vigor, pero sí que se enriquecerá con
el conocimiento de la solución en ella contenida, lo que favorece
el surgimiento de nuevas invenciones.
Es aquí precisamente donde se encuentra ese delicado equilibrio.
En que todos los actores aportan y reciben algo. El inventor pone
a disposición del saber general el resultado de su inventiva
y recibe a cambio veinte años de explotación monopolística.
La colectividad acepta derogar uno de sus principios económicos
básicos como es el de libre competencia, pero recibe a cambio
un impulso al estado del arte.
Y es con esa divulgación de los frutos de la actividad inventiva
por medio del folleto de una patente, con la que la invención
impacta en el lenguaje. Al inventor le tenemos que estar doblemente
agradecido: por innovar el estado del arte y, en lo que aquí
interesa, por innovar la lengua.
Y, sin embargo, un estudio detallado de esta fuente de vocablos científicos
y técnicos nos enfrenta a un paisaje ciertamente árido.
La maldición unamuniana de «¡que inventen ellos!»
ha tenido, como si de un terremoto en los cimientos de nuestro desarrollo
científico y tecnológico se tratara, la siniestra réplica
de «¡que patenten ellos!».
En efecto, no ha sido tradicionalmente España un país
en el que haya encontrado un suelo especialmente fértil la
actividad inventiva. Cierto es que el ingenio patrio, unido a nuestra
tendencia inveterada a adherir todo tipo de objetos a un palo, nos
han hecho merecedores de dos de las invenciones de mayor éxito
mundial, a saber, el Chupa-Chups© y la fregona. Es igualmente
cierto que hemos impulsado el estado del arte con invenciones menos
rudimentarias en las que a una idea genial seguía un desarrollo
técnico asombrosamente complejo, atendido el momento histórico
en el que se produce. A este segundo grupo pertenecen inventos tales
como el autogiro o el submarino. |
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Pero hemos de constatar con resignación que estos dos grupos
de salvedades no constituyen sino excepciones que confirman la antes
mencionada máxima unamuniana.
España ha realizado en los últimos años un esfuerzo
admirable para potenciar la investigación, el desarrollo y
la innovación, que son los auténticos motores de la
actividad inventiva. Para ello se ha elevado muy sustancialmente la
aportación económica que el Estado destina a esta finalidad,
lo cual es especialmente meritorio si tenemos en cuenta el contexto
de máxima contención en el gasto que ha inspirado la
elaboración de los Presupuestos Generales del Estado en los
recientes ejercicios.
En paralelo, se han tomado medidas tendentes a corregir el desequilibrio
que existe entre la inversión pública y privada en investigación
y desarrollo. Destacan las reformas tributarias que han hecho que
España tenga un régimen fiscal de apoyo a la innovación
sin parangón en Europa.
Pero todas estas medidas no han hecho más que agravar el impacto
que la denominada paradoja europea tiene en España. La paradoja
consiste en que un incremento del porcentaje del producto interior
bruto que se dedica a la investigación no se ve reflejado proporcionalmente
en un mayor volumen de solicitudes de patentes. Y se califica esta
paradoja de europea, como contraposición a lo que ocurre en
los Estados Unidos de América donde el impacto que el gasto
en I+D tiene en el número de solicitudes de patentes es notablemente
superior.
Sería bueno abrir un debate en torno a las causas de este problema
y a sus posibles soluciones. Lástima que el mismo no pueda
tener lugar aquí por desbordar claramente el objeto y finalidad
de esta ponencia.
Lo que sí que es relevante a los efectos que nos ocupan es
que la indicada paradoja europea convierte a España en un país
deficitario en patentes, o lo que es lo mismo, importador neto de
las mismas.
Esta situación, que constituye un auténtico lastre en
nuestro proceso de convergencia científico-tecnológica
con Europa, no tendría por qué incidir negativamente
en el lenguaje. Para éste, lo esencial es que el universo de
palabras crezca en paralelo al de las ideas. Que este proceso opere
desde el mismo surgimiento de la invención o en un momento
inmediatamente posterior, con ocasión de la traducción
de la patente a la que aquella dé lugar, es una eventualidad
que se nos antoja irrelevante para la evolución del lenguaje.
Lo esencial es que todo hispanohablante disponga de un vocablo en
su propia lengua con el que describir cualquier realidad, y que no
se le condene al exilio lingüístico por tener que recurrir
a barbarismos para describir realidades que el español no ha
sido capaz de absorber. |
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V. Las traducciones de patentes
Llegamos de este modo al análisis del tercer y último
elemento vigorizador del español científico y técnico
que hemos detectado al comienzo de nuestra exposición, a saber,
los folletos de patentes que, no obstante estar originariamente redactados
en una lengua distinta de la nuestra, han sido objeto de traducción
al español.
Esta traducción, lejos de ser voluntaria para el inventor,
le viene impuesta como una condición sine qua non para
obtener protección en nuestra patria. En efecto, la obligación
de difundir los resultados de la inventiva, sería ilusoria
si se hiciera en una lengua distinta de la de los ciudadanos que le
reconocen un derecho de exclusiva; convertiría la difusión
del contenido de la patente en un acto meramente formal, sin trascendencia
real.
Por ello, para que una patente extranjera pueda ser reconocida en
España, se exige que su titular presente una traducción
al español del correspondiente folleto. Si tenemos en cuenta
que de las más de 100 000 patentes europeas sólo el
0,52% procede de nuestro país, podremos fácilmente apreciar
el impacto y la importancia de estas traducciones.
Pero a nadie se le oculta que estas traducciones de patentes tienen
un coste. Aunque para algunos, entre los que me incluyo, este coste
sea mínimo comparado con la ventaja que el titular de la patente
obtiene a cambio (extender su derecho exclusivo a toda España),
quienes han de soportarlo sostienen legítimamente lo contrario.
Y su oposición ha encontrado tal eco que hasta las instituciones
europeas han decidido empuñar la bandera de la no traducción.
Es ésta una grave amenaza, tan grave como desconocida, que
quiero llevar al ánimo de quienes participan en este foro.
Ya hemos visto la importancia que los folletos de patentes tienen
como fuente de literatura tecnológica y cómo, por ser
nuestro país, y en general la comunidad hispana, importadores
netos de patentes, es vital el papel de las traducciones.
Acceder a que se suprima la traducción de patentes equivale
a aceptar que una lengua como el español (es la lengua oficial
en 21 países, abarcando el 9% de la superficie terrestre; alcanza
a 400 millones de personas; habla nuestro idioma más del 6%
de la población mundial, incluyendo más de 31 millones
de hispanos en EE.UU.), vea negado el acceso al 99,5 por ciento de
la tecnología contenida en patentes.
Y esto, a su vez, implicaría anclar el español en el
siglo XX, reconociéndole la tarea de
comunicar a cientos de millones de personas, sí, pero no en
todas las áreas del conocimiento. La ciencia y la técnica
quedarían fuera, o lo que es lo mismo, estarían condenadas
al destierro lingüístico. |
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VI. Conclusiones
Esta breve ponencia está enmarcada dentro de la mesa dedicada
al español de la ciencia y la técnica que a su vez forma
parte de la sección que se ocupa de las nuevas fronteras del
español y la concluyo con la esperanza de haber sido capaz
de justificar el perfecto encuadramiento que las patentes tienen en
uno y otro tema.
Ojalá que haya logrado dar a conocer las patentes como la gran
fuente de español de la ciencia y la técnica que son.
Sólo ellas, por definición, pueden abarcar en tiempo
real la casi totalidad del avance científico que se produce
a nivel mundial. Y es este potencial el que las cualifica especialmente
para convertirlas en generadoras inagotables de nuevas palabras que
designen las igualmente nuevas realidades que provocan la ciencia
y la técnica.
Y qué buen criterio han demostrado los organizadores de este
II Congreso de la Lengua Española incluyendo este debate en
la sección dedicada a las nuevas fronteras del español.
Ante una frontera nos hallamos, sí, pero en el sentido antiguo
del término. Es un lugar lleno de incertidumbres y peligros
en el que hay que estar particularmente alerta. Si el español
está llamado a ser la segunda gran lengua de comunicación
del siglo XXI, no puede permitirse el lujo de
renunciar a un área del conocimiento tan vital como es la de
la innovación. Entre todos debemos ser capaces de superar esa
grave amenaza que pende sobre nuestra lengua, a saber, su vulgarización.
Debemos aspirar a una lengua en la que tengan cabida todas las manifestaciones
del saber, sin que a nadie, en particular, a los científicos
y tecnólogos, se les condene al exilio lingüístico.
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