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Joaquín Pinto y la reflexión crítica de la realidad nacional (revisado)

el velorio

La obra del maestro de la pintura ecuatoriana Joaquín Pinto (1842 – 1906) se valora de formas muy variadas, sea como exponente del costumbrismo, del arte romántico, de la identidad o como un “simple cronista más que un pintor”.

En la crítica de su obra se evidencian las contradicciones de la consciencia nacional que tiende a exaltar lo «nuestro» más de manera formal que real.

Desprecio y exaltación

juezMinistro de la Corte

Agustín Cueva, en los años 60 del siglo XX, escribió sobre la “inautenticidad” que afecta a todos los estratos sociales de la sociedad ecuatoriana. En sus palabras:

«[nuestra] cultura es débil, impersonal todavía, porque el pueblo no tiene arte ni parte en ella; porque la clase media… es completamente inconsistente” (Entre la ira y la esperanza, 1967)

Este juicio de gran carga negativa respecto a la existencia y vitalidad de la cultura nacional nos revela que, en Cueva, el Ecuador se concibe como un país en el que todo está por crearse y en el que la cultura nacional no existe debido a la persistencia del problema colonial que nos aniquila y esteriliza.

La crítica de Agustín Cueva, una determinación totalmente negativa con respecto a la cultura nacional, se creó en un período histórico en el que la doctrina imperante consistía en un desprecio por todo lo nacional y un irreflexivo servilismo para con lo extranjero. Los tiempos cambian y la consciencia que aspira a poner sobre un pedestal la marca “hecho en Ecuador” parece ser la imperante.

La sociedad ecuatoriana pasó del autodesprecio a la autoexaltación, dos momentos  irreconciliables. Esta consciencia contradictoria pasa con facilidad de la sonrisa burlona ante la realidad nacional a la vanidad de quienes se dan palmaditas en la espalda en señal de felicitación por las virtudes de ser un país diverso y modelo para el mundo .

El sentimiento de inferioridad y la apología aparatosa son dos polos contradictorios que sirven para encubrir y justificar todo tipo de males sociales.

Hace pocos años atrás en las escuelas públicas se enseñaba como verdad histórica el mito de Abdón Calderón, el “héroe niño”, que siguió levantando la bandera del ejército libertador pese a haber recibido varios impactos directos de balas de cañón, luego el público conoció la verdad, Abdón Calderón luchó en la Batalla de Pichincha, fue herido y murió luego de disentería. Claro, aquí no se trata de cuestionar el heroísmo de quienes combatieron por la independencia, solo que el mito del “héroe niño” fue reemplazado por muchos otros mitos. Pues nuestra actual autoexaltación nos lleva exactamente al mismo lugar en el que estábamos cuando vivíamos en el autodesprecio: la complacencia.

Mirar a la realidad de un modo cínico y con desprecio para con nosotros mismos o dictar que todo en nuestro país es una maravilla y decir que  somos lo mejor que existe, ninguna de las alternativas es muy saludable, todas llevan en su seno la complacencia y condescendencia. Ambas posiciones nos llevan a negar toda posibilidad o necesidad de transformación social, ambas posiciones se pueden utilizar de modo muy eficaz para velar los problemas de la sociedad y funcionar, de hecho, como un auténtico opio de las masas.

De la sartén a las brasas

ciegoCiego Basilio

La obra de todo artista sufre los vaivenes de los tiempos, Joaquín Pinto no es la excepción. En décadas pasadas su arte fue rebajado de categoría, en especial, cuando se lo consideraba como un costumbrista o “un cronista más que un pintor”, esto es, algo de un valor estético menor, más cercano al folclore que al verdadero arte.

La valoración negativa unilateral de Agustín Cueva respecto del arte previo determinó el desdén hacia la obra de Pinto que se consideraba “inauténtica”.  A esto se suma el juicio apocalíptico que sobre todo arte pasado dieron los partidarios del modernismo en la segunda mitad del siglo XX, especialmente esas formas extremistas que declararon la muerte del canon de belleza clásico.

Sin embargo, cuando la doctrina de autoexaltación alcanzó estatus de ideología oficial en nuestro país Pinto fue “recuperado”, pero como un icono, y como es evidente, en calidad de icono no se nos dio otra opción más que venerarlo.

No es necesario profundizar en la discusión sobre la vigencia o no de la mimesis en tiempos en que existen medios técnicos para captar a la realidad, solo dejemos bien sentada nuestra posición acerca de un punto: se afirma (y esto desde la invención de la fotografía) que el realismo artístico ya no tendría sentido, ¿para qué perder el tiempo pintando un retrato si podemos tomar una foto de la persona? El tiempo no parece dar la razón a esta tesis, pues en esta se atribuye a la cámara algo que corresponde al artista, el propio arte de la fotografía demuestra que el virtuosismo no se halla en el aparato, sino en el ser humano, lo mismo puede decirse de la pintura (o de cualquier otro arte plástico).

Nunca antes en la historia existieron tantos medios para capturar y reproducir imágenes, pero esto no quiere decir que conozcamos mejor la realidad en que vivimos. Por supuesto, existirán quienes argumentarán que desde el surgimiento de las corrientes abstraccionistas del siglo XX el arte es ajeno a la tarea de reflexionar sobre el mundo que nos rodea, al menos no en la forma que se hacía esto en el siglo XIX, a esto podríamos responder que incluir en el arte moderno solo a las tendencias que rechazan la imagen o la destruyen es, en el mejor de los casos, unilateral, pues las tendencias realistas nunca desaparecieron ni dejaron de evolucionar, aunque eso es parte de otra problemática. Simplemente afirmamos nuestra convicción de que no es lícito que el arte le dé la espalda a la realidad.

Volvamos a la cuestión de la identidad nacional. Aparentemente, el artista solo tiene que mostrar eso que se halla ante sí, y con eso ya estaría ayudando a que nuestra sociedad enriquezca su consciencia sobre sí misma, lamentablemente (o afortunadamente) las cosas no son tan sencillas.

Mijaíl Lifschitz escribió sobre el artista:

“es justamente esa persona a la cual la naturaleza le ha confiado el gran secreto de sus formas sensoriales”

En tal razón, definir, profundizar y encontrar eso que es objeto de la actividad del artista es caminar por un sendero lleno de giros y bifurcaciones, en el que por necesidad se debe elaborar y reelaborar la sensoriedad.

Asimilar lo que somos como nación es una empresa compleja, una labor cuidadosa para desenredar las contradicciones teniendo la habilidad de destacar los aspectos secundarios de los principales, la cuestión no reside en describir topográficamente lo que vemos, oímos o tocamos, cabe en este momento citar las palabras del pintor norteamericano Edward Hooper:

“Puede decirse en general que el arte de una nación es más grande en tanto refleje más el carácter de su pueblo.”

Y el carácter de un pueblo tiene aspectos sublimes y viles, sus luces y sombras. Cabe entonces interrogarnos si Joaquín Pinto se limitó simplemente a registrar el “folclore”, a hacer una contabilidad estéril, o acaso su obra captó la esencia de un período histórico y por eso no puede ser indiferente para nosotros, no puede dejar de invitarnos a la reflexión.

Orejas de palo

orejas de paloOrejas de palo

En la “Historia del Arte Ecuatoriano” (Salvat, 1985) bajo la dirección de Ricardo Martín se afirma del cuadro de Joaquín Pinto “Orejas de palo” (1904) que esta es “una de las obras en que Pinto mejor capta una impresión” (p. 228, vol. III, fascículo 37).

Una apreciación bastante estrecha, en “Orejas de palo” Joaquín Pinto no se limita a reproducir un “personaje típico”, la idea misma de personajes típicos implica la reducción de los habitantes de una sociedad a simple elemento decorativo, la negación de su cualidad humana y el protagonista del cuadro de Pinto no es mero agregado al paisaje.

Describamos a “Orejas de palo”: un hombre descalzo y de humilde vestimenta carga un barril, al fondo observamos una pileta de piedra. Una escena al parecer carente de toda complicación. Sin embargo, el protagonista de “Orejas de palo” es mucho más problemático, es un hombre del pueblo, trabajador, pero miserable.

Es un retrato de la miseria realizado por Joaquín Pinto no nos permite reconciliarnos con la realidad, a menos que consideremos como ley natural la existencia de seres humanos miserables que deben pasar su vida cargando pesos al servicio de otros.

Aunque toda esta problemática desaparece al momento en que nos adscribimos al autodesprecio o a la autoexaltación de la realidad nacional.

Para quien piense y sienta encerrado en la lógica del autodesprecio, el “Orejas de palo” no es más que una representación de esa inferioridad natural inherente a nuestro ser, algo en lo que ni siquiera es necesario detenerse a reflexionar. Por otra parte, desde la lógica de la autoexaltación el “Orejas de palo” debe ser subido a un altar, ser declarada una gran obra a la que se debe alabar y elogiar como muestra del genio ecuatoriano.

En todo caso, la cuestión de si ese hecho social hacia el que Pinto llamó nuestra atención hace ya 110 años queda oscurecida, queda fuera del horizonte la pregunta de si la condición de ese hombre retratado en el “Orejas de palo” ha sido superada por nuestra sociedad o si lamentablemente es algo que sigue presente.

Tal vez sea momento de ser más críticos en la visión de nosotros mismos, y la obra de Joaquín Pinto puede ayudar en este cometido.

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