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El discurso deliberativo Justificación de la democracia y participación política en la Grecia clásica Heiner Mercado Percia Maestría en Estudios Humanísticos Universidad EAFIT Medellín 2011 1 Siglas y abreviaturas Las abreviaturas de los autores y obras griegas empleadas en esta tesis están sujetas al método de referencia de Henry George Liddell, Robert Scott que aparece en la obra A Greek‐ English Lexicon*. Para abreviaturas sobre autores griegos y latinos no referenciados en la obra de Liddell‐Scott se utilizaron las empleadas en Perseus Digital Library. * Liddell‐Scott incluye la Retórica a Alejandro en el listado de abreviaturas de las obras de Aristóteles. Hemos empleado esta abreviatura a pesar de seguir la idea de que es Anaxímenes de Lámpsaco es el verdadero autor de este tratado. 2 Índice general Siglas y abreviaturas ...................................................................................................................... 2 Introducción .................................................................................................................................. 4 Agradecimientos ......................................................................................................................... 10 Capítulo I. La retórica y la práctica política ............................................................................. 11 1.1. Nacimiento de la retórica ........................................................................................ 11 1.2. Tragedia, retórica y democracia .............................................................................. 19 1.3. La democracia en los discursos retóricos ................................................................ 24 1.4. Competencia de los ciudadanos.............................................................................. 30 1.5. Retórica, multitud y acción ..................................................................................... 34 1.6. Retórica, psicagogia y poliacroasis ......................................................................... 37 Capítulo II. La deliberación y lo político .................................................................................. 41 2.1. Los cambios políticos y la participación del demos ................................................. 43 2.2. Los discursos deliberativos en la Historia de la Guerra del Peloponeso: el Debate de Mitilene ............................................................................................................................... 50 2.3. Deliberación y tragedia ........................................................................................... 56 2.4. Deliberación, prudencia y discurso retórico ........................................................... 61 Capítulo III. El discurso deliberativo en los tratados de retórica ............................................ 66 3.1. El discurso deliberativo en la Retórica a Alejandro ................................................ 70 3.2. El discurso deliberativo en la Retórica de Aristóteles............................................. 74 3.3. La retórica y las formas de gobierno ...................................................................... 80 3.4. Medios para la persuasión y partes del discurso deliberativo en la Retórica a Alejandro y en la Retórica de Aristóteles ............................................................................ 83 Conclusiones ............................................................................................................................... 98 Bibliografía ................................................................................................................................ 101 Índice de Tablas ......................................................................................................................... 108 Índice Onomástico .................................................................................................................... 109 3 Introducción En 1864, el parisino Numa Denis Fustel de Coulanges publicó La ciudad antigua, considerado por mucho tiempo como uno de los grandes libros de historia del mundo griego y romano. Para muchos, el mérito de la obra no está en la precisión de los hechos, datos y fechas, sino en su mirada del proceso social a través de la estrecha relación entre las creencias y las instituciones. Según Fustel de Coulanges, esa relación entre creencias sobre el alma, la vida, la muerte, los ritos, la religión, la familia, las leyes e instituciones del pasado, etc., esclarece los hechos y hace que surja por sí misma la explicación de aquellas cosas que, a los ojos del hombre moderno, resultan contrarias a la naturaleza, como por ejemplo, las instituciones de los lacedemonios o el extraño derecho privado aplicado en Corinto y Tebas que prohibía vender la tierra. Otro aspecto interesante de La ciudad antigua, es su advertencia sobre cómo estudiar las civilizaciones griega y romana: «Para conocer la verdad sobre los pueblos antiguos, conviene estudiarlos sin pensar en nosotros, como si fuesen extraños, y con el mismo desinterés que estudiaríamos a la India o a Arabia. Así observadas Grecia y Roma, se nos presentan con un carácter absolutamente inimitable; porque nada en los tiempos modernos se les parece. Procuraremos demostrar las reglas por que se rigieron aquellas sociedades, y así comprenderemos que es imposible que vuelvan a regir a la humanidad» (1982, 26). Un primer propósito de La ciudad antigua es mostrar las reglas y los principios por los que se gobernaron los griegos y romanos. Fustel de Coulanges trata conjuntamente estas dos sociedades porque las considera pertenecientes a una misma raza, sus lenguas tienen aspectos comunes, tuvieron las mismas instituciones, los mismos principios de gobierno y padecieron una serie de revoluciones semejantes. Un segundo propósito es mostrar las profundas diferencias no contempladas por un sistema de educación tradicional que ha acostumbrado a los modernos a compararse con los antiguos. Esas diferencias, no vistas por los modernos, han sido un error tan grave que ha impedido conocer correctamente a los antiguos al juzgarlos bajo opiniones y hechos anacrónicos, al mismo tiempo que ha puesto en peligro el desarrollo de la sociedad moderna. No pueden compararse los pueblos antiguos con las sociedades modernas porque la inteligencia humana se encuentra en constante movimiento y los cambios que se producen de ese movimiento se ven reflejados en las leyes e instituciones. En consecuencia, el hombre del siglo XIX no piensa ni debe gobernarse de la misma manera como lo hacía aquel que vivía en tiempos tan remotos. Fustel de Coulanges explica las instituciones y las sociedades antiguas de una forma enteramente positivista a través de una distanciada lectura de sus obras. Somete todos los datos a un concepto previo que evoluciona hacia mejor, su exposición es excesivamente esquemática y geométrica, algo que será criticado años más tarde por el también historiador 4 francés y discípulo Gustave Glotz (1928) cuando señalaba que las sociedades humanas no pueden ser tomadas como figuras geométricas, sino como seres vivientes, porque cuando se trata de los hombres la verdad siempre es compleja pues ésta está al vaivén de diversas necesidades. Esta breve alusión a la obra de Fustel de Coulanges tiene como propósito precisamente mostrar la imposibilidad de estudiar a los griegos y sus obras sin pensar en nosotros mismos, en nuestra cotidianeidad. Es claro que no se trata de estudiarlos para erigirlos en modelos de nuestra sociedad actual, sino en establecer puentes que nos permitan comprender mejor sus problemas y desafíos, puesto que, como señala Norberto Bobbio (2005), una de las características de los clásicos de la filosofía política es que siempre tienen algo para decirnos, ellas son fuente para el análisis de aquellos «temas recurrentes» de la política. En efecto, el propósito de este trabajo es tratar un tema recurrente en el campo de la política: la democracia y el papel que juega en ella los discursos retóricos y la deliberación. El modelo de democracia liberal representativa es un modelo en crisis por no decir que se ha cruzado con su tradicional opuesto, el dictatorial. Carmen Sancho afirma que «la democracia liberal‐representativa basada en el modelo de mercado aparece entonces como una forma imperfecta de democracia que precisa ser corregida e intensificada» (2003, 202). El modelo de democracia liberal‐representativo está basado fundamentalmente en la agregación de preferencias o intereses individuales expresados mediante el voto mayoritario. Este es el problema número uno de la democracia como la conocemos hoy, pues una mayoría puede decidir privadamente, sin que estén de por medio argumentos serios que permitan una sana discusión pública sobre políticas que afectan tanto una minoría no escuchada como a la mismos integrantes de la mayoría. Las votaciones unánimes de alguna manera pueden poner en peligro la democracia al suprimir la voz de otros ciudadanos y dándole a cualquier político, si este la aprovecha, el poder de manejar a su antojo las riendas del Estado. El voto mayoritario se erige entonces como un instrumento que niega cualquier deliberación pública, política y racional. Mucho se ha hablado sobre la necesidad de una democracia genuina entendida como esencialmente argumentativa y deliberativa. Tal es el caso de J. Habermas (1998) J. Fishkin (1995), entre otros, quienes postulan un modelo de democracia que defienda la necesidad de reforzar la legitimidad de las decisiones colectivas mediante la articulación institucional de una interacción pública de las preferencias individuales de los ciudadanos y que estimule el debate en torno a lo realmente conveniente para todos y la cristalización argumentativa del bien público. A esto se le ha llamado modelo deliberativo de democracia y surge como una alternativa al modelo liberal‐representativo. Este «nuevo» modelo de democracia busca mejorar la calidad de las decisiones políticas de forma que el conjunto de los ciudadanos se beneficien, pero fundamentalmente, que participen activamente en la configuración de las mismas. Busca la consecución colectiva de un bien común como alternativa a la agregación de voluntades con intereses particulares o de partidos. Este modelo, aunque en apariencia es nuevo, viene de una idea hecha realidad en el pasado griego. La democracia griega se desarrolló como un sistema de gobierno en el que todos los 5 ciudadanos participaban directamente en las decisiones de la pólis. En el tercer libro de Política, Aristóteles define al ciudadano como aquel que puede participar en el poder judicial y en el gobierno (III, 1, 1275 a y ss.). Esto implica una acción directa de los individuos‐ciudadanos en los asuntos de la pólis como actores que pueden juzgar tanto las acciones de otros ciudadanos teniendo en cuenta unas leyes preestablecidas y un discurso de defensa o de acusación o como miembros de la asamblea en donde se discute sobre los mejores medios para obtener la autosuficiencia de la comunidad, la felicidad y el bien común. Sin embargo, el modelo griego de participación directa de los ciudadanos en los asuntos políticos y judiciales se enfrentó a fuertes críticas y a un problema que no pudo ocultarse, a saber, la dificultad que tienen los ciudadanos de decidir acertadamente ya sea por su falta de competencia o por la ausencia de virtudes morales y sentido crítico que los exponen a la manipulación pasional y demagógica. Es cierto que la mayoría de los ciudadanos que conformaban la pólis eran seres mediocres y poco virtuosos. Esto lo sabía Aristóteles. No obstante, el Estagirita pensaba que al reunirse, los ciudadanos pueden ser mejores, pues cada uno aportaría una parte de virtud y de prudencia. La masa de ciudadanos juzga mejor que los individuos cuando está reunida y, prueba de ello, son los juicios que se escuchan al terminar las obras musicales y la de los poetas. Cada hombre aprecia una parte del espectáculo que el otro tal vez no ha visto o ha menospreciado, y juntos juzgan el todo. En consecuencia, los hombres reunidos se convierten en un solo hombre de muchos pies y manos que pueden buscar el bien común. Lo contrario de esta postura es aquella que sostiene Platón en su República. Sólo un sabio tiene la capacidad para discernir qué bien es verdadero y qué medios son los mejores para alcanzarlo, pues puede ocurrir que se presente un bien aparente y/o que los medios para alcanzar un bien no sean realmente los mejores o puede que el bien lo sea solamente para unos pocos. Conforme a lo anterior, tenemos dos alternativas: la primera es que, si damos por «ingenua» esa idea de que los ciudadanos son mejores cuando juzgan en comunidad con otros, entonces la posibilidad de juzgar y elegir sólo debe estar en manos de expertos o sabios como proponía Platón. La segunda alternativa sería que el argumento de Aristóteles debe aceptarse para evitar una sociedad de enemigos (Pol. III, 1, 1275 b y ss.). Este problema de la democracia directa griega también está presente en las propuestas modernas de democracia directa. James Fishkin, por ejemplo, en su libro Democracia y deliberación, expone dos objeciones a la posibilidad de que por un medio de comunicación (modelo del Qube sencillo y representativo) al que tuvieran acceso todos los ciudadanos desde las salas de sus casas puedan decidir sobre lo ejecutivo y lo judicial. La primera objeción tiene que ver con la dudosa competencia deliberativa de un público masivo y la segunda objeción estaría relacionada con el peligro de la demagogia y la debilidad de los ciudadanos para contenerla. Fishkin señala que: «si un simple voto de un público masivo después de las noticias de la noche fuera el único requisito para una nueva legislación, habría pocos impedimentos para la tiranía de la mayoría una vez que el público hubiese sido estimulado». Y agrega que «tanto la falta de deliberación como la vulnerabilidad ante la tiranía de la mayoría harían de ambas versiones –se refiere al modelo sencillo y representativo del Qube‐ una realización cuestionable de la idea de democracia» (1995, 46). 6 Fishkin es un crítico de la participación directa en la que se devalúa o se niega el proceso de deliberación y, al mismo tiempo, es consciente de que es imposible que en sociedades tan complejas y masivas como las actuales se desarrollen deliberaciones con la participación de todos los ciudadanos. Para autores como Fishkin o Habermas (1998), la deliberación es incompatible con una amplia participación, es tanto inviable como peligroso llevar a cabo, a la manera griega, una deliberación masiva. Por ello, se requiere limitar el número de personas que participen en las decisiones. De ahí que el modelo representativo no se supere del todo. Las discusiones sobre los modelos deliberativos como alternativa a la democracia representativa no escapan a los problemas relacionados con la competencia de los ciudadanos y a la inviabilidad de que todos puedan participar en las deliberaciones. Ante esto ¿en qué pueden ayudarnos los textos griegos para responder a estos problemas? En nuestro trabajo hemos presentado el problema de la decisión política y la necesidad de construir un arte retórica que sirva de guía para elegir de forma colectiva buenas acciones que apunten al bien común. La discusión sobre este asunto la encontramos en los textos homéricos, en la tragedia y comedia atenienses y en los mismos manuales de oratoria como el de Anaxímenes de Lámpsaco y el de Aristóteles, pero también en una obra historiográfica como la de Tucídides, aunque esta también puede verse como un tratado técnico de compilaciones de discursos retóricos. Es así como el fin de nuestras pesquisas está dirigido a comprender el problema de la acción, la justificación de la democracia y la participación a través del discurso deliberativo. Sin duda, el texto de Tucídides nos abrió las puertas a la comprensión sobre la necesidad y la importancia de la categorización que define tres clases de discursos: deliberativo, judicial y epidíctico. Esta clasificación merece una especial atención toda vez que la actividad política puede confundirse con la acción judicial más propensa a la manipulación pasional y a desdibujamiento del sentido de la deliberación política como es la discusión sobre la mejor y la más conveniente −que no la verdadera− acción futura. Hace unos 25 siglos, Tucídides registró los hechos que enfrentaron a atenienses y espartanos en lo que se conoce como la Guerra del Peloponeso (431–404 a.C.). El valor de la obra de Tucídides no sólo se debe a la precisión y rigurosidad en la narración de los hechos, sino también a haber reconstruido los discursos de militares, políticos y oradores expuestos en distintos lugares como en asambleas, formaciones militares y ceremonias fúnebres. Uno de esos debates se celebró a propósito de la defección de los mitileneos, quienes se sublevaron violentamente contra Atenas aliándose con los espartanos, a pesar de gozar de una amplia autonomía. Tucídides reconstruye solamente dos discursos ante la Asamblea ateniense, reunida por segunda vez, para tratar la traición de los mitileneos. El primero corresponde al político Cleón, considerado el más violento de los ciudadanos, y el segundo a un tal Diódoto, que por sus palabras puede ser considerado un seguidor de las ideas democráticas de Pericles (Th. III, 36‐49). En la primera reunión de la Asamblea, el discurso de Cleón, aprovechando la indignación y la ira de los atenienses hacia los actos desleales de los mitileneos, propuso castigar con la muerte a los hombres y someter a la esclavitud a las mujeres y niños mitileneos. Casi por unanimidad se apoyó esta propuesta que se materializó en una resolución que ordenaba el envío de un 7 trirreme para ejecutar la orden. Al día, siguiente, el político Diódoto logró convocar una segunda asamblea con el fin de derogar la resolución. En esa segunda reunión de la Asamblea también participa Cleón, quien no escatima esfuerzos en exponer argumentos difamatorios contra Diódoto. Sin entrar en detalles y más allá de cualquier discusión sobre si en realidad el debate se desarrolló exactamente como lo dibujó Tucídides, queremos resaltar un problema que devela Diódoto en los discursos de Cleón. Lo definiríamos como la transfiguración del discurso político en discurso judicial, pues se supone que en una reunión de la Asamblea los ciudadanos están dispuestos a tomar una decisión con base en discursos que exponen los medios más adecuados y pertinentes para lograr un fin futuro. Sin embargo, en el discurso de Cleón se pueden encontrar frases como la siguiente: «De estos errores yo intentaré apartaros, demostrándoos que los mitileneos son culpables de injusticia contra vosotros como ninguna otra ciudad lo ha sido» (Th. III, 39, 2). Cleón crítica la democracia ateniense porque el gran error de esta es ser un régimen incapaz de ejercer un dominio fuerte sobre las colonias. Cleón está advirtiendo, la incompatibilidad entre democracia directa y el imperialismo ateniense, puesto que en dicho sistema de gobierno no siempre es posible mantener en firme una decisión. Por eso, para el demagogo, son preferibles las leyes malas pero inmutables a leyes buenas pero sin autoridad. La decisión de castigar a los mitileneos es cuestionada por Diódoto quien alega lo siguiente: «[…] yo no he salido a hablar para oponerme a nadie en defensa de los mitileneos, ni tampoco para acusarlos. Porque nuestro debate, si somos sensatos, no versa sobre su culpabilidad, sino sobre la prudencia de nuestra resolución» (Th. III, 44, 1). Tomar una decisión prudente es el fin de la deliberación, es decir, una decisión que conlleve, venciendo al azar, la búsqueda del bien común y no la simple retaliación. Nada más cercano a nuestros tiempos cuando nos enfrentamos a discursos políticos de ajusticiamiento que han traído más zozobra que tranquilidad como los expuestos después de atentados terroristas tan terribles como los del World Trade Center en Estados Unidos, el de la estación de trenes Atocha en Madrid y muchos otros. Al mismo tiempo, desde lo local, la política colombiana también se llenó de este tipo de discursos que se centraban más en las acciones del presente y del pasado que en las consecuencias futuras. La emotividad produjo una ceguera que desconoció la importancia del respeto por la crítica y el disenso confundiéndola con la justificación de la acción del enemigo que merecía el ajusticiamiento y no el derecho. Ello, sin lugar a dudas, no nos convirtió en una mejor sociedad. De ahí el valor que tiene la retórica para hacernos mejores ciudadanos, mejores como sociedad, para condenar firmemente la barbarie y el terrorismo sin actuar como los bárbaros o terroristas. Recientemente, Martha Nussbaum, en su libro Sin fines de lucro, ha vuelto con un enfoque socrático sobre estos mismos discursos de Cleón y Diódoto en el Debate sobre Mitilene. Nos dice que en los debates políticos como los que expone Tucídides, las personas no razonaban del modo más adecuado. La falta de autoexamen, de sentido crítico en el análisis de la argumentación dificultaba la comprensión clara respecto a los objetivos de las políticas, pero facilitaba la manipulación de los demagogos. Las personas que no hacen un examen crítico de sí mismas están siempre en peligro de ser manipulados por un orador con talento para la 8 demagogia y sus opiniones cambian fácilmente con cada discurso que escuchan. En ellos hay una sumisión a la autoridad por el estatus del orador que los lleva al consenso de la barbarie, pero «[s]i Sócrates hubiera intervenido para que los atenienses se detuvieran a reflexionar y analizar el discurso de Cleón, a efectuar un razonamiento crítico sobre lo que les estaba proponiendo, al menos algunos habrían presentado resistencia ante su potente retórica y se habrían manifestado en contra de ese llamado a la violencia, sin necesidad de oír el discurso apaciguador de Diódoto» (2010, 79). Compartimos la idea de Nussbaum de la importancia de las humanidades en la formación de una cultura política que hace del ciudadano un ser crítico y comprometido con el bien común, frente a la idea cada vez más generalizada de constituir la formación técnico‐científica como la más importante y única que puede traer desarrollo económico a un país. No obstante, creemos que la mirada que le da a la actividad retórica es equivocada. No se trata de defender el hecho de que hay que seguir a pie juntillas el discurso por ser expuesto por una autoridad, sino de ver en ella, siempre y cuando respete el sentido de lo político, la posibilidad de actuar prudentemente. El talante del orador cumple un papel muy importante en la retórica, puesto que esta se concibe como una teoría de la acción humana, más como φ que como una mera habilidad oratoria o (Ramírez, 1999). El talante o ethos del orador respeta el sentido de lo político cuando dispone a su auditorio a la deliberación y a la acción prudente. Así lo hizo Diódoto y por ello, es necesario que este tipo de discursos se contrapongan a aquellos que hacen de la política un instrumento de ajusticiamiento. Es abundante la bibliografía sobre estos temas, pues la democracia como forma de gobierno es uno de los temas que siempre ha ocupado un lugar importante en los estudios de la ciencia y la filosofía políticas. En el caso de la retórica, aunque por mucho tiempo estuvo subvalorada, hoy existen extensos y rigurosos trabajos e investigaciones. Por ello, fue necesario delimitar el sentido de esta investigación. Son entonces nuestros objetivos en esta investigación, primero, mostrar, desde sus orígenes, cómo la política está estrechamente ligada a la deliberación y al discurso deliberativo, porque este no sólo ha posibilitado la participación efectiva de los ciudadanos en la discusión y toma de decisiones, sino porque ha servido de vehículo a la justificación de los valores fundamentales de la democracia, tales como la libertad de opinión. En segundo lugar, exponer cómo los cambios políticos abrieron la posibilidad para que los hombres se convirtieran en ciudadanos deliberantes y las instituciones democráticas permitieron el desarrollo de la retórica, y, en tercer y último lugar, determinar la importancia de los tratados de retórica en la práctica política y cómo es estudiado el discurso deliberativo en obras como las de Aristóteles y Anaxímenes de Lámpsaco. 9 Agradecimientos Luego de haber encontrado la tesis de doctorado del profesor Francisco Arenas Dolz, dedicada al tema de la deliberación y la acción en la filosofía de Aristóteles y de varias conversaciones vía correo electrónico en las que discutimos sobre los distintos temas que nos inquietan de forma común, aceptó muy amablemente acompañarme con sus sugerencias y correcciones. A él, mis más sinceros agradecimientos. De igual manera, agradezco a los profesores de la Universidad EAFIT Jorge Giraldo Ramírez y Mauricio Vélez Upegui, por dedicar parte de su tiempo en escuchar mis dudas y recomendarme textos fundamentales para la comprensión de los problemas aquí expuestos. A la profesora Miriam Valdés Guía, de la Universidad Complutense de Madrid, por facilitarme sus artículos. Por último, no quisiera dejar de agradecer a mi maestra Luz Gloria Cárdenas Mejía, de la Universidad de Antioquia, por haber formado en mí un fuerte apasionamiento y entusiasmo por la retórica griega. A la Universidad EAFIT, a todos los profesores de la Maestría en Estudios Humanísticos, por permitirme tan excelente espacio académico. A mi esposa, Lina María Varón, por su inmenso apoyo y comprensión en todo este tiempo. 10 Capítulo I. La retórica y la práctica política 1.1. Nacimiento de la retórica Cuando se busca comprender el origen o nacimiento de la retórica como arte, es decir, como conjunto de reglas que sirven para la construcción de un lógos persuasivo, nos surge la pregunta de si podemos hablar de una especie de «momento fundacional» de la retórica que nace con el manual de Tisias en Siracusa en el siglo V. a.C. o si, por el contrario, es necesario hablar de una retórica primera de «origen natural» que, posteriormente, hombres como los representados por Homero en la Ilíada y en la Odisea, con cierta agudeza mental, lograron practicarla de una manera consciente. Una tercera vía posible sería pensar que el nacimiento de la retórica como técnica ( ) sea el resultado de una «evolución» cuyo punto de partida sea precisamente esa retórica natural (φ ) que pasa a ser rutinaria ( ) y una práctica ( α), más o menos azarosa, y que luego se desarrolla aún más con la elaboración de manuales o tratados analíticos, la escritura, recopilación, publicación y venta de discursos y la enseñanza de oradores en escuelas, como la que funda Isócrates en Atenas en el siglo IV a.C., y con la teorización filosófica hecha por Aristóteles. Sea cual sea el origen, partamos de la idea de que es posible diferenciar una retórica de inspiración divina, una oratoria práctica ( π α) que no se ajusta a estrictas reglas sino a una habitual práctica política en la cual los hombres son conscientes del poder de la palabra y una retórica como arte, que intenta alejarse de lo natural. También debemos partir del hecho de que la retórica es una facultad ( α ) de todo ser humano, pero que como arte ( ), nace gracias a la democracia, aunque es posible encontrar una oratoria práctica en entornos considerados no democráticos como en las antiguas asambleas homéricas en las que participaban reyes, aristócratas, guerreros, y hasta dioses. La Ilíada es, por ejemplo, una obra que se puede mostrar el poder de esta oratoria, pues en sus partes narrativas se describe la manera como se desarrollaban las asambleas y, con gran belleza, los efectos de una gran cantidad de discursos pronunciados por los héroes. En el canto II, por ejemplo, Néstor, soberano de Pilo, ante el consejo de ancianos ( υ ) argumenta brevemente a favor de la proposición de Agamenón de armar a los aqueos así: ¡Amigos, de los argivos príncipes y caudillos! Si algún otro de los aqueos hubiera relatado el sueño, afirmaríamos que es mentira y nos alejaríamos con más razón. Más lo ha visto quien se jacta de ser el mejor de los aqueos. Ea, veamos cómo logramos que los hijos de los aqueos se armen (Hom. Il. 79‐83). 11 Para Néstor, la veracidad del sueño depende del talante y la fama de Agamenón, considerado el mejor de los aqueos. Pero lo más importante es cómo Homero narra los efectos de esas pocas palabras, en ellas puede apreciarse un entorno oratorio en el que la figura del orador es seguido por reyes y huestes que, como espesas tribus de abejas, salen en procesión hacia la asamblea (ἀ ) en la que podrán participar el resto de los soldados, los cuales tienen una gran disposición para escuchar discursos (Il. II, 85). En relación con el ambiente de esa asamblea, Homero narra lo siguiente: Estaba alborotada la asamblea, la tierra gemía debajo al mantenerse las huestes, y había gran bullicio. Nueve heraldos pugnaban a voces por contenerlos, por ver si al fin el clamor detenían y podían escuchar a los reyes, criados por Zeus. A duras penas se sentó la hueste y enmudecieron en los asientos, poniendo fin al griterío (Il. II, 95‐100). Una vez Agamenón expone ante los soldados su propuesta de desistir en la conquista de Troya, estos son conmovidos de tal manera que Homero compara su agitación con las olas del mar o con el movimiento de las espigas de trigo producido por el Zéfiro. El resultado del discurso es una acción que el poeta describe de la siguiente manera: «Entre alaridos se lanzaron a las naves, y bajo sus pies una nube de polvo se iba levantando y ascendiendo. Unos a otros se ordenaban echar mano a las naves y remolcarlas a la límpida mar, y limpiaban los canales» (Il. II, 144‐154). Conjuntamente a la existencia de oradores, en el mundo homérico también existieron maestros que enseñaron a hablar ante una asamblea. Existió un conocimiento sobre el poder de la palabra en relación con la acción y la obediencia. En el canto IX, Fénix, entre el miedo y las lágrimas, le dice a Aquiles lo siguiente: Si es verdad que en tu mente, preclaro Aquiles, sopesas el regreso y de ningún modo deseas defender las veloces naves de destructor fuego ahora que la ira ha invadido tu ánimo, ¿cómo podría quedarme lejos de ti, hijo mío, aquí solo? Soy la escolta que te dio Peleo, el anciano conductor de carros, aquel día en que te envió de Ftía ante Agamenón, cuando sólo eras un niño ignorante aún en el combate, que a todos iguala, y de las asambleas, donde los hombres se hacen sobresalientes. Por eso me despachó contigo, para que te enseñara todo eso, a ser decidor de palabras ( ᾽) y autor de hazañas ( α ) (Il. 434‐ 443). La palabra ante la asamblea fue tan importante en el mundo homérico que era enseñada a los niños junto con la acción en combate. Fénix resalta que es en el ágora donde los hombres se distinguen o son sobresalientes (ἀ ), tal vez por ello se hacían necesarias las competencias oratorias entre jóvenes como en las que, al parecer, participaba Toante, hijo de Andremón (Il. XV, 284). En consecuencia, no es extraño que en la obra de Homero exista ya una conciencia sobre el poder de la palabra, pues esta es resaltada como una cualidad importante al lado de otras habilidades, como por ejemplo, el lanzamiento de jabalina o la lucha a pie (Il. XV, 282) y además, porque los héroes se ven a sí mismos como buenos o peores oradores en el ágora, tal es el caso de Aquiles (Il. XVIII, 101‐106), e incluso, puede verse una fuerte crítica, como la expuesta por Néstor ante las palabras de Calcante, a un tipo de oratoria que olvida los asuntos por los cuales se discute: 12 ¡Qué sorpresa! Realmente habláis en la asamblea como niños chiquitos (νηπιάχοις) a quienes nada importan las empresas guerreras. ¿Por dónde, decidme, se irán convenios y juramentos? En el fuego ojalá ya estuvieran consejos y afanes de hombres, pactos sellados con vino puro y diestras en las que confiábamos. Inútilmente estamos porfiando con palabras, y ningún remedio somos capaces de hallar después del tiempo que llevamos aquí (Il. II, 337‐343). Para James J. Murphy (1989), no sólo en la Ilíada, escrita antes del 700 a.C., se evidencia un respeto de Homero por las «palabras aladas» y por oradores como Néstor, también en el drama griego primitivo, en el que, producto de la escisión en dos partes del coro ditirámbico, llevó a que los debates de las asambleas políticas se realizaran entre dos partes opuestas. Las obras de autores dramáticos como Esquilo, Sófocles y Eurípides, las sátiras de Aristófanes y las obras de historiadores como Tucídides y Heródoto muestran una preocupación por la exposición oral y escrita de las ideas, y agrega: «Estas pruebas indirectas ponen de manifiesto que entre los griegos se había desarrollado una conciencia retórica cada vez más sofisticada ya en el siglo V a.C. sólo quedaba por hacer una codificación de esas pruebas textuales» (13). En efecto, esa codificación que señala J. Murphy vendrá con la democracia y de la mano de Córax y Tisias. Según lo expuesto por Cicerón, la retórica fue inventada en el segundo cuarto del siglo V a.C. por Córax (Bruto, 46). Córax, cultivó la retórica de manera oral y definió preceptos y métodos que permitieron, luego de la caída de la tiranía, enseñar a participar eficazmente en procesos judiciales orales de restitución de tierras en los que participaban jueces populares nombrados por sorteo entre ciudadanos comunes y corrientes. Otras versiones indican que Córax participó empleando su arte en las asambleas políticas y no en los tribunales (Murphy, 1989), pero lo importante es que, como afirma Ch. Benoit (1846) después de haber sido cortesano de los reyes, pasa a serlo de la multitud y, desde la tribuna, […] busca calmar por medio de palabras insinuantes y aduladoras la agitación de la asamblea; a esto él llama exordio (π α); después de haber obtenido la atención, él expone el tema de la deliberación ( ); pasa después a la discusión (ἀ ); lo entremezcla con digresiones α ); y finalmente, en la recapitulación o conclusión que confirman sus pruebas (πα (ἀφα φα α , π ), él resume sus motivos y reúne todas sus fuerzas para encauzar un auditorio ya agitado (14. La traducción es mía). Córax expone un discurso seguido por reglas, por un método que organiza estratégicamente el texto oratorio, que puede ser enseñado y puesto en práctica en aquellos espacios creados por la democracia como la Asamblea y los tribunales de justicia. Al parecer, Córax expuso ciertas indicaciones para el discurso público que, aunque no se puede suponer que hayan sido explicadas en un manual escrito, según Benoit, es posible encontrar algunos rastros de la «infancia de este arte» en los diez últimos capítulos de la Retórica a Alejandro (1846, 15). Quien sí elaboró un manual fue su alumno Tisias. Según Aristóteles, Tisias es uno de los primeros tratadistas, seguido por Trasímaco y Teodoro (SE 183 b 32). Este primer manual se conoce como Arte ( ). El Arte de Tisias buscaba exponer los parámetros para elaborar discursos organizados capaces de persuadir a partir de la doctrina de lo verosímil o de la probabilidad ( ). A propósito, Platón se refiere a esta doctrina en los siguientes términos: 13 […] está fuera de duda que no se necesita tener conocimiento de la verdad, en asuntos relacionados con lo justo y lo bueno, ni de si los hombres son tales por naturaleza o educación, el que intente ser un buen retórico. En absoluto se preocupa nadie en los tribunales sobre la verdad de todo esto, sino tan sólo de si parece convincente. Y esto es, precisamente lo verosímil, y hacia ello es hacia lo que conviene que se oriente el que pretenda hablar con arte. Algunas veces, ni siquiera hay por qué mencionar las mismas cosas tal y como han ocurrido, si eso ocurrido no tiene verosimilitud; más vale hablar de simples verosimilitudes, tanto en la acusación como en la apología. Siempre que alguien exponga algo debe, por consiguiente, perseguir lo verosímil, despidiéndose de la verdad con muchos y cordiales aspavientos. Y con mantener esto a lo largo de todo discurso, se consigue el arte en su plenitud (Phdr. 272 d – 273 a). Según Platón, es opuesto a ἀ α. Lo probable es opuesto a lo verdadero, pero sirve para la persuasión ( ) y, en esa medida, los oradores prefieren utilizarlo. Decir lo verosímil es, para el filósofo, decir lo que a la gente le parece. Esto es decir por ejemplo que: Si alguien débil pero valeroso, habiendo golpeado a uno fuerte y cobarde, y robado el manto o cualquier otra cosa, fuera llevado ante un tribunal, ninguno de los dos tenía que decir la verdad, sino que el cobarde diría que no había sido golpeado únicamente por el valeroso, y éste, replicar, a su vez, que sí estaba solo, y echar mano de aquello de que «¿cómo yo siendo como soy, iba a poner las manos sobre éste que es cómo es?» Y el fuerte, por su parte, no dirá nada de su propia cobardía, sino que, al intentar decir una nueva mentira, suministrará, de algún modo, al adversario la posibilidad de una nueva refutación (Phdr. 273 b – d). En efecto, el ladrón enfatizaría su defensa solamente en su debilidad porque para el auditorio es poco probable, o poco creíble, que un hombre débil pueda golpear y robarle a un hombre fuerte. Sin embargo, el auditorio puede creer que un hombre valiente, aunque débil, sea capaz de golpear a uno cobarde, pero esto no lo mencionaría ni el agresor, ni mucho menos la víctima si quiere cuidar su reputación. El auditorio también puede tener la creencia de que es más probable que el débil sea cobarde y que el fuerte sea valiente. En caso de que el discurso del agresor utilice esta opinión también su defensa tendrá éxito. Un argumento similar puede verse en el Himno a Hermes. Veamos: ‐‐¡Hijo de Leto! ¿Qué crueles palabras son éstas que me has dirigido? ¿Y qué es eso de que vienes aquí en busca de tus camperas vacas? No las vi, no me enteré de ello, ni oí el relato de otro. Ni podría denunciarlo, ni podría ganarme siquiera una recompensa por la denuncia. Tampoco tengo el aspecto de un varón robusto, como para ladrón de vacas. Ese no es asunto mío. Antes me interesan otras cosas: me interesa el sueño, la leche de mi madre, tener pañales en torno a mis hombros y los baños calientes. ¡Que nadie sepa de dónde se produjo esta disputa! Sin duda sería un gran motivo de asombro entre los inmortales que un niño recién nacido atravesara la puerta de la casa con camperas vacas. Lo que dices es un disparate. Nací ayer. Mis pies son débiles y bajo ellos la tierra, dura. Mas si quieres, pronunciaré el gran juramento por la cabeza de mi padre. Aseguro que ni yo mismo soy el culpable, ni vi a otro ladrón de tus vacas, cualesquiera que sean las vacas ésas. Sólo he oído lo que se cuenta de ello (Hom. Batr. 260‐276). Lo que prueba aquí Hermes es muy persuasivo. Es improbable que un niño que acaba de nacer, y que se preocupa más por alimentarse de su madre, se separe de ella para robar unas 14 vacas. Lo verosímil ( ) es explotado de manera consciente en varios discursos retóricos de la época. Lo hace Isócrates cuando, en su actividad de maestro de oratoria, escribió Contra Eutino (XXI). En este discurso la argumentación para acusar a Eutino de haber devuelto a su primo Nicias dos talentos en lugar de tres, se debe basar completamente en pruebas conjeturales ( ) debido a que no hay testigos ni contratos que respalden la transacción. Otro ejemplo de este tipo de discursos es la Defensa de Palamedes de Gorgias (Fr. 82 B11a DK). Aquí Palamedes se enfrenta a la acusación de Ulises que lo señala de haber traicionado a los griegos en provecho de los troyanos. Por medio de la utilización de conjeturas, explica las razones de Ulises de adoptar tal actitud. En esos dos discursos lo verosímil es una gran herramienta persuasiva, pues sirve de operador lógico para una argumentación basada en una serie de argumentos según una lógica concesiva (de Tordesillas, 1999). Pero volvamos al asunto sobre el origen. Si la retórica es un arte o no, será una discusión que llevarán a cabo Platón, Aristóteles y hasta el mismo Isócrates con un fuerte entusiasmo. En la segunda sofística, Elio Aristides retomará esta vieja polémica en el siglo II a.C. Pero, el paso de la idea de una oratoria práctica o de «inspiración divina» como la que muestra Homero en la Ilíada y en la Odisea1 a una retórica que podríamos caracterizarla como «laica» y «técnica», expuesta en manuales que, en la mayoría de las veces, se exagera sobre las partes del discurso2, está acompañada de grandes transformaciones políticas, el paso a la democracia. Detengámonos en este punto. Es posible hablar de un lógos persuasivo de origen divino que luego pasa, al mismo tiempo en que se desarrolla la democracia, a ser un lógos persuasivo «domesticado», en poder de los hombres, lejos del azar y poderosísimo instrumento de poder. En efecto, la persuasión ( ), no siempre fue el objeto del arte retórica, sino que fue una divinidad objeto de culto. En la Teogonía de Hesíodo, Π es hija de Océano y Tetis, hermana de Metis, Electra, Europa, Dione y otras tantas Océanides (Hes. Th. 349). Y, en Los trabajos y los días, en el mito de Prometeo y Pandora, Peitho deja de ser «océanida» y pasa tener el título de honor de α. Junto con las Gracias, Peitho coloca collares dorados en el cuello de Pandora, doncella creada por Zeus (Hes. Th. 70‐75). Una Peitho mítica, religiosa, pero también, política se da en Las suplicantes de Esquilo. El rey Pelasgo invoca a la divinidad Peitho y Týche para ganar la adhesión del pueblo en su propuesta de pedir el asilo de las danaides (Supp. 523). Cabe enfatizar que esta invocación a la diosa Peitho se hace con un objetivo puramente político. Con Las suplicantes podemos comenzar a 1 Puede verse también una oratoria en la que interviene el poder de ciertas divinidades como por ejemplo, en el tercer canto de la Odisea Atenea le dice al inexperto en oratoria Telémaco: «Por ti mismo, Telémaco, en parte hallarás las palabras y algún dios, además te vendrá a dar ayuda; no creo que nacieras ni que hayas medrado malquisto del cielo» (Hom. Od. III, 26‐28). 2 En Fedro, Platón, teniendo en cuenta los manuales de la época, enumera ocho partes del discurso, a saber, π , , α, α, π , ππ , y π (Phdr. 266b‐ 267a). 15 hablar de una persuasión «divina» para objetivos «humanos», políticos. De igual manera, Alcman, el poeta dorio, relaciona a la diosa con la política. Persuasión es hija de Promateas y hermana de Buen Gobierno y Suerte «Ε α < > α Π ἀ φ α Π α α υ » La persuasión entra tanto en el campo del respeto de las leyes como de la previsión en relación con el destino. En esa medida, Persuasión es trasladada a la comunidad, al modo de las relaciones vitales de los individuos (Alcm. 171. 28. 64P). Aceptado de manera tradicional, el «paso» a una peithó de inspiración divina a una «laica», eminentemente política y regulada se da con Córax y Tisias. Se sabe que desarrollaron su actividad de oradores en una Siracusa democrática. En el año 467 a.C. Siracusa ya había dejado atrás la tiranía de Hierón, quien había prohibido durante su mandato el uso de la palabra. Paradójicamente, esta prohibición obligó a los hombres a comunicarse por medio de señas trayendo consigo un desarrollo enorme de la imitación o mímica (Navarre, 1900). En el 476 a.C., Hierón llevó a cabo medidas violentas de represión y de reorganización de la población desplazando a los habitantes de Naxos y Catania hacia Leontino para asentar sus tropas de mercenarios. Su hijo, Trasíbulo, tomó el poder en el 466 a.C. Su carácter violento lo llevó a cometer excesos que contribuyeron a la insurrección general y a su caída. Sin embargo, luego de haber pasado por largos períodos de tiranía y de expropiaciones de tierras, los siracusanos seguían viviendo en medio de luchas intestinas. El propio Aristóteles menciona el hecho de que, luego de haberles dado la ciudadanía a los mercenarios y extranjeros en el 465 a.C., los siracusanos tuvieron conflictos internos que los condujeron a la guerra (Pol. 1303b). Pero una vez instaurada la democracia, muchas familias regresaron a sus lugares de origen e iniciaron una serie de acciones judiciales de recuperación de tierras. Para lograrlo, estas personas buscaron la asesoría de Córax y Tisias, pues muchas de ellas no sabían cómo demostrar materialmente la pertenencia de las tierras confiscadas. Estos procesos son los que señalaría Aristóteles en una obra perdida llamada, υ α , como los inicios de la retórica (Kennedy, 1994). Por otro lado, en Atenas, las reformas democráticas de Efialtes del 462 a.C. consolidaron la práctica retórica en procesos judiciales que dejaron de ser juzgados por ex arcontes nombrados como magistrados vitalicios del Aerópago y pasaron a la jurisdicción de nuevos tribunales (Heliea) conformados por jueces populares. El camino hacia la isonomía o igualdad legal iniciado por las políticas de Clístenes opuestas a cualquier tiranía había terminado, pero iniciaba el camino hacia la demokratía o «poder del pueblo» (Rodríguez, 1997). Al respecto Aristóteles dice lo siguiente: Con el aumento de la plebe ( ), llegó a ser jefe del pueblo Efialtes, hijo de Sofónides, tenido por incorruptible y justo para el régimen, y atacó al Consejo ( υ ). Primeramente eliminó a muchos de los Areopagitas, entablando pleitos contra ellos por su administración. Después, siendo arconte Conón, quitó al consejo todas las funciones añadidas que le hacían guardián de la constitución, y unas las devolvió a los Quinientos, otras al pueblo ( ) y a los tribunales ( α ) (Ath. 25, 1‐3). Las palabras de Aristóteles permiten pensar que las reformas democráticas crearon los espacios para la discusión y la exposición de discursos y abrieron la posibilidad de que se 16 incrementara el número de oradores y de oyentes que calculan la importancia de los argumentos y la organización del discurso. De igual manera, la existencia de maestros, manuales y compilaciones de discursos escritos que podían ser aprendidos de memoria también hicieron posible el desarrollo de este arte3. Tiene razón Walter Ong (2009) cuando nos dice que « [e]n el original griego, technē rhētorikē, “arte de hablar” (por lo común abreviado a solo rhētorikē), en esencia se refería al discurso oral, aunque siendo un “arte” o ciencia sistematizado o reflexivo […], la retórica era y tuvo que ser un producto de la escritura» (19). Pero también es cierto el punto de vista de López Eire (1997) cuando afirma que la democracia favoreció el desarrollo de la oratoria judicial, deliberativa y hasta la epidíctica, pues no sólo hace que se aumente el número de hablantes que hacen uso de la palabra desde la tribuna, sino que favoreció la institución, a comienzos del siglo V a.C., de los «discursos funerarios», cuya pronunciación se constituía en una ocasión de acción política dirigida al elogio del sistema político, a los ciudadanos, los antepasados, los caídos en batalla y sus familiares. Esto es precisamente lo que se encuentra en un discurso fúnebre como el que según Tucídides pronuncia Pericles (Th. II, 35 y ss). De manera distinta piensan algunos autores, pues consideran que la retórica de los siglos V y IV a.C. tenía como finalidad de manera casi exclusiva la composición de discursos judiciales, y que mucho de lo que se considera material propio de los discursos deliberativos proviene de los judiciales4. Sin embargo, cabe anotar el empeño de Aristóteles por elaborar su teoría del discurso retórico a partir de una profunda reflexión sobre la deliberación política. O la figura destacada de Andócides, quien fue considerado por mucho tiempo un mal orador por no seguir las reglas del arte, pero que se caracterizó, a pesar de ser un partidario entusiasta de la oligarquía, por la improvisación y la espontaneidad en la exposición de discursos ante la asamblea en una Atenas democrática. Discursos políticos como los de Andócides o como los que expone Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, constituyen un testimonio importante para comprender la oratoria y los procedimientos empleados en las asambleas (Iglesias, 1994). Como hemos visto, a partir del siglo VII a.C. es posible identificar en la literatura una retórica «natural» o de «inspiración divina» y, al mismo tiempo, una retórica que puede ser enseñada. Esa retórica pasa luego a ser objeto de reglamentación por medio de manuales, se vuelve técnica. Pero, ¿qué fue lo que motivó la elaboración de manuales de oratoria? ¿Por qué fue tan importante para Córax, Tisias, Gorgias, Platón, Isócrates, Aristóteles y para Alcidamante de Elea o para Elio Aristides, varios siglos después, participar en una discusión sobre la naturaleza de la retórica? Varios autores nos muestran la retórica como un arte necesariamente ligado a 3 En Refutaciones sofísticas, Aristóteles señala como Gorgias hacía que sus discípulos aprendieran de memoria ciertos discursos y enunciados. Sin duda, esto hacía que los alumnos aprendieran rápido por medio de lo que se deriva de una técnica pero sin técnica. Esto es, trasmitiendo el conocimiento de cómo no hacerse daño en los pies, no enseñando la técnica de hacer zapatos, sino enseñando muchos tipos de zapatos. cf. SE 184a‐184b. 4 Sobre la preeminencia del discurso judicial, véase Cortés (1998). La retórica Aristotélica y la oratoria de su tiempo (Sobre el ejemplo de Lisias III). Emerita, LXVI, 2, 1998, pp. 339‐359. 17 la política. López Eire (1997), por ejemplo, expone en uno de sus artículos una cita del Filebo de Platón en el que Protarco, interlocutor de Sócrates, dice lo siguiente: «La verdad es que yo a cada momento oía decir muchas veces a Gorgias que el arte de persuadir prevalecía con mucho sobre todas las demás artes, pues todas las cosas las sometía y las hacía esclavas suyas por las buenas y no por la fuerza» (Phlb. 58). En otro diálogo, el Gorgias platónico se refiere a la retórica de la siguiente manera: «procura la libertad y, a la vez permite a cada uno dominar sobre los demás en su propia ciudad» (Gr. 452 d). Teniendo en cuenta lo anterior, seguimos la idea de que la retórica es objeto de una reflexión que busca que el pueblo ateniense siga los discursos políticos como guías para la acción. En dos discursos que nos presenta Tucídides está presente esta idea. El primero de ellos es en un discurso fúnebre —aunque puede verse como un discurso político— que Pericles al parecer pronuncia en el año 431‐0 a.C.; el segundo, en un discurso deliberativo o político pronunciado por Diódoto en respuesta a Cleón quien propuso fuertes castigos a hombres mujeres y niños mitileneos (Th. II, 40 y III, 42, 2‐3). No nos ocuparemos en este momento en los detalles de estos dos importantes discursos, pero sí debemos añadir que, según Gorgias de Leontino, la acción humana puede ser impulsada o conducida por la palabras porque estas funcionan como «un poderoso soberano que, con un cuerpo pequeñísimo y completamente invisible, lleva a cabo obras sumamente divinas. Puede, por ejemplo, acabar con el miedo, desterrar la aflicción, producir alegría o intensificar la compasión» (Hel. 8‐9). Y también, teniendo en cuenta la teoría de , en el sentido de que las palabras sirven de guía para la acción porque sólo a partir de conjeturas ( ) es posible discutir «los más grandes y excelentes asuntos humanos» (Pl. Grg. 451d), asuntos que versan sobre lo justo o lo injusto, lo conveniente o lo inútil, lo bello y lo feo como diría Aristóteles (Pol. I, 2, 1253 a y ss). En fin, si bien la democracia hace posible el desarrollo de la retórica como técnica del discurso persuasivo, pues permite la discusión pública de asuntos que conciernen a todos los ciudadanos en un ambiente donde se enfrentan pacíficamente unos argumentos, también es posible percibir: a) como Alcmán lo concibió, la persuasión ocupa tanto el campo religioso como el de las leyes y de la previsión en relación con el destino político de la polis; b) que sirvió de instrumento de justificación y, a la vez, de crítica de un nuevo orden político, la democracia; y, c) que hace posible la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones sobre asuntos que conciernen a todos. Veamos un poco más detenidamente el papel de la retórica en la tragedia y su relación con lo divino y lo político. 18 1.2. Tragedia, retórica y democracia Las suplicantes de Esquilo es un buen ejemplo de cómo una persuasión de origen divino interviene en un asunto político. Presentada en el año 463 a.C., Las suplicantes expone por primera vez una perífrasis de la palabra demokratía5. Esta obra de Esquilo, cuenta la historia de la persecusión pasional a la que están sometidas las hijas de Dánao por parte de sus primos egipcios. Dánao y sus hijas huyen de lo que consideran un acto incestuoso y buscan el asilo y protección del rey Pelasgo, quien gobierna bajo un tipo de politeía que podríamos llamar democrática. Esquilo nos muestra cómo un asunto de índole moral y privado es manejado por un rey, llamado Pelasgo, de una manera política, pues somete a consulta pública la decisión de proteger o no a los extranjeros (Aesch. Supp. 365)6. Pelasgo es un rey que no quiere hacer nada sin consultar antes al pueblo. Sin embargo, esto no es comprendido por las suplicantes danaides, pues vemos en el coro de mujeres objeciones como: El Estado eres tú, tú eres el pueblo ( ); Señor no sometido a juez alguno, tú eres el rey del altar ( α ), del hogar de esta tierra. Solo con el sufragio de tu frente, Y solo con el cetro de tu trono tú lo decides todo. ¡Evita el sacrilegio! (Supp. 370‐375) En esos versos Esquilo utiliza las voces que compondrán la palabra demokratía, a saber, tò demion (el pueblo) y kratýneis (tú dominas). El coro de mujeres no está haciendo el nexo entre 5 Albin Lesky afirma que debido a sus rasgos arcaicos como el número de miembros del coro, la escasa acción, los largos estásimos corales y la ausencia de prólogo, se creía que la obra Las suplicantes tenía una datación en torno al año 593 a.C. Sin embargo, la aparición en Egipto de un papiro muestra que la obra es posterior a La Orestía y presentada conjuntamente con obras de Sófocles en el año 463 a.C. (cf. Lesky, 1985, 270‐271). Esto sitúa a la obra un año antes de la revolución con la que Efialtes, aprovechando el desprestigio de Cimón por su poco éxito en la campaña en Tasos y sus posibles actos de corrupción, introduce una serie de reformas que dejan sin poder político al Areópago. Con estas reformas Efialtes deja atrás la isonomía de Clístenes e inicia la demokratía o poder del pueblo como totalidad. Esquilo es considerado por Rodríguez Adrados como un gran pensador político que, a pesar de ser un aristócrata, no fue un hombre de partido, sino un ateniense que veía en el régimen democrático la manifestación de la igualdad, la libertad y el respeto a la ley la justicia (Adrados, 1997a, 95‐110 y Azparren, 1991, 66). 6 Las danaides deben informar que pertenecen al linaje de Argos, pues su parecido a mujeres de Libia confunden al rey Pelasgo (Aesch. Supp. 275). Este también, al presentarse, se declara no sólo argivo y epónimo de su pueblo, sino descendiente de Palecton, nacido de la tierra, η ή (Supp. 250‐255). Cómo veremos más delante, ser nacido de la misma tierra configurará todo discurso a favor de la democracia teniense. 19 estos dos términos con el fin de defender la forma de gobierno de la ciudad de Argos, sino que simplemente muestra su asombro por el sometimiento de la decisión de asilo a la voluntad del pueblo. Pero Esquilo sí está tratando de ilustrar, a un pueblo amante del teatro que se reúne para ver las obras de distintos autores durante la fiesta de Dioniso, no solo los problemas a los que se enfrenta el héroe trágico, sino una primera forma de la democracia ateniense conectada con los problemas religiosos y morales. Como señala Rodríguez Adrados (1997), Esquilo es por definición un sophós que ilumina a los demás trayendo viejos sucesos y héroes al presente para reinterpretarlos en un nuevo contexto, el de la ciudad y la democracia, en ocasión de una fiesta religiosa. En Las suplicantes, Esquilo expone su idea de democracia. Aquí el dêmos es el pueblo, y este es entendido como «totalidad». Pelasgo advierte a las suplicantes que el lugar donde se encuentran no es el privado espacio de su palacio, sino el espacio público en donde se consulta al pueblo su voluntad sobre los asuntos comunes (Supp. 365). Para Pelasgo asilar a las suplicantes es un asunto público y no privado, pues las consecuencias que desde un principio se temen pueden ser nefastas para todos los polítai. Pero también, Pelasgo teme cometer un error debido a la dificultad para asumir una posición autónoma frente a una petición que tiene tanto de malo como de bueno7. Veamos: Sobre mi enemigo caiga el sacrilegio. Más no os puedo ayudar sin daño alguno, Pero tampoco es sabio no atenderte. No sé qué hacer; el miedo me domina. ¿Obrar? ¿No obrar? ¿O tentaré el destino? (Supp. 376‐380) Más adelante, dice: Necesito una idea salvadora, Profunda; al modo de los buzos, que descienda hasta el abismo un ojo claro, no en exceso embriagado, y que, primero, no cause la cuestión a mis estados daño alguno, y que, luego, bien termine para nosotros mismos: que una guerra de desquite no nos alcance a todos, o que, si yo os entrego, arrodilladas como estais frente al ara de los dioses, no vaya yo a instalar en nuestra patría al vengador, al dios de la ruina, que ni en el Hades al difunto suelta. ¿No urge una idea salvadora, y honda? (407‐419) 7 En el verso 513 el Corifeo justifica su temor cuando dice: «El temor de mi espíritu me ha hecho susceptible en verdad, ello no es raro». En respuesta agonística, Pelasgo responde justificando el suyo diciendo: «El miedo excesivo siempre es ingobernable» (ἀ ί ᾽ ἄ α ό ἐ ῖ ᾽ ἐ αί ). 20 Para Pelasgo es difícil negarse a la petición de las suplicantes porque el acto de súplica tiene un significado importante en la tradición griega, pues ella sella alianzas y equilibrios sociales y religiosos. En consecuencia, la decisión debe surgir a favor de las suplicantes, pero la forma de elaborarla requiere una idea que persuada unánimamente a los polítai de que es necesario acoger al extranjero suplicante, respetar a los dioses y a los parientes, pero sobre todo, rechazar al invasor y defender algo que no tiene el pueblo egipcio, la libertad de participar en las decisiones políticas cuyas consecuencias benefician o perjudican a todos por igual. Luego de que Pelasgo anuncia su idea comparándola como un barco que encalla ( ), convoca a la asamblea para solicitar públicamente el asilo, no sin antes preparar a Dánao y a sus hijas para la presentación ante el pueblo y pedir la compañía de Peítho y Týche (Supp. 523). Como habíamos anotado en el apartado anterior, la diosa Peítho se sitúa en el plano político, en el plano de la deliberación y del lógos como discurso humano que debe servir de guía para la acción. En ese mismo sentido Týche juega un papel importante, pues las acciones humanas están sometidas al desconocimiento de las futuras consecuencias. Luego de este necesario recorrido por los primeros versos de Las suplicantes, es necesario citar una de las imágenes que mejor pueden ilustrar el ambiente democrático, a saber, la manifestación del papel político de los polítai y el poder de la retórica. Nos referimos a lo descrito por Dánao cuando le anuncia a sus hijas el resultado de la asamblea: Argos lo decidió sin titubeos, De modo que, a mi edad, me he vuelto mozo. El aire se ha erizado de manos diestras del pueblo que aprobó estas palabras: Tendremos residencia esta tierra, Libres, sin gajes, con derecho a asilo. Y nadie del país podrá perdernos Ni venidos de fuera. […] Tal fue la solución que el rey Pelasgo respecto a nuestro caso les propuso. Les convenció y a la ciudad invitaba a no engordar para el tiempo futuro la cólera de Zeus, el suplicante. […] Las razones oyendo, el pueblo argivo decretó a mano alzada, que así fuera, sin esperar a que el heraldo hablara (Supp. 605‐624) De acuerdo con los versos citados, los argivos decretaron rápidamente a mano alzada ( ) 8 y sin titubeos ( ) la propuesta de asilo para las danaides y su padre. La metáfora empleada «el aire se ha erizado de manos diestras del pueblo que aprobó estas palabras En la traducción de José Alsina, y que es la que estamos utilizando, la palabra ό ω es traducida como sin «titubeos» (2008, 198). Por su parte, Domenico Musti nos muestra que dichorrhópos remite a rhopé que señala la inclinación de una balanza y la ruptura del equilibrio que precede a la misma rhopé; es decir que dichorrhópos indica que no se ha producido el desequilibrio de una decisión que predomina sobre otra, por ello su propuesta de traducción es «sin dividirse» (Musti, 2000, 54). 8 21 ( α ᾳ φ α α )» es realmente diciente sobre los procedimientos de este modelo democrático representado por Esquilo para la toma conjunta de decisiones. Dicho procedimiento está cargado de una emotividad tal que no sólo llevan a Dánao a la alegría desbordada, sino al conjunto de asistentes a menospreciar el conteo de los brazos y a imposibilitar las palabras del heraldo que cumple el papel de moderador de la reunión. Pero también, llevan a los asistentes del teatro o a cualquier lector a imaginar un ambiente democrático donde es posible la unanimidad, la toma de decisones por aclamación y en donde el dêmos es entendido como totalidad. Esquilo no nos dice cómo el rey argivo logró persuadir a una multitud de ciudadanos9. Lo cierto es que Pelasgo advierte al Corifeo sobre el desagrado de los ciudadanos por los largos discursos o α (Supp. 273). Es aquí cuando nos preguntamos por el tipo de retórica que se necesitó para conseguir de manera unánime que un auditorio acogiera una propuesta sobre un asunto en el que, si bien a toda vista es muy importante como es el caso de asilo de las danaides, siempre cabe la posibilidad de una división entre los ciudadanos que participan. Nos preguntamos entonces por la posibilidad de un arte discursivo que sirva para persuadir a todos, un arte perfecto de la persuasión –o un orador perfecto‐ que lleve a la unanimidad. Tal vez, para unos esto sea un ideal de legitimidad política10 o, por el contrario, sea un sospechoso signo de homogenización de la sociedad y autoritarismo, pero, lo cierto es que en las asambleas que Homero narra en la Iliada la aprobación unánime se manifiesta claramente por medio de la aclamación ruidosa ( rescate de su hija Criseida: υφ ). Tal es la respuesta que recibe Crises al pedir el ”¡Oh Atridas y demás aqueos, de buenas grebas! Que los dioses, dueños de las olímpicas moradas, os concedan saquear la ciudad de Príamo y regresar bien a casa; pero a mi hija, por favor, liberádmela y aceptad el rescate por piedad del flechador hijo de Zeus, de Apolo”. 9 Sobre el número de asistentes a una asamblea, Sinclair (1999) afirma que no puede ser determinada con exactitud debido al período en el que se realizaban las reuniones, los asuntos tratados o la capacidad de la Pnix para albergar personas de pie que se suman a las seis mil que cabían sentadas gracias a las remodelaciones realizadas aproximadamente en el año 400 a.C. Tampoco se cuenta con una lista de personas que recibieron pagos por asistir y, en efecto, no se podría decir a ciencia cierta si esta asistencia aumentó con la implementación de pagos a los ciudadanos. Sin embargo, el número de seis mil asistentes parece aceptado para lograr el quórum en las reuniones normales en los siglos IV y V. 10 El modelo de Estado roussoniano plantea, en principio, una legitimidad basada en la unanimidad que, dada su rectitud, es la verdadera manifestación de la volonté générale que hace realidad el pacto social, el Estado. Rousseau, un admirador de la democracia directa ateniense, nos dice en El Contrato social lo siguiente: «mientras más armonía exista en las asambleas, es decir, mientras más se acerquen las opiniones a la unanimidad, más dominará la voluntad general; mientras que los debates largos, las discusiones, el tumulto, anuncian la preponderancia de los intereses particulares y la decadencia del Estado» (Rousseau, 1993, 105). Sería interesante mirar con más detenimiento cómo Rousseau concibe la unanimidad como la voz de la volonté générale y, al mismo tiempo, acepte, el principio de la mayoría cuando dice: «Exceptuando este contrato primitivo, la decisión de la mayoría obliga siempre a todos los demás» (Libro IV, Cap. II, 107). 22 Entonces todos los demás aqueos aprobaron unánimes ( sacerdote y aceptar el espléndido rescate (Hom. Il. 1.1) υφ α ) respetar al Sin embargo, la unanimidad no se manifiesta en Las euménides, la última obra de la trilogía La Orestíada presentada por Esquilo en el 458 a.C., sino sólo el voto mayoritario. Orestes es llevado a juicio por el asesinato de su madre, Clitemnestra. Las Erinias lo hallan merecedor de castigo por cometer un crimen de sangre (Eu. 650‐655), mientras que Apolo, lo defiende recurriendo a un argumento a favor de la venganza sustentado en la superioridad del padre en relación con la procreación: «del hijo no es la madre engendradora, es nodriza tan solo de la siembre que en ella se sembró. Quien la fecunda es el engendrador. Ella tan solo –cual puede tierra extraña para extraños‐ conserva el brote, a menos que los dioses la ajen» (Eu. 660‐663). Luego de la exposición de argumentos, Atenea solicita la emisión del fallo dirigiéndose a los habitantes del Ática, que por primera vez participan en el juzgamiento de un asesinato, por medio de un discurso de exhortación ( α α ) y concluye invitándoles a ponerse de pie y depositar su voto ( φ ) (Eu. 681‐710). En este caso se prevé el cómputo aritmético riguroso de los votos. Dicho cómputo es facilitado por el uso de piedras que cuentan como votos ( φ ) a favor o en contra. Los votos son contados ciudadosamente evitando el error, pues se trata aquí de la vida de Orestes y cualquier error sería catastrófico. La mayoría es conseguida por Atenea al depositar su voto a favor de Orestes. Atenea argumenta que su voto a favor se debe a que no la parió una madre y siempre está a favor del varón (Eu. 734‐755). Fue suficiente simplemente la mitad más uno, la mayoría debido a la fuerza de los argumentos expuestos en los discursos de las Erinias, Apolo y Atenea. Los dos primeros discursos rompen cualquier unanimidad posible, el tercero, el de Atenea, genera la mayoría y salva la vida de Orestes. Podríamos decir que el ambiente que se percibe en Las suplicantes es uno en el que el discurso deliberativo o político, a pesar de no ser extenso ni poseer partes que los organicen técnicamente, entra en escena para encontrar, exponer y legitimar ante los ciudadanos una decisión política como la medida de asilo en medio del peligro de la retaliación violenta por parte de los egipcios. La unanimidad que se logra puede ser accidental, pero también puede ser interpretada como resultado del poder y la soberanía del rey. La retórica de Pelasgo tiene una fuente divina, pero la usa para tratar en público un asunto humano. La idea salvadora no puede ser más que la retórica misma. Bien podría cambiarse la expresión equivocada del coro «El Estado eres tú, tú eres el pueblo» (Supp. 370), por otra más acorde con los cambios democráticos como «tú eres el orador, sólo tú persuades al pueblo». El discurso deliberativo es el medio para encontrar la forma más apropiada para actuar, para tomar una decisión. Esto es lo que hemos visto en Las suplicantes. Lo que veremos ahora es cómo también se convierte en vehículo para la justificación de la democracia. 23 1.3. La democracia en los discursos retóricos Examinemos ahora como en los discursos retóricos se justifica o critica la democracia. Cabe indicar que, como advierte Luis Gil (2005), la mayoría de las fuentes escritas conservadas son de origen aristocrático, lo cual condiciona nuestra interpretacion de los hechos del pasado griego11. Sin embargo, Domenico Musti (2000), califica como «mito» la idea de que la democracia ateniense nunca habló de sí misma. Musti nos muestra en los primeros capítulos de su libro Demokratía: orígenes de una idea, que el Epitafio que Tucídides le atribuye a Pericles en la Historia de la guerra del Peloponeso (II, 35‐46) y que fue probablemente pronunciado en el año 431‐0 a.C., es un texto que define la demokratía desde la orilla democrática. Según Musti, Tucídides, al exponer su versión del discurso fúnebre de Pericles, «ha querido trasmitir una especie de manifiesto del pensamiento democrático, un manifiesto político […] En efecto, los muertos se mencionan sólo en unas palabras dirigidas a las viudas» (2000, 35). Aquí seguimos la idea de Musti, pues consideramos en principio que las presentaciones y justificaciones de la democracia no se hicieron en principio en tratados o en sistemáticas obras filosóficas, sino en lugares públicos, en aquellos lugares donde el lógos se hace discurso persuasivo, abierto a la confrontación y evaluación crítica. Es por ello que la retórica juega un papel importante en la construcción, desarrollo y subsistencia de la democracia, como vehículo ideológico y que, al mismo tiempo, la democracia hace posible el discurso libre y persuasivo ante un auditorio de ciudadanos con poder político de decisión. El discurso fúnebre atribuido a Pericles, que puede ser definido según la clasificación aristotélica como perteneciente al género epidíctico ( ), cumple con lo establecido en las leyes solónicas sobre enterramientos y duelos en el siglo V a.C. con el objeto de honrar a los caídos de la ciudad (Plu. Sol. 21)12, pero también está dirigido a justificar los valores de la democracia13. 11 Las tesis que Luis Gil ha expuesto en varios de su artículos relacionados con los fundamentos ideológicos de la democracia ateniense, parten precisamente de la dificultad de que buena parte de los textos conservados presentan opiniones hostiles hacia la democracia. Dentro de los ejemplos que enumera se encuentran aquellos autores como Viejo Oligarca, Sócrates, Jenofonte, Isócrates y Aristóteles. Sin embargo, se puede contar, aunque con un número menor, con discursos del siglo IV a.C. que exponen en líneas generales justificaciones a la democracia (Gil, 2001 y 2005). 12 Domenico Musti no sitúa la práctica de los enterramientos públicos durante la época de Solón, sino durante la democracia de Clístenes, porque según él estos actos refuerzan el proceso de la conciencia ciudadana en relación con la guerra (Musti, 2000, 34). 13 Musti sigue la idea de R. Brock quien afirma, en su artículo The Emergence of Democratic Ideology, que existe una ideología democrática o pensamiento democrático. Pero no está de acuerdo cuando este autor acepta como hecho la inexistencia de un tratado o teoría democrática. Vale la pena reproducir la cita que hace Musti del artículo de Brock incluyendo: “Se ha afirmado con frecuencia que la Grecia Antigua no produjo ninguna teoría política democrática. Si con esto se entiende que no poseemos un 24 La Historia de la Guerra del Peloponeso es una narración en la que Tucídides incluye no sólo hechos, en su mayoría presenciados por él mismo, sino que también expone en estilo directo los discursos pronunciados por políticos y jefes de tropas. Se pueden contar unos treinta y seis discursos retóricos, de esos veintidós son deliberativos, trece son arengas militares y un discurso fúnebre. Tanto los acontecimientos que rodearon la Guerra del Peloponeso que va del 431 al 404 a.C. −la confrontación más importante habida hasta entonces− como los discursos, son investigados y expuestos con una rigurosidad que busca la credibilidad ya sea por medio del testimonio propio, por la confrontación de lo narrado por otros y por indicios evidentes ( ) que hacen que los hechos hablen por sí mismos. Tucídides nos habla de su método así: […] no se equivocará quien, de acuerdo con los indicios ( ) expuestos, crea que los hechos a los que me he referido fueron poco más o menos como he dicho y no dé más fe a lo que estos hechos, embelleciéndolos para engrandecerlos, han cantado los poetas, ni a lo que los logógrafos han compuesto, más atentos a cautivar su auditorio que a la verdad, pues al peso del tiempo increíbles e inmersos en el mito. Que piense que los resultados de mi investigación obedecen a lo indicios ( ) más evidentes y resultan bastante satisfactorios para tratarse de hechos antiguos (Th. I, 21, 1). Y agrega lo siguiente en relación con los discursos ( ) y los hechos ( α): En cuanto a los discursos que pronunciaron los de cada bando, bien cuando iban a entrar en guerra bien cuando ya estaban en ella, era difícil recordar la literalidad misma de las palabras pronunciadas, tanto para mí mismo en los casos en que había escuchado como para mis comunicantes a partir de otras fuentes. Tal como me parecía que cada orador habría hablado, con las palabras más adecuadas a las circunstancias de cada momento, ciñéndome a lo más posible a la idea global ( ) de las palabras verdaderamente pronunciadas, en ese sentido están redactados los discursos de mi obra. Y en cuanto a los hechos acaecidos en el curso de la guerra, he considerado que no era conveniente relatarlos a partir de la primera información que caía en mis manos, ni como a mí me parecía, sino escribiendo sobre aquellos que yo mismo he presenciado o que, cuando otros me han informado, he investigado caso por caso, con toda exactitud posible (Th. I, 22, 1‐2). Tucídides no sólo nos muestra los combates bélicos de la Guerra del Peloponeso sino que también reconstruye a su manera los «combates oratorios» que subyacen toda la conflictiva actividad política de Atenas. Según Iglesias (2006), los discursos que aparecen en la obra de Tucídides no están subordinados a la narración sino que interactúan con ella, es decir, no tratado ni una teoría escrita sistemática y detallada de la democracia, es cierto; pero no se puede afirmar que no existiera una ideología democrática o un pensamiento democrático en un plano más o menos articulado, ni que los demócratas no intentaran dar publicidad y promoción a tales ideas, así como a las prácticas e instituciones que las concretaban.” R. Brock. The Emergence of Democratic Ideology. En: Historia: Zeitschrift für Alte Geschichte. Vol. 40 (2), 1991, pp. 160‐169. Citado por D. Musti. Demokatía … p. 46. Por otro lado, José Luis Calvo Martínez, en su estudio introductorio sobre los discursos de Lisias, señala que Tucídides convierte el Epitafio en vehículo doctrinal de la democracia ateniense, pues en este discurso se pasa por alto expresamente la sección mítica y porque gran parte del discurso está dedicado a la exaltación de la democracia (Calvo, 1999, 40). 25 producen una ruptura cuando se interrumpe la narración para dar paso, por ejemplo, a la exposición de un discurso fúnebre, de asamblea o arenga militar, sino que se profundiza en asuntos y temas tratados previamente por el historiador. En ello se distingue claramente Tucídides de Heródoto, pues éste historiador introducía elementos míticos o fabulosos en la narración. Deliberadamente, Tucídides no incluye este tipo de elementos a pesar de saber que esto podría quitarle encanto a la obra, pero supone ganar con esta decisión utilidad para aquellos que quieran conocer el pasado con exactitud y comprender el carácter cíclico de los procesos históricos (Th.I, 22,4). En esa medida, la historia, según Tucídides, como narración del pasado, requiere, frente al tema de la guerra y sus nefastas consecuencias, crear las condiciones que permitan la comprensión rigurosa del pasado, por ello se vale de los discursos ( ), pues por medio de ellos se tomaron las decisiones de ir o no a un combate, de hacer o no la guerra, por medio de esos discursos políticos los ciudadanos deliberaron y decidieron formas de acción frente a unas circunstancias específicas, pero al mismo tiempo, nos atreveríamos a decir que la retórica o, más precisamente, el orador político posteriormente requerirá también de estas narraciones, de las lecciones del pasado, para la composición de sus discursos que tratan sobre acciones humanas y que conllevan a repercusiones futuras más o menos inciertas, sometidas a la fortuna. Luego de este extenso preámbulo, veamos primero cómo en el siguiente pasaje Pericles define el regimen democrático: Tenemos un régimen político ( ᾳ) que no envidia las leyes de nuestros vecinos, pues más bien somos ejemplo ( α α) para alguno que imitadores de los demás. Se le da el nombre de democracia ( α α) porque sirve a los intereses de la mayoría ( α ) y no de unos pocos ( υ ), pero según las leyes en los litigios privados todos tienen los mismos derechos. En cuanto a la posición, cuando alguien goza de buena reputación en este sentido el Estado le valora más por sus méritos (ἀ ) que porque le toque el turno, y tampoco la pobreza, pese al descrédito que comporta, es óbice para que uno haga un bien a la ciudad (Th. II, 37.1). En este pasaje del Epitafio, la democracia ( α α) es definida como un modelo ( α α) digno de ser imitado, gracias a que en ella subyace la isonomía. Es decir que, si bien se rige ( ῖ ) según el poder de las mayorías, se respeta, por ley, a las minorías. En ese sentido, Pericles es un defensor de la democracia y de una idea de mayoría ( α ) que comporta un significado de «totalidad» ( ). Es por ello que no hay una contraposición entre democracia y oligarquía, pues Pericles afirma de manera escalonada que «todos [pocos‐ mayoría‐todos] tienen los mismos derechos»14. Todos los ciudadanos pueden realizar funciones políticas y ese ejercicio de participación ciudadana no es impedido por la condición económica de los individuos, es decir que la pobreza ( α) no es un obstáculo para que se dé 14 Musti muestra que es equivocada la idea de democracia que propone Pericles es opuesta al concepto de isonomía. Para hacer esta afirmación reinterpreta el sentido de la palabra δὲ que aparece después de έ (litigio o desacuerdo privado) en Th. II, 37,1. Plantea que muchos han interpretado esta conjunción como un «sino» adversativo o de contrariedad y no como el paso de una gradación en un klîmax o escalera que muestra la secuencia oligous‐pleíonas‐pâsi (Musti, 2000, 41). 26 una activa participación, sino que el Estado valora más los méritos y virtudes (ἀ «todos» los ciudadanos. ) de Pericles defiende en el Epitafio que los atenienses −siempre incluyéndose− no se sirvan de la riqueza como motivo de vanidad, sino como medio para la acción (Th. II, 40.1) o cuando dice que conviven sin problemas en lo privado y que no delinquen en lo público por respeto y obediencia a los magistrados y las leyes, incluyendo las ágrafas (Th. II, 37.3), o cuando afirma que todos tienen los mismos antepasados y, por ello, son dignos de alabanza como herederos de un imperio común (Th. II, 36.1). Precisamente este último aspecto, en el que se defiende el derecho de todos para participar por tener en común un noble linaje, es un tópos recurrente en los discursos fúnebres. Esto es lo que dice Pericles en su discurso en relación con los antepasados: Comenzaré por los antepasados, pues es justo a la par que conveniente tributarles el honor del recuerdo en una ocasión como ésta, ya que fueron ellos quienes habitaron esta tierra desde siempre, generación tras generación, hasta trasmitirla libre gracias a su valor. Ellos son dignos de alabanza, y aún más lo son nuestros padres, pues no sin esfuerzo añadieron a su herencia el imperio que poseemos y nos lo legaron a los hombres de hoy. Pero somos nosotros mismos, sobre todo los que ahora estamos en la edad madura, quienes lo hemos engrandecido en mayor medida, hemos preparado a la ciudad para cualquier contingencia y la hemos hecho la más autosuficiente en la guerra y en la paz (Th. II, 36.1). El noble linaje de los atenienses viene de unos antepasados que siempre han habitado la misma tierra y este es el principio del complejo mito de la autoctonía basado en el nacimiento de Erictonio, hijo de Hefesto y Atenea, mito que proporcionará un tópos eficaz a la mayoría de los discursos políticos (Loraux, 1979). Erictonio nació de la tierra cuando Atenea lanza al suelo una lana con la que se limpió el semen de Hefesto. Considerado el padre de los atenienses, Erictonio es una figura mítica que fue gestada la Época Arcaica, pero que en el siglo V a.C. juega un papel importante porque expone una condición eugenésica que sirve de apoyo a toda una ideología que busca justificar la democracia como forma de gobierno en el que puede hacerse posible la participación de todos los ciudadanos en los asuntos políticos y judiciales. Gracias a ese mismo uso ideológico del mito de Erictonio, Pericles puede afirmar, como si fuera un axioma, que los griegos atenienses son los únicos capaces de entender sus asuntos políticos y que su constitución es superior a todas las demás, al punto de que puede ser considerada como modelo y educadora de todos los griegos (Th. II, 41, 1‐2). Los críticos de la democracia ateniense, denuncian la incapacidad que tienen la mayoría de ciudadanos para discernir lo bueno de lo malo o lo justo de lo injusto. Viejo Oligarca es uno de ellos. Señala en su Constitución de Atenas que los atenienses asignan la mayor parte de las magistraturas a los peores, a los pobres, y la gente corriente del pueblo en vez de a los mejores; que entre las clases bajas abunda la ignorancia (ἀ α α), el desorden (ἀ α α) y la maldad ( α): Pero, tal y como están las cosas en la actualidad, cualquiera que desee ponerse en pie y hacer uso de la palabra consigue lo que le conviene a él y a los de su clase. Y tal vez podría alguien argumentar: «¿Pero cómo va a saber un hombre tal lo que es bueno para sí y para el pueblo ( ῳ)?». Pero ellos sí que saben bien que la ignorancia (ἀ α α), la maldad ( α) y la 27 benevolencia ( ὔ α) de tal individuo son más beneficiosas que la virtud (ἀ ) , la sabiduría ( φ α) y la malevolencia ( α α) de alguien mejor. Una ciudad que se rija por tales comportamientos no podría llegar a ser la mejor, pero su régimen democrático sí quedará plenamente consolidado de esta manera (Ps. Xen. Const. Ath. 1.2). Pero, a pesar de estas críticas, la democracia gozó de una fidelidad duradera por parte de los ciudadanos, salvo en pocas ocasiones como en los años 411, 404, 322 y 317 a.C. (Gil, 2005). Las justificaciones del sistema democrático pueden encontrarse en Heródoto, en donde se presenta la discusión entre Otanes, Megabixio y Darío sobre el tipo de gobierno que debe tener Persia despues de haber derrotado el régimen de los magos. Para Otanes la monarquía no es mejor que el gobierno de la isonomía o el poder de la mayoría (plēthos) por carecer de control. Megabixio, a su vez, defiende la oligarquía (oligarkíe) para evitar el modo de ser desmesurado (hybris) de la masa. Por su parte, Darío opta por la monarquía, porque en ella gobierna el mejor hombre de todos (Hdt. III, 80‐82). En el libro VI de la Historia, Tucídides nos dice que Atenágoras muestra la democracia como un régimen mejor que el oligárquico por dar participación en las cosas provechosas a los más o al pueblo (39, 1‐2). El orador aquí no se refiere a las mayorías sino a la ciudadanía entera que, en un régimen como el oligárquico es dividida, y agrega que, si bien los que mejor cuidan el dinero son los ricos y los que deliberan bien son los inteligentes, los que juzgan mejor las cosas son los más (plēthos, polloí). Lo expuesto por Atenágoras sigue la idea de que es la multitud quien mejor tiene capacidad de juicio, idea que será criticada por el mismo Heródoto, por Sócrates y Platón, pero recogida por Aristóteles en la Política bajo el fundamento de que sumando el conjunto de visiones, virtudes o puntos de vista es posible obtener un mejor juicio sobre los asuntos políticos que el que se construye con un sólo parecer aunque provenga del mejor (Pol. III, 1281 b y ss). En la exposición de discursos retóricos deliberativos, y no sólo en los epidícticos, se hace una exaltación a la superioridad de los atenienses en lo que tiene que ver con la capacidad de juicio y, al mismo tiempo, una exaltación de la mediocridad, del modo de ser inferior de los más frente a los inteligentes. Tal es el caso del discurso de Cleón que recoge también Tucídides en el libro III. En ese debate, que se inicia con el fin de revertir la orden de los atenienses de asesinar a los varones mayores y someter a esclavitud a las mujeres y niños de Mitilene, participan Cleón y Diódoto. El primero, descrito como el más violento de los ciudadanos atenienses, propone mantener la orden de someter y asesinar a los mitilineos de la siguiente manera: Pero lo más grave de todo ocurrirá si ninguna de nuestras decisiones permanece firme y si no nos damos cuenta de que una ciudad con leyes peores, pero inmutables, es más fuerte que otra que las tiene buenas pero sin autoridad, de que la ignorancia unida a la mesura es más ventajosa que el talento sin regla, y de que los hombres más mediocres por lo general gobiernan las ciudades mejor que los inteligentes. Estos últimos, en efecto, quieren parecer más sabios que las leyes y salir siempre triunfantes en los debates públicos, porque piensan que no pueden mostrar su ingenio en ocasión más importante, y como consecuencia de tal actitud acarrean de ordinario la ruina de sus ciudades; quienes, por el contrario, desconfían de su propia inteligencia reconocen que son más ignorantes que las leyes y que están menos dotados 28 para criticar los argumentos de un buen orador y, al ser jueces imparciales más que litigantes, aciertan la mayor parte de las veces (Th. III, 37, 3 ‐5). El argumento de Cleón puede esquematizarse de la siguiente manera: Tabla 1. Comparación de las leyes según Cleón. Las leyes de la ciudad (buenas) Las leyes de la ciudad (malas) peores inmutables buenas sin autoridad Modo de ser de quienes gobiernan mejor Modo de ser de quienes gobiernan mal ignorancia mesura talento sin regla En el mismo fragmento de discurso citado se expone no sólo el modo de ser de los hombres mediocres y de los inteligentes sino que se plantea una fuerte lucha contra los intelectuales (Ver tabla 2): Tabla 2. Comparación del intelecto de los hombres según Cleón. Hombres mediocres Desconfían de su propia inteligencia Hombres inteligentes No desconfían de su inteligencia, pero sí desconfían del auditorio Reconocimiento de la ignorancia frente a las Se definen como más inteligentes de las leyes leyes Reconocimiento de la incapacidad de Deseo de salir siempre triunfantes de los cuestionar los argumentos de los buenos debates oradores (autoridad) Jueces imparciales (en igualdad de Juez litigante (que piensa en las repercusiones condiciones) de una decisión) Aunque el discurso de Cleón fue vencido por el de Diódoto, caracterizado por el rechazo a la pena de muerte como elemento disuasivo frente a posibles sublevaciones futuras de otras colonias, ello nos muestra la forma como se atacó y, al mismo tiempo, como se justificó desde los discursos retóricos el régimen democrático ateniense. La justificación de la democracia no sólo se sustentó a partir de argumentos de superioridad racial, sino que también se edificó con argumentos relacionados con los modos de ser, las virtudes y las acciones éticas propias de cada tipo de ciudadano (el campesino, el rico, el pobre, el citadino, el soldado, el estratega, el marino, etc.). Este aspecto ocupará un lugar muy importante en la teoría de Aristóteles sobre la retórica, pues el conocimiento y uso discursivo por parte del orador de las formas de modos de ser (ēthos) y cómo estos producen o controlan pasiones (páthos), garantizaría el éxito del discurso desde el punto de vista persuasivo. Cabe agregar que el discurso de Cleón tiene como intención defender la decisión ya tomada de asesinar a los soldados y civiles mitileneos, y someter al resto de la población haciendo valer más la mediocridad acompañada de prudencia y reconocimiento de la autoridad que la 29 inteligencia que cuestiona una mala decisión. Pero también representa, según Cleón, lo aceptado por todos, es decir, que estas características mencionadas en la columna de la izquierda no son paradójicas (parà dóxan) o contrarias a la opinión y que un discurso que las ponga en duda debe esforzarse por dêmostrar de manera exhaustiva lo contrario (III, 37, 7). 1.4. Competencia de los ciudadanos La discusión sobre la inferioridad o superioridad moral de la masa de ciudadanos es tenida en cuenta por Aristóteles. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que la retórica, al igual que la estrategia y la economía, está subordinada a la política (I, 2, 1094 b y ss). Con ello, el Estagirita fija la frontera que permite diferenciar retórica de política, frontera que sofistas como Gorgias y Protágoras no establecieron, pues, según el testimonio platónico, ambos proponen la retórica como medio o instrumento de enseñanza y, al mismo tiempo, como fin necesario para formar un ciudadano influyente, capaz de llevar una buena dirección de los asuntos privados y públicos ‐como los tratados en los tribunales y en la Asamblea‐ (Pl. Prt. 318a‐319b, Grg. 452e‐ 453a). Para Aristóteles, la política se sirve de las demás ciencias, pero además prescribe, en aras a la consecución del bien común, qué se debe hacer y qué se debe evitar (EN I, 2, 1094 b y ss). En esa medida no podemos pensar la política sin la retórica. La retórica es ese arte del que se vale el político‐ciudadano para exponer sus propuestas sobre lo que se debe hacer y lo que se debe evitar, en otras palabras, para exponer públicamente una opinión sobre lo conveniente y lo inútil, lo justo o lo injusto. Así lo mostró López Eire (1998) cuando expuso la etimología de la voz rhétor con el fin de mostrar datos interesantes sobre el nacimiento del arte de la elocuencia: Los son, pues, los políticos que debaten cuestiones en las sesiones de la Asamblea y que luego, tras haberlas discutido suficientemente, presentan en torno a ellas bien definidas y concretas propuestas para que sean aprobadas como decretos‐leyes. Eso es así, por lo menos, en Atenas y en la fecha de la representación de la tercera comedia que compuso Aristófanes (aunque es la más antigua de las once íntegras que hasta nosotros han llegado), o sea, el mes de Gamelión (enero‐ febrero) del año 425 a.C. (61). Lopez Eire se refería aquí a la comedia Los Acarnienses de Aristófanes. En los versos 37‐9 uno de los personajes muestra su deseo de gritar, interrumpir e insultar a los políticos (rhétores). Rhetoriké (techne) es el arte del rhétor, del orador público, político, o más tarde, maestro de retórica. La terminación ‐tor significa capaz de hacer algo, señala también al autor o realizador de una acción que es capaz de realizar. Otra información interesante es la que se puede extraer de la voz rhetra. En los dialectos dorios y nordoccidentales, una rhetra significa: proyecto de ley nacional o en función de un tratado internacional propuesta por rhétor para someterla a discusión y aprobación. Teniendo en cuenta lo anterior, la retórica no tiene como fin la enseñanza de la verdad. Para Aristóteles la retórica no tiene como función la transmisión del conocimiento, sino la búsqueda 30 de lo que es conveniente en cada caso para persuadir a un auditorio reunido en un espacio público. El fin de la retórica no es buscar ni enseñar verdades similares a las del conocimiento matemático, sino mostrar lo conveniente, lo probable o lo digno de elogio o sus contrarios. Mientras que para Platón la retórica es una práctica de la adulación, porque el orador, para aparentar tener un conocimiento, se vale de engaños para persuadir a un auditorio ignorante, para Aristóteles no sólo es un instrumento legítimo para la participación democrática, sino ), signo del también el único, puesto que el hombre es un animal que no solo posee voz (φ dolor y del placer, sino palabra ( ) para manifestar lo conveniente, lo dañoso, lo justo y lo injusto, para comunicar a los otros el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto en medio de un espacio como la ciudad que existe por necesidad, pero también para vivir bien, de ahí que que pueda caracterizarse como homo rhetoricus u homo loquens, más que como simplemente animal social o político (Pol. I, 1252 a 30 y 1253 a 7‐19). En efecto, un hombre de ciencia que hable ante el pueblo reunido no persuade con la misma eficacia con que lo hace un orador que tenga en cuenta en su discurso las opiniones admitidas por todos (Rh. II, 22, 1395 b 26). Este aspecto es tan importante para la composición y exposición de los discursos que si no es reconocido por el orador puede ser visto como sospechoso. Así nos los muestra Demóstenes en su Discurso sobre la corona expuesto ante la asamblea en el 336 a.C.: No es la palabrería del orador lo que cuenta, ni su tono de voz, sino el tener las mismas preferencias que la mayoría y tener los mismos sentimientos de amor y de odio hacia las mismas personas que la patria. El que se encuentra en esa situación anímica se expresará siempre sin mala intención; mientras que quien está al servicio de aquellos a quienes la ciudad puede esperar algún riesgo para sí, no fondea sobre la misma ancla que los demás ni comparte ese anhelo de seguridad (D. XVIII, 280‐281). Para Aristóteles, el orador podrá tomar prestado aquel saber dialéctico y moral que le permitirá razonar mediante silogismos y tener un conocimiento sobre los caracteres, las virtudes y las pasiones (Rh. I, 1356 a22‐25) con el fin de conseguir la confianza, excitar las pasiones y hacer razonar a su auditorio. Pero no podrá remontarse a los principios, sino solamente exponer los puntos más pertinentes a cada caso en particular. En efecto, cuanto más elementos pertinentes muestre el orador en su discurso más fácil le será hacer una demostración y, por lo tanto, más persuasivo será (Rh. II, 1396 b1‐18). La crítica platónica a la democracia y, en especial, a la retórica, sobre la falta de competencia de los miembros de un auditorio para juzgar asuntos de política no es justa con la naturaleza de la retórica y de los asuntos humanos. La retórica no puede ser vista como ciencia, sino como facultad ( α ) o método. El juicio que quiere construir el orador para su auditorio no puede ser similar a un juicio matemático, porque aquel juicio versa sobre las acciones humanas acontecidas o que acontecerán y, en lo referente a éstas no hay nada establecido ni definido (EN II, 2, 1104 a 3). Los juicios que se emitirán no son absolutos, ni estarán ajenos a las cambiantes pasiones, por el contrario, se verán influenciados por ellas (EN VI, 5, 1140 b 10 ‐ 15). Tal vez esto, a primera vista, se vea como un aspecto negativo de la retórica, pero, el uso racional que propone Aristóteles de aquellos argumentos que ensalzan las pasiones permitirá al auditorio juzgar conforme sea el asunto, pues el que siente amistad considerará que el juicio 31 que debe emitir es de inocencia, mientras que el que siente odio juzgará de manera contraria (Rh. I, 1, 1378 a 1 ‐ 5). El orador no es persuasivo porque su auditorio sea ignorante o incompetente, sino porque comparte sus intereses, se muestra digno de crédito, benévolo y honesto con lo que dice (Rh. II, 1, 1378 a 5‐ 10). Es cierto que los oyentes no pocas veces se dejan engañar del orador y juzgan mal un asunto a causa del desconocimiento sobre algo que se discute, esto es un problema que no puede impedir la retórica, pero esto no puede llevar al rechazo de la retórica y a la negación de su estatus de arte. No existe un individuo absolutamente competente en todos los campos que tienen que ver con la actividad política. En efecto, los hechos pasados deben ser juzgados teniendo en cuenta los recuerdos o la historia y lo futuro sólo puede ser conjeturado (I, 3, 1358 b 20), el auditorio se encuentra en medio de lo incierto, no posee una ciencia que le diga nada verdadero sobre como juzgar las acciones pasadas o dirigir las futuras con certeza absoluta. Mientras que para Platón la multitud acumula defectos, para Aristóteles los individuos reunidos totalizan sus cualidades. Este argumento resulta más bien fundado sobre el optimismo del filósofo de Estagira, pero si lo vemos de otra manera, supone que los individuos reunidos dejan a un lado sus intereses mezquinos para buscar el bien común. El engaño del que puedan ser víctimas los oyentes por parte de oradores inescrupulosos puede ser remediado por la retórica misma, porque ésta también permite refutar (Rh. II, 25, 1402 a 30 ‐ 33). No nos es lícito olvidar que lo propio de este arte es reconocer lo convincente, pero también lo que parece ser convincente, de la misma manera como hace la dialéctica que diferencia el silogismo real del aparente o sofístico (I, 1355 b 16‐ 18). La virtud y el buen juicio no son en Aristóteles conceptos propios del hombre sabio, sino el producto de la sumatoria de virtudes individuales y de opiniones particulares que se exponen públicamente a la confrontación. En efecto, los más, cada uno de los cuales es un hombre mediocre, pueden, sin embargo reunidos, ser mejores que aquellos, no individualmente, sino en conjunto. Lo mismo que los banquetes, en que han contribuido muchos, son mejores que los sufragados por uno solo. Al ser muchos, cada uno tiene una parte de virtud y de prudencia, y, reunidos, la multitud se hace como un solo hombre con muchos pies y muchas manos y muchos sentidos; así también ocurre con los caracteres y la inteligencia. Por eso también las masas juzgan mejor las obras musicales y las de los poetas: unos valoran una parte, otros otra y entre todos todas (Pol. III, 11, 1281 b1‐3). Para Aristóteles es la cultura y no el conocimiento científico lo que hace posible que los hombres emitan un juicio. En Partes de los animales, afirma lo siguiente: En todo género de especulación y búsqueda, tanto la más trivial como en la más elevada, parece que hay dos clases de actitud; podríamos llamar a la primera ciencia de la cosa ( α ), y a la otra una especie de cultura ( α α ), pues es propia del hombre cultivado la aptitud de emitir un juicio ( ῖ α ) pertinente acerca de la manera, correcta o no, conforme a la cual se expresa quien habla. Pues es esa cualidad la que pensamos que pertenece al hombre dotado de cultura general ( α α ), y el resultado de la cultura es precisamente esa aptitud. Debe añadirse, ciertamente, que este último hombre es capaz de juzgar ( ), según creemos, él sólo –por así decir‐ acerca de todas las cosas, 32 mientras que el otro sólo es competente en una naturaleza determinada ( ἀφ ) (PA. I, 1, 639 a 1‐ 10). φ Según Pierre Pellegrin (1995), para Aristóteles la cultura o paideia es más que el proceso de la educación, su resultado. Sin embargo, es difícil determinar exactamente lo que Aristóteles entiende en este pasaje por cultura. Aquí, cultura se opone a la ciencia. Ésta trata sobre la realidad, mientras que aquella, trata sobre la forma y no sobre el fondo del saber. Se puede relacionar esta especie de cultura general con lo que Aristóteles entiende por dialéctica, pues esta tiene un sentido formal, el dialéctico no se preocupa directamente por la verdad de lo que se dice, sino de manera correcta o no sobre aquello que se dice (SE II, 172 a 27). Gracias a su carácter formal, la dialéctica puede ser general. Dice el Estagirita en los Tópicos que la dialéctica es un método con el cual podemos razonar sobre cualquier problema (Top. I, 100 a 18). Por esta generalidad, ella se distingue de la ciencia, cuyo dominio es ciertamente limitado. En ese sentido, la relación entre dialéctica y retórica entra a matizar la comprensión sobre la superioridad del bíos theōrētikós frente al bíos politikós, pues no puede interpretarse rígidamente como una negación del segundo sobre el primero, ni a la inversa, sino como la necesidad de ser conscientes de desarollar un bíos politikós como posibilidad para llevar a cabo el «precepto» expuesto en la Ética a Nicómaco de que no solo se debe conocer la virtud, sino procurar tenerla y practicarla e intentar llegar a ser buenos (EN X, 1179 b 1‐10), puesto que, precisamente, aunque sean penosas «la actividad de las virtudes prácticas se ejercita en las política o en las acciones militares» (VII, 1177 b 5) . A partir de lo anterior, resulta interesante la figura de Temístocles, artífice de la victoria en la segunda Guerra Médica, pues es descrito por Tucídides como poseedor de grandes cualidades naturales que lo hacían digno de admiración. Esas cualidades son: […] su inteligencia innata, sin aprendizajes previos ni conocimientos posteriores que lo ampliaran, era el más competente con la mínima reflexión para las decisiones referentes al momento, mientras que era el más hábil para imaginarse las que habían de tomar a muy largo plazo. Lo que comprendía también era capaz de explicarlo y en lo que desconocía no dejaba de dar un juicio suficiente, y de modo especial preveía los pros y los contras aunque no estuviesen manifiestos. En resumen, por sus facultades ( υ ) naturales y la mínima exigencia de preparativos era el más competente ( ) para decidir de inmediato lo preciso. (Th. I, 138, 3). Las críticas a la democracia pasan por una crítica a la capacidad o competencia de los ciudadanos para ejercer su derecho a participar en las decisiones políticas, pero también, es posible encontrar en discursos, como el que vimos de Cleón, en donde, se exalta esa incapacidad intelectual. Lo cierto es que la política ateniense estará rodeada de brillantes oradores como Pericles, Cimón o Temístocles que, sin ser hombres de ciencia, tendrán una visión y capacidad para hacer del lógos la base de la deliberación y la acción política. 33 1.5. Retórica, multitud y acción Las miradas a la democracia sustentadas en la idea de dêmos como «totalidad» −como la de Pericles en su Epitafio y la de Esquilo en Las suplicantes − es el gobierno del , que puede 15 traducirse como «pueblo», «masa» o «multitud» . Plethos es un virtual sinónimo de dêmos y de demokratía y, en esos autores el dêmos puede participar en las decisiones políticas. Ahora bien, los procedimientos que se han mostrado para expresar esa decisión colectiva dejan entrever la tendencia que hay hacia la unanimidad o, en su defecto, a la idea de simple mayoría. Es necesario tener en cuenta al mismo tiempo el discurso retórico, pues el tema de la participación política de los ciudadanos, de la actividad política, está mediado por el lógos persuasivo. El mismo Pericles en el Epitafío dice lo siguiente: «Pero nosotros por lo menos juzgamos convenientemente las cosas y reflexionamos sobre ellas, ya que no creemos que las palabras constituyan un obstáculo para la acción, sino que más lo es el no pensar antes de actuar ( α α ἤ υ α α α, υ ῖ ) (Thuc. II, 40.2). Si seguimos lo dicho en el Epitafio, para el hombre ateniense, aquel que hace parte del dêmos o el plethos y que vive bajo la democracia, el lógos es su guía para la acción prudente. Ese lógos es, en un primer momento de la historia, mythos, mito en tanto «narración», es poietiké y rhetoriké es decir, discurso político persuasivo que tiene una función psicagógica. Jean Pierre Vernant (1992) ha mostrado como antes del siglo V, mythos no se opone a lógos ni tampoco tiene un sentido peyorativo, sino que designa realidades tan diversas como las teogonías, cosmogonías, fábulas, genealogías, cuentos infantiles, proverbios, moralejas, sentencias tradicionales y todo lo relacionado con ese saber que se trasmite de boca en boca en las conversaciones y encuentros, es lo que llamó Platón pheme, el rumor. Bajo el sistema de la polis, de la democracia, el lógos se vuelve discurso público, que recuerda los mythoi antiguos pero recreándolos y adaptándolos a los tiempos modernos, es el teatro de la tragedia y la comedia, que durante la Guerra del Peloponeso, se mostró sensible a los cambios producidos en las relaciones sociales, del encuentro entre la vida rural y urbana, de los cambios en las creencias religiosas y éticas, en las formas de manifestación de los ciudadanos y las acciones políticas de los gobernantes y demagogos. También bajo la polis el lógos se hace persuasivo, retórico, es el instrumento para la participación política, que hace efectiva la democracia como isegoría. Al respecto, me permito citar extensamente lo que dice Vernant: El sistema de la polis implica, ante todo, una extraordinaria preeminencia de la palabra sobre todos los otros instrumentos del poder. Llega a ser herramienta política por excelencia, la llave de toda autoridad en el Estado, el medio de mando y de dominación sobre los demás. Este 15 Es importante señalar que las voces griegas tò plêthos son traducidas tradicionalmente como «pueblo», «masa» o «multitud» y han sido tomadas en muchas ocasiones con un sentido peyorativo. Ambas denotan ‘gran cantidad’, ‘lo numeroso’ o ‘multiplicidad’. Sin embargo, traducir tò plêthos como ‘masa’ es problemático porque este concepto está relacionado con la revolución industrial y la sociedad moderna en el marco de un sistema de economía capitalista cuya característica es el consumo masivo de productos generados en serie. 34 poder de la palabra –del cual los griegos harán una divinidad: Peitho, la fuerza de la persuasión‐ recuerda la eficacia de las expresiones y fórmulas en ciertos rituales religiosos o el valor atribuido a los “dichos” del rey cuando soberanamente pronuncia la themis; sin embargo, en realidad se trata de algo enteramente distinto. La palabra ya no es un ritual, la fórmula justa, sino el debate contradictorio, la discusión, la argumentación. Supone un público al cual se dirige como a un juez que decide en última instancia, levantando la mano entre las dos decisiones que se le presentan; es esta la elección puramente humana lo que mide la fuerza de la persuasión respectiva de los discursos, asegurando a uno de los oradores la victoria sobre su adversario (1992, 62). El auditorio no solo alza la mano para elegir, sino que la puede alzar para hablar. El procedimiento para hacerlo lo muestra Aristófanes en los Arcanienses cuando muestra a un heraldo que se dirige al auditorio preguntando: «¿Quién quiere hablar?» ( ἀ α ) (Arch. 45). Con estas palabras se hacía efectiva la posibilidad de que cualquier asistente a la asamblea participara. Si retomamos lo narrado por Dánao en la asamblea de Las suplicantes ese heraldo no tuvo tiempo para hablar porque ya la decisión se había tomado unánimente, tal vez esta es la razón por la cual no pudo participar ninguna otra persona distinta a Pelasgo y las suplicantes. Al respecto Musti (2000) dice lo siguiente: Con Las suplicantes de Esquilo nos encontramos quizá en una fase en la que la pólis, por una antigua herencia de las propias situaciones aristocráticas –presente aún en la fase de la primera democracia‐, no se muestra condescendiente con los discursos largos, aunque, por otra parte, puede que el ambiente de igualdad de palabra y de participación en el derecho a utilizarla imponga –lógicamente, cuando se trata de miles de individuos‐ una cierta contención en los tiempos de intervención (50). Lo afirmado por Musti puede tener sentido, pero si bien Pelasgo y su pueblo son amantes de los discursos breves, estos no se dan sin el entusiasmo, la aclamación y el apego a los discursos y esto se ve reflejado en la corta pero emotiva asamblea. Siguiendo con las tragedias, en Hipólito, obra que Eurípides presenta con mucho éxito en el año 428 a.C., nos muestra a un personaje como Fedra que, enferma por los tormentos que produce el amor hacia su hijastro Hipólito, se dispone para el suicidio, no sin antes tomar venganza por el rechazo de éste producto de su desmedida atención a la diosa Ártemis. En ausencia de su esposo Teseo, Fedra se quita la vida colgándose de un lazo y sosteniendo en su mano una tablilla en la que acusa a Hipólito de atentar con violencia contra su lecho sin ningún respeto por la mirada de Zeus. Teseo, al regresar al palacio es testigo del macabro hallazgo del cadáver de su esposa y un mensaje escrito. Entra en cólera y promete condenar a su hijo al destierro (Hipp. 875‐895). El joven Hipólito, inocente de lo que ocurre, pregunta a su padre la razón de la muerte de Fedra. Teseo responde con un discurso en el que lanza una elocuente acusación contra su hijo. Dicha acusación no la expondré aquí, pero sí quiero mostrar cómo inicia el discurso de defensa expuesto de manera improvisada por Hipólito: Padre, la cólera y excitación de tu mente son espantosas. El caso, aunque disfruta de bellas razones ( α υ ), si se expone, no resulta hermoso. Yo soy incapaz de dar mis explicaciones ante la turba, mas entre unos pocos de mi edad resulto más hábil. También esto 35 tiene un motivo natural: en verdad, los que son del común (φα ) entre sabios ( φ ῖ ) se muestran bastante dotados para hablar ante la multitud ( ῳ). Con todo, es fuerza, tras sobrevenir esta desgracia, que suelte mi lengua (Hipp. 983‐991). Momentos antes de responder de esta manera, ya Hipólito temía un discurso desmedido de su padre (Hipp. 920‐924). Pero lo más importante es que Eurípides señala, en boca de su personaje Hipólito, la existencia de un tipo de hombre que puede o que tiene facilidades para hablar ante multitud y otros que no la tienen. Hipólito se declara hábil para hablar entre pocos, cercanos e iguales, esto es, entre jóvenes pastores, y no entre muchos extraños y heterogéneos como los que configuran un auditorio de ciudadanos comunes y corrientes. En ese mismo sentido podemos ver la actitud de Sócrates. El filósofo que se declara incapaz de hablar ante la multitud es Sócrates. En el diálogo Gorgias, Sócrates discute con Polo, amigo del sofista de Leontino, sobre el poder de los oradores y tiranos y sobre cuál es el mayor mal, si cometer injusticia o padecerla. En medio de la discusión, Sócrates narra su desastrosa participación en el Consejo de los Quinientos diciendo: «Polo, yo no soy político» (ὦ Π , ). Y, agrega: […] yo no sé presentar en apoyo de lo que digo más que un solo testigo, aquél con quien mantengo la conversación, sin preocuparme de los demás, y tampoco sé pedir más voto que el suyo; con la multitud ni siquiera hablo ( ῖ α α ). En consecuencia, mira si quieres por tu parte ofrecerte a una refutación respondiendo a mis preguntas. Creo firmemente que yo, tú y los demás hombres consideramos que cometer injusticia es peor que recibirla y que escapar al castigo es peor que sufrirlo (Grg. 474 a 5 – b 5). El rechazo por las opiniones de la multitud ( ῖ ) puede verse también en otros textos de Platón como en la República (492 y ss.) y en Protágoras (317 a). Pero, en este pasaje que acabamos de ver es muy evidente que para Sócrates los temas que son objeto de discusión, como el poder y la justicia, no pueden ser tratados de la misma manera como se discuten los asuntos en el Consejo o en la Asamblea, es decir, no son objeto de votación y por tanto no se trata de persuadir el mayor número de personas del auditorio, sino de resolver una disputa. Sócrates se muestra torpe con el procedimiento que normalmente se lleva a cabo en las reuniones públicas y, en parte, ello se debe a que él no se define ‐o no quiere definirse‐ como un político ( ). Por otro lado, debido a su condición de extranjero, Gorgias tampoco puede ser un político, tampoco puede participar de los asuntos públicos. Sin embargo, sí puede enseñar lo que considera «el mayor bien y el que procura libertad y dominio sobre los demás», es decir, puede enseñar retórica. El sofista define la retórica como un arte que es capaz de persuadir por medio de la palabra a los jueces en el tribunal, a los consejeros en el Consejo, al pueblo en la Asamblea y en toda otra reunión que trate asuntos públicos y, agrega, que aquel que aprenda este arte podrá persuadir a la multitud ( 8). ) (Grg. 452 e 36 Como podemos ver los términos mencionados φα , ῳ, ῖ y hacen referencia, sea de manera positiva o peyorativa a los miembros de un auditorio que se reúnen en torno a la discusión pública de los asuntos de la polis. En ese sentido cobra importancia la preocupación de Platón por el carácter psicagógico de la retórica y la necesidad de conocer la naturaleza del alma ( υ ) de cada oyente (Phdr. 271 a). 1.6. Retórica, psicagogia y poliacroasis Al final del Fedro, Platón expone dos características importantes del alma: la primera, tiene que ver con la susceptibilidad que tiene esta de ser conducida por las palabras ( υ α α) y, la segunda, tiene que ver con su diversidad. Dice Platón lo siguiente: Puesto que el poder de las palabras se encuentra en que son capaces de guiar las almas, el que pretenda ser retórico es necesario que sepa, del alma, las formas que tiene, pues tantas hay, y de tales especies, que de ahí viene el que unos sean de una manera y otros de otra. Una vez hechas estas divisiones, se puede ver que hay tantas y tantas especies de discursos, y cada uno de su estilo. Hay quienes por un determinado tipo de discursos y por tal o cual causa, son persuadidos para tales o cuales cosas; pero otros, por las mismas causas, difícilmente se dejan persuadir. Conviene, además, habiendo reflexionado suficientemente sobre todo esto, fijarse en qué pasa en los casos concretos y cómo obran, y poder seguir todo ello con los sentidos despiertos, a no ser que ya no quede nada en los discursos públicos que otro tiempo escuchó. Pero cuando sea capaz de decir quién es persuadido y por qué clases de discursos, y esté en condiciones de darse cuenta de que tiene delante a alguien así, y explicarse a sí mismo que «éste es el hombre y esta es la naturaleza sobre la que en otro tiempo, trataron los discursos y que ahora está ante mí, y a quien hay que dirigir y de tal manera los discursos para persuadirle de tal y tal cosa. (Phdr. 271 c 9 ‐ 272 a 3) Se sabe que la retórica, entendida como psicagogía o como conductora de almas, fue desarrollada en Sicilia por Empédocles de Agrigento (Hernández y Garcia, 1994). Según Platón, este carácter psicagógico de la retórica servirá para la enseñanza del conocimiento verdadero a los oyentes. El segundo aspecto importante de la exposición tiene que ver con la idea de que no todas las almas son iguales y que la naturaleza de cada alma es la que determina el modo de ser de las personas. En consecuencia, no todas las personas pueden ser persuadidas por el mismo discurso. Es posible que Platón estuviera pensando en la diferencia que existe entre hablar frente a un médico o un especialista de cualquier otro campo del saber y a una multitud de hombres sin instrucción alguna. El alma de un especialista es diferente de la del ignorante. Platón ha dado cuenta de esto cuando señala que un discurso expuesto por un orador que aparenta saber será más persuasivo ante un auditorio no especialista, pero no podría convencer a un oyente educado (Grg. 459b‐c2). Esto mismo puede verse en Hipólito. El hijo de Teseo recalca el hecho de como «los mediocres (φα ) entre sabios ( φ ῖ ) se muestran bastante dotados para hablar ante la multitud ( ῳ)» (Hipp. 987‐990). Cicerón también sigue esta idea. En De la partición oratoria describe dos clases de hombres, los ignorantes y los ilustrados. Veamos: 37 Y puesto que la oración ha de adecuarse no a la brevedad solamente, sino a también a las opiniones de los que oyen, entendamos primero esto: que hay dos géneros de hombres: el primero, indocto y agreste que prefiere siempre la utilidad a la honestidad; el segundo, humano y pulido, que antepone a todas las cosas la dignidad. Y así, a este género se propone alabanza, honor, gloria, fe, justicia y toda virtud; y a aquél primero, el provecho y fruto de la ganancia. Y también, al persuadir, cuando des consejo a ese género de hombres, con muchísima frecuencia ha de alabarse el placer. Éste es muy enemigo de la virtud y adultera la naturaleza del bien, imitándolo falazmente, y los más inhumanos lo siguen acérrimamente, y lo anteponen no sólo a las cosas honestas sino también a las necesarias (Patr. 90). La preocupación por las cuestiones morales y los modos de ser de los hombres ocupó un lugar importante en la reflexión ética y política de Atenas. No hay que olvidar que en el siglo IV a.C. Teofrasto, amigo de Aristóteles, escribe un catalogo llamado Caracteres en el que expone una lista de treinta defectos humanos, muchos de ellos presentes también en la Ética a Nicómaco y en la misma Retórica del Estagirita. Cabe destacar que de los defectos nombrados por Teofrasto, o Tírtamo como fue su auténtico nombre, la rusticidad (ἀ α) o ignorancia en α α), los modales; la locuacidad ( α ) o incontinencia en la palabra; la oligarquía ( definida como afán de mando, y la afición por la maldad (φ α) o pasión por lo perverso son defectos que en cierta medida se hacen patentes en las asambleas (Char. 4, 7, 26 y 29). Sobre la ἀ α, Aristóteles señala que está relacionada con la falta de educación (ἀ α υ α) que hace que los campesinos sean refraneros (Rh. II, 21, 1395 a 6) o es una forma distinta de hablar, distinta del instruido (III, 7, 1408 a32), pero también está relacionada con la necesidad que tiene el orador de expresar cierto tipo de intención y talante rudo y temerario (III, 16, 1417 a 23 y 17, 1418 b 25). Φα , ῳ, ῖ y , la multitud, los más o la masa de ciudadanos, no tienen una connotación meramente numérica, sino que estas voces griegas tienen como fin establecer también distancias sociales, económicas y morales que hacen evidente las diferencias entre los receptores de los discursos retóricos. Esta variedad de términos que encontramos en muchas obras del siglo VI ‐ IV a.C. pueden ser mejor comprendidas, en el contexto de los discursos oratorios y los tratados de retórica bajo el concepto de poliacroasis. Según Albaladejo (1999, 2000, 2010), la poliacroasis es una de las características esenciales de los discursos retóricos. La poliacroasis (del griego polýs, pollé, polý, mucho, y akróasis, audición), consiste en la audición, recepción e interpretación plural de los discursos retóricos. Esta pluralidad puede incrementarse con la utilización de las tecnologías de la información y la comunicación modernas al aumentar exponencialmente el número de receptores, los cuales pueden clasificarse en primarios o secundarios. Estos últimos se caracterizan por no tener la posibilidad para decidir sobre los asuntos que se debaten aunque son sujetos de opinión pública, como por ejemplo, los ciudadanos que asisten a un juicio público o ven un discurso televisado de una sesión del congreso de su país, o leen apartes de una alocución presidencial en la prensa o en los noticieros, etc. Por su parte, los receptores primarios, sí están capacitados para juzgar e intervenir en las decisiones sobre asuntos que se discuten, tal es el caso de jueces, jurados, miembros de parlamento, etc. En el contexto ateniense que analizamos, los ciudadanos son, gracias a la democracia, jueces que participan directamente tanto en la vida política como en los procesos judiciales. Es decir que los ciudadanos hacen 38 parte de un auditorio que se reúne para decidir públicamente sobre lo que es justo, conveniente o útil a través de los discursos pronunciados por otros conciudadanos. En la Retórica, Aristóteles ha establecido una clasificación de los géneros retóricos a partir, precisamente, del papel que cumplen los ciudadanos en esas reuniones públicas. Es así como la formulación de los géneros retóricos (deliberativo, judicial y epidíctico) se establece a partir de la distinción entre aquellos que cumplen la función de juez ( α ) y aquellos que cumplen una función de espectador ( ) (Rh. I, 3, 1358 a 36 ss). Entre los que se reúnen para juzgar, unos lo hacen sobre cosas del pasado, mientras que otros lo hacen sobre lo futuro. Esto permite señalar que Aristóteles no da cuenta de una rígida clasificación de categorías textuales, sino de una variedad de situaciones comunicativas en las que se exponen los discursos retóricos (Albaladejo, 1999). La poliacroasis está basada en la distinción en cuanto a la facultad de decidir o no. En efecto, los oyentes no sólo son distintos por razones de gene o linaje, por posición social o económica, o porque tienen una educación e ideología diferentes, sino porque no siempre cumplen una misma función dentro de la actividad política de la polis. Unas veces deben deliberar, otras veces debe juzgar la acción de alguien en relación con las leyes penales, pero también se reúnen para escuchar las hazañas elogiables de personajes importantes de la vida pública, para compartir y celebrar en comunidad inmersos en un cuerpo de valores. En esa medida, el oyente se dispone a escuchar un discurso según la situación, el lugar y la institucionalidad; como dice Perelman, «el oyente dentro de sus nuevas funciones, adopta una nueva personalidad que el orador no puede ignorar» (1989, 57). El orador debe, influir en todos los oyentes y para ello debe tener en cuenta no sólo las diferencias del alma como pedía Platón, sino también las diferencias creadas por las situaciones o, como lo llama Albaladejo, hechos retóricos. Al respecto dice lo siguiente: La poliacroasis se produce incluso si el orador no es consciente de ella, pero el orador, en su control de la situación comunicativa, no puede dejar de tenerla en cuenta, ya que para él los oyentes, con sus diferentes rasgos, intereses, cualidades, etc. son la meta del discurso, cuyo objetivo es influir en ellos. Por ello, todo orador preparado presta atención a la poliacroasis al tener presentes a los oyentes en la producción y en la pronunciación del discurso. La poliacroasis se da en todo tipo de discurso, en todos los géneros retóricos. Lo normal es que el orador, consciente de la poliacroasis, a lo largo de la pronunciación del discurso tenga presente que está dirigiéndose a oyentes que se caracterizan por las diferencias entre sus ideas, planteamientos, expectativas ante el discurso, etc., ello aun en el caso de auditorios aparentemente homogéneos (Albaladejo, 2010, 928). En relación con lo expuesto por Platón en el Fedro, Aristóteles concibió que, si bien es necesario comprender que la persuasión es posible si se tiene un conocimiento de la naturaleza del alma, este conocimiento no puede establecerse teniendo en cuenta absolutamente todas las diferencias individuales. Por el contrario, es necesario advertir que las almas, por muchas que sean sus diferencias, tienen elementos comunes, los cuales son determinados por la edad, el sexo, la posición social e, incluso, por la forma de gobierno en las que se desarrollan y actúan. Aristóteles en la Retórica se encarga de analizar esos elementos comunes del alma y abandona, por decirlo así, la idea de conocer diferencias tan particulares 39 de las almas. Lo que para Platón significa emprender una investigación exhaustiva sobre la naturaleza de las almas, para Aristóteles significará una teoría sobre ciertos aspectos psicológicos comunes en todos los oyentes. Dicha teoría debe tenerla en cuenta el orador en su discurso si quiere ser persuasivo. Los aspectos psicológicos estudiados por Aristóteles son el carácter (ἦ ) y las pasiones ( segundo libro de la Retórica. ) los cuales vemos desarrollados en gran parte del Por último, podemos decir que para Aristóteles, los hombres, cuando asisten a una asamblea ( α), dejan de ser individuos separados para pertenecer a una comunidad que comparte los mismos valores e intereses. Pasan a ser ciudadanos de la polis. Es un principio básico de la retórica que el orador construya su discurso para que sea comprensible para todos y, por ello, se vale de argumentos admitidos o válidos para la mayoría. Estos argumentos se construyen a partir de los ejemplos, las pruebas concluyentes, las probabilidades y los signos y, gracias a estos, el auditorio puede emitir un juicio una vez termina de escuchar el discurso. 40 Capítulo II. La deliberación y lo político Según Pierre Aubenque (2010), fue Aristóteles el primero en utilizar la palabra υ en un sentido técnico que hace recordar a la antigua institución de la υ . Aristóteles quiere mostrar con ello, en primer lugar, que no hay decisión ( α ) sin deliberación previa y, segundo, que la deliberación consigo mismo no sería sino una forma interiorizada de la deliberación en común que se describe en los textos homéricos como propia de los antiguos regímenes políticos (Il. II, 53 y Od. III, 127). Según Mangas (2000), durante la Edad Oscura, período comprendido entre el año 1200 y el 800 a.C., la Asamblea es convocada por el heraldo del rey. En ella participan todos los ciudadanos reunidos en el ágora o en cualquier lugar espacioso durante las actividades y operaciones militares. No hay o no es posible indicar con certeza una normatividad sobre las formas en que se debían desarrollar, pero sí es posible decir que el fin de estas reuniones entre demos, rey y nobles, es «informativa» y no «deliberativa». Es decir, en ellas se informan las decisiones tomadas por el Consejo que era un órgano consultivo del rey compuesto por gerontes o nobles. El Consejo se reunía por iniciativa del rey y su lugar era siempre el palacio. En la Asamblea, el demos sólo es un «espectador» que escucha atentamente lo que informa el rey o presencia la discusión entre los nobles, por ello, ninguno de sus miembros puede levantarse, su deber es mantenerse en silencio aunque en ocasiones aprovecha el murmullo para manifestar inconformismo. Sin embargo, es el rey quien tiene la última palabra. Teniendo en cuenta lo anterior nos preguntamos lo siguiente: ¿para qué reunir en un lugar público como el ágora al demos a que escuche unas decisiones ya tomadas en el ambiente privado del palacio? Es posible concebir este acto de convocar al demos como una muestra de cierto poder del rey y, al mismo tiempo, una necesidad de que es necesario hacer conocer las decisiones que afectan a todos y aprovechar una oportunidad perfecta para percibir la aceptación o rechazo por medio de la unanimidad de la mano alzada para el primer caso o el murmullo para el segundo. Ahora bien, ¿cómo y cuándo el demos pasa de ser un simple espectador que escucha y se entera de lo ya aprobado en palacio a ser parte de un auditorio deliberante? Sin duda, la respuesta está en el desarrollo mismo de la democracia que creó instituciones que posibilitaron la deliberación entre unos ciudadanos que adquirieron el poder para decidir asuntos como la guerra, la paz o las alianzas. Pero, también en la necesidad de razonar de manera colectiva sobre las acciones más convenientes. Las razones que expone Aristóteles en la Política (III, 11, 1282 a y ss) justificarían esta afirmación, pues, en aras de la consecución de un mejor juicio, los ciudadanos, a pesar de su falta de virtudes morales o conocimientos especializados, deliberan mejor en el espacio público y porque, como afectados de las decisiones políticas, saben valorar mejor su conveniencia. En concordancia con esto, se hará necesaria la formación de los ciudadanos en un arte que sirva para regular la 41 participación de estos en las actividades de deliberación política. Este arte es la retórica, y la manera para que efectivamente se desarrolle no será posible simplemente con la construcción de espacios adecuados para su práctica, sino con la enseñanza y la puesta en práctica de preceptos que contribuirán a la formación para la participación efectiva de los ciudadanos. Gracias a ciertos cambios constitucionales, en donde los hombres se convierten en ciudadanos que pueden juzgar y deliberar, y al desarrollo mismo de la retórica, lo político se define como isegoría, es decir, no sólo como igualdad en el derecho a hablar, sino como un profundo respeto por lo que el otro dice, en la confrontación pacífica de los argumentos que buscan presentar los mejores y más convenientes medios para lograr un fin. Nos dice Aristóteles que la deliberación es una especie de investigación ( ) sobre cosas humanas. Dicha investigación consiste en el análisis de los medios a partir del fin, pues no se delibera sobre los fines sino sobre los medios (EN III, 3, 1112 b ss y Rh. I, 6, 1362 a 18). También, nos dice el Estagirita que se delibera sobre lo que sucede la mayoría de las veces de cierta manera, pero cuyo desenlace no es claro o que es indeterminado, por ello necesitamos la ayuda de otros que nos aconsejen ( υ υ α α α ). En muchas situaciones necesitamos un consejero porque, en medio de una aparente multiplicidad de medios, ignoramos cuál es el más adecuado para lograr el fin planteado de antemano; o porque, en el caso de que sólo haya un fin, desconocemos cuál es. En el primer caso se examina cuál de todos es el más fácil ( α) y mejor ( α), mientras que en el segundo caso se tratará de descubrirlo (EN III, 3, 1112 b 8‐19). En ninguno de los dos casos se está exento del error, del accidente o que el medio tome el lugar del fin. Ahora bien, si se delibera sobre lo posible ( υ α ), sobre lo que pueden realizar y hacer los hombres con vistas a un fin, pero si los resultados son inciertos y si no puede haber una absoluta confianza en que los accidentes serán evitados, ¿cómo saber qué medio es el más adecuado para alcanzar el fin propuesto? ¿Cómo un consejero llega a identificar o descubrir el medio más fácil y mejor? ¿Qué características tiene aquellos consejeros que aciertan en sus investigaciones? ¿Parte de ese análisis o investigación ( ) no se lleva a cabo en la confrontación política entre los oradores y los oyentes? En esa medida, también es válido preguntarnos: ¿Cómo pueden acertar una multitud de hombres reunidos muchas veces en medio del alboroto y en un espacio público como el ágora? A nuestro modo de ver, la reflexión ética sobre la deliberación debe estar acompañada por una reflexión sobre la retórica y, particularmente, por una teoría del discurso deliberativo. Según Aristóteles, la investigación sobre los mejores medios no está regulada por ninguna ciencia ( ), ni tampoco en ella interviene la adivinación ( α ), pues la deliberación versa sobre lo futuro, sobre cómo debemos actuar según las circunstancias. En efecto, los hechos o acciones futuras no son objeto de ciencia, sino de opiniones, conjeturas ( α ) o expectativas ( ) (Arist. Rh. I, 3, 1358 b 20; Mem. 449 b 10 y Th. III, 42,2). Aunque algunos hablan de la adivinación como una ciencia de la expectativa, lo cierto es que los presentimientos de los adivinos no versan sobre hechos futuros sino sobre hechos pasados que permanecen oscuros (Arist. Rh. III, 17, 1418 a 25 y Mem. 449 b 12). En un régimen democrático un consejero no ordena lo que se debe hacer gracias a su naturaleza excepcional, su sabiduría. Sino uno que, expone ante los demás sus argumentos a 42 favor de uno de los múltiples medios que conducirían al fin que todos comparten. Aunque busque la adhesión de todo el auditorio, no espera la unanimidad, pues se prepara para posibles refutaciones e indisposición del auditorio. El consejo que guiará las deliberaciones no proviene de una sola persona, sino de una multitud de ciudadanos que deliberan, deciden y juzgan. En un régimen democrático, la deliberación engloba necesariamente la confrontación de discursos múltiples y discordantes. En una monarquía absoluta, el rey actúa según su voluntad, pero está expuesto a las pasiones y los impulsos que desvían y corrompen su gobierno. Por ello, la multitud es superior a los individuos, lo abundante es más difícil de corromper (Pol. III, 15, 1286 a). Y puesto que Desde luego no es fácil que un hombre solo se ocupe de muchos asuntos. Necesitará, por consiguiente, que haya numerosos magistrados a sus órdenes. […] dos hombres buenos son mejor que uno solo. Eso es lo que dice el verso homérico: “Cuando dos avanzan juntos… ” (Ilíada, X, 224), y a lo que apunta el voto de Agamenón: “Ojalá tuviera conmigo diez consejeros semejantes” (Ilíada, II, 32) (Pol. III, 16, 1287 a). Este capítulo tendrá como ejes principales la indagación sobre cómo el demos se convirtió en un auditorio que participa en las deliberaciones y juicios, cómo se desarrolla una deliberación en un ambiente democrático y qué valor tiene la deliberación en la tragedia y en la reflexión política y ética. Para tratar estos asuntos hablaremos brevemente sobre el desarrollo democrático ateniense y la consolidación de sus instituciones apoyándonos en la Constitución de los atenienses de Aristóteles; en segundo lugar, haremos un análisis de dos discursos deliberativos en el marco del «debate de Mitilene», expuestos por Tucídides en la Historia de la Guerra del Peloponeso y, por último, un análisis sobre la deliberación a la luz de la filosofía y la ética aristotélicas. 2.1. Los cambios políticos y la participación del demos La publicación de la Constitución de los atenienses de Aristóteles se sitúa entre los años 328 y 322 a.C., pero esta obra, que es considerada como una de las últimas producciones del filósofo, sólo pudo ser recuperada en 1891 por el filólogo sir Frederic Kenyon. Su importancia se debe en parte al hecho de que, según Diógenes Laercio (v. 27), Aristóteles logró reunir unas 158 constituciones de diferentes ciudades griegas y no griegas. Este material serviría para la redacción de un gran tratado de teoría política y probablemente sirvió de base para la Política, obra publicada en el año 336 a.C. A nuestro modo de ver, la obra de Aristóteles cobra importancia toda vez que en ella se encuentran pistas que nos permiten acercarnos a las instituciones que configuraron la democracia y aspectos relacionados con la participación de los ciudadanos. En efecto, una mirada detenida sobre la Constitución permite ver que se compone fundamentalmente de dos partes. En la primera parte, que va del capítulo I al XLI, Aristóteles expone once cambios políticos de Atenas desde la entrada de Ión, en la época primitiva, hasta el final de la Guerra del Peloponeso (404 a.C.). Cada uno de estos cambios 43 sirvió para aumentar la soberanía de un demos que se hizo a sí mismo dueño y gobernante de la polis mediante votaciones de decretos ( φ α ) y el juicio acerca de asuntos que en el pasado fueron propios de un consejo compuesto por aristócratas o υ (Ath. 41, 2). En la segunda parte, que corresponde a los capítulos XLII hasta el LXIX, Aristóteles analiza las diversas instituciones políticas de su Atenas contemporánea. Iniciemos nuestra exposición con la figura de Solón. Este poeta fue nombrado como arconte en el año 594 a.C. en medio de una tensa situación política. Como él mismo lo expresa se ubicó en medio de dos bandos rivales, los pobres ( ) y los nobles ( )16. Es por ello que Aristóteles se refiere al arconte como «mediador» ( α α ) (Ath. 5,1.). Afortunadamente, contamos con sus poemas, los cuales nos proporcionan datos valiosos sobre sus acciones. Veamos: Porque es verdad que al pueblo le di privilegios bastantes, sin nada quitarle de su dignidad ni añadirle; y en cuanto a la gente influyente y que era notada por rica, cuidé también de estos, a fin de evitarles maltratos; y alzando un escudo alrededor mío, aguanté a los dos bandos, . . . . . . . y no le dejé ganar sin justicia a ninguno. Como mejor obedece el pueblo a sus jefes, es cuando no anda muy suelto, sin que se sienta apretado; pues de la hartura nace el abuso, tan pronto dispone de muchas riquezas el hombre incapaz de ajustárseles. . . . . . . . Cuesta, en aquello que importa, agradarles a todos (Sol. 26,5). Solón planteó su idea del Buen Gobierno (Ε α) como un régimen que impone el orden y la justicia a una situación que, según Aristóteles en la Constitución, se desarrollaba de la siguiente manera: […] hubo discordias entre los nobles y la masa durante mucho tiempo; pues su régimen político era en todas las demás cosas oligárquico, y además los pobres eran esclavos de los ricos, ellos mismos y sus hijos y sus mujeres. Y se les llamaba clientes y seisavos, pues por esta renta trabajaban las tierras de los ricos. Toda la tierra estaba en manos de pocos. Y si no pagaban las rentas, eran reducibles a la esclavitud, tanto ellos como sus hijos. Y los préstamos los obtenían todos respondiendo con sus personas hasta el tiempo de Solón. Este fue el primero que llegó a ser jefe del pueblo. El más duro y más amargo de los males del régimen era para la mayoría del pueblo la esclavitud; no obstante, también estaban descontentos por los restantes, pues, por así decir, de nada participaban (Ath. 2, 1‐3). «[…]ἐ ω ὲ ύ ω ὥ ἐ α ίω ὅ α έ η » (Sol. 25). Juan Ferraté (2000) traduce esta parte del poema de la siguiente manera: «Yo, de lindero en la tierra de nadie, me puse entre los dos». 16 44 Al problema que aquejaba a los atenienses más pobres, como la pérdida de la libertad por deudas contraídas, se sumaba la imposibilidad de participar en el gobierno. La legislación de Dracón, vigente desde el 624 a.C., determinó que la elección de los miembros del consejo de los Areopagitas, cuya función era la de conservar las leyes y castigar los delitos con penas corporales y pecuniarias sin apelación, se hiciera en razón de la categoría social y de las riquezas (Ath. 3, 6). El poder del Areópago era absoluto. Solón, luego de establecer por escrito leyes fijas ( ) y expuestas a la mirada de todos en el pórtico del ágora, posibilitó la participación del demos, clasificando en cuatro grupos los ciudadanos de acuerdo con los bienes que poseían. El primer grupo estaba conformado por los α que producían más de quinientos medimnos en sus tierras; en segundo lugar, los α que cosechan trescientos medimnos; en tercer lugar, los υ ῖ α que producían doscientos medimnos y poseían una yunta de bueyes y, por último, los α, que son los más humildes de los hombres libres, poseen solamente una renta inferior a doscientos medimnos. Aquellos que pertenecían a los tres primeros grupos podían ser magistrados, es decir que podían ser arcontes, tesoreros ( α α ), vendedores ( ), encargados de la cárcel ( α) o recaudadores de impuestos ( α α ). Sin embargo, todos, incluidos los α, formarían parte de la asamblea ( α) y de los tribunales ( α ) (Ath. 7, 1). La figura de Solón es importante no sólo por haber liberado al dêmos, prohibiendo los préstamos con fianza en la propia persona por medio de la llamada descarga o α, sino por haber posibilitado que la mayoría ( ) consiguiera mayor fuerza gracias a la apelación ( φ )17 al tribunal popular o Heliea y a la participación, aunque restringida, del demos en la α. Según Aristóteles, esta es una de las tres reformas más democráticas, pues «al ser el pueblo el dueño del voto, se hace dueño del gobierno» (Ath. 9, 1). El término ἔ que aparece en Ath. 9, 1. ( ἰ ὸ α ή ἔ ) es traducido por Manuela García Valdés como «apelación». Salvador Mas Torres no está de acuerdo con esta traducción. Sugiere que mejor se traduzca por «transferencia» o «referencia» puesto que «los magistrados eran jueces en primera instancia y Solón hizo posible transferir o referir sus sentencias al tribunal de la Helea» (2003, p. 17 70). En efecto, ἔ significa tanto «acción de lanzar» como «acción de apelar», pero este «apelar» puede ser entendido como «recurso a otro tribunal» o como «recurrir a alguien» (Bailly, 2000, 867‐868). Desde nuestro punto de vista, es importante tener en cuenta que Aristóteles recoge la opinión, según él no verosímil de que Solón redactó deliberadamente las leyes de manera oscura o de difícil interpretación para que el pueblo fuese soberano en el juicio. Para el Estagirita, las leyes de Solón no fueron redactadas de esa manera para satisfacer un deseo de participación del dêmos, sino porque Solón no estaba en capacidad de definir una ley ideal en términos generales. En Retórica (I, 1, 1354 a 32 y 1354 b 6), Aristóteles afirma que el juicio del legislador no versa sobre lo particular, sino sobre lo futuro y universal, pero también llama la atención sobre la necesidad de que las leyes estén bien escritas a fin de evitar lo más posible el arbitrio del que juzga. El pasaje de la Constitución al que nos referimos señala como una de las reformas democráticas de Solón el derecho del demos de «recurrir» al tribunal popular tanto para denunciar como para juzgar y no simplemente un «traspaso» de poderes como sugiere Salvador Mas, algo que sí ocurre más adelante con Efialtes. 45 Aunque no podemos hablar propiamente de demokratía, sino de Buen Gobierno (Ε α) caracterizado por el manejo no divino de los asuntos de la polis18, gracias a las reformas de Solón se inicia la ampliación de la práctica política y judicial que incluye al demos19. No se cuenta con información sobre la α o υ de Solón, salvo lo poco que Aristóteles nos ofrece sobre cómo el poeta arconte intentó poner fin a la guerra civil ( ) y el papel del demos en las asambleas. Pero aún con esos pocos datos sobre este tema, es posible afirmar que Solón asumió la política como una actividad que se desarrolla con la exposición de un discurso para convencer a un auditorio, de ahí la importancia de sus poemas líricos que podrían considerarse verdaderos ejemplo de oratoria política20. Según Aristóteles, Solón, con poco éxito, criticó la petición de Pisístrato de tener una guardia por considerarla una forma de establecer un poder tiránico (Ath. 14, 1‐2). En este mismo apartado, Aristóteles dice que Pisístrato, en la guerra contra los megareos, «se hirió a sí mismo y persuadió al pueblo ( υ ), con el pretexto de que le había pasado esto por obra de los adversarios, a que se le concediese una guardia personal, siendo Aristón quien redactó el decreto». Cierto o no, a los ojos de Aristóteles Solón y Pisístrato son dos figuras distintas, pues este último se vale de pruebas que se encuentran por fuera del discurso (ἄ ), como las heridas, para persuadir más fácilmente. Frente a este tipo de oratoria la reacción de la asamblea ( α) y del demos puede verse en el siguiente pasaje en el que también se describe la actuación de Pisístrato: Después de vencer en la batalla de Palénide, tomó la ciudad y quitó las armas al pueblo, y retuvo ya la tiranía con firmeza. Tomó Naxos y puso como jefe a Lígdamis. Quitó las armas al pueblo del siguiente modo: después de hacer revista en el Teseón intentó arengar al pueblo, y habló un poco de tiempo. Diciéndole ellos que no le oían, les ordenó que subieran hacia la entrada de la Acrópolis, para que se oyese mejor su voz. Y mientras él echaba tiempo hablando al pueblo, los designados para ello recogieron las armas y las encerraron en los edificios vecinos al Teseón, y volvieron a avisar por señas a Pisístrato. Éste, cuando acabó el resto del discurso, les dijo también lo ocurrido con las armas y que no debían admirarse ni desanimarse, sino que se marcharan y cuidaran de sus cosas particulares, que de las comunes él se ocuparía de todas (Arist. Ath. 15, 3‐5). 18 Recordemos que para Solón no es la acción de los dioses la que trae ruina e injusticia a la ciudad, sino que a los mismos hombres que con arrogancia y exceso siembran la injusticia y la discordia. Así lo expone en su poema Εὐ ία (Sol. 24,3). 19 Según Rodríguez Adrados (1997a), en la época de Solón demos tiene el mismo sentido que en la época clásica micénica, es decir, opuesto a personas o clases superiores. Demos o «pueblo» sigue siendo un término que se opone a la clase noble, al rey o al tirano. Sólo cuando se hacen se consideran suprimidas las diferencias entre clases superiores y clases sin géne se hará referencia a un demos como totalidad de los ciudadanos, lo cual ocurrirá en una edad posterior a Solón quien únicamente dio leyes con igualdad para las dos clases. 20 Para Rodríguez (1997a), a pesar de que el desarrollo de la retórica dentro de la pólis coincide con la fundación de instituciones democráticas, los ecos de una oratoria forense y política antigua pueden verse en Homero, Hesíodo, Calino, Tirteo, Arquíloco, Estesícoro, Alceo, Solón (92). 46 En este episodio, Pisístrato logró por medio de su discurso el desarme del pueblo y, según las opiniones que recoge Aristóteles, gobernó la ciudad moderadamente y más como ciudadano que como tirano. Se dice que a los pobres les prestaba dinero para que cultivaran la tierra, no les molestaba y les procuraba paz y tranquilidad. Es por ello que consideraban su tiranía como la edad de Cronos, similar a la descrita por Hesíodo en el mito de las Edades (Op. 106 y ss). Sin embargo, dos aspectos dejan claro que su gobierno representa una vuelta a la vieja forma política en la que la participación de los ciudadanos no era bien vista. En primer lugar, alejó de la ciudad a los agricultores pagándoles las deudas y hasta se desplazaba al campo para inspeccionar y conciliar con los que estaban en disputas y así evitar que dejaran sus trabajos descuidados para ir a la ciudad a resolverlos (Ath. 16,2‐7). Y, en segundo lugar, como podemos ver al final del pasaje citado, sugiere a los asistentes a la asamblea que se ocupen de sus asuntos privados (ἴ ), mientras él se ocupa de todas las comunes ( α α ). Según Miriam Valdés (2003), tal vez esta asamblea no fue realmente como la narró Aristóteles, pero los aspectos tiránicos demostrados por Pisístrato sí parecen reales debido al funcionamiento y la convocatoria de asambleas del demos, a una vuelta hacia la época de la basileia; y por último, a la posibilidad de restricciones y de desarme de hoplitas en el Ática. Pero, el Consejo ( υ ) y las multitudes ( ) cumplieron un papel muy importante en el rechazo a la tiranía después del derrocamiento de Hipias. Aristóteles nos cuenta que Cleómenes, luego de expulsar a setecientas familias atenienses, intentó disolver el Consejo para otorgarle a Iságoras, y a trescientos de sus amigos, poder absoluto sobre la ciudad. El Consejo se opuso a esta agresión y el demos logró que Cleómenes e Iságoras se refugiaran en la Acrópolis durante dos días. Al tercer día, vencidos por el asedio, Cleómenes e Iságoras capitulan y Clístenes, un Alcmeónida que huyó a la llegada de Cleómenes a Atenas y que entregó el gobierno a las multitudes ( ), se le ordena su regreso (Ath. 20, 1‐3). En la Política Aristóteles señala que Clístenes, después de la expulsión de los tiranos en el 508 a.C., introdujo en las tribus muchos extranjeros, esclavos y metecos, por ello en su caso no se debe discutir sobre quién es ciudadano, sino si lo es de manera justa o injusta (Pol. III, 2, 1275 b 35‐38). En la Constitución nos dice que dividió a todos los atenienses en diez tribus (φυ α ) y no en cuatro como era costumbre. Esto con el fin de mezclar gentes de diferentes linajes, lugares, formas de vida y ocupaciones, de modo que las discusiones no girarían en torno a los intereses de las familias, y aumentar el número de participantes en el gobierno. Las diez tribus estaban compuestas por ciudadanos que habitaban tres jurisdicciones nuevas del Ática, a saber, la parte urbana (ἄ υ), la costa ( α ) y el interior ( α ). Con base en esta división de tribus fundó el Consejo de los Quinientos con cincuenta miembros de cada tribu. Un miembro de cada tribu conformaba el grupo de los diez estrategos y nueve arcontes que eran elegidos por sorteo (Ath. 21, 1‐4). Aristóteles afirma que la constitución de Clístenes resultó ser mucho más democrática que la de Solón (Ath. 22,1). Sin embargo, otros afirman que, a pesar de las reformas, el poder de los nobles seguía igual y que lo que deseaba mantener era precisamente el poder de la oligarquía e, incluso, sus movimientos políticos tenían fines estrictamente militares. Según Rodríguez Adrados (1997), estas posiciones son injustas, puesto que lo que buscó Clístenes «no fue la 47 igualación total, sino un nuevo equilibrio de clases, desplazando ahora el favor del pueblo» (p. 68). Por ello señala que «la constitución de Clístenes no fue sino un acuerdo, al menos tácito, entre las exigencias del pueblo y de los nobles, unidos sin embargo por el odio y el miedo a los tiranos y a los enemigos exteriores de Atenas. Es natural que hubiera tensiones y que hubiera dos partidos: el que quería conservar tal cual la constitución de Clístenes y el que quería modificarla en sentido igualitario» (Adrados, 1997, 95). Una de esas reformas que buscaban eliminar los privilegios de los nobles fue precisamente aquella que estableció la elección de los arcontes por medio del sorteo. La Asamblea ( α) sorteaba la postulación al arcontado, entre los candidatos elegidos previamente por cada demo pero que pertenecieran a las dos clases más altas, α y α. El sorteo representó el instrumento más democrático propuesto por Clístenes, pues gracias a una elección divina (el azar) se hacía posible en igualdad de derechos la participación de todos los ciudadanos. Según Adrados (1997): «[d]e esa manera se incrementó el poder del demos y se evitaban las alianzas a favor de los grandes nombres» (96). La consecuencia de este nuevo sistema de sorteo para la elección de los arcontes fue inevitablemente el debilitamiento del Areópago. Al estar en sus orígenes compuesto tradicionalmente por ex arcontes nobles, con la implementación del sorteo, harían parte de él ex arcontes de origen no aristocráticos. La reacción arbitraria a esta pérdida de poder se verá después de las Guerras Médicas cuando el Aréopago gobierna la ciudad durante diecisiete años sin existir ningún decreto que le atribuyese el poder (Ath. 23, 1 y 25, 1). Aristóteles no nos muestra con detalle las funciones que realizó el Consejo de los Quinientos, pero se sabe que jugó un papel importante en la escena política ateniense, pues a esta institución recurrían en primera instancia los mensajeros de otras naciones, magistrados y ciudadanos comunes y corrientes con sus propuestas (Sinclair, 1999, 136). El Consejo tenía principalmente una función deliberativa, pues evaluaba de forma cuidadosa los aspectos e implicaciones de los asuntos propuestos y decidía si los presentaba o no y en qué forma ante la α. Sin embargo, en la Constitución, Aristóteles señala que fue Clístenes quien estableció la ley sobre el ostracismo ( α ). No vamos a entrar en detalle sobre este tema, sino tan sólo señalaremos que el ostracismo representó un instrumento de defensa de las reformas de Clístenes. En otras palabras, el ostracismo fue un arma contra la tiranía que se aplicó por primera vez durante el arcontado de Fenipo, en el 488/487 a.C. probablemente, según Aristóteles, a causa de los recelos contra los poderosos (Ath. 22, 3). Aristóteles nos dice muy poco acerca de las reformas emprendidas por Efialtes, salvo lo que señala en relación con la recuperación de ciertas funciones que se había tomado ilegalmente el Aréopago devolviéndoselas a los Quinientos, a los tribunales, en fin, al demos. Tal vez por ello Plutarco se refirió a él como el «el terror del partido oligárquico» (Plut. 10, 6). Señala el Estagirita que Efialtes llegó a ser líder del pueblo debido al aumento de las mayorías (α α υ υ, υ ) (Ath.25, 1). Lo que muestra aquí Aristóteles es precisamente no sólo el aumento del número de ciudadanos debido a la ampliación de la ciudadanía en el gobierno de Clístenes, sino el creciente poder de las multitudes o mayorías conformadas por los α. Sin duda, Efialtes ganó un lugar en la historia de Atenas por ser incorruptible, justo para el poder y sobre todo cercano al demos. Será 48 Pericles quien más adelante intentará limitar el derecho de ciudadanía a sólo aquellos nacidos de padre y madre ciudadanos. Durante el gobierno de Cimón, y posterior a la muerte de Efialtes, a la tercera clase social, los υ ῖ α , se les concedió más derechos políticos al poder ser elegidos como candidatos al sorteo para ocupar el puesto de arcontes (Ath. 26,2). Con la llegada de Pericles, la constitución llegó a ser más democrática. Se redujeron drásticamente las funciones de los Areopagitas y la multitud ( ) se acercó más a la participación debido a que no sólo adquirió confianza en sí misma, sino que, gracias al poderío naval de la ciudad, fueron reconocidos como actores políticos. Viejo Oligarca califica este aumento del poder de los más pobres de la siguiente manera: En primer lugar diré que allí constituye un derecho el que los pobres y el pueblo tengan más poder que los nobles y los ricos por lo siguiente: porque el pueblo es el que hace que las naves funcionen y el que rodea de fuerza a la ciudad, y también a los pilotos y cómitres o remeros, y los comandantes segundos, y los timoneles y los constructores de naves. Ellos son los que rodean a la ciudad de mucha más fuerza que los hoplitas, los nobles y las personas importantes. Puesto que así es realmente, parece justo que todos participen de los cargos por sorteo y por votación a mano alzada y que cualquier ciudadano pueda hablar (Ps. Xen. Const. Ath. 1.2). Tiempo después, para contrarrestar la popularidad de Cimón, Pericles fue el primero en pagar a los tribunales. Para Aristóteles, esta medida, en parte fruto del consejo que dio Damónides de Oie a Pericles de darles a la muchedumbre ( ῖ ῖ ) lo que era de ella, generó un interés poco sano por ingresar a los sorteos a tal punto que fue la semilla del soborno (Ath. 27,5). Lo que hemos visto hasta el momento en la exposición de Aristóteles es un desarrollo de la democracia en el que se amplía el número de personas que participan de la actividad política. El pueblo se ha hecho a sí mismo dueño y todo lo gobierna. En otras palabras, el desarrollo de las instituciones como la Asamblea y el Consejo, hace posible el aumento del número de oyentes y de oradores debido a que los asuntos judiciales y políticos ya no son propios de las clases aristocráticas, sino de la mayoría de ciudadanos, muchos de ellos poco o nada ilustrados en materias como el derecho, la política, la aritmética o la lógica. Seguimos aquí la idea de López Eire (1997) en el sentido en que «está fuera de toda duda que el régimen democrático favorece no sólo la oratoria judicial, sino asimismo la deliberativa o política, ya que la democracia incrementa el número de hablantes que hacen uso de la palabra desde la tribuna y de oyentes que el orador debe convencer porque su voto es decisivo» (111). Teniendo en cuenta esto, ¿cómo se produjo esa especie de concientización en aquellos nuevos ciudadanos hacia la responsabilidad de pensar y discutir públicamente sobre el futuro, sobre las consecuencias de las acciones políticas si no es a través de las instituciones democráticas que hicieron posible la libertad para hablar en público? Pero también, cabría preguntarse ¿qué papel jugó la realización frecuente de deliberaciones públicas, la recopilación de discursos pronunciados, la utilización de estos en los textos de historia y la elaboración de manuales dirigidos a aquellos, que sin ninguna instrucción, abrazan el derecho de participar en los asuntos políticos. Estos serán los asuntos que trataremos en los siguientes apartados, pero para terminar, agreguemos que si bien no todos los ciudadanos comunes y corrientes poseían 49 una buena educación, sí estaban acostumbrados a los certámenes teatrales. Esto los hizo amantes de la belleza del discurso, lo cual se traduce en una apreciación de la exposición brillante (López, 1997, 112). En relación con este tema Pericles señalaba lo siguiente en su Discurso fúnebre: «[…] Como alivio de nuestras fatigas, hemos procurado a nuestro espíritu muchísimos esparcimientos. Tenemos juegos y fiestas ( υ α ) durante todo el año, y casas privadas con espléndidas instalaciones, cuyo goce cotidiano aleja la tristeza» (Th. II, 38, 1). Tanto la tragedia como la comedia están ligadas a la vida política de la pólis. La primera nació en la época tiránica de Pisístrato; la segunda, se desarrolló a partir del 485 a.C. Según Adrados «[n]o puede ser coincidencia esta simultaneidad entre la vida de ciertos géneros literarios y el régimen democrático de Atenas »(1997b, 16). Ambos géneros, en los que se conjugan realidad, mito y fantasía, cumplirán una función de formación del ciudadano pues tienen como fin la expresión de preocupaciones éticas o, más bien, políticas, pues se traducen esas preocupaciones en una aspiración por una vida más justa en una apuesta por proyectar los intereses hacia el pasado, adivinando porvenires en una vuelta hacia el pasado heroico. En este sentido los discursos políticos de asamblea representarán también un cambio con respecto a la valoración del pasado y la preocupación por el futuro. 2.2. Los discursos deliberativos en la Historia de la Guerra del Peloponeso: el Debate de Mitilene La utilización del estilo directo en la obra de Tucídides es importante para nosotros porque, siguiendo la idea de Iglesias (2006), tiene como fin introducir discursos relacionados claramente con la oratoria practicada en Atenas y porque es posible identificar puntos de contacto entre dichas composiciones retóricas y la Retórica a Alejandro, manual de retórica que se le atribuye a Anaxímenes de Lámpsaco y que fue elaborado en la segunda mitad del siglo IV a.C. Según Iglesias (1997), P. Moraux estudió los discursos pronunciados por Cleón y Diódoto expuestos en el tercer libro de la Historia de la Guerra del Peloponeso desde la perspectiva del manual de Anaxímenes de Lámpsaco y su clasificación de las especies discursivas y llegó a la conclusión de que la estructura de estos discursos pertenecientes al género deliberativo contenían elementos pertenecientes al género judicial. La primera parte del discurso de Diódoto en la que se defiende de las acusaciones de Cleón es prueba de la existencia de una fuerte influencia de la práctica forense más desarrollada, por su larga tradición, en los oradores asamblearios. En la misma línea interpretativa se encuentra Francisco Romero Cruz, quien ha estudiado los discursos que aparecen en la obra, particularmente el pronunciado por Alcibíades (VI, 16‐18) y que se caracteriza por su «artificiosidad». Para Cruz, los discursos reconstruidos por el historiador serían el consumado producto de un enfoque retórico plenamente consciente, heredero de las convenciones oratorias de la época. Al igual que Moraux, Cruz señala que en el discurso de asamblea de 50 Alcibíades se mezclan elementos propios de la retórica judicial. Por otra parte, S. Hornblower plantea que no se puede descartar la idea de que hayan sido los preceptos retóricos plasmados en la Retórica a Alejandro los que recibieron de una manera directa la influencia de la forma en que el historiador reconstruyó esos discursos. La posición de Iglesias es que efectivamente la Historia tuvo una gran influencia en el siglo IV a.C. pero no sería acertado decir que la Retórica a Alejandro fue la que sufrió la influencia de la obra de Tucídides, pues tanto el rhétor como el historiador son «deudores de una misma codificación retórica que recogió, ordenó y estructuró aspectos fundamentales de la oratoria deliberativa que se venía practicando desde finales del siglo V a.C» (Iglesias, 1997, 220). Por otro lado, también es importante señalar que la repulsa de Cicerón hacia Tucídides pasa por su rechazo a los imitadores de su estilo, y lo considera ajeno a la realidad política por la utilización de frases incomprensibles. Para Cicerón, Tucídides es un buen historiador, pero un mal orador incapaz de desarrollar una causa en un juicio. Sin embargo, se puede percibir que aquellos «tucídideos» mencionados por Cicerón utilizan la obra histórica como un manual de retórica. Veamos: Y ahora resulta que hay algunos que se consideran «tucídideos»; ¡es una especie nueva y desconocida de ignorantes! Pues quienes imitan a Lisias, sin embargo imitan al menos a un abogado, ciertamente no abundantemente ni majestuoso, pero sí preciso y rebuscado y capaz de desenvolverse bien en las causas judiciales. Tucídides, sin embargo, narra hechos, guerras y batallas, ciertamente con majestad y bien, pero nada de su estilo puede ser pasado al terreno del foro y de la vida pública; los propios discursos que introduce presentan frases oscuras y de significado oculto que apenas pueden ser entendidas, cosa que en los discursos políticos es el mayor de los defectos (Orat. I, 30). Frente a estas consideraciones, analizaremos la Historia de Tucídides, particularmente de los discursos de asamblea de Cleón y Diódoto expuestos en el marco del Debate sobre Mitilene (Th. III. 36‐49), desde una perspectiva distinta. Hemos escogido estos dos discursos porque en ellos podemos encontrar una discusión sobre los fundamentos mismos de la democracia, como hemos tratado en el primer capítulo, así como también una discusión sobre las consecuencias de la inclusión de elementos judiciales en el discurso político deliberativo. Vamos a analizar el objeto de la deliberación, sus implicaciones y dificultades, aprovechando la capacidad de Tucídides para generar una imagen clara sobre la manera en que se describe un ambiente real de asamblea. En primer lugar, debemos decir que los discursos sobre la defección de Mitilene se sitúan en el 427 a.C. La defección (ἀ α ) es una forma de sublevación que tiene como fin la separación de una causa. En este caso, Mitilene, ciudad de gobierno oligárquico ubicada en la isla de Lesbos, planeó en la primavera del 428 unirse a la Liga del Peloponeso compuesta por Esparta y Beocia para rebelarse contra Atenas. Durante el invierno del 427 a.C. el general espartano, Saleto, logró entrar a Mitilene para anunciar a los proedros que contaban con el apoyo de cuarenta naves para invadir al Ática (Th. III, 25, 1‐2). Sin embargo, el retraso de estas naves y la escasez de víveres obligaron a mitileneos a capitular. El pacto entre los mitileneos y el general ateniense Paques tenía las siguientes condiciones: 51 […] a los atenienses les estaba permitido decidir a discreción sobre los mitileneos y éstos debían acoger al ejército en la ciudad; los mitileneos enviarían una embajada a Atenas para tratar sobre su suerte; y hasta su regreso Paques no apresaría ni reduciría a la esclavitud ni mataría a ningún mitileneo (Th. III, 28, 1). Tucídides no describe las condiciones bajo las cuales se dio este pacto, pero es posible afirmar que en este caso los arcontes jugaron un papel muy importante, pues, ante el retraso del apoyo desobedecieron a sus jefes y, reunidos en asamblea, exigieron a los aristócratas distribuir los pocos víveres entre todos (Th. III, 27, 3). A pesar del miedo que invadía a los vencidos, Paques, quien logró someter a Pirra y a Éreso y capturar a Saleto, les prometió cumplir con lo pactado hasta que los atenienses tomaran una decisión. Según esto, el tipo de castigo que merecían los mitileneos debía ser el resultado de una discusión pública entre los atenienses reunidos en asamblea. Saleto fue ejecutado en Atenas y las deliberaciones se centraron entonces en el castigo que se le debía dar al resto de la población. Así lo describe Tucídides: Discutieron después sobre la suerte de los otros prisioneros, y, movidos por la ira ( ), decidieron dar muerte no sólo a los presentes, sino también a todos los varones mitileneos mayores de edad, y reducir a la esclavitud a niños y mujeres: les reprochaban, en general, su sublevación, que la hubieran hecho sin estar sometidos al imperio como los otros, pero lo que de modo especial contribuía a su furor era que las naves de los peloponesios se hubieran atrevido a aventurarse hasta Jonia para prestar ayuda a los mitileneos; colegían de ello que la sublevación no se había gestado con escasa premeditación (Th. III, 36, 2). Varios aspectos resultan importantes en esta narración. El primero de ellos es que Tucídides resalta que la decisión de la asamblea fue movida por la ira ( ). Dicha ira fue generada en el auditorio por el discurso de Cleón que, según el historiador, era el más violento de los ciudadanos y el que ejercía mayor influencia en el pueblo (Th. III, 36, 6). La ira o la cólera ( ) es la primera pasión del catálogo de pasiones de la Retórica de Aristóteles. Aristóteles define la ira como: «un apetito ( ) penoso de venganza ( α) por causa de un desprecio manifestado contra uno mismo o contra los que nos son próximos, sin que hubiera razón para tal desprecio» (Rh. II, 2, 1378 a 30). Desde el punto de vista persuasivo, pasiones como la ira, la compasión, el temor, el odio, entre otras, juegan un papel muy importante tanto en los discursos de asamblea como en los judiciales, pues son las causantes de que los hombres se hagan volubles y cambien en lo relativo a los juicios (Rh. II, 1, 1378 a 20). El resultado de la primera reunión de la asamblea fue, dado el triunfo del discurso de Cleón, el envío de una trirreme a Paques para anunciarle la decisión con la orden de ejecutar a los mitileneos. Pero, nos dice Tucídides que al día siguiente de la asamblea les sobrevino a los ciudadanos un profundo arrepentimiento por la decisión tomada y la preocupación por la atroz resolución de asesinar no a los culpables sino a todos los hombres y esclavizar a mujeres y niños (Th. III, 36,4). Lo expuesto por Tucídides nos ofrece ciertas pistas sobre el comportamiento de los ciudadanos en la asamblea frente a la deliberación pública y, al mismo tiempo, nos muestra rasgos importantes de la democracia ateniense y de la importancia de la retórica judicial y deliberativa como instrumento esencial para la configuración de decisiones políticas. 52 Los argumentos expuestos por Cleón en el primer discurso muy seguramente son repetidos en el segundo que fue reconstruido por Tucídides. En este segundo discurso Cleón, afirma que no había razón para que Mitilene se sublevara, pues, a diferencia de otras ciudades, ésta vivía de manera autónoma y, por otro lado, sus actos no fueron el producto del irrespeto de Atenas ni de la amenaza de otro estado, sino que la defección fue premeditada y voluntaria, lo que hacía más fuerte la indignación y el rechazo a cualquier indulgencia (Th. III, 39,2 y 40,1). El fin de los dos discursos de Cleón es mostrar que los mitileneos son culpables de injusticia contra los atenienses y que ninguna otra ciudad bajo el poder de Atenas había actuado de esa forma. En esa medida los dos discursos de Cleón, aunque expuestos en la asamblea, tienden más hacia la consecución de un castigo a la injusta rebelión y evitar que otras colonias hagan lo mismo que hacia la búsqueda de lo conveniente de cualquier medida que se tome frente a dicha agresión. En efecto, la respuesta de Diódoto apuntará más hacia la búsqueda de la utilidad de lo que se haga en el futuro que a la inculpación o la definición de un castigo sobre un acto del pasado. Veamos lo que dice en esa segunda reunión de la asamblea: […] yo no he salido a hablar para oponerme a nadie en defensa de los mitileneos, ni tampoco para acusarlos. Porque nuestro debate, si somos sensatos, no versa sobre su culpabilidad, sino sobre la prudencia de nuestra resolución. Si demuestro que ellos son plenamente culpables, no por ello os animaré a matarlos, si no resulta ventajoso; y si es que merecen cierta disculpa, tanto peor, si esta disculpa no pareciera un bien para la ciudad. Pienso que estamos deliberando más sobre el futuro que sobre el presente (Th. III, 44, 1‐3). Muchos autores han señalado en esta época la preeminencia del discurso judicial sobre el deliberativo. Cortés (1998) afirma que, en los siglos V y IV a.C., la retórica anterior a Aristóteles tenía como finalidad fundamental facilitar la composición de discursos, especialmente judiciales. El mismo Aristóteles critica esta preferencia del arte de pleitear que la dedicación a los discursos políticos (Rh. I, 1, 1354 b 27) Por su parte, Isócrates, que criticó a los sofistas que enseñaban la retórica como si fuera una técnica en la que se pueden repetir fórmulas fijas y no como actividad creadora que debe ajustarse a cada situación, señaló que la retórica no puede servir únicamente a la oratoria forense (Isoc. XIII, 19‐20). Frente a esto nos preguntamos lo siguiente: ¿Las funciones de la asamblea no estarían claras por lo que se confundía el fin de las reuniones? O más bien, ¿había una confusión sobre los géneros discursivos y que sólo hasta la aparición de textos como el de Anaxímenes de Lámpsaco y de Aristóteles serán diferenciados y definidos claramente? La primera pregunta no es fácil contestarla debido a que se discute aún si el tribunal popular o Heliea que se creó en tiempos de Solón puede ser identificado con la Asamblea o Ekklesia, es decir que ésta cumplía funciones legislativas y, eventualmente, funciones judiciales, por lo tanto, se convertía en un tribunal de apelación. Pero está también la tesis de que fueron instituciones completamente distintas21. Desde la Retórica de Aristóteles 21 Tal es la posición de Ostwald (1989) al apoyarse en la etimología de la palabra «Heliea» cuyo origen dórico significa «asamblea del pueblo». Por su parte, Hansen (1989) rechaza esta identificación. Según Gil (1970), una amplia documentación histórica muestra que la Ekklesía cumplió funciones ejecutivas y judiciales. Se apoya en la tesis de Gomme quien describe de manera gráfica el acaparamiento de poderes por parte de la Asamblea popular. p. 361 53 se puede decir que hay solamente dos tipos de auditorio, el que actúa como espectador ( ) y el que juzga ( ), este último juzga sobre cosas pasadas, como lo hace el α , o el que juzga sobre cosas futuras como el α (Rh. I, 1358 b 3‐5). En un régimen democrático como el ateniense un ciudadano cumple estas funciones porque asiste a ceremonias, como en las que Pericles honró a soldados los caídos en batalla (Th. II, 35‐46), y porque participa en la justicia y en el gobierno (Arist. Pol. III, 1275 a). Sin embargo, el discurso de Cleón convirtió a los miembros de la asamblea en α que, movidos por las pasiones, consideran que la conservación del imperio sólo puede hacerse por medio del sometimiento, el terror y la violencia. Se podría aducir que Cleón confunde los géneros oratorios por desconocimiento de la clasificación de géneros discursivos o por estrategia. Pero, el discurso de Diódoto sí intenta hacer la diferencia de fines. Como lo vimos en el anterior pasaje resalta que se está deliberando más sobre el futuro que sobre el presente (Th. III, 44, 3) y, con el fin de refutar el discurso de Cleón intenta por medio de su discurso hacer valer la deliberación como medio para tomar una decisión que convenga al imperio ateniense en el futuro. Por ello, afirma lo siguiente: Y en cuanto al argumento en que insiste especialmente Cleón, esto es, que nuestro interés en el porvenir, con miras a un menor número de rebeliones, estriba en que impongamos la pena de muerte, yo, insistiendo a mi vez en nuestra conveniencia para el futuro, sostengo la opinión contraria. Y os pido que a causa del artificio de su discurso, no rechacéis lo que de útil encierra el mío. Al ser su discurso desde la óptica de vuestra actual cólera contra los mitileneos, tal vez podrá atraeros; pero nosotros no estamos querellándonos contra ellos, como para que nos sean precisas razones de justicia, sino que deliberamos sobre ellos, para que nos reporten utilidad (Th. III, 44, 4). Diódoto rechaza el hecho de que Cleón se valga de la ira presente en el auditorio para inclinar a su favor el juicio y llevar a cabo su plan de venganza contra los mitileneos. Por su parte, Cleón, además de tomar una posición anti intelectual, lanza fuertes críticas a la democracia por su proclividad a discutir sobre lo discutido y decidido. Tucídides nos ha dicho que hubo un arrepentimiento en los ciudadanos producto de una ira apaciguada por el tiempo. Cleón atribuye el cambio de actitud a la embajada enviada por los mitileneos y a un posible soborno que logró convocar nuevamente la asamblea (Th. III, 38, 2). Lo cierto es que en la democracia las decisiones se pueden revisar, las deliberaciones pueden ser consideradas equivocadas y los oradores cumplen la función, como en este caso, de hacer valer las ya tomadas o exigir una nueva reflexión sobre ellas. El arte retórico, y la democracia misma con sus instituciones, funcionan conjuntamente para encontrar lo conveniente, la acción adecuada para evitar o corregir el error. Para ello el orador debe tener una mirada aguda sobre el futuro y trasmitir lo que ve. Sin embargo, esto es lo que más critica Cleón en su discurso. La idea que Cleón tiene de la democracia y la deliberación es muy distinta a la de Pericles. De hecho, se califica su discurso como «el reverso de la medalla del φ » de Pericles (Gil, 2007). A nuestro modo de ver, una de las diferencias más importantes entre Pericles y Cleón radica en que para aquél sólo los atenienses deciden o examinan con rectitud los asuntos, sin considerar un daño para la acción las palabras, sino más bien el no informarse 54 mediante debate antes de emprender lo que se debe ejecutar (Th. II, 40, 2). Por el contrario, Cleón califica esta segunda asamblea como un certamen tan innecesario como inoportuno, por ello dice lo siguiente: […] vosotros que soléis ser espectadores de discursos, pero oyentes de hechos, que consideráis los hechos futuros a la luz de las bellas palabras, en las que basáis sus posibilidades, y los ya sucedidos a la luz de las críticas brillantemente expresadas, dando menos crédito al acontecimiento que han presenciado vuestros ojos que al relato que habéis oído. No hay como vosotros para dejarse engañar por la novedad de una moción ni para negarse a seguir adelante con la que ya ha sido aprobada; sois esclavos de todo lo insólito y menospreciadores de la normalidad. Por encima de todo cada uno de vosotros anhela poseer el don de la palabra, o, si no es así, que, en vuestra emulación con estos oradores de lo insólito, no parezca que a la hora de seguirlos quedáis rezagados en ingenio, sino que sois capaces de anticiparos en el aplauso cuando dicen algo agudo; sois tan rápidos en captar anticipadamente lo que se dice como lentos en prever sus consecuencias. Buscáis, por así decirlo, un mundo distinto de aquel en que vivimos, sin tener en cuenta una idea cabal de la realidad presente; en una palabra, estáis subyugados por el placer del oído y os parecéis a espectadores sentados delante de sofistas más que a ciudadanos que deliberan sobre intereses de su ciudad (Th. III, 38, 4‐7). Nos permitimos citar extensamente esta parte del discurso de Cleón para compararlo con la respuesta que dará Diódoto para justificar una nueva reunión que revisará la decisión sobre el castigo a los mitileneos. Veamos: No censuro a quienes han propuesto de nuevo el debate sobre la cuestión de los mitileneos, ni apruebo a los que se quejan de que se delibere repetidamente sobre asuntos de la máxima importancia; pero pienso que dos son las cosas más contrarias a una sabia decisión; la precipitación y la cólera; de ellas, una suele ir en compañía de la insensatez, y la otra de la falta de educación y la cortedad de entendimiento. En cuanto a las palabras, el que se empeña en sostener que no son guía para la acción, o es poco inteligente o está movido por algún interés personal: poco inteligente si piensa que es posible por algún otro medio hacer conjeturas sobre hechos futuros e inciertos; y movido por algún interés si, queriendo persuadiros a una resolución vergonzosa, piensa que no sería capaz de hablar bien en defensa de una mala causa, pero espera poder desconcertar, mediante hábiles calumnias, a sus oponentes del auditorio (Th. III, 42, 1‐2). Para Diódoto esta segunda convocatoria no representa una pérdida de tiempo, pues la complejidad del asunto amerita una nueva deliberación. El acto de defección de los mitileneos y la ira que produjo estuvieron muy próximos a la decisión y fueron aprovechados por Cleón para nublar el juicio del auditorio y conseguir una acción de venganza; por ello, al final del discurso Diódoto llamará a la calma a la hora de juzgar y condenar solamente a los culpables de la defección, es decir, castigar a los hombres que envió Paques y dejar vivir a los que quedaron en la ciudad (Th. III, 48, 1). Como vimos, según Aristóteles, juzgar sobre lo futuro es la tarea del α . Los dos oradores han mostrado por medio de su discurso dos futuros completamente distintos. Cleón considera que la aplicación de un castigo tan severo es justa debido a la gravedad de la agresión e invita al auditorio a que se imagine cuál habría sido la suerte de los atenienses vencidos por los mitileneos. El futuro del imperio estaría en juego si los mitileneos no reciben un castigo ejemplar. Por ello, el imperio no puede convivir con tres ) sentimientos tan dañinos como la compasión ( ἴ ῳ), el gusto por la elocuencia ( y la clemencia o equidad ( ᾳ). La compasión sólo la merecen quienes estén dispuestos 55 al mismo sentimiento y tal parece que los mitileneos no la tuvieron al atacar a Atenas; el gusto por la elocuencia deberá ser aprovechado en momentos de poca trascendencia y no cuando se debaten asuntos que ponen en peligro la ciudad y, el tercer sentimiento, la clemencia, sólo se debe otorgar a quienes tengan la intención de seguir siendo amigos en el futuro y no a aquellos cuya enemistad no cede nunca (Th. III, 40, 1‐3). La conservación del imperio es el fin del discurso de Cleón y el medio para conservarlo es el castigo severo a la defección de los mitileneos, pues sólo así se garantizaría que ninguna otra ciudad se atreviera a cometer defección. Por su parte, Diódoto, quien es el que más hace explícita la necesidad de mirar al futuro, comparte el mismo fin de mantener el imperio, pero por medios diferentes al castigo a muerte del demos mitileneo. Para Diódoto el demos mitileneo nada tuvo que ver con la defección, pues tal sublevación fue planeada por el partido oligárquico. Por motivos utilitarios, Diódoto no apoyará la pena de muerte alegando que tampoco garantiza que no se cometan los delitos en el futuro. Lo que se debe hacer es establecer cierta vigilancia antes de que se generen las rebeliones y tomar las medidas necesarias para que esa idea no nazca en los ciudadanos. Pero en el caso de que no se pueda evitar, se deben castigar al menor número de personas. No deben ser castigados todos los mitileneos porque el demos es favorable y porque no participa de las rebeliones o es forzado por los aristócratas. Por ello, se deben buscar las alianzas con el demos y castigar a los aristócratas. Ese demos fue el que, reunido en asamblea, entregó la ciudad y declinó su afán de seguir en los combates. Para el mantenimiento del imperio es mucho más útil sufrir una injusticia que aniquilar con justicia a aquellos cuya destrucción lo convierte en enemigo (Th. III, 45‐47). Dos reuniones de la Asamblea sirvieron para discutir sobre la defección de Mitilene. En la primera Cleón le ganó a Diódoto con su propuesta de asesinar a los hombres y esclavizar a mujeres y niños, se envío un trirreme para avisar a Paques esta decisión, pero en una segunda reunión del demos ateniense, gana el discurso de Diódoto de no castigar al demos mitileneo sino solamente a los que participaron de la rebelión. Sin embargo, esta victoria de Diódoto no fue fácil. Tucídides nos cuenta que las opiniones de los asistentes a la Asamblea se dividieron en partes casi iguales. Gracias a la votación a mano alzada ( α) se facilitó el conteo, se envió otro trirreme para que se adelantara a la otra y llevara a tiempo el decreto ( φ α) que anulaba la decisión de llevar a cabo la destrucción de la ciudad. 2.3. Deliberación y tragedia El demos mitileneo sobrevivió al cruel decreto ( φ α) que logró Cleón en la primera Asamblea, pero no corrió con la misma suerte el demos de Torone. Nos dice Tucídides que el demagogo logró persuadir a los atenienses para poder zarpar rumbo a la costa tracia con mil doscientos hoplitas y trescientos jinetes, un contingente de tropas aliadas y treinta naves para reducir a la esclavitud a las mujeres y niños toroneos (Th. V, 3,4). La guerra cada vez fue más 56 cruel, pero en el 404 a.C. Atenas fue derrotada. El fin de conservar el poder del imperio se esfumó. ¿Pudieron Cleón y Diódoto prever la derrota de Atenas? ¿Pudieron preverla los ciudadanos que participaron en la Asamblea donde se debatió la defección de Mitilene? Estas preguntas podrían ser formuladas también para personajes de obras trágicas como Agamenón: ¿Pudo prever Agamenón su desafortunado final en manos de Clitemnestra por haber asesinado a su hija Ifigenia? ¿Podrían haberlo previsto Pelasgo, Edipo o Creonte? Sin embargo, a diferencia de una deliberación pública, en la tragedia, el terrible final debe ocurrir. Ningún orador ni los asistentes a la asamblea desean un mal para sí mismos. En cambio, los espectadores de las tragedias sí esperan que la ceguera del héroe trágico tenga repercusiones dolorosas o que se den accidentes no previstos. En la tragedia el destino (moira) se alienta con las decisiones de los héroes aunque estos no deseen un mal para sí mismos. En la asamblea, no se habla de destino, el principio de las acciones es el hombre mismo y el principio de toda acción es precisamente la negación de un futuro inexorable. Se delibera porque no es evidente el futuro, porque éste debe ser construido por el hombre y porque se quiere bien construido. Para Aubenque (2010), la teoría del discurso deliberativo implica pensar en la eficacia de la deliberación humana, presupone la contingencia de los futuros, en el sentido en que si estos estuvieran escritos o determinados de nada valdría que los hombres deliberaran. El silencio sería lo característico del hombre y no la palabra deliberante. Si deliberamos sobre lo futuro, es porque para nosotros está oculto, y el hecho de tener que deliberar es, en absoluto, una imperfección. Pero nuestra deliberación no es solamente la laboriosa búsqueda de un saber que nos escapa; no se limita a suponer un futuro que solamente sería conocido por los dioses y los adivinos, así como los estrategas de salón evalúan las posibilidades de un combate del que no participan. La deliberación consiste en combinar medios eficaces con vistas a fines realizables. Esto significa que el futuro nos está abierto. Si el hombre respecto al futuro puede tener una actitud no solamente teórica sino también decisiva, si no solamente un α , sino un es porque él mismo es un principio de los futuros, ἀ (2010, 169‐170). La contingencia de los futuros plantea peligros imprevistos. Es cierto que los atenienses no contaban con el poder de un enemigo invisible como la peste, que mermó en grandes proporciones a la población, pero lanzarse a la guerra y cometer deliberadamente actos tan crueles justificados por discursos apasionados como los de Cleón, convirtieron la política en un asunto manejado con una oratoria que mira más al pasado que al futuro, la forense. Una mirada corta o un cegamiento hacia lo futuro se producen cuando se utiliza un género discursivo equivocado. Esto es lo que ha denunciado Diódoto en relación con las palabras de Cleón. Por ello, a nuestro modo de ver es importante la tarea de teóricos como Anaxímenes y Aristóteles de establecer claras diferencias entre los géneros discursivos y, más aún resulta importante comprender adecuadamente qué es la deliberación, qué es una buena deliberación y cómo se relaciona con la acción en el ámbito político. En el Leviatán, Hobbes inicia su exposición sobre la prudencia –también llamada previsión o providencia– diciendo que hay veces en que el hombre desea conocer el resultado de una acción y por ello, «piensa en una acción parecida y en los resultados sucesivos a que esto dio lugar, en la suposición de que resultados semejantes se seguirán de acciones semejantes» (I, 3, 30). Es así como se puede prever el fin de un criminal recordando lo que les ha sucedido a 57 otros criminales en el pasado: castigo, juez, patíbulo, etc. En el debate de Mitilene ocurre algo similar, Diódoto en su discurso se opone a la pena de muerte de los mitileneos porque ve en ella una medida inocua. Dice lo siguiente: «Lo cierto es que en las ciudades la pena de muerte está establecida para muchos delitos, incluso no iguales a éste, sino de menor gravedad; y, sin embargo, impulsados por la esperanza, los hombres se arriesgan, y nunca nadie ha tomado la senda del peligro con la idea de que se condenaba a no triunfar en su proyecto» (Th. III, 45,1). Hobbes nos dice también que la prudencia se obtiene con la experiencia de cosas pasadas, las cuales sólo existen en la memoria y que las cosas futuras, las que están por venir, no tienen existencia alguna, puesto que el futuro es una ficción creada por la mente cuando, sin certeza absoluta, atribuye a las acciones presentes las consecuencias que se siguieron de las acciones pasadas. Un hombre es prudente cuando sus expectativas coinciden con los resultados o cuando logra por su propia voluntad que las cosas ocurran como las deseó. Al primer tipo de prudencia se le llama presunción, al segundo, providencia, y sólo de éste proviene de manera sobrenatural la profecía. La prudencia es presunción de cosas futuras, que se forma por la experiencia del pasado, pero también hay presunciones de cosas del pasado, que tienen el mismo grado de incertidumbre de las conjeturas sobre el futuro y adquiridas por la experiencia de otras cosas pasadas. Hobbes ilustra lo anterior con el siguiente ejemplo: «Quien ha visto por qué caminos y etapas ha llegado una nación floreciente a la guerra civil, de ahí a la ruina, cuando vea la ruina de cualquier otra nación, deducirá que ésta ha padecido una guerra civil similar y ha seguido un curso semejante»(I, 3, 31). En su discurso Cleón podemos encontrar este tipo de presunción: Suele ocurrir que aquellas ciudades a las que alcanza plenamente y por poquísimo tiempo una prosperidad inesperada se inclinan a la insolencia; […] Los mitileneos, ya desde mucho tiempo, no debían haber recibido de nosotros en ningún aspecto un trato diferente a los demás, y así no se hubieran insolentado hasta este punto; pues en este caso como en los otros la naturaleza lleva al hombre a despreciar a quien lo trata con respeto y a reverenciar a quien lo hace sin concesiones (Th. III, 39, 4‐5). Los hombres no sólo desean conocer el resultado de su acción también desean que ese resultado sea conveniente y útil. Aunque también se hable de destino, en la tragedia se puede ver la preocupación del héroe por actuar correctamente evitando el infortunio. Esto lo pudimos ver en el primer capítulo cuando tratamos Las suplicantes de Esquilo. Pelasgo, en su deseo de ser un buen rey somete a deliberación pública la decisión de acoger a las danaides. Su preocupación radica en la acción correcta y su temor por el destino como lo muestran los versos 379‐380: «No sé qué hacer; el miedo me domina. ¿Obrar? ¿No obrar? ¿O tentaré el destino?» (ἀ α α φ ᾽ φ α α α α ῖ ). En el mundo homérico, un personaje como Aquiles, sabe que la vida humana está sometida a lo inexorable, pero, a pesar de ello lo acepta, se atreve a deliberar aunque no cambie nada (Castoriadis, 2006, 116). Así parece ser el mundo de un héroe como Agamenón. En Agamenón, el poema que se entona junto con el corifeo (A 40‐258) tiene un proemio (40‐ 103) que narra la larga expedición guerrera de los Atridas Agamenón y Menelao contra Troya, pero también indaga sobre las razones de Clitemnestra para celebrar sacrificios. En esta párodos encontramos un canto a Zeus, dios que convirtió en doloroso el paso de la sabiduría a 58 la prudencia. Sin duda, este es el momento más importante de la obra, pues la decisión de Agamenón de sacrificar a Ifigenia plantea serios problemas éticos. Dentro de la párodos encontramos seis estrofas y seis antístrofas y un mesodo (A 104‐258) que recuerdan la profecía de Calcante, narran la inacción del ejército argivo y la terrible disyuntiva en la que se encuentra Agamenón: (…) Cruel es mi destino si no cumplo, pero también cruel si degüello a mi hija, de mi hogar la alegría, y con un chorro de sangre virginal yo mancho junto al altar estas manos de padre. ¿Cuál de las dos opciones está libre de males? ¿Y cómo puedo abandonar mi escuadra Traicionando así mis alianzas? (…) (A 206‐213). En la antístrofa citada se revela no solo las crueles consecuencias que traería tomar cualquiera de las dos opciones, sino la contradicción entre la esfera privada (oíkos), y la esfera de las alianzas políticas. Según las palabras del Coro, Agamenón debe elegir entre seguir siendo padre o seguir siendo rey. Conservar la vida de su hija o conservar el liderazgo político que servirá para llevar a cabo con éxito la expedición que vengará la ofensa de Príamo. Agamenón debe decidirse necesariamente por una de las dos opciones. Es necesario entonces que el rey atrida se mantenga en su compostura o moderación (sophrosyne) para ser prudente (φ ). En este caso no se podría definir la prudencia a la manera de Aristóteles, es decir, como una de las virtudes intelectuales que permite al hombre deliberar correctamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo y vivir bien (EN VI. 5, 1140 a 25 y ss.), porque lo que dice el Coro permite pensar en que no hay posibilidad de elegir algo bueno en lugar de algo malo, sino que, a lo que se enfrenta Agamenón, es que todas las opciones podrían traer males futuros. En dicha elección se generarán diferentes pasiones encontradas como el temor a las consecuencias, la ira y la indignación por lo injusto que son los dioses, la compasión por su indefensa hija, la vergüenza de ser un padre que asesina a su hija y al mismo tiempo la vergüenza de no poder comandar su ejército en caso de no ir a Troya. La definición que ofrece Aristóteles de la tragedia capta este sentido: […] la tragedia no es representación de los hombres sino de la acción, de la vida, de la felicidad y de la desdicha. La felicidad y la desdicha, empero, se dan en la acción, y el fin consiste en cierta especie de acción, no en determinado carácter. Los individuos son lo que son por su carácter, pero son felices o lo contrario por sus acciones. No actúan, por tanto, para representar caracteres sino que éstos son presentados a través de las acciones (Po. 1450 a 15‐ 22). Teniendo en cuenta lo anterior, la tragedia es, como afirma Rodríguez (1997b, 157), enseñanza al pueblo, pues recomienda la sophrosyne, templanza y prudencia. Agamenón no es la excepción, a pesar de que los espectadores conozcan ya la historia del Atrida van al teatro para colocarse en el lugar del héroe cada vez que la ven, para pensar su vida y acciones que, según 59 la filosofía imperante, parece siempre adversa, es decir, una vida en la que se puede estar en cualquier momento ante una decisión cuyas opciones no están libres de males e infortunios. Agamenón representa un conflicto entre dos actos igualmente crueles. Vemos a un personaje que elige un «mal menor» que traduce en el sacrificio de su propia hija para conseguir los vientos favorables a la expedición militar, pero que no prevé las consecuencias nefastas que vendrán de su propio oikos una vez regrese de Troya. Sin saberlo, Agamenón es víctima del infortunio. En el agón con Clitemnestra, muestra su temor a la envidia de los dioses si pisa esa alfombra bordada y de color púrpura, pero nunca se imaginó que ese paso era hacia su muerte (A 915‐974). Pero, ¿cómo estar a salvo del infortunio? En la Antígona de Sófocles se da un complejo conflicto en el ámbito de la sociedad democrática. Antígona versa sobre la deliberación y la decisión moral. Sus dos protagonistas, Antígona y Creonte, han encontrado una forma de evitar conflictos en las decisiones prácticas. Para la primera es importante la ética de la casa, de la familia y de la sangre. Para el segundo, la ética imperante es la de la polis, la razón de Estado. Estas dos éticas entran en conflicto, lo cual lleva a los espectadores a profundas reflexiones sobre lo conveniente obligándolo a quedarse con uno de los modelos o criterios, pero al mismo tiempo, lo hace consciente de que no sabe con cuál quedarse, puesto que las razones de lado y lado son igualmente válidas y elegibles. Creonte representa la ética del Estado, su actuar siempre está en función del bien de la ciudad, no de los amigos ni parientes. Comprende lo valioso que es la prudencia para conducir la deliberación y la elección de lo mejor. Estas son sus palabras: No hay medio de conocer el espíritu, pensamientos y puntos de vista de hombre alguno antes de que se aclare en contacto mando y las leyes. En efecto, por lo que a mí toca, sostengo ahora y antaño que todo aquel que, dirigiendo una ciudad, no se aferra a los mejores planteamientos, sino que por el contrario, mantiene cerrada la boca por miedo a algo, es el más vil. También a todo aquél que considera a un amigo más importante que a la propia patria, a ese no lo tengo en cuenta en parte alguna (Ant. 175‐183). Para Creonte la única familia es la ciudad, la polis. Esta es comparada con un barco que ofrece protección a sus pasajeros (Ant. 180‐190). La ciudad, representada como embarcación es el único medio que aleja a sus ciudadanos de la adversidad de la naturaleza y el azar. Por ello, los criterios que subyacen a toda deliberación y decisión deben estar acordes con el bien de todos los que van en ella. Esa necesidad de suprimir el azar es lo que Martha Nussbaum tratará en su libro La fragilidad del bien. Para Nussbaum (1995), esa eliminación del azar va a requerir toda una tecnología moral, una tecnología de la razón práctica, una excelencia de la deliberación que exige prudencia. El criterio de la razón de Estado es para Creonte la moneda con la cual asegurará la rectitud de todas las deliberaciones. Pero el ámbito de las acciones humanas es más complejo. Sólo hasta la muerte de su hijo y de su esposa reconoce que hay valores que no tuvo en cuenta y de ahí su desgracia. Descubrió tarde que su moneda no tiene el mismo valor frente a otros aspectos de la vida, los vínculos del amor familiar y la amistad (Ant. 1907). Por su parte, Antígona representa, como ya dijimos, una ética distinta, la de la familia. Ésta acompaña todas sus deliberaciones y en torno a ella organiza su vida. Pero su visión también 60 es unilateral, pues conduce a subordinar la norma y la ciudad al amor (philía). Se rebela contra lo establecido, pero al hacerlo niega la polis y con ello toda posibilidad de realización de honras fúnebres, pues sin ciudad no hay ceremonias. Para Nussbaum, Antígona es una de las tragedias más interesantes porque representa la complejidad de valores que subyacen a la vida social y política. Advierte que en esta obra existe una imposibilidad de encontrar una estrategia práctica que asegure al ser humano la felicidad y el acierto en la vida. La tragedia griega nos muestra una existencia humana siempre al borde del filo de la fortuna, pero que intenta por varios medios mantenerse inmune a ella. ¿Puede la retórica ser una nueva «apuesta tecnológica» para alejar el infortunio? Según Dupréel (1980), para Gorgias la retórica era la «verdadera filosofía», los efectos útiles de la deliberación o confrontación de discursos múltiples y discordantes no se traducían en la adquisición de un conocimiento sobre los fenómenos naturales o el contacto con las cosas, sino en un saber más precioso para la vida de los hombres y para el bien de las ciudades, se trata de los debates políticos con los que se obtienen las soluciones y decisiones oportunas, los debates judiciales que hacen descubrir el bien y la justicia al diferenciar al culpable del inocente. «En resumen, Gorgias habría visto, al menos por ciertos aspectos, el valor de la crítica como medio de progresar en el conocimiento, ello no sería el menor de sus méritos, incluso ha exagerado el papel del espíritu crítico en oposición radical a los métodos de investigación de los sabios propiamente dichos» (Dupréel, 1980, 102). El Protágoras de Platón también presenta su plan de estudios en la buena administración de los bienes familiares y los asuntos públicos como la ciencia política, (Prt. 318 e ‐ 319 a). Esta ciencia política tiene como eje central la retórica. Según el mito de Prometeo contado por Protágoras, a pesar de la existencia de ciudades que proporcionaban protección de las fieras y otros peligros, los hombres reunidos se atacaban unos a otros por no poseer la ciencia política. Zeus, temiendo el exterminio de la especie humana envió a Hermes para que entregara a los hombres el sentido moral y la justicia, con el fin de que hubiera orden en las ciudades y relaciones amistosas entre los hombres. La retórica sería el instrumento con el cual los hombres reunidos determinan sus acciones. Deliberan a la luz del enfrentamiento de múltiples argumentos con vistas a una acción eficaz desde el punto de vista de los fines. Para Garver (2000), si bien Aristóteles no dice nunca que la actividad de la deliberación pública produce por ella misma un hombre bueno o un buen ciudadano, sí cree que «la actividad deliberativa pública está en el corazón del desarrollo ético y político, de la acción moral y política. La práctica de la persuasión desarrolla las relaciones mutuas necesarias para este desarrollo, no porque ella es un arte, sino en la medida en que ella supone una relación correcta del lógos y del éthos. Es la retórica cívica, y no la retórica profesional, que enseña la virtud» (26). 2.4. Deliberación, prudencia y discurso retórico Retomando el debate sobre Mitilene, queremos anotar que Cleón y Diódoto no se debaten entre una ética familiar y una razón de Estado como sí lo hacen Antígona y Creonte. Ambos 61 oradores comparten razones de Estado, pero los medios defendidos para la salvaguarda del imperio son distintos, el uno defiende las alianzas con los demoi, mientras que el otro, el castigo severo a todos los mitileneos para evitar futuros actos de traición de otras colonias. ( ), y su espacio es la institución Ambos utilizan el mismo instrumento, la democrática de la Asamblea en la que participan ciudadanos que tienen el derecho y la capacidad de juzgar. Pero, si bien en la deliberación política se exponen discursos que siguen los preceptos de una o son el producto de una α o , ¿una buena deliberación vendría dada por esa misma ? ¿O por algo que no es ni o ni π ? La pregunta es pertinente porque para Aristóteles el criterio de la deliberación «correcta» no viene dado por ninguna o π como pensaba Platón, sino por una virtud intelectual, la prudencia (φ ). Antes de entrar en la exposición de Aristóteles sobre la prudencia veamos primero sobre qué se delibera. En el libro III de la Ética a Nicómaco, Aristóteles nos dice en primer lugar que el objeto de la deliberación es aquello de lo cual no deliberaría un loco o un necio, no se delibera sobre lo eterno, ni sobre lo necesario o por naturaleza, ni lo que ocurre por azar, ni sobre los conocimientos exactos o suficientes. Se delibera sobre ciertos asuntos humanos, no todos, sólo aquellos que podrían ocurrir gracias a nuestra intervención. Se delibera sobre lo que está en nuestro poder y es realizable, como por ejemplo, a los ciudadanos atenienses les es posible enviar un trirreme para ejecutar a los mitileneos o enviar otro para evitarlo. Todos los hombres deliberan sobre lo que ellos mismos pueden hacer. Se delibera sobre los medios que «orientan» al fin y sobre la «especificación» de ese fin. El orador no deliberará si persuadirá o no, sino que lo hará en función de mostrar los medios adecuados para un fin determinado y sobre todo aquello que pertenece a ese fin (EN III, 3, 1112 a 17‐ 1112 b 8). En relación con la primera pregunta, Aristóteles responde lo siguiente: «La deliberación tiene lugar, pues, acerca de cosas que suceden la mayoría de las veces de cierta manera, pero cuyo desenlace no es claro y de aquellas en que es indeterminado. Y llamamos a ciertos consejeros en materia de importancia, porque no estamos convencidos de poseer adecuadamente información para hacer un buen diagnóstico» (EN III, 3, 1112 b 8). Quiere decir esto que sobre aquellas cosas en las que desconfiamos de nosotros mismos o que no poseemos suficiente información o que no nos creemos suficientes para decidir por nosotros mismos cabe una deliberación asistida por un consejero. Para Aristóteles, toda deliberación es investigación, porque el que delibera investiga, pero no toda investigación es deliberación. Allí se investiga no sobre lo necesario, sino sobre lo posible y que puede ser realizado por nosotros mismos, puesto que el hombre es el principio de las acciones. Se investiga sobre los instrumentos y también sobre su utilización. De la misma manera, se delibera sobre los medios y cómo utilizarlos. No se delibera sobre las cosas que pueden ser objeto de la percepción como por ejemplo si esto es pan, o si está bien cocido. Y, algo más: El objeto de la deliberación es el mismo que el de la elección, excepto si el de la elección está ya determinado, ya que se elige lo que se ha decidido después de la deliberación. Pues todos cesamos de buscar cómo actuaremos cuando reconducimos el principio <del movimiento> a 62 nosotros mismos y a la parte directiva de nosotros mismos, pues ésta es la que elige (EN III, 3, 1113 a 4‐8). Tenemos entonces tres pasos: deliberación, elección y decisión. La elección ( α ) es un deseo deliberado de cosas a nuestro alcance. La elección es algo voluntario, pero no todo lo voluntario es elección, pues de esta no participan los niños ni los animales y, porque las acciones por impulso, aunque voluntarias, no son elegidas. La elección no es apetito ni impulso, puesto que ellas las poseen los seres irracionales, mientras que la elección no. Un hombre incontinente actúa según su apetito y su impulso, pero no por elección. Por el contrario, un hombre continente, actúa siempre por elección y no por apetito o impulso. La elección siempre va acompañada de razón y reflexión. Se elige también sólo lo posible. Un hombre no podría elegir lo que no está en sus manos, como por ejemplo, la inmortalidad. La elección tampoco puede ser confundida con el deseo porque este se refiere al fin mientras que el otro a los medios conducentes. La elección no es una opinión porque con ella nos referimos también a cosas imposibles y extremas, que están fuera de nuestro alcance y que no las podemos hacer con nuestros propios esfuerzos. La opinión es verdadera o falsa, la elección es elogiada por referirse a un objeto debido. Se elige sobre lo que se sabe exactamente bueno, pero opinamos sobre lo que no sabemos o no sabemos del todo. Los que tienen buenas opiniones no siempre eligen lo que deben (EN 1111 b 5‐1112 a 17). Aristóteles no explica simplemente qué es la deliberación o qué es la elección. Uno de los objetivos de la Ética a Nicómaco es mostrar precisamente qué caracteriza una buena deliberación y una buena elección. En otras palabras su preocupación es sobre el hombre prudente. La elección es un deseo deliberado, y la deliberación es una especie de razonamiento. Pero la buena elección está relacionada con lo práctico, con la virtud ética y no con una ciencia. El hombre prudente es el que es capaz de deliberar rectamente sobre lo que es bueno para sí mismo (EN VI, 1140 a 25) y, por tanto, parece estar a salvo del infortunio. Hemos resaltado la expresión «para sí mismo» porque con ella la definición o el estudio de la prudencia en Aristóteles tendría un sentido privado o individual, cosa que reitera más adelante cuando afirma que el prudente examina bien lo que se refiere a sí mismo. No obstante, en el estudio de la prudencia, Aristóteles expone como modelo de hombre prudente un personaje fundamental en la historia política griega como Pericles. «Pericles y otros como él son prudentes porque pueden ver lo que es bueno para ellos y para los hombres, y pensamos que ésta es una cualidad propia de los administradores y los políticos» (EN VI, 5, 1140 b 5‐10). A diferencia del hombre sabio cuya sabiduría es siempre sobre lo mismo, el hombre prudente es un pronosticador ( 7, 1141 a 30). ) para su propia vida, pero también para la de los demás (EN VI, Según Pierre Aubenque (2010), es difícil saber por qué para Aristóteles Pericles es un representante de la prudencia debido a que se menciona sólo una vez en todo el tratado. Sin embargo, se atreve a señalar que la invocación a Pericles parece menos el hecho de una predilección particular del Estagirita que la alusión clásica a un personaje ya tipificado por la tradición. En el capítulo primero hemos citado un párrafo en el que Tucídides describe la figura de Temístocles como hombre prudente, pero vale la pena recordarlo: 63 […] su inteligencia innata, sin aprendizajes previos ni conocimientos posteriores que lo ampliaran, era el más competente con la mínima reflexión para las decisiones referentes al momento, mientras que era el más hábil para imaginarse las que habían de tomar a muy largo plazo. Lo que comprendía también era capaz de explicarlo y en lo que desconocía no dejaba de dar un juicio suficiente, y de modo especial preveía los pros y los contras aunque no estuviesen manifiestos. En resumen, por sus facultades ( υ ) naturales y la mínima exigencia de preparativos era el más competente ( ) para decidir de inmediato lo preciso (Th. I, 138, 3). La sabiduría es la más exacta de las ciencias, es una ciencia suprema de los objetos más honorables. A diferencia de Anaxágoras o Tales, Temístocles no es un sabio puesto que no posee conocimientos sobre principios ni establece demostraciones, sino que es un político ( ) y la política no es objeto de la sabiduría. Ni la política ni la prudencia es superior a la sabiduría porque el hombre no es lo mejor del cosmos, pero la sabiduría no hace que el hombre sepa lo que le conviene. En ese sentido Anaxágoras y Tales son hombres que saben cosas grandes, admirables, difíciles y divinas, pero inútiles, porque no buscan los bienes humanos (EN VI, 7, 1141 b 1‐8). Temístocles no es un hombre de ciencia, pero en relación con los asuntos humanos «el más competente para decidir de inmediato lo preciso» y eso lo hace superior a los sabios cuya mirada se detiene en lo eterno (Arist. MM. I, 34, 1197 b 8). Para Aristóteles, todo hombre que actúa debe atender lo oportuno ( α ), puesto que, en relación con las acciones humanas, no hay nada establecido. Es por ello que sobre las acciones no puede decirse nada con rigurosa precisión, sino en forma de esquema (EN II, 2, 1104 a 1‐ 10). Los discursos deliberativos de Cleón y de Diódoto plantean razones para actuar en distintos sentidos con vistas a un fin común, la conservación del imperio ateniense. Si tenemos en cuenta que para Aristóteles sólo hay una manera de hacer el bien, pero muchas para hacer el mal (EN II, 5, 1106 b 35), ante la defección de los mitileneos, ¿cómo saber cuál de los dos discursos acierta en su indicación sobre cómo se debe actuar?, ¿qué solución elegir? Cleón es considerado como el anti‐Pericles por criticar severamente los fundamentos de la democracia. Sin embargo, su discurso fue más persuasivo que el de Diódoto en la primera asamblea y en la segunda sesión perdió sólo por una pequeña diferencia de manos alzadas ( α). El segundo discurso de Diódoto fue oportuno en la medida en que derogó el decreto ( φ α) que ordenaba la ejecución de los hombres y la esclavización de las mujeres y niños mitileneos, pero el expuesto en la primera asamblea no fue lo suficientemente persuasivo para apaciguar los ánimos de venganza creados por el discurso de Cleón. Como cualquier orador versado, Cleón conocía el poder persuasivo de las pasiones. Comprendía lo que Aristóteles dirá en su Retórica en relación con la necesidad de hacer no solamente un discurso digno de crédito y demostrativo, sino también cómo debe presentarse ante el auditorio y en qué forma disponerlo pasionalmente. Comprendía que las pasiones inclinan por poco tiempo pero de manera violenta a los hombres de determinada manera (Rh. II, 1, 1378 b 20). La acción humana se desarrolla en un tiempo irreversible y la necesidad de que sea correcta es imperativa. El objeto de la elección no es la consecución de un Bien Absoluto, sino la de hallar un bien relativo a la situación, al momento presente (Aubenque, 2010). Ese bien relativo es el resultado de la confrontación de discursos, pero ¿cómo se juzga sobre lo futuro si todavía no 64 es? ¿Cómo se consideran los hechos futuros a través de las palabras? ¿Qué tipo de percepción hace posible prever lo futuro? La pregunta por las proposiciones de cosas futuras puede encontrar respuesta en la doctrina sobre los futuros contingentes que expone Aristóteles en el Sobre la interpretación. La afirmación de los singulares futuros no es ni verdadera ni falsa, algo que sí ocurre con las cosas que son y con las que fueron (Arist. Int. 9, 18 a 29 y ss). Veamos dos afirmaciones sobre lo futuro en los discursos de Cleón y Diódoto: Pensad además en nuestros aliados: si imponéis las mismas penas a los que se rebelan forzados por nuestros enemigos y a aquellos que lo hacen voluntariamente, ¿quién creéis que dejará de rebelarse con un mínimo de pretexto, toda vez que en caso de éxito obtendrá liberación y en caso de fracaso no sufrirá ningún daño irreparable? (Th. III, 39, 7). Por su parte Diódoto responde lo siguiente: «[…] mediante castigos moderados, podremos disponer en el futuro de ciudades poderosas en el aspecto económico» (Th. III, 46, 4). Lo dicho por los dos oradores no puede ser considerado verdadero ni falso, ni tampoco plantea un determinismo o una necesidad, esto es precisamente la razón por la cual no podemos hablar de una ciencia de la deliberación. Lo que hemos expuesto sobre Cleón en relación con su inclinación a hacer del discurso deliberativo una acusación contra los mitileneos y contra el mismo Diódoto desvía el sentido de la deliberación política. El mismo Aristóteles en su Constitución advirtió esa mala concepción de lo político cuando dice que «a partir de Cleofonte ya se sucedieron sin interrupción en la jefatura del pueblo los que querían sobre todo mostrarse audaces y agradar a las masas, mirando sólo las circunstancias del momento» (Ath. 28, 4). Nos dice en la Retórica que la oratoria judicial es más engañosa que la deliberativa porque los oyentes están más en disposición de favorecer al orador que en formar un juicio propio (Rh. I, 1, 1354 b 30 y ss). Por ello, es necesario no sólo repensar la retórica en contraposición a las críticas de Platón y a los malos usos de los sofistas, sino posicionar en el centro de la teorización sobre la persuasión el discurso deliberativo como pieza fundamental del ejercicio de la ciudadanía. 65 Capítulo III. El discurso deliberativo en los tratados de retórica Aristóteles comienza diciéndonos en la Retórica que, al igual que la dialéctica, la retórica trata asuntos de conocimiento o competencia común ( ) a todos los hombres. Todos los hombres participan ( ) de la retórica y prueba de ello es el hecho de que todos se esfuerzan en descubrir ( ) y sostener ( ) un argumento, en defenderse (ἀ ῖ α ) y en acusar ( α ῖ ). Pero, aunque los hombres hacen esto por una costumbre nacida de su modo de ser ( ), sin seguir reglas, es posible emprender un camino ( ῖ ) hacia su teorización de tal manera que pueda comprenderse cómo logran su objetivo tanto los que obran por costumbre como los que lo hacen por azar. (Rh. I, 1, 1354 a 1‐ 12). Esto significa que la retórica es propia del ser humano, por ello el Estagirita la definió como una facultad ( α ) (Rh. I, 2, 1355 b25), pero también significa que es propia del hombre que habita entre semejantes ( ), puesto que es en comunidad que puede comunicarle a los otros lo conveniente y lo dañoso, el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto (Pol. I, 2, 1253 a). La retórica para Aristóteles hace parte del hombre como ser social y, por ello, debe ocupar un lugar en la reflexión de lo político, no sólo ser aceptada simplemente como «instrumento» o «herramienta», sino como elemento constitutivo de la política, aunque subordinada a esta (EN I, 2, 1094 b1‐10). La forma como se acercó Aristóteles a la retórica en su tratado no fue siempre bien comprendida. La retórica tuvo desde la Edad Media y, hasta bien entrado el siglo XX, una reducción tropológica, se convirtió en lo que Gerard Genette (1970) llamó una «retórica restringida», una retórica que dominaba el campo de la poética y la preceptiva literaria, pero fue rechazada por los filósofos. Pero nuestra visión de la retórica sigue una línea interpretativa que es cada vez más aceptada en la academia. Se trata de ver en la retórica, como la conciben Isócrates, Marco Fabio Quintiliano y Giambattista Vico, una amplia comprensión del ciudadano y de la política (Rocafort, 2010) o, como la concibe Aristóteles en su Retórica, como una teoría de la acción humana, más como φ que como una mera habilidad oratoria o (Ramírez, 1999), como un «arte cívico» que debe ser practicado por los ciudadanos en tanto ciudadanos (Garver, 1994 y 2000) o como una facultad humana imprescindible para la formación en la convivencia y el ejercicio de la ciudadanía en la democracia (Arenas‐Dolz, 2009). Esta relación de la retórica con lo político o de la retórica con el ejercicio de ciudadanía tiene, como hemos visto, sus raíces en el desarrollo en Atenas de las instituciones democráticas y los cambios constitucionales que hicieron posible la participación ciudadana en los campos judicial y político. Sin embargo, es aceptada la idea de que el género retórico que tuvo mayor atención 66 y desarrollo de los recursos y procedimientos ( α ) fue el judicial ( α ) y no el de asamblea o deliberativo ( υ υ υ ). A propósito de esta preeminencia del género judicial sobre el deliberativo, Francisco Cortés nos dice lo siguiente: La retórica de los siglos V y IV a.C., anterior a Aristóteles, tenía como finalidad fundamental facilitar la composición de discursos, especialmente del género judicial. Era práctica y funcionaba de forma descriptiva: se nutría de los discursos, hacía un repertorio de sus elementos, recursos compositivos, etc., tomaba de ellos elementos intercambiables, reaprovechables que agrupaba probablemente en referencia a las distintas partes del discurso para facilitar su reutilización (1998, 339‐340). La composición de los discursos fue una preocupación de maestros de oratoria y oradores a tal punto que se convirtió en la base de las enseñanzas. Una fuerte crítica a la habitual forma de composición retórica a partir de otros discursos se puede ver en el diálogo platónico Menéxeno. Sócrates, no sin mordacidad, cuenta cómo Aspasia expone una parte del discurso fúnebre de forma improvisada, pero para la otra parte se valía de retazos del discurso fúnebre de Pericles (Pl. Mx. 263 b). En Refutaciones sofísticas Aristóteles también nos muestra de manera crítica cómo Gorgias impartía sus enseñanzas a partir de la memorización de enunciados retóricos e interrogativos lo cual se traducía en una enseñanza no de la técnica sino lo que se deriva de la técnica (SE. 183 b 35 y ss.). Pero también hay que anotar que la definición de los géneros discursivos es fundamental, pues es necesario que el orador determine en qué género estará enmarcado su discurso con el fin de elegir correctamente los recursos textuales que harán exitoso su discurso desde el punto de vista persuasivo y definan la expresión ( ) adecuada (Arist. Rh. III, 12, 1413 b 3‐ y ss). La elección del género discursivo hará parte más adelante de lo que se conocerá como la intellectio o examen de la causa22. La definición de partes del texto discursivo, como por ejemplo las que definió Córax ( α, , ἀ , α α , ἀφα φα α , ), que están en función de la exposición del asunto o causa, ayudan a la organización de las estrategias y recursos persuasivos. Esto se ve claramente en todos los tratados de clásicos e incluso en los de hoy. La identificación y diferenciación de los géneros retóricos no sólo es importante para este mismo 22 La intellectio es una de las seis operaciones retóricas básicas o rhetorices partes (inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio o pronuntiatio). La intellectio no es una operación clásica, es decir, no se encuentra definida en los manuales clásicos, sino que fue incluida por Sulpicio Víctor en el siglo II d. C. al conjunto de operaciones. Tomás Albaladejo, teniendo en cuenta las explicaciones de Sulpicio Víctor, nos dice que las funciones de la intellectio son: establecer si la causa posee o no status, es decir, si la causa es clara, sólida para que haya una confrontación dialéctica (teoría de los status generales), su grado de defendibilidad (honesta, admirabilis, anceps, humilis y obscurum), comprensión de la estructura de la causa (simplex, coniuncta y concertativa) y elección del genus aristotélico (iudiciale, deliberativum y demonstrativum) (cf. Albaladejo, 1991, 65‐71) Un artículo importante sobre el estudio de la intellectio es el de Chico F. (1989) y el de Lausberg (1966). Este último dedica una parte importante de su estudio sobre la retórica a la Intellectio en el discurso deliberativo. 67 fin sino que también lo es para otorgarle adecuadamente a cada situación pre‐retórica23 un tipo de discurso. La retórica no sólo ocupó espacios y situaciones como las asambleas, tribunales y ceremonias fúnebres o deportivas, sino que, posteriormente llegará a ser parte de la actividad en los púlpitos, las artes y la academia, por ello, no sorprende que durante la Edad Media nazcan nuevos géneros acordes con estas nuevos espacios como las ars praedicandi o en los que se exponen preceptos para componer sermones, ars dictandi o arte de escribir cartas, ars poeticae en los que se presentan preceptos gramaticales y métricos para escribir poemas, o más recientemente, el género periodístico y el argumentativo (Ruiz de la Cierva, 2008). También es cierto que la desaparición de espacios democráticos como la Asamblea y los tribunales civiles, produjo un declive en el género deliberativo y judicial, y una transformación de la retórica en preceptiva literaria. A los ojos de Materno, uno de los personajes del Diálogo sobre los oradores de Tácito, esto no es nada lamentable, pues la oratoria política es signo de desacuerdos, caos e insubordinaciones. Esto es lo que dice: Así también el foro sobrevive a los antiguos oradores, es prueba de una ciudad no enmendada ni en la medida del deseo compuesta. ¿Pues quién recurre a nosotros, sino el culpable o desgraciado? ¿Qué municipio entra en nuestra clientela, sino el que o un pueblo vecino o una discordia doméstica perturba? ¿Qué provincia defenderemos, sino la despojada y la vejada? Y, sin embargo, habría sido mejor no tener queja que tener reparación. Porque si se encontrara alguna ciudad en que nadie delinquiera, inútil sería entre inocentes el orador, así como entre sanos el médico […] ¿Qué necesidad hay de largos pareceres en el senado, puesto que los mejores rápidamente se ponen de acuerdo? ¿Qué, de muchos discursos ante el pueblo, puesto que sobre la república no los inexpertos y los muchos deciden, sino el más sabio y uno solo? (Dial. XLI, 1‐4). Para Materno, la oratoria depende de las instituciones. Conforme a ello, podríamos decir que los géneros discursivos dependen de la existencia de las instituciones o espacios como las asambleas o tribunales. No obstante, hay que tener presente que, en la actualidad, los medios de comunicación (televisión, radio y prensa) y el mundo digital de la World Wide Web crean espacios diferentes a los físicos para la exposición de discursos en Estados donde los lugares de reunión son prohibidos y la opinión pública es censurada y perseguida. En ese sentido, a pesar de la inexistencia de instituciones, el discurso se manifiesta trascendiendo el espacio y el tiempo a un auditorio multitudinario. Para finalizar esta parte introductoria, diremos que con este capítulo pretendemos seguir la clasificación clásica de los discursos. El género discursivo que ha motivado esta tesis ha sido el deliberativo y, como hemos visto en el segundo capítulo cuando estudiábamos el debate sobre Mitilene, la confusión o utilización del género judicial para tratar asuntos políticos de un orador como Cleón plantea preguntas interesantes. La primera es si en la práctica oratoria es posible hablar de géneros discursivos «puros» o si, por el contrario, lo normal es que los temas se mezclen (Tac. Dial. XXXI.1). La segunda pregunta, ya más cercana a nuestro objetivo, es 23 Tomás Albaladejo define la situación pre‐retórica como el «conjunto de estado de cosas que da lugar a la necesidad del discurso retórico y […] como serie de factores externos implicados en la producción y actualización del comunicativa de dicho discurso» (1991, 51). 68 cómo una definición de los géneros hace claridad sobre la necesidad de que la esencia y el centro de lo político sea la deliberación, y por ello, el discurso deliberativo merece una atención mucho más fuerte en los tratados de retórica, particularmente en uno como el de Aristóteles, considerado como innovador por su sistematización y dilucidación de los procedimientos argumentativos (Cortés, 1998). En relación con la primera pregunta, vale la pena tener en cuenta el estudio de Tomás Albaladejo en el que ha establecido la diferencia entre «género oratorio» y «componente genérico». Veamos: Los géneros oratorios son las clases en las que se encuadran los discursos retóricos concretos. Asociados a los géneros se encuentran los componentes, que forman parte de los discursos concretos, de los que son constituyentes textuales que funcionan como dispositivos textual‐ pragmáticos en relación con las actitudes de los oyentes y de los oradores, así como la constitución textual de los discursos (2000, 18). Lo que nos dice Albaladejo es que existen tanto los géneros judicial, deliberativo y epidíctico, como los componentes judicial, deliberativo y epidíctico. El componente judicial ocupa un lugar central, aunque no exclusivo, en el género judicial, adecúa las estructuras textuales a una situación retórica en la que el oyente decide sobre hechos del pasado. De la misma manera, el componente deliberativo es importante para el género deliberativo al adecuar las estructuras a un oyente que decide, teniendo en cuenta la conveniencia, posibilidad y utilidad, una acción futura. El componente epidíctico moldea los recursos textuales a un oyente que no decide. Por consiguiente, si bien en un discurso deliberativo el componente deliberativo ocupa un lugar central, esto no niega la posibilidad de que otros componentes como el epidíctico, por ejemplo, también conformen el discurso. En pocas palabras, dentro de un mismo género oratorio pueden coexistir varios componentes genéricos. La noción aristotélica de oyente es parte fundamental del concepto «componente genérico» que establece Albaladejo. En el contexto retórico hay un tipo de oyente que decide y uno que sólo es espectador. Dentro de los que deciden, de manera presencial y con derecho y posibilidad de ello, unos lo hacen sobre asuntos del pasado y otros sobre lo futuro. Añade a estas funciones de oyente el hecho de que la reproducción de los discursos, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías posibilitan que oyentes que no asisten o que no tengan posibilidad ni derecho a decidir, se formen una opinión y juzguen el discurso. Por ello se puede establecer una diferencia entre destinatarios «primarios» facultados para decidir y otros «secundarios» que aunque no estén facultados para tomar una decisión, son sujetos de opinión pública (Albaladejo, 1999). Ahora bien, ¿esto explicaría el por qué un discurso como el de Cleón es interpretado como Diódoto como judicial y no como deliberativo y por ello reclama diciendo: «Pienso que estamos deliberando más sobre lo futuro que sobre el presente» (Th. III, 44, 3)? ¿Lo que explícitamente muestra Cleón al inicio de su argumentación al decir: «De estos errores yo intentaré apartaros, demostrándoos que los mitileneos son culpables de injusticia contra vosotros como ninguna otra ciudad lo ha sido» (III, 39, 2), coloca el componente genérico judicial en el centro de un discurso perteneciente al género deliberativo? Albaladejo no tiene 69 en cuenta la posibilidad de que se pronuncie un discurso deliberativo teniendo como componente central el judicial y por ello no nos dice cuáles serían los efectos de esta «dislocación» o «transfiguración». Podemos decir que los conceptos de «género oratorio» y «componente genérico» arrojan luces sobre la clasificación de los genus, tanto clásicos como nuevos, y la recepción de los discursos retóricos, pero el hecho de que algunos oradores trastoquen los componentes genéricos, en el caso del discurso deliberativo, no sólo sirve para la manipulación del auditorio, sino que desdibuja la esencia de lo político. Lo anterior nos conecta con la segunda cuestión. La característica más importante del tratado de Aristóteles es precisamente su decisión de colocar en el centro de su reflexión sobre la persuasión el discurso deliberativo y no el judicial como era ya habitual en algunos sofistas. Nos dice Alfonso Reyes (1961) que lo valioso de la Retórica es que plantea una persuasión que ha de fundarse en el pensamiento, en el discurso y no en las exhibiciones teatrales de viudas llorosas, huérfanos hambrientos y otros recursos extra‐técnicos que manipulan pasionalmente a los oyentes. «El error de los que tal hacen proviene de que piensan sólo en el alegato judicial, olvidando así que la pureza retórica reside más bien en la deliberativa, en la oratoria política» (376). Es posible ver en varios pasajes de la Retórica un ánimo de Aristóteles de establecer fuertes diferencias en los roles que cumplen los oyentes y cierto rechazo por la utilización no‐ técnica de recursos propios del género judicial en el deliberativo, pero que deben ser regulados (Rh. II, 1354 b 5‐15; III, 14, 1415 b 32‐35 y III, 17, 3, 1418 a 25‐34). En este capítulo analizaremos el discurso deliberativo en los dos tratados más antiguos que se conservan, el de Anaxímenes de Lámpsaco y el de Aristóteles. A pesar de ser poco estudiada en nuestro medio, lo cual dificulta la discusión con otras interpretaciones y lecturas, la obra de Anaxímenes de Lámpsaco, Retórica a Alejandro, merece ser tenida en cuenta por dedicar una parte importante al discurso deliberativo. En ellas podemos ver un grado interesante de sistematización de un discurso que se caracteriza por tratar el difícil tema de las cosas futuras. 3.1. El discurso deliberativo en la Retórica a Alejandro La Retórica a Alejandro es el manual de retórica más antiguo que se conserva. Se sitúa entre el 340 y el 300 a.C. Durante mucho tiempo se le atribuyó a Aristóteles debido a que aparece, a modo de presentación del tratado, una carta del Estagirita dirigida a Alejandro. Se sabe que la carta pudo ser escrita e incluida en la obra entre los siglos II‐III d. C. Muchos autores, como L. Spengel y G. La Bua, niegan tanto la autenticidad de la carta como el que Aristóteles haya escrito tal obra. Otros, como P. Gohlke, la confirman. Sin embargo, más allá de quien sea su autor, lo importante es tener en cuenta que en este manual se encuentra la primera clasificación de géneros retóricos y ofrece, sin desconocer el carácter circunstancial del discurso retórico, una amplia exposición sobre los temas que son objeto de deliberación pública y los lugares comunes sobre los cuales el orador puede tratar con éxito dichos asuntos en los consejos y en las asambleas, de ahí su valor didáctico, más que filosófico. Según Pernot (2000), en la Retórica a Alejandro encontramos una sistematización de la retórica del pasado y el presente de Anaxímenes. 70 Pero antes de iniciar la exposición de este tratado, es importante tener en cuenta que en la Carta se sigue, a pesar de los siglos de diferencia, lo expuesto por Pericles en el Epitafio en relación con la idea de exaltar y concebir el discurso como guía para la acción política. Veamos: Por medio del discurso reprobamos a los malos que manifiestan su maldad y aprobamos a los honrados que muestran su virtud. Con el discurso prevenimos los males futuros y gozamos de los bienes presentes. También por medio del discurso evitamos las contrariedades inminentes y conseguimos las ventajas que no poseemos. Pues como es preferible una vida sin penas, así es deseable un discurso inteligente (Rh. Al. 6). Sobre la deliberación se dice lo siguiente: […] deliberar es la actividad humana más divina, de modo que no debes consumir tu esfuerzo en cosas marginales y viles, sino que debes querer aprender el fundamento mismo del bien deliberar. ¿Qué persona sensata discutiría que actuar sin haber deliberado es señal de insensatez, y que bajo la guía del discurso llevar a cabo algo de lo que prescribe es señal de educación? Todo el mundo sabe que los griegos que mejor gobiernan recurren primero al discurso y después a los hechos; y además de ellos, los bárbaros que están mejor considerados utilizan el discurso antes que las acciones, pues saben muy bien que la visión de lo provechoso que nace gracias al discurso es acrópolis de salvación. Se debe creer inexpugnable esta visión, y no considerar que la seguridad de los edificios puede salvarnos (Rh. Al. 8‐9). El énfasis que se hace sobre el discurso y la deliberación en la Carta nos hace pensar en la cercanía que tenía su autor a una retórica como arte para la acción correcta. No menos importante es la cercanía que tiene el tratado como tal a la práctica habitual de la retórica del siglo IV a.C. (Iglesias, 1997). Su autor, Anaxímenes de Lámpsaco, es un maestro de oratoria que no sólo utiliza ejemplos de su propia cosecha para ilustrar sus prescripciones sino que con su obra encierra los preceptos tradicionales de la retórica anterior y lo que habían enseñado sus predecesores (Moraux, 1954). En el tratado de Anaxímenes se diferencian tres géneros ( deliberativo ( ), demostrativo ( distingue siete especies ( ἴ ): suasoria ( ( α ), vituperadora ( ) del discurso, a saber, ) y judicial ( ), α ), disuasoria (ἀ acusatoria ( α ). A su vez ), ), laudatoria exculpatoria (ἀ ) e indagatoria ( α ). Esta clasificación hace que el tratado supere a los anteriores manuales de retórica, especialmente por su estima al género epidíctico y su dispositio, pero también por tratar en primer lugar a las especies suasorias y disuasorias. De estas especies, afirma Anaxímenes que su utilización es de las más frecuentes en las disputas privadas ( α ) y en las deliberaciones públicas ( αῖ α ) (Rh. Al. 1,2). La especie suasoria tiene como fin la inducción a elecciones, razones o acciones. Por el contrario, la disuasión es la objeción a elecciones ( α ), razones ( υ ) o acciones ( ). Si busca la persuasión, el orador debe mostrar que las cosas son justas, legales, convenientes, nobles, agradables, fáciles y, cuando induzcan a cosas molestas, debe mostrarlas como factibles y necesario hacerlas. El que disuade debe hacer lo contrario, debe decir que es 71 injusto, ilegal, inconveniente, desagradable, no factible, difícil e innecesario actuar, elegir o razonar en un determinado sentido (Rh. Al. 1, 3‐4). Según Anaxímenes el orador debe comprender el sentido en sí mismo de lo justo, lo conveniente, lo noble, lo agradable, lo fácil y lo legal; y además qué cosas se consideran aceptadas según la opinión como justas, convenientes, legales, etc. Estos comprenderán los argumentos que podrá esgrimir en las deliberaciones, en los juicios o en las ceremonias. Es así entonces que define lo justo ( α ) como el hábito no escrito ( ἄ αφ ), una ley común, de todos o la mayoría que define lo noble y lo vergonzoso, como por ejemplo «honrar a los progenitores, beneficiar a los amigos y corresponder a los bienhechores» (Rh. Al. 1, 7). Para Anaxímenes, lo justo se contrapone a lo legal ( α), con lo cual se alude a las leyes escritas. Estas nacen del común acuerdo de una ciudad que prescribe cómo deben hacerse las cosas. Lo conveniente ( υ φ ) «es la vigilancia de los bienes presentes o la adquisición de los que no se tienen, o la liberación de los males presentes o la evitación de los daños que se teme que ocurran» (Rh. Al. 1, 9). El orador debe diferenciar lo conveniente para los individuos y para las ciudades. En relación con los individuos, el cuerpo, el alma y las posesiones son sus mayores bienes. Para cada uno de estos bienes se busca la fuerza, la belleza y la salud porque son consideradas convenientes para el cuerpo; en relación con el alma el valor, la sabiduría, la justicia; y lo conveniente en relación con los bienes adquiridos se encuentran los amigos, el dinero y las propiedades. En relación con las ciudades, lo conveniente es la concordia, potencia militar, dinero y abundancia de ingresos, excelencia y gran número de aliados. Las cosas nobles ( α ) procuran honor a aquellos que las realizan. Las agradables comportan placer cuando se realizan que se cumplen en el menor tiempo posible, menor gasto y fatiga. Las cosas posibles son aquellas que pueden ocurrir y las necesarias son aquellas cuya realización no está en nuestro poder, sino que son por necesidad divina o humana. A partir de conceptos contrarios también se hará patente lo justo, lo conveniente, lo agradable, etc. Por ejemplo, decir que es justo castigar a los que hacen algún mal, es tan justo como elogiar a los bienhechores o si se interesa honrara los buenos ciudadanos, sería conveniente castigar a los malos (Rh. Al. 1, 7‐ 15). Los asuntos sobre los que se delibera en reuniones públicas como las asambleas y consejos son clasificados exhaustivamente por Anaxímenes para comprenderlos claramente, de tal manera que, según las circunstancias en que se desarrollen, se puedan obtener ideas propias para cada deliberación. Se delibera entonces sobre los siguientes asuntos: a) sobre las fiestas religiosas, b) las leyes, c) la constitución política, d) las alianzas y tratados con otras ciudades, e) la guerra, α) f) la paz, y g) los ingresos de dinero. El conocimiento de las ideas comunes ( presentes regularmente en las discusiones de esos asuntos puede ser aplicado en el discurso y, por ello es necesario clasificarlas claramente. Se propenderá por la conservación de las fiestas religiosas ( ) basándose en el argumento de justicia, es decir, diciendo que es injusto violar hábitos patrios, que todos los oráculos prescriben hacer la celebración según esos hábitos; que es necesario conservar como se han venido haciendo porque así lo hicieron los que fundaron la ciudad. Por el contrario, se buscará que se cambien ciertas formas de realización de las fiestas para que sean más humildes o mejores. 72 Cuando se debata sobre las leyes ( ), se podrá defender una ley que es igual para todos, que es compatible con las demás leyes y conveniente para la ciudad, para su concordia o para la excelencia de los ciudadanos, los ingresos públicos, la buena consideración de la ciudad, el poderío político o cosas similares. El que se opone a una ley deberá mostrarla en su lugar como inconveniente o perjudicial. Si se quiere hablar sobre la constitución política, sea esta democrática u oligárquica, se podrá decir de la primera, para evitar revueltas, que los cargos menores y más numerosos son por sorteo, por medio de leyes se debe impedir que los pobres acechen los bienes de los ricos; en las oligarquías se deberán sentarse penas severas para quienes intenten ultrajar a un ciudadano, que las discrepancias entre los ciudadanos se solucionen rápidamente, que no amontone la población del campo en la ciudad, pues con ello se evita que éstas derroquen a las oligarquías, se deberá también disuadir a los que participan en política de ultrajar a los débiles y acusar falsamente a los ciudadanos. En relación con los temas de alianzas y tratados con otros estados, el orador deberá comprender que para apoyar una alianza se debe hacer ver a su auditorio que se trata de una ocasión en la que se es débil o se espera una guerra y mostrar que se hará con quienes son justos o con quienes se han hecho antes alianzas beneficiosas para la ciudad, que los posibles aliados son fuertes o que son vecinos próximos. En el caso de que se quiera oponer, un orador deberá mostrar que en el momento no será necesario dicha alianza, en segundo lugar, que los aliados no son justos, que han perjudicado antes la ciudad, que son débiles y por tanto no podrán acudir al auxilio oportunamente o que son distantes. Sobre la guerra ( ) y la paz ( ), temas tratados de manera distinta por Anaxímenes, el orador deberá conocer que las razones para declarar una guerra a alguien son: que se haya cometido injusticia contra la ciudad y que es posible tomar venganza, si se sufre la agresión y se ha de luchar en defensa propia o de algún pariente o benefactor, si se necesita socorrer a los aliados que sufren una injusticia, si es conveniente para la ciudad, para obtener buena consideración, poder, buenas ganancias o cualquier otra cosa por el estilo. El orador que exhorte a la guerra debe reunir el mayor número de estas razones y después mostrar a su auditorio que se encuentran en posesión de la mayoría de las cosas que hacen ganar una guerra como, por ejemplo, «la benevolencia de los dioses o fortuna, el número y fuerza de las tropas, la abundancia de dinero, la inteligencia del general, la virtud de los aliados o la naturaleza del lugar» (Rh. Al. 2, 28). Los hechos juegan un papel importante en la argumentación, pues a ellos se les sumarán los más apropiados argumentos para aminorar los de los contrarios y aumentando los propios mediante amplificaciones. Si se quiere impedir una guerra a punto de declararse, el orador deberá en primer lugar, mostrar que no hay ninguna razón en absoluto para luchar, que los motivos del enfado son insignificantes o sin importancia, que no conviene hacer la guerra haciendo patente las desgracias y consecuencias nefastas que traería o que la victoria está más del lado del enemigo. Pero si se quiere parar una guerra que ya ha iniciado, si a quienes se dirige el orador lleva la victoria, se debe decir que «el que tiene sentido común no debe esperar hasta que sufra una derrota, sino en la victoria firmar la paz, luego que en la guerra es natural que 73 mueran muchos, incluso de los vencedores, pero la paz salva a los perdedores y [permite que] los vencedores disfruten de las cosas por las que lucharon» (Rh. Al. 2, 30). Según Anaxímenes la guerra se termina cuando los hombres estiman que los adversarios tienen la razón, cuando tienen desacuerdos con los aliados, cuando se agotan por la confrontación, por miedo a los enemigos o por revueltas internas. El orador, una vez sepa esto podrá componer una argumentación eficaz para la búsqueda de la paz. También podrá exhortar a la paz si expone los imprevistos y cambios de fortuna en la guerra. A los que van perdiendo, puede «exhortarlos a que no se irriten con los que iniciaron los agravios y se convenzan con las desgracias; que tengan en cuenta los peligros que se corren por no firmar la paz; y que es preferible ceder una parte de los bienes a los más fuertes que ser derrotados en la guerra y perder la vida además de las posesiones» (Rh. Al. 2, 31). Otro tema sobre el que se basan las deliberaciones son los ingresos de dinero ( ). El orador que quiera proponer una forma de aumentarlos deberá observar si posesiones de la ciudad se encuentran descuidadas sin aportar ningún ingreso y que tampoco estén sirviendo a los dioses. Debe proponer que la venta o alquiler de dichos activos reportaría un ingreso económico importante. Pero en caso de que no existan este tipo de bienes descuidados, es necesario que promueva hacer las contribuciones según las rentas estimadas, así los ricos podrían proporcionar dinero, los artesanos armas, y los pobres su persona en caso de peligro. Es muy importante que todas las propuestas sobre este asunto sean iguales para todos los ciudadanos, duraderas e importantes, lo contrario harán quienes se opongan a ellas. Según Iglesias (1997), los lugares comunes proporcionados por Anaxímenes pueden identificarse en los discursos de Tucídides expuestos en la Historia de la Guerra del Peloponeso en los que se desarrollan temas como las alianzas, la guerra (a favor se pueden ver: I, 68‐71; I, 86; I, 120‐124; entre otros; en contra de que esta comience: I, 73‐78; I, 80‐85; VI, 9‐14). 3.2. El discurso deliberativo en la Retórica de Aristóteles La Retórica de Aristóteles data probablemente del 335 a.C. During (2005) señala que fue escrita después del Fedro de Platón, hacia el final del período 360‐355, pero se inclina a creer que toda la obra pertenece a distintos momentos del período académico del Estagirita. Así, los libros I y II, configuran un escrito bien redondeado sobre la techne rhetorike a excepción de los capítulos 23‐24 que fueron incluidos posteriormente. El libro III también conforma una unidad pero dedicada a la prosa. Se sabe que a la edad de 25 o 26 años, siendo estudiante de la Academia, Aristóteles escribió una obra, probablemente en forma de diálogo, llamada Π Γ , para participar en un debate sobre las virtudes y las ventajas de la retórica y su relación con la democracia, la participación de los ciudadanos, la adulación y la 74 ignorancia. El Grilo24, como suele llamarse, es una obra que critica fuertemente el fin y los métodos de la oratoria, en particular la epidíctica. En Retórica el discurso epidíctico no es objeto de críticas negativas. Todo lo contrario. Aristóteles lo considerará como el discurso más adecuado para la expresión del talante del orador (I, 1366 a 25‐29) y, por otro lado, establecerá diferencias entre el elogio ( α ), el encomio ( ) y la bendición ( α α ) o felicitación ( α ) que permiten mostrar la vecindad entre el elogio y el discurso deliberativo (I, 1367 a 39‐ 1368 a 9). Para Aristóteles existen tres géneros ( ) de discurso retórico, a saber, el deliberativo ( υ υ υ ), el judicial ( α ), y el epidíctico ( ). En cada tipo de discurso retórico el oyente (ἀ α ) cumple una función específica: en el deliberativo es un miembro de la asamblea ( α ) que juzga sobre lo que es conveniente o perjudicial; en el judicial es un juez ( α ) que juzga sobre lo justo o injusto de una acción y en el epidíctico es un espectador ( ) que, además de evaluar la elocuencia del orador, aprecia las acciones como bellas o vergonzosas. Por otra parte, en la deliberación el orador expone un consejo ( ) sobre lo que le parece mejor o una disuasión (ἀ ) sobre lo que parece peor, pues lo habitual es que en las reuniones privadas se aconseje a partir de asuntos privados y en las asambleas públicas ante el demos, el discurso verse sobre el interés común. Los discursos judiciales versan sobre la acusación ( α de lo justo o lo injusto, y el epidíctico, sobre el elogio ( con lo bello o lo vergonzoso (Rh. I, 3, 1358a 36‐b20). α) y la defensa (ἀ α) en virtud ) o la censura ( ) en relación α Otras características de los géneros discursivos recalcados por Aristóteles tienen que ver con el tiempo ( ) y el fin ( ). Lo primero, es la temporalidad peculiar a cada género que conecta el discurso con la acción, es decir que, en virtud del papel de juez o de espectador que cumplen los oyentes, el discurso debe hacer que estos juzguen un hecho del pasado o elijan y realicen una acción que tienda hacia lo más conveniente y que de alguna manera asegure un futuro no desfavorable. En efecto, el discurso deliberativo versa sobre el futuro «pues se delibera sobre lo que sucederá, sea aconsejándolo, sea disuadiendo de ello»; el tiempo del discurso judicial es el pasado «ya que siempre se hacen acusaciones o defensas en relación con acontecimientos ya sucedidos»; y en el epidíctico, el tiempo es el presente «puesto que todos alaban o censuran conforme a lo que es pertinente <al caso>, aunque muchas veces puede actualizarse lo pasado por medio de la memoria y lo futuro usando conjeturas» (Rh. I, 3, 1358b 15‐20). Pero el discurso deliberativo no sólo se ocupa de lo futuro ( ). En Retórica I, 6,1362 a 15 y en I, 8, 1366 a 18 Aristóteles también nos muestra que el presente ( α ) hace parte del discurso político. Con ello, no necesariamente se puede afirmar que hay una contradicción en 24 Aristóteles toma la figura de Grilo, hijo de Jenofonte que murió luchando al lado de los espartanos en la batalla de Mantinea en el 362 a.C. para criticar fuertemente la retórica de su tiempo. 75 la exposición del Estagirita, sino más bien una advertencia de la complejidad de trazar características fijas a una práctica habitual que requiere ser teorizada para comprender la manera como se da la persuasión, pero también a un lógos circunstancial. Quintín Racionero en su comentario número 75 de su traducción de la Retórica, nos ofrece una anotación de E. M. Cope en su Introduction to Aristotle’s Rhetoric, en la cual señala que este cambio del tiempo se produce cuando se pasa del consejo privado al campo de la asamblea pública y al concepto político. Según Cope (1867), la retórica deliberativa deriva de uno de sus nombres, , por la circunstancia de que sea por lo general dirigida a las asambleas públicas en las que se debaten temas de interés nacional. Pero es necesario tener en cuenta la cercanía que tiene el discurso epidíctico, al deliberativo, pues discursos como el Panegírico (IV) y el Panatenaico de Isócrates está cada uno dirigido a asamblea y elaborados para pedir una política de unión contra los persas, lo cual hace pensar el como un caso particular del υ υ υ . A nuestro modo de ver, esta característica del discurso deliberativo lo convierte en uno géneros de los más difíciles de tecnificar bajo un manual pero, al mismo tiempo, superior a los demás. En un capítulo anterior Aristóteles ha señalado que la oratoria política es menos engañosa que la judicial por ser más propia de la comunidad, pues en ella el oyente juzga sobre cosas propias, mientras que el que asiste a un tribunal debe juzgar sobre asuntos ajenos (Rh.I, 1, 1354 b 25 y ss). Lo complejo está en que esos asuntos próximos al auditorio exigen una acción específica guiada por la actualización verosímil de conjeturas o presunciones ( ) (Rh.I, 1, 1358 b 20). Por el momento, no ahondaremos en este asunto porque amerita dedicarle un apartado más extenso. La otra característica de los géneros discursivos tiene que ver con los fines. Sobre ello, Aristóteles dice lo siguiente: Cada uno de estos <géneros> tiene además un fin que son tres como los tres géneros que existen. Para el que delibera, <el fin> es lo conveniente y lo perjudicial. Pues en efecto: el que aconseja recomienda lo que le parece lo mejor, mientras que el que disuade aparta de esto mismo tomándolo por lo peor, y todo lo demás –como lo justo o lo injusto, lo bello o lo vergonzoso– lo añaden como complemento. Para los que litigan en un juicio, <el fin> es lo justo y lo injusto, y las demás cosas también éstos añaden como complemento. Por último, para los que elogian o censuran, <el fin es> lo bello y lo vergonzoso, y éstos igualmente superponen otros razonamientos accesorios (Rh. I, 3, 1358b 21‐29). Como vemos, el discurso deliberativo tiene como fin esencial lo conveniente ( υ φ ) y lo perjudicial ( α ) puesto que, en efecto, todo orador que aconseja se esfuerza por recomendar lo provechoso y disuadir sobre lo perjudicial. No obstante, también puede aludir con su discurso a lo bello o vergonzoso, lo justo o injusto, pero será la búsqueda de lo conveniente lo que constituirá la finalidad de su discurso en las asambleas públicas. Seguidamente, Aristóteles hace una exposición de los enunciados propios de la retórica, a saber, las pruebas concluyentes ( α), las probabilidades ( α) y los signos ( ῖα), con los cuales se componen los razonamientos entimemáticos o silogismos retóricos. Por otro lado, en los tres géneros discursivos se utilizan enunciados concernientes a lo posible y a lo imposible, a si sucedió o no sucedió; a valores abstractos como lo grande y lo pequeño, bien y 76 mal, bello y vergonzoso, justo e injusto; y particulares como si tal acción es un delito o si tal cosa es grande o pequeña. Al igual que Anaxímenes, Aristóteles también delibera sobre los temas principales temas que habitualmente son objeto de deliberación, pero con la diferencia de que sólo enumera cinco temas en lugar de seis debido a que la guerra y la paz son tratados conjuntamente. Esos asuntos son: a) los que se refieren a la adquisición de recursos, b) la guerra y a la paz, c) la defensa del territorio, d) las importaciones y exportaciones, e) la legislación. Tabla 3. Asuntos sobre los cuales se acostumbra a deliberar Anaxímenes de Lámpsaco Aristóteles Las fiestas religiosas La adquisición de recursos Las leyes La guerra y la paz La constitución política La defensa del territorio Las alianzas y tratados con otras Las importaciones y exportaciones ciudades La guerra La legislación La paz Los ingresos de dinero. Para los consejos sobre la adquisición de recursos un lugar común apropiado es el del más y del menos, como por ejemplo decir que «no se hacen más ricos los que acrecientan los bienes que ya poseen, sino también los que reducen los gastos». Los consejos sobre estos asuntos requieren que el orador tenga un conocimiento sobre las finanzas de la ciudad, debe conocer cuáles y cuántas son las ganancias para que pueda aumentarlas o reponerlas, debe saber la totalidad de los gastos con el fin de prescindir de lo nimio y reducir en lo que resulta excesivo, pero también debe tener conocimiento o posibilidad de investigar los mecanismos que han utilizado otros pueblos en el pasado (Rh. I, 4, 1359b 20‐32). Sobre la guerra y la paz Aristóteles nos dice que el orador debe conocer el poder militar de la ciudad en relación con sus fuerzas actuales y posibilidad de aumentarlas, qué tipo de fuerzas posee y con cuales cuenta, cómo participaron esas fuerzas en confrontaciones anteriores. El orador debe conocer tanto sus propias fuerzas como las de otras ciudades vecinas, debe saber qué ciudades verosímilmente representan una amenaza de confrontación bélica con el fin de mantener la paz con las más fuertes y poder atacar a las más débiles, debe saber si sus recursos militares son equiparables con los de las ciudades vecinas de tal manera que pueda formarse una idea de la superioridad o inferioridad frete a los demás. Otro aspecto importante dentro de la formación del orador es que conozca las guerras propias y ajenas y como fueron 77 resueltas, pues en estos casos se debe plasmar en el discurso la idea de que a partir de causas análogas se producen resultados semejantes. Sobre la defensa del territorio, es necesario conocer cómo está custodiado, es decir que se debe saber la cantidad y forma de las defensas existentes, saber si son débiles a fin de reforzarlas o reorganizarlas para que aseguren verdaderos puntos de peligro que el enemigo puede aprovechar para causar daño. Sobre las importaciones y exportaciones esto dice Aristóteles: Por lo que toca a las provisiones, se debe conocer cuántos y cuáles gastos son suficientes para la ciudad, qué es lo que ella produce por sí misma y lo que importa y qué artículos de exportación e importación precisan con otros pueblos, a fin de suscribir con ellos acuerdos y pactos. En este sentido, es menester vigilar con cuidado que estén libres de queja ciudadanos correspondientes a dos <clases de pueblos>: los más fuertes y los que son útiles para el comercio (Rh. I, 4, 1360 a 11‐18). También es importantísimo el conocimiento de la legislación, pues «en las leyes estriba la salvaguardia de la ciudad» (Rh. I, 4, 1360 a 20). El orador conocer también las formas de gobierno y las condiciones que las conservan o corrompen, asunto que también trata en la Política, cuál es la que más conviene según las existentes en el pasado o la de las ciudades vecinas y cómo estas formas de gobiernos se ajustan a la naturaleza de los pueblos. Aristóteles tratará con mayor extensión este tema que relaciona la actividad del orador con la necesidad de conocer las formas de gobierno, sus fines y hábitos en capítulo 8 del libro I. Pero vale la pena antes de exponer sus consideraciones sobre cómo puede adquirir experiencia en estos temas. Veamos: De manera que se hace evidente lo útiles que, en orden a la legislación, resultan los viajes por el mundo (puesto que en ellos se pueden aprender las leyes de los pueblos), así como lo resultan, en orden a las deliberaciones políticas, los escritos históricos de aquellos que escriben sobre las acciones de los hombres. Pero de todo esto es ya tarea de la Política y no de la Retórica (Rh. I, 4, 1359b 33‐35). En varios lugares de la Retórica pueden encontrarse estos encuentros explícitos entre la retórica y la política, vemos en este caso la importancia que tienen los escritos históricos ( αφ α ) en la formación del orador político. Según Aristóteles, en dichos escritos se encuentran las acciones ( ) de los hombres del pasado. En ese sentido, podríamos resaltar el valor que tendrían obras como las de Tucídides, Heródoto o las del propio Homero. No obstante cabría preguntarnos de si para la elaboración de un discurso deliberativo, al ocuparse de lo futuro, ¿no serían más adecuadas las obras de los poetas? Recordemos que en la Poética, cuando Aristóteles establece la diferencia entre la actividad historiador y el poeta, señala que la poesía es más filosófica que la historia por referirse a lo universal ( α υ). Veamos: Según lo dicho, resulta evidente que no es tarea del poeta referir lo que realmente sucede sino lo que podría suceder y los acontecimientos posibles, de acuerdo con la probabilidad o la necesidad. El historiador y el poeta no difieren por el hecho de escribir en prosa o verso. Si las obras de Heródoto fueran versificadas, en modo alguno dejarían de ser historia, tanto en prosa 78 como en verso. Pero [el historiador y el poeta] difieren en que el uno narra lo que sucedió y el otro lo que podría suceder. Por eso la poesía es algo más filosófico que la historia; la una se refiere a lo universal; la otra, a lo particular. Lo universal es lo que corresponde decir ( ) o hacer ( ) a cierta clase de hombre, de modo probable o necesario. De allí parte la poesía, al atribuir nombres [a los personajes]. Lo particular es lo que hizo o padeció Alcibíades (Po. 9, 1451 a36 ‐ 1451b10). Este pasaje de la Poética no está exento de controversias interpretativas, sobre todo en lo que tiene que ver con la universalidad de la obra trágica, algo que no trataremos aquí, pero sí conviene decir que con estas palabras no se están menospreciando las obras historiográficas. Todo lo contrario. Como vimos en el pasaje de Retórica el valor de los textos históricos radica, a pesar de su expresión de lo particular, en la gran cantidad de narraciones sobre las acciones de grandes figuras políticas del pasado, de discusiones sobre las formas de gobierno como la que nos ofrece Heródoto en el libro III entre Otanes, Megabixio y Darío, o como vimos en Tucídides que complementa la narración con discursos que guiaron las acciones de guerra, de paz o de alianzas entre los pueblos griegos. Los poetas y la tragedia ateniense en general cumplieron un papel muy importante en la formación cívica de los ciudadanos. Como vimos en el segundo capítulo, para Aristóteles el fin de la obra trágica no es la representación de unos hombres, sino de una acción noble (Po.1450 a15 y ss). Para Adrados (1997b), la tragedia no es, como llegaron a definirla estrechamente Goethe o los estoicos y cristianos, como aquella que presupone un conflicto sin salida, ni aquella en la que un ser malvado es responsable de la peripecia trágica o que se refiere a un destino ineludible o que presenta a un hombre en soledad en medio de un mundo incomprensible, sino aquella que obliga a los personajes, particularmente al héroe trágico, a tomar una decisión cuyos resultados no están libres de males, pero que buscan una salida, una liberación, una esperanza y un alejamiento del mal a través del dolor o de la muerte. Es por ello que: El coro, el poeta, el público viven la peripecia del héroe, lloran porque éste sea como es. Pero es, y es admirado por ello. El hombre se traduce en la acción, no existe sin la acción. Y toda acción arrastra consecuencias, ya lo sabían las filosofías indias. También los griegos lo sabían, pero preconizaban, pese a todo la acción. Nadie se alegra de que las cosas sean como son y nadie le quita la libertad al hombre, aunque su elección siga unas líneas que la leyenda ya conoce. Tampoco se le condena moralmente. Su acción y su valor de la misma son elogiados. Son comprendidos. Sería mejor que el mundo no fuera así. Pero es así (Adrados, 1997b, 156). El teatro ateniense no sólo ha influido la manera en que se expresan o actúan los oradores para disponer pasionalmente al auditorio. Recordemos que Gorgias en el Encomio a Helena destaca el papel de la poesía al resaltar que «quienes la escuchan suele invadirles un escalofrío de terror, una compasión desbordante de lágrimas, una aflicción por amor a los dolientes; con ocasión de venturas y desventuras de acciones y personas extrañas, el alma experimenta, por medio de las palabras una experiencia propia» (Gorg. Hel.9). Por lo que hemos podido observar, los asuntos sobre los cuales habitualmente se discuten en las asambleas públicas requieren un orador formado no sólo en fórmulas de persuasión, sino 79 en cierta cultura general. Pero, también requiere un auditorio formado, dispuesto y atento a las palabras de los oradores. Esto último no parece difícil toda vez que los atenienses, como lo denunciaba Cleón en su discurso en el debate sobre Mitilene: […] soléis ser espectadores de discursos, pero oyentes de hechos que consideran los hechos, que consideráis los hechos futuros a la luz de bellas palabras, en las que basáis sus posibilidades, y los ya sucedidos a la luz de las críticas brillantemente expresadas, dando menos crédito al acontecimiento que han presenciado vuestros ojos que al relato que habéis oído (Th. III, 4). 3.3. La retórica y las formas de gobierno En el capítulo octavo del libro I de la Retórica, Aristóteles trata el tema de las formas gobierno ( α ). Esta exposición no debe confundirse con la discusión sobre la mejor forma de gobierno, sino simplemente con la presentación de medios para la configuración de pruebas por persuasión respecto a lo conveniente ( υ φ ), objeto de toda deliberación y discusión política en medio de un auditorio inmerso en una forma constitucional que, según el Estagirita, ahorma sus hábitos. En el discurso de asamblea se delibera en torno a lo conveniente, es decir, sobre los medios que permitan de manera adecuada conseguir un fin determinado (Rh. 1362 a 15 ss.). Ahora bien, lo conveniente está siempre en relación con la salvaguarda de la ciudad, pero cada pólis, de acuerdo con su régimen político o constitución, tiende hacia fines diferentes. En Política Aristóteles define α como: «la organización de las magistraturas en las ciudades, cómo se distribuyen, cuál es el elemento soberano y cuál el fin de la comunidad en cada caso» (Pol. VI, 1, 1289 a 15). Es decir que una α estructura y organiza las instituciones de poder del Estado, las formas de participación haciendo que los individuos se conviertan en ciudadanos o simples gobernados, explicita la forma de la autoridad o soberanía, pero lo más importante es que una α es «la forma de vida ( ) de la ciudad» (Pol. VI, 11, 1295 a 40). En esa medida, una ciudad no son sus murallas, ni una mera agrupación, es una comunidad de ciudadanos en un régimen y, al mismo tiempo, dicho régimen moldea la forma de vida de la ciudad a tal punto que si cambia aquella, el también cambia. En Política, Aristóteles enumera tres regímenes rectos ( α ) y tres desviados ( α ), de los primeros hacen parte, la monarquía ( α α), la aristocracia (ἀ α α) y la república ( α); del segundo grupo, la tiranía ( υ α ), la oligarquía ( α α) y la democracia ( α α) (Pol.VI, 2, 1289 a 12 ss.). En Retórica no establece diferencias entre formas rectas y desviadas sino que simplemente enumera, en principio, la democracia, oligarquía, aristocracia, monarquía y luego agrega la tiranía como forma de una monarquía gobernada sin reglas y sin límites. Las diferencias entre las formas de gobierno radican en el tipo de soberanía que poseen, por ejemplo, en la democracia las magistraturas se reparten por sorteo lo cual posibilita que cualquiera que participa de tiene igualdad de posibilidad de 80 ocuparlas; en la oligarquía se otorgan según el censo; en la aristocracia se atribuyen de acuerdo con la educación, en la monarquía uno sólo es señor de todos (Rh. I, 8, 1365 b 28 ss.). Además de esto, Aristóteles expone el fin ( el de la democracia es la libertad ( υ ) de cada una de estas formas de gobierno así: α); el de la oligarquía, la riqueza ( ); el de la aristocracia, la educación y las leyes ( α α α α); y el de la tiranía la defensa de la ciudad (φυ α ). El objetivo de enumerar formas de gobierno y los distintos fines que tiene cada una de esas formas parte de la idea de que todo esto define el êthos de los ciudadanos y tiene como objetivo mostrar que todo orador debe conocer los hábitos de los ciudadanos a los que se dirige su discurso en las reuniones públicas. Esto es lo que dice: Resulta evidente, por lo tanto, que es con relación al fin de cada una de estas <formas de gobierno> por lo que se deben distinguir sus hábitos y sus usos legales y lo que conviene a cada una; pues se elige tomando esto por referencia. Y puesto que las pruebas por persuasión proceden, no sólo del discurso epidíctico, sino también del talante personal (ya que otorgamos nuestra confianza según la impresión que nos causa el orador, es decir, según parezca bueno o bien dispuesto o ambas cosas), será muy conveniente que dominemos el talante de cada forma de gobierno, dado que dicho talante ha de ser forzosamente el elemento de mayor persuasión para los <ciudadanos> de cada una de ellas. Y esto se conocerá por los mismos medios. Pues el talante se hace manifiesto por las intenciones; y las intenciones ( α ) se refieren al fin (Rh.I, 8, 1366 a 6‐15). Esta parágrafo nos obliga a tener en cuenta el discurso epidíctico por varias razones, la primera es que, por medio de este género discursivo cuyo fin es elogiar lo bello o censurar lo vergonzoso de las acciones en relación con las virtudes y valores, muestra el talante del orador (Rh. 9, 1366 a 25 ss.); la segunda razón es que el elogio y la deliberación son de especie común (Rh. 9, 1367 b 40). Una tercera razón viene de lo señalado por Perelman y Olbrechts‐Tyteca (1989) en el sentido en que, si bien por medio del discurso epidíctico el orador consigue crear una buena reputación, «se propone acrecentar la intensidad de la adhesión a ciertos valores, de los que quizá no se duda cuando se los analiza aisladamente, pero que podrían no prevalecer sobre otros valores que entrarían en conflicto con ellos» (99) y en esa medida, el fortalecimiento de dichos valores se hace con vistas a eliminar los posibles obstáculos que impedirían acciones en el futuro, acciones que precisamente son el objetivo de los discursos deliberativos. Al respecto, Tomás Albaladejo dice lo siguiente: […] este hecho retórico de carácter epidíctico implica que los oyentes no tienen que decidir a propósito del discurso que oyen, sino que se adhieren a los valores que les propone el orador, de modo que en la vida política y moral se comportan de un modo determinado, conforme a dichos valores. Será una adhesión la fundamente la decisión que en una ocasión futura, insertos ya en un hecho retórico de carácter judicial o, sobre todo, deliberativo, toen en relación con los correspondientes discursos de los que puedan ser destinatarios primarios (1999, 63). El talante del orador es una de las más fuertes pruebas que favorecen la persuasión, a tal punto que puede prescindirse de las demostraciones. Según Aristóteles, en retórica no sólo importa «lo que se dice», sino «quién lo dice» y «a quién se dice». En efecto, en la elaboración del discurso retórico es necesario tener en cuenta estos tres componentes (Rh. I, 3, 1358 b). El 81 talante del orador, es decir, la sensatez (φ ), la virtud (ἀ ) y la benevolencia ( ὔ α) con la que el orador se muestra ante el auditorio hace más persuasivo su discurso y la manera como muestra una disposición conforme a estas virtudes por medio de «lo que dice» se hace más evidente cuando acostumbra a discutir en torno a acciones dignas de elogio o de censura. Si toda acción vergonzosa o digna de elogio ha sido precedida por una deliberación y una elección ( α ) o si ha sido fruto de un modo de ser irracional e incontinente, el orador deberá develarlas como tales por medio de determinados lugares comunes, como por ejemplo la amplificación o la aminoración. Si lo que el orador encuentra digno de elogio es compartido por el auditorio, éste comprenderá el talante del orador como poseedor de los mismos valores y virtudes. Según Quintín Racionero (1994), «los mismos argumentos que tradicionalmente corresponden al elogio son susceptibles de utilizarse como modos de expresar el talante personal del orador, quien así persuade de su bondad mediante un elogio implícito de si mismo» (Nota 217, 241). Si en el discurso epidíctico el orador se muestra como alguien que comparte las virtudes de los elogiados, en el discurso deliberativo deben compartir las virtudes, valores, fines e intereses del auditorio formados por o constitutivos de cada α. Cuando Aristóteles cita la frase de Sócrates «no es difícil elogiar a los atenienses delante de atenienses» (Rh. I, 9, 1367 b 6), para señalar que el orador debe tener en cuenta el lugar y a quienes se dirige su discurso para mostrarlo pertinente, también nos dice que los atenienses tienen unos valores o fines que consideran más importantes o son diferentes de los aceptados por los espartanos o escitas y que si son defendidos el auditorio considerará a ese orador digno de reconocimiento. Al final de la Retórica a Alejandro aparecen unos párrafos añadidos25 en los que se puede observar que para el autor también es necesario conocer no sólo las formas de gobierno, sino que no existe una sola forma de democracia y de oligarquía. Veamos: Con relación al gobierno de la ciudad lo mejor es la democracia en la que las leyes concedan los cargos a los mejores pero no se prive a la masa de las votaciones a mano alzada o secretas; lo peor es la democracia en la que las leyes permitan a la masa injuriar a los ricos. Hay dos clases de oligarquía: la que se forma a partir de banderías y la que se forma según la renta (Rh. Al. 38,18). 25 A pesar de que en la nota 142 de la versión de Gredos de Retórica a Alejandro se señala que a partir del parágrafo 38,12 hasta el 38,25 se añaden consejos que no pertenecían al tratado original, vale la pena tenerlos en cuenta. 82 3.4. Medios para la persuasión y partes del discurso deliberativo en la Retórica a Alejandro y en la Retórica de Aristóteles Trataremos conjuntamente en este apartado estas dos obras en lo que se refiere a los medios de argumentación y partes del discurso deliberativo. Varios autores han resaltado las similitudes entre la Retórica a Alejandro y la Retórica de Aristóteles (Kennedy, 1994 y Pernot, 2000), pero los que nos interesa en este momento es mostrar el grado de sistematización del discurso deliberativo en estos dos tratados. Comencemos por la Retórica a Alejandro. Como ya vimos, Anaxímenes de Lámpsaco expone ampliamente, entre los capítulos 1 al 5, las siete especies del discurso retórico (suasoria, disuasoria, laudatoria, vituperadora, acusatoria, exculpatoria e indagatoria). Sobre los géneros, sólo hizo su enumeración (deliberativo, demostrativo y judicial). En los capítulos 6‐21 analiza los medios de persuasión comunes a todas las especies. Estas pruebas ( ) son de dos clases, las primeras proceden de los propios discursos, de las acciones y de las personas, mientras que las segundas se añaden a las palabras y los hechos. Al primer grupo pertenecen lo verosímil o argumento de verosimilitud ( ), los ejemplos ( α α α α), las evidencias ( α), los entimemas ( υ α α), las sentencias ( α ), los indicios ( ῖα), las refutaciones ( ). Al segundo grupo, pertenecen las opiniones del orador ( α ) por medio de las cuales el orador muestra la idea que tiene de los hechos; los testimonios ( υ ) de personas que declaran voluntariamente, los cuales pueden ser convincentes o no, ambiguos, fidedignos o dudosos; las declaraciones bajo tortura ( α ) en las que testigos son sometidos involuntariamente al sufrimiento para que digan lo que saben; por último están los juramentos ( ) o denuncias sin pruebas, pero que se apoyan en la divinidad. Al igual que las pruebas que denomina Aristóteles como extra‐técnicas o no propias de discurso (ἄ ), las que se añaden a las palabras y a los hechos son utilizadas principalmente en los discursos judiciales. Por ese motivo no las expondremos con más detalle. En relación con las pruebas del primer grupo mostraremos a continuación una tabla en la que se expone cada una de las definiciones, los tipos, los ejemplos, los usos y la forma de encontrarlas. Veamos la tabla 4: 83 Tabla 4. Medio para la persuación en Retórica a Alejandro Prueba (πί Ejemplos Argumentos de verosimilitud ( ἐ ) ) Tipos Es aquello de lo que los oyentes tienen ejemplo + Pasionales + Si alguien resulta que desprecia a alguien o le teme, o está tranquilo o triste u otra pasión que compartamos. +Las pasiones son comunes a la naturaleza humana y por ello son fáciles de reconocer por los oyentes + (Hechos) debe mostrarse que el hecho al que nosotros exhortamos o nos oponemos es tal como afirmamos que es y si no, que las cosas similares a ese hecho son de ese modo que nosotros decimos en todas o en la mayoría de las veces + Hábito + Si alguien afirma que quiere que su patria sea grande, que sus parientes prosperen, que sus enemigos les vaya mal, etc. + Cada uno de los oyentes asume que él mismo tiene tales deseos con respecto a estas cosas y otras similares + (A partir de la parte contraria) En las acusaciones, aprovecharse de parte contraria + La mayoría de los hombres estiman más que nada el provecho, así que también creen que los demás hacen todo con ese fin + (Personas) En las acusaciones, mostrar al acusado como alguien que actúa buscando un lucro ) Efectos en los oyentes y en los contrincantes Cómo obtenerlas o cómo usarlas (χ ῆ Definición + Si acusas a un joven, di que ha hecho lo que suelen hacer los de su edad. + Afán de lucro + Demostrar que antes muchas veces el acusado ha realizado el hecho que se imputa 84 Ejemplos (πα α γ‐ α α) Evidencias ( ή α) Entimemas (ἐ υ ή α α) Hechos similares o contrario a los que en el momento presente nos referimos Hechos que contradicen el asunto del discurso y cuantos surgen de las contradiccio nes internas del discurso mismo Son las contradiccio nes con el discurso, la + Racionales o creíbles + si alguien afirma que los ricos son más justos que los pobres aportando algunas acciones justas de hombres ricos + La mayoría cree que los ricos son más justos que los pobres + Cuando hablemos de asuntos acordes con lo racional, mostrando que los hechos se cumplen de este modo la mayoría de las veces + Irracionales o que infunden incredulidad + Suelen hacer perder crédito a los que se basan en lo verosímil + Cuando hablemos de asuntos contrarios a lo racional, aportando hechos que, pareciendo contrarios a lo racional, sucedieron razonablemente ‐ + Los exiliados atenienses, después de tomar File con cincuenta hombres la vencieron a pesar de que ésta ciudad tenía más soldados y tenía como aliados a los lacedemonios ‐ + A partir de las contradicciones con el discurso o con los hechos, la mayoría de los oyentes ve que las palabras y los hechos quedan en evidencia +Se obtienen observando el en el discurso del contrincante contradicciones con lo que ha hecho o si la acción es contraria al discurso ‐ ‐ ‐ + Usar a nuestro favor entimemas opuestos a los de nuestros contrincantes en relación con los injusto, ilegal, inconveniente, etc. 85 acción y los hechos Sentencias (γ ῶ α ) La exposición de la opinión propia sobre el asunto en su totalidad + Tópica (de uso común) + Decir: «No me parece posible que el inexperto pueda ser un buen general» + Decir: «Me parece que los que roban actúan peor que los que saquean, pues unos se apoderan de los bienes furtivamente y los otros a las claras» + Decir: «Los que se apropian de dinero hacen lo mismo que los que traicionan a la ciudad, pues ambos delinquen contra los que confiaron en ellos» ‐ + Deben reunirse los argumentos lo más brevemente posible y expresarlos con pocas palabras + Si es tópica no aportar en absoluto razones + Si es paradójica, es necesario que expreses las razones de manera concisa + Deben ser adecuadas a los hechos, no extemporáneas + Se harán a partir de la propia naturaleza del asunto + Por sobrepujamiento o exceso + Por correspondencia + Paradójica (que debe ser justificada) 86 Indicios ( ῖα) Refutaciones (ἔ γχο ) Una cosa que se relaciona con otra, pero no al azar, sino con la que suele suceder antes, durante o después del hecho Lo que no puede ser de otro modo que como nosotros decimos y a partir de lo imposible por naturaleza o según los contrarios + Infunde credibilidad + Hacen que sepamos ‐ ‐ + A partir de cada cosa hecha, dicha o vista, tomando cada una de ellas por separado; + A partir de la grandeza o pequeñez de los males o de los bienes sucedidos + A partir de los testigos y de los testimonios + De los que están de nuestra parteo de los que están de parte de los contrarios ‐ + Afirmar que en cierta época hizo un contrato en Atenas con nosotros y podemos demostrar a los oyentes que en esa ocasión estábamos forasteros en alguna otra ciudad ‐ + De los contrarios mismos, de las apelaciones, de las circunstancias temporales + A partir de lo posible e imposible, lo necesario o por naturaleza 87 Entre los capítulos 18 y 21 Anaxímenes enumera otros medios de persuasión propios de las siete especies, estas son: la anticipación ( α ), las peticiones a los oyentes (α α α) y la recapitulación ( α α). Por medio de la anticipación el orador hace explícitos argumentos razonables ante posibles críticas y objeciones que puedan obstaculizar el principio o cuando ya está avanzada la actio o pronuntiatio del discurso. Son argumentos que apuntan, en primer lugar, hacia el apaciguamiento de aquello que les molesta a los oyentes, sean estos una minoría o mayoría, como por ejemplo decir: «quizá algunos de vosotros os asombráis de que, a pesar de ser tan joven, he intentado hablar en la asamblea sobre estos asuntos tan importantes» (Rh. Al. 18, 2). Los ejemplos que expone Anaxímenes en relación con la anticipación refieren únicamente a los discursos deliberativo y judicial, pero no en los epidícticos. Esto se debe a que la disposición de los oyentes en éste último género discursivo parece de por sí benévola. La anticipación también busca evitar el prejuzgamiento de los jueces y conseguir una benevolencia tal que permita la comunicación, por ello debe, en casos donde el auditorio se comporta de manera o alborotadora, valerse de las sentencias y entimemas breves como por ejemplo: «lo más absurdo de todo es que venís aquí como para deliberar lo mejor, pero de hecho creéis que se delibera bien sin querer oír a los que hablan» o, para evitar el desorden «lo que está bien es levantarse y hacer propuestas u oír a los que las hacen y votar a mano alzada lo que le parezca bien» (Rh. Al. 18, 4). En segundo lugar, el orador debe buscar por medio de la anticipación adelantarse a las posibles objeciones de la parte contraria con el fin de debilitar y deshacer sus argumentos. Según Anaxímenes, el uso de este recurso retórico hace que los argumentos de los contrincantes, por muy fuertes que sean, una vez escuchados con antelación por el auditorio por boca del orador que los ataca pierdan fuerza. El ejemplo que extrae Anaxímenes del Filoctetes de Eurípides (fr. 797) es muy ilustrativo. Veamos: diré mis argumentos, aunque parezca que me los he destrozado reconociendo él mismo que ha delinquido; ahora vas a saber mi historia oyéndola de mi boca, y que él se ponga en evidencia con sus palabras (Rh. Al. 18, 15). En cuanto a la petición (α α α), Anaxímenes nos dice que es un pedido de benevolencia para hacer que el auditorio atienda el discurso y, en relación con las leyes, pedir que las decisiones sean justas. Sobre la recapitulación ( α α), Anaxímenes la define como una forma concisa de refrescar la memoria de los oyentes al final del discurso. Puede hacerse por medio de soliloquios, reflexionando en voz alta de los hechos; enumeraciones, inventariando en orden los hechos; elecciones, enumerando las decisiones tomadas en el pasado; preguntas, interrogándose sobre cada uno de los hechos; o con ironías, fingiendo decir algo o con palabras contrarias. Entre los capítulos 22 y 28 Anaxímenes hace su exposición sobre el estilo ( ), dicha exposición es similar a la que Aristóteles hace en la primera parte del libro III. El estilo se relaciona con la elegancia (ἀ α), con la duración que se puede alargar dividiendo el asunto o recapitulando cada parte del discurso o, por el contrario, abreviar el discurso, utilizando palabras y epílogos breves. El orador debe conocer todas estas estrategias con el fin de controlar la duración y elegancia del discurso teniendo en cuenta que «el carácter del discurso 88 sea adecuado a las personas» (Rh. Al. 22, 8). Este es uno de los preceptos más importantes de la retórica antigua. Recursos como la anticipación, la petición y la enumeración y los demás medios de prueba están en función de esta especie de regla dogmática que garantiza la efectividad en la persuasión, puesto que finalmente es al auditorio al que le corresponde el papel de determinar la calidad de la argumentación y el comportamiento de los oradores. Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, Vico y muchos otros, incluyendo al propio Chaïm Perelman quien dedica uno de los capítulos iniciales de su Tratado de la argumentación a este asunto, aceptan este principio fundamental de la retórica. No es un asunto de «adulación» de la muchedumbre, como lo veía Platón, es un principio acorde con la naturaleza de los asuntos tratados, con las situaciones en las que se expone el discurso y con las creencias, intenciones e intereses de los destinatarios. Por otro lado, la claridad es también importante para la elegancia del discurso, depende de ello los tipos de palabras empleados, si son simples, compuestas o metafórica; las posiciones de acuerdo a las vocales y consonantes finales o iniciales de cada palabra; la posición de las palabras en relación con sus semejanzas o diferencias semánticas; utilización del estilo binario; evitar la ambigüedad en las palabras; utilización de la antítesis, el isocolon o la paromeosis. Los capítulos 29‐37 tienen similitudes con la segunda mitad del libro III de la Retórica de Aristóteles. Allí, Anaxímenes expone cinco partes constitutivas del discurso retórico (partes orationis). Esas partes son: proemio ( ( α ), la contra‐ argumentación (ἀ ), narración ( υ ) y conclusión ( ), confirmación ). El proemio es la parte inicial del discurso. Según Anaxímenes, cumple las siguientes funciones: a) prepara a los oyentes; b) presenta de manera resumida el asunto a quienes no lo conozcan para que puedan seguir el razonamiento y, c) permite halagar y hacer peticiones a los oyentes para que presten atención y captar su benevolencia en el caso de que existan prejuicios sobre el discurso, el orador y el asunto mismo. En la narración se relatan los hechos ocurridos, que se recuerdan, los actuales o los que van a ocurrir. La narración se debe caracterizar, sobre todo en las asambleas, por su claridad ( αφ ), brevedad ( α ) y credibilidad (ἄ ). Una narración debe ser, en relación con los oyentes, clara «para que se enteren de los hechos que se habla; con pocas palabras, para que recuerden lo dicho y verosímilmente, para que los oyentes no rechacen nuestra exposición antes de que hayamos reforzado el discurso con pruebas» (Rh. Al. 30,4). En la confirmación se ratifican, por medio de pruebas y argumentos de justicia y conveniencia, que los hechos narrados son como se propusieron demostrar. Otra de las partes del discurso es la contra‐argumentación (ἀ υ ), conocida en la retórica latina como la refutatio. En esta parte del discurso se presentan argumentos contra la parte contraria y se anticipará lo que se presume demostrará. Finalmente, la conclusión o epílogo tendrá como función hacer recordar al auditorio lo dicho mediante una recapitulación breve. Conjuntamente con la definición de las partes del discurso, Anaxímenes expone la manera como éstas deben adecuarse a cada una de las especies y géneros discursivos. Estas partes y su ajuste según la especie o género tienen como fin la composición orgánica y coherente de un discurso, pero también tiene por objetivo advertir al orador sobre las dificultades y obstáculos en la recepción adecuada de los discursos como por ejemplo, los distintos prejuicios ( α α ) 89 que el auditorio tiene sobre su talante, el asunto y sobre el discurso mismo. Con ello, Anaxímenes no sólo expone una receta con indicaciones sobre qué decir en distintas situaciones, sino que en cierta medida describe el ambiente, el comportamiento y la disposición habitual de los oyentes en reuniones públicas tales como de las asambleas, los juicios y las ceremonias. En esa medida, el manual de Anaxímenes resulta para nosotros, más que un simple recetario de estrategias persuasivas, un álbum que ilustra la forma en que se desarrollan las actividades públicas y el poder del discurso para transformar en benevolencia ( ᾳ) la disposición de los ciudadanos que participan en esos eventos. Dicho esto pasemos a lo que Anaxímenes aconseja sobre el discurso deliberativo. En relación con el proemio, según Anaxímenes, en la especie suasoria, se resume el asunto se de la siguiente forma: «me he levantado para postular que es necesario que nosotros combatamos a favor de los siracusanos»; «me he levantado para opinar que no es necesario que nosotros socorramos a los siracusanos» (Rh. Al. 29,2). Para captar la benevolencia de los oyentes el orador debe observar si estos muestran un ánimo indulgente, hostil o indiferente, es decir, ni bueno ni malo. En el caso de que lo que se observe sea una disposición benevolente de los oyentes, es decir, que tengan confianza en que la participación del orador está fundamentada en lo justo, lo legal, lo conveniente, lo noble, lo agradable, la facilidad, la posibilidad o la necesidad, no es necesario hacer ningún intento para obtenerla. No obstante, está permitido tratar sucintamente y con ironía esa disposición favorable al desarrollo del discurso diciendo lo siguiente: considero que es superfluo decir ante vosotros, que lo sabéis claramente, que quiero lo mejor para la ciudad y que con frecuencia hicisteis lo conveniente gracias a mis consejos, y que yo mismo me muestro justo en los asuntos comunes y más desprendido de mis bienes que aprovechando de los públicos; intentaré demostrar que, si también ahora os persuado, tomaréis una decisión acertada (Rh. Al. 29,7). La lucha contra prejuicios ( α α ) de los oyentes hacia el orador inicia con el proemio. La anticipación ( α ) sería el instrumento más adecuado para buscar la benevolencia del auditorio cuando el orador o el asunto que se tratará gocen de descrédito o prejuicio. Esa imagen negativa del orador muy seguramente ha sido el producto de lo que han hablado, los hechos de los cuales hablan o por la calidad de sus discursos. El proemio es la oportunidad para que el orador se defienda de imputaciones y veredictos de acusadores que deben ser compelidos a que renuncien a ellos y permitan la exposición del discurso. Un proemio con estas características es el expuesto por Diódoto para defenderse de las acusaciones de soborno que hace Cleón en el debate de Mitilene que cita Tucídides en la Historia de la Guerra del Peloponeso. Veamos: […] piensa <Cleón> que no sería capaz de hablar bien en defensa de una mala causa, pero espera poder desconcertar, mediante hábiles calumnias, a sus oponentes y al auditorio. Y los más peligrosos son los que empiezan por acusar al adversario de alarde oratorio al dictado del dinero. Porque si lo inculparan de ignorancia, el orador que no lograra persuadir al auditorio se retiraría con una fama de hombre poco inteligente más que de corrompido; pero bajo una acusación de corrupción, aun el orador que consigue persuadir al auditorio resulta sospechoso, y el que no tiene éxito, además de la fama de escasa inteligencia, se le considerará corrompido. En esa situación la ciudad no resulta beneficiada porque se ve privada de consejeros a causa del 90 miedo. El éxito la acompañaría en muchas más empresas si los ciudadanos a los que me refiero fueran incapaces de hablar, pues en muchas menos ocasiones la induciría al error. Lo que en realidad les hace falta es que el buen ciudadano, en lugar de intimidar a sus oponentes, muestre la superioridad de sus argumentos luchando con las mismas armas, ya que la ciudad sensata no acreciente los honores a quien bien aconseja, pero tampoco le disminuya a los que ya posee, y que no sólo no penalice al defensor de una moción que no alcanza el éxito, sino que ni siquiera lo deshonre (Th. III, 42, 2‐6). Los oradores deben saber si en el auditorio hay un «veredicto» negativo sobre su persona o si éste aún está pendiente o, por el contrario, se ha renunciado a establecerlo, si los contrincantes fomentan los prejuicios, si están desacreditados por cosas pasadas, si por su corta edad o poca experiencia podrían no ser bien acogidos o si, por el contrario, debido a su larga experiencia y vejez es rechazado por está lleno de vicios e intrigas. Frente a ello debe decir que fue inculpado injustamente o fue víctima del infortunio o que no es justo que se esté pagando con el descrédito cosas que ya se han juzgado; se puede decir que se está dispuesto a escuchar inmediatamente de los asistentes un juzgamiento de las acusaciones que se hacen o se puede condenar así mismo a muerte; también se puede cuestionar las acusaciones que renuncien al veredicto por ser falsas y causante de males; se debe protestar si se niega a escuchar a todos los discursos sólo porque sobre uno de ellos pesan calumnias ya que es conveniente para la deliberación examinarlos a todos; quien es demasiado joven puede alegar falta de personas que deliberan o que es un asunto de su interés, si es rechazado por su experiencia podrá decir que es su derecho de participar y manifestar su opinión por ser ciudadano. El orador también debe evaluar si hay prejuicios frente a los asuntos que se tratarán, es decir, si en el pasado las acciones elegidas han salido mal o han tenido repercusiones negativas se debe por ejemplo, «atribuir la culpa a la necesidad, la fortuna, las circunstancias, la conveniencia, y decir que son culpables los hechos y no quienes hacen esas propuestas» (Rh. Al. 29,24). Si los prejuicios están relacionados con el discurso mismo porque suena largo, vetusto e inverosímil se debe decir que su extensión se debe a la cantidad de hechos que deben relatarse, que es la ocasión para exponer un discurso de ese tipo y que a pesar de su aparente inverosimilitud se demostrará que es verdadero. La narración en los discursos deliberativos suasorios puede versar sobre hechos del pasado, del presente o puede el orador mostrar lo que va a suceder, debe ser organizado de tal manera que primero se cuenten los hechos pasados, luego los presentes y después los que sucederán y no se deben abandonar, las palabras que se utilicen para designar los hechos deben ser apropiadas y habituales, no deben tener orden inverso. En aras a la brevedad, no se deben contar cosas innecesarias, se pueden suprimir hechos que no dificulten la comprensión del asunto. Para que sea verosímil, en la narración se dejan a un lado los hechos increíbles o si estos son necesarios, deben aportarse pruebas para su demostración. Si los hechos son conocidos por el auditorio o son muy pocos los incluiremos en el proemio; si son numerosos y desconocidos se deberá mostrar su importancia y conveniencia para el asunto y, si su número es moderado pero desconocido, se debe disponer la narración de una forma orgánica ( α ). Este último canon no es explicado. Tal vez las alusiones de Platón en Fedro 91 sobre la corporeidad del discurso en donde se da una combinación de las partes entre sí y con el todo dan una idea de cómo la organización de los hechos, a pesar de ser desconocidos, debe ser coherente para facilitar su comprensión y credibilidad (Phdr. 264 c). Sobre la confirmación en la deliberación, Anaxímenes señala que las pruebas más adecuadas son la forma habitual de suceder las cosas, los ejemplos, los entimemas y la opinión del orador, sin embargo también es posible utilizar otro tipo de pruebas según lo oportuno y el caso. Otros recursos que pueden ser utilizados son la anticipación, los soliloquios, la elección, la interrogación, la ironía, la enumeración, sentencias, amplificaciones, disminuciones. Los argumentos verosímiles también son importantes como por ejemplo: Si intentamos persuadir de que socorramos a unos particulares o a una ciudad, es adecuado decir brevemente si ellos hicieron algún gesto de amistad, agradecimiento o compasión hacia los que integran la asamblea, pues se desea ayudar sobre todo a quienes tienen esa disposición. Todos amamos a quienes, como cabría esperar, nos han tratado bien, nos tratan o nos tratarán, ellos mismos o sus amigos, a nosotros mismos o a las personas por las que nos preocupamos. Estamos agradecidos a quienes, como cabría esperar, nos han hecho, hacen o harán bien, ellos mismos o sus amigos, a nosotros mismos o a las personas por las que nos preocupamos (Rh. Al. 34,2‐3). Si el discurso es disuasorio se debe anteponer en el proemio el asunto que se quiere rebatir, enumerar las cosas defendidas por el contrincante y decir que son injustas, ilegales e inconvenientes. Pero si el adversario ha utilizado el contrario de uno de esos argumentos, es decir, que si expone el argumento de la justicia se deberá replicar diciendo que es vergonzoso, inconveniente, trabajoso o imposible. El argumento de la conveniencia puede ser atacado por el de lo injusto o cualquier otro. Las pasiones también juegan un papel importante en la confirmación suasoria y disuasoria. Anaxímenes no expone un extenso catálogo de pasiones como lo hace Aristóteles en el segundo libro de la Retórica, pero sí menciona la amistad, el odio, la ira, la envidia, el odio, el amor, el agradecimiento y la compasión con el fin de mostrar su uso dentro de la confirmación. Curiosamente no hace explícito el ensalzamiento de las pasiones en las otras partes del discurso. Sin embargo, no hay ninguna razón para pensar que éstas no están permitidas. La utilización de las sentencias, ironías, las peticiones entre otros recursos generarían sentimientos de calma, ira, amistad o risa entre los oyentes. Finalmente, Anaxímenes no nos dice nada sobre la refutación y la conclusión en las especies suasorias y disuasorias. Los apartados 38, 12‐25 son añadidos y no pertenecen al tratado original. En relación con los medios de prueba expuestos en la Retórica, debemos señalar en primer lugar que para Aristóteles, la retórica tiene por objeto formar un juicio ( ), pues tanto las deliberaciones como las acciones judiciales son consideradas actos en donde se debe discernir sobre lo útil, lo conveniente, lo justo, etc. (II, 1377 b 20). Por ello, desde los primeros capítulos Aristóteles nos está mostrando al entimema ( α) como la prueba por persuasión más importante y la que merece más atención para una teorización de la retórica. La principal razón de esta valoración es que el entimema configura el cuerpo de la persuasión ( α ) (Rh. I, 2, 1354 a15 y 1356 b 12 ‐ 20). Se puede agregar que el entimema es la 92 prueba más importante porque la persuasión es una especie de demostración y en toda demostración o demostración aparente se da el silogismo, el silogismo aparente y la inducción. Es decir, en todos los discursos retóricos están presentes el entimema o silogismo retórico, el entimema aparente (φα α) y el ejemplo o inducción retórica ( α α). En Retórica no es posible encontrar una única definición del entimema. Edward Madden (1952) expone como, según William Hamilton, Aristóteles anota diecisiete diferentes significados de entimema a lo largo de toda su obra. De estas solo dos acepciones han sido las más influyentes, a saber, el entimema como razonamiento cuyas proposiciones son probabilidades ( ) o signos ( ῖ ) (APr. II, 27, 70 a10 y en Rh. I, 2, 1357 a30‐1357 b2), y como razonamiento «incompleto», llamado así puesto que si una de las premisas es bien conocida por los oyentes no hace falta enunciarla (Rh. I, 2, 1357 a 17‐20). Al igual que el ejemplo, el entimema es un recurso técnico de orden lógico mediante el cual se demuestra o se prueba algo (Cortés, 1994). Tanto las premisas como la conclusión del entimema son contingentes, no tratan sobre verdades universales, sino sobre lo probable. Esto debido a la naturaleza de los temas que se discuten en los espacios en los que actúa la retórica. En otras palabras, el entimema es un razonamiento con el cual es posible establecer juicios y especulaciones sobre asuntos que implican acciones humanas, las cuales, a su vez, pertenecen al campo de lo contingente o de lo que puede ser de otra manera ( ἄ ). Por su naturaleza demostrativa, los entimemas son más propios de los discursos judiciales que de los deliberativos (Rh. III, 1418 a 1‐5). Como hemos visto, los discursos deliberativos versan sobre asuntos futuros y sobre ello no cabe demostración. No obstante, en el capítulo 22 del segundo libro, Aristóteles señala la existencia de un silogismo político ( υ ), lo cual indica que aunque no sea el razonamiento más cercano al discurso deliberativo es posible usarlo. ¿Cómo es este silogismo o razonamiento político? ¿Existe entonces un silogismo epidíctico y uno judicial? ¿En qué se diferencian o en qué se asemejan? Los entimemas son la base de toda argumentación. Cualquier posición que tome un orador en relación con asuntos como ir a la guerra, si alguien es digno de elogio, o si es culpable o no, amerita una argumentación puesto que sobre esto no hay ciencia sino opinión, de hecho, toda argumentación debe partir de aquellas opiniones aceptadas por los jueces u oyentes. En ese sentido Aristóteles se pregunta lo siguiente: […] cómo podríamos aconsejar a los Atenienses sobre si deben o no entrar en guerra, si no conocemos cuál es su potencia, si disponen de marina o de infantería o de ambas cosas y en qué cantidad si tienen medios económicos, o amigos y enemigos, y, además, contra quienes han guerreado antes y con qué suerte y otras cosas parecidas a estas. O cómo podríamos hacer su elogio si no contásemos con el combate naval de Salamina, o la batalla de Maratón, o las hazañas de los Heráclidas y otras gestas semejantes […] Del mismo modo, por lo demás, también los que formulan acusaciones o actúan como defensores hacen sus acusaciones o defensas con la mira puesta en lo que es pertinente <a su argumentación> (Rh. II, 22, 1396 a 9‐ 12). 93 Toda argumentación política requiere el conocimiento de ciertos datos o hechos pertinentes a los asuntos sobre los cuales se acostumbra a someter a deliberación pública. Como vimos, tanto Aristóteles como Anaxímenes de Lámpsaco han enumerado y limitado los asuntos sobre los cuales se delibera (Ver tabla 3). Los oradores utilizan entimemas con el fin de llevar al oyente a deducir ( υ ). Las deducciones, sea que se produzcan en el género judicial, deliberativo o epidíctico, tienen en común que deben partir no de una gran cantidad de supuestos sino de lo pertinente a cada caso particular. El orador que aconseja o disuade, el que elogia o censura y el que acusa o defiende debe proponer razonamientos que vayan en la misma dirección de los fines de cada discurso, en el primer caso sus deducciones deben basarse en el conveniente o perjudicial; en el segundo, en lo justo o lo injusto; y en el tercer caso, en lo bello y vergonzoso. Esta es la razón por la cual el entimema hace parte de las pruebas por persuasión comunes a los tres géneros. Aristóteles va más allá al aconsejar cómo deben ser los entimemas. Nos dice que las inferencias no deben partir desde cosas lejanas y conocidas ni deben recorrer todos los pasos, dado que la extensión de los razonamientos produce oscuridad en la comprensión y la afirmación de cosas evidentes por los oyentes es considerada verborrea. En efecto, los oradores incultos, al no referirse a tantas cosas sino a las más próximas a los oyentes, son más persuasivos que los cultos. Tampoco los entimemas deben partir de todas las opiniones, ni de premisas necesarias, sino de las opiniones más pertinentes, más claras y válidas para la mayoría. El número de entimemas permitidos en el discurso también debe ser limitado, ni tampoco deben hacerse entimemas para todos los puntos de la discusión. Aristóteles ha señalado cómo un abuso de los entimemas haría los razonamientos parecidos a los diálogos y las disputas de los dialécticos y filósofos, idea que también siguió Quintiliano (Inst. Orat. V, 16, 2). Los entimemas pueden ser demostrativos ( α), que parten de premisas aceptadas por los oyentes, y los refutativos o contra‐entimemas ( υ ) cuyas premisas versan sobre lo que no hay acuerdo. Los entimemas refutativos gozan de mayor aceptación por parte de los oyentes que los entimemas demostrativos por dos razones: la primera porque resulta más persuasivo un discurso si éste juzga como sospechoso el discurso del adversario y, la segunda, porque resulta más fácil para los oyentes comprender los argumentos cuando se presentan enfrente de sus contrarios (Rh. II, 23, 1400 b 26 ‐ 29 y III, 17, 1418 b 3‐20). El enfrentamiento de razonamientos demostrativos y refutativos hace visibles los contrarios y posibilita el discernimiento en los oyentes. Por otro lado, la persuasión se define en términos de sensatez (φ ), virtud (ἀ )y benevolencia ( ὔ α) del orador, por eso podemos decir que persuadir es construir confianza. Sin embargo, el entimema no sirve de vehículo para provocar en los oyentes pruebas propias del discurso ( ) como las pasiones ( Veamos lo que nos dice el Estagirita: ) y el talante del orador (ἦ ). Asimismo cuando trates de provocar una pasión, no digas un entimema (porque o apagarás la pasión o será baldío el entimema que hayas enunciado, puesto que dos movimientos opuestos y simultáneos se repelen mutuamente y, o bien se neutralizan, o bien se tornan débiles). Y 94 tampoco cuando quieras que el discurso exprese el talante debes buscar a la vez un entimema, pues la demostración no incluye ni el talante ni la intención (Rh. III, 1418 a 12‐16). El ejemplo ( α α) es el recurso más empleado en los discursos deliberativos. Definido también como inducción retórica, el ejemplo versa sobre una relación no de la parte con el todo, ni del todo con la parte, sino de la parte con la parte y de lo semejante con lo semejante, pero una de las dos partes o semejanzas es poco conocida (Rh. I, 2, 1357 b 29‐30). Luego de esta complicada definición Aristóteles expone lo siguiente: […] como cuando <se afirma que> Dionisio, si pide una guardia, es que pretende la tiranía. Porque, en efecto, como con anterioridad también Pisístrato solicitó una guardia cuando tramaba esto mismo y, después que la obtuvo, se convirtió en tirano, e igual hicieron Teágenes en Mégara y otros que se conocen, todos estos casos sirven de ejemplo en relación con Dionisio, del que todavía no se sabe si la pide por eso. Por consiguiente, todos estos casos quedan bajo la misma proposición universal de que quien pretende la tiranía, pide una guardia. (Rh. I, 1357 b 30‐35). Lo anterior corresponde a un también existen los α α α que refiere a un hecho real del pasado, aunque α α inventados por el orador. De estos, unos comparan con algo semejante a partir de una ilustración supuesta o imaginaria y se llaman parábolas ( α α ); otras, llamadas fábulas ( ), buscan comparar las acciones humanas con historias en las que los protagonistas son animales, plantas o seres inanimados. Aristóteles nos dice que las fábulas son más apropiadas a los discursos políticos ya que es difícil encontrar ejemplos de hechos del pasado que sean semejantes a los que se suponen, de acuerdo con las condiciones presentes, podrían pasar en el futuro. Para los discursos deliberativos lo mejor son los ejemplos a base de hechos, pues se todos siguen la idea de que la mayor parte de las veces lo que va a suceder es semejante a lo ya sucedido (Rh. III, 20, 1394 a 1‐9). Una máxima ( ώ ) es una afirmación de carácter universal, pero no similar a las que hacen parte de la ciencia. La diferencia entre las máximas y las afirmaciones científicas radica en que las primeras versan sobre acciones humanas y pueden ser aceptadas o no, mientras que las segundas versan sobre lo necesario. Según Aristóteles, las máximas pueden ser evidentes o compartidas por todos, oscuras o enigmáticas, controvertidas o paradójicas, estas dos últimas necesitan de una justificación para que sean aceptadas o comprendidas. Cuando se justifica una máxima se conforma un entimema, en otras palabras una máxima es parte de un entimema. A diferencia de los entimemas, las máximas sí pueden expresar el talante del orador puesto que «traslucen de forma universal las intenciones del que las dice, de suerte que, si las máximas son honestas, harán aparecer al que las dice asimismo como un hombre honesto» (Rh. II, 21, 1395 b 15‐17). Así como no es posible que la prudencia llegue a temprana edad, las máximas tienen una estrecha relación con la experiencia de los hombres y con los temas de los que se habla, por ello no se verá decorosa si quien la pronuncia es un joven inexperto o si el tema no lo amerita, tal es el caso de los campesinos, refraneros por antonomasia (Rh. II, 21, 1395 a 4‐8). 95 En relación con las partes del discurso ( ), Aristóteles es muy crítico frente a aquellos oradores tradicionales que establecen divisiones como exordio o proemio, narración, confirmación, refutación y epílogo. Para el Estagirita, así como en las discusiones dialécticas se ), el discurso retórico, en principio, da el problema (π α) y la demostración (ἀπ está compuesto sólo de dos partes, una es la exposición (π ) conocida en la tradición latina como propositio, y otra la persuasión (π ). No en todos los discursos se dan todas las partes. En los epidícticos y en los deliberativos la narración no puede darse, en cuanto al exordio, el cotejo de argumentos y las recapitulaciones son muy frecuentes en los discursos judiciales, pero solo se dan en aquellos discursos deliberativos en los que existen posiciones contradictorias o que se den acusaciones. Tampoco el epílogo se da en todos los discursos forenses. Esta crítica a la tradición se vuelve un poco más flexible cuando acepta que pueden darse, además de la exposición y la persuasión, el exordio y el epílogo ya que estos cumplen una función no subsumible o similar a otras partes como es la de refrescar la memoria, por ello ), postnarración ( π ) y prenarración sería ridículo hablar de una narración ( (π ) (Rh. III, 13, 1414 a 31‐ 1414 b 15). El exordio (π ) es el comienzo del discurso. Como en el preludio en la poesía, prepara el camino para lo que sigue después evitando la dispersión (Rh. III, 14, 1414 b 19‐21). En los discursos deliberativos se sabe de qué se tratará el asunto, por lo tanto no hay que preparar ningún camino. Sin embargo, puede ir el exordio por razones de ornato para que no parezca improvisado, también cuando hay una acusación de por medio o cuando se duda sobre la importancia del asunto. En tal caso se deben utilizar exordios similares a los de la oratoria forense. En cuanto a la narración ( ), Aristóteles afirma que es útil en los discursos judiciales y que sirve para la expresión de caracteres y las pasiones. En el género deliberativo, la narración no es importante. No es posible narrar los hechos del futuro, pero sí los del pasado. Sobre este tema se puede notar cierta dificultad en la comprensión de la exposición de Aristóteles, pues, α ) o aprobación si bien la podría mejorar la deliberación al generar sospechas ( α ( α ) sobre lo que podría ocurrir en el futuro, esta no es la tarea propia de la deliberación (Rh. III, 16, 1417 b 15). Lo que está advirtiendo Aristóteles es la necesidad de que la narración no acapare todo el discurso deliberativo o lo desvíe y que sólo tenga una función de apoyo a la deliberación cuyo fin es lograr aconsejar sobre lo conveniente a los oyentes. Este es precisamente el papel que cumplen los α α α histórico dentro de la demostración. La demostración (ἀ ) en el discurso deliberativo servirá para exponer las pruebas por persuasión (entimemas, ejemplos y máximas) que apunten hacia la posibilidad de que lo que se exhorta tendrá lugar o sucederá, si es justo, provechoso o importante. El epílogo ( ) busca inclinar a favor los oyentes mostrándose como bueno moralmente y en contra del adversario mostrándolo como hombre de poca valía moral; amplificar y disminuir en conformidad con su naturaleza por medio de lugares ( ) adecuados para ello; excitar las pasiones en los oyentes como la compasión, el sobrecogimiento, la ira, el odio, la envidia, la emulación y el deseo de disputa. La última función del epílogo es hacer que los oyentes recuerden o comprueben que lo demostrado en el discurso concuerda con lo prometido en el exordio y no una simple repetición de la enumeración expuesta en el exordio. 96 En la Retórica, Aristóteles ha tenido en cuenta las obras de autores como Homero, de trágicos como Eurípides y de sofistas como Isócrates y Gorgias. Pero también es posible observar que durante la elaboración de su tratado ha contado con la lectura crítica de los manuales de retórica de la época. Nombra por ejemplo el Arte de Pánfilo y Calipo del cual dice que se reduce al lugar de examinar cuales son las razones que aconsejan y disuaden y por cuya causa emprenden y se evitan los actos (II, 23, 1400 a 1‐5). Este lugar es común en los judiciales y deliberativos. Sobre el primer Arte de Teodoro dice que se dedica a explotar el lugar que consiste en acusar o defenderse a partir de errores del contrario (II, 23, 1400 b 15). Sobre el famosísimo Arte de Córax argumenta que está compuesto del lugar común de lo probable (II, 24, 1402 a 17). En relación con el Arte de Licimnio, nos dice incurre en el error de enumerar muchas partes del discurso tales como la proflación o improvisación, la divagación conocida entre la tradición latina como disgressio o excursus, y las ramas o argumentaciones paralelas o relativas al asunto pero que se exponen antes de pasar a la cuestión siguiente (III, 1414 b 15‐ 19). Hoy vemos una creciente producción bibliográfica dedicada al estudio de los manuales escolares. Ese interés se debe a que en ellos se pueden observar rasgos ideológicos de una nación. Algunos definen los textos escolares como «espacios de memoria» y «espejos de la sociedad que los produce», pues en ellos se evidencian con nitidez valores, actitudes y estereotipos de una determinada época (Escolano, 2001). Si bien el tratado de Anaxímenes no puede ser comparado con un manual escolar del siglo XIX o del XX en donde hay detrás toda una institucionalidad y política de Estado que regula los contenidos de la instrucción, sí puede verse en él el reflejo de una sociedad donde la palabra se definió como guía para las acciones. Se podría decir que Aristóteles es también pionero en el estudio crítico de los manuales de su época, pero su mirada siempre apuntaba a la construcción de una retórica consecuente con la naturaleza política del hombre y su capacidad para deliberar acerca de lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo justo lo injusto y obtener buenas elecciones para el bien público y la convivencia política. En relación con la Retórica a Alejandro, Kennedy (1994) ha señalado que el tratado parece haber sido poco conocido posteriormente y que no planteó ninguna contribución novedosa al desarrollo de una teoría de la retórica, ni al desarrollo de la terminología retórica y que más bien su importancia se debe simplemente a que es un ejemplo de manual en el que se describen técnicas que se pueden encontrar en los discursos del siglo IV. Pero a nuestro modo de ver, el manual de Anaxímenes de Lámpsaco no sólo es importante por ser uno de los más antiguos, sino por lo que representa, el interés por hacer de la retórica un arte que puede ser enseñado, pero que necesita, además de una producción y memorización de discursos de personajes destacados en la oratoria, ser objeto de reflexión sobre los mecanismos que regulan la práctica real de los discursos y por ende la práctica real de la participación de los oradores en los espacios creados por la democracia para actividad política. 97 Conclusiones El objetivo principal de este trabajo de investigación es mostrar la necesidad de que la política esté estrechamente ligada a la retórica, particularmente, al discurso deliberativo. Como vimos, esto no sólo posibilitó la participación efectiva de los ciudadanos en la Atenas de los siglos V‐III a.C., sino que sirvió de vehículo para la justificación de los valores fundamentales de la democracia. Sin lugar a dudas, los cambios políticos abrieron la posibilidad para que los hombres se convirtieran en ciudadanos deliberantes. Las instituciones democráticas permitieron el desarrollo de la retórica y, en consecuencia, se generó un auge en la fundación de escuelas y en la elaboración de tratados de retórica para la deliberación pública. Tal es el caso de obras como las de Anaxímenes de Lámpsaco y Aristóteles. Hemos hecho énfasis en estos dos tratados de retórica y en dos discursos reconstruidos por Tucídides a propósito del debate sobre Mitilene, así como también en algunas obras de la literatura, para mostrar la necesidad de pensar la política a través del discurso deliberativo, de sus estrategias argumentativas y sentido práctico en relación con las decisiones y las acciones humanas. No estamos diciendo nada nuevo cuando afirmamos que, en lugar de la ciencia, la retórica es el medio para encontrar la forma más adecuada para tomar una decisión. Pero, una de las conclusiones más importantes de este trabajo ha sido la de mostrar que sólo a través de la reflexión del discurso deliberativo, lo político se aleja de cualquier posibilidad de ser instrumento para la guerra y la violencia, para acercarse más a la argumentación y discusión pública entre ciudadanos que se preocupan por su futuro como comunidad sin desconocer, al mismo tiempo, el disenso y la diferencia. Por ello, decimos que la política no es únicamente cálculo, sino discusión pública. En esa medida, nuestro trabajo también propone una mirada distinta de la retórica. No ya como arte del engaño, la manipulación o como mera preceptiva literaria, sino como pieza fundamental para la formación de la ciudadanía en la participación democrática. Pretender en estas líneas ser exhaustivos con todos los detalles de la historia de la retórica, de las instituciones atenienses y cambios políticos no fue nuestro propósito, sino encontrar el punto de partida para seguir indagando sobre el papel de la retórica en la formación ciudadana para la democracia. Por mucho tiempo se ha creído que el discurso judicial definía la esencia de la retórica, pero los tratados de Anaxímenes de Lámpsaco y de Aristóteles muestran la preocupación por la construcción de principios teóricos para el discurso político. En las líneas que siguen enumeraré los aportes de nuestro estudio acerca de la importancia de estudiar la deliberación y el discurso deliberativo como partes esenciales de la política. 1. Uno de los aspectos más complejos en el estudio de la retórica tiene que ver con sus orígenes. No exento de dificultades, debido a la falta de textos que muestren claramente y 98 sin contradicciones la historia de los primeros oradores profesionales, mostramos que, en sus inicios, la retórica está presente en los espacios de decisión política y no como simple técnica para embellecer los discursos. Si para los atenienses es preferible que las acciones humanas necesiten de las palabras como guía, una consecuencia de esta concepción es precisamente el desarrollo de la retórica como arte. Vernant (1992) nos ha mostrado cómo no sólo la polis fue el centro de la actividad política griega, sino que esta implicó una extraordinaria preeminencia del lógos sobre todos los otros instrumentos del poder. Para Vernant, el lógos llegó a ser una «herramienta política por excelencia», con la cual toda autoridad en el Estado se legitimaba. Pero, a nuestro modo de ver, el lógos o el discurso retórico no sólo es un instrumento o herramienta, sino la «esencia de lo político», su definición. Lo que entendemos en este contexto por lógos no es la racionalidad, sino más exactamente, el discurso persuasivo, la argumentación, el debate y la discusión públicos. 2. Un aspecto interesante, pero poco estudiado, es la relación entre una retórica «primitiva» y los cultos a dividades como Peitho y Týche. En nuestro trabajo pudimos mostrar esta relación desde una obra trágica como Las suplicantes. La persuasión pudo haberse visto en un principio no como el producto de la pericia en el manejo de reglas o estrategias expuestas en un manual, sino como inspiración divina. Por ello, es necesario que en el estudio histórico de la retórica se reconozca una oratoria de origen divino, una práctica, rutinaria o empírica y una técnica. Las tres, no están exentas de error, ninguna es mejor que la otra o más evolucionada que la otra, pero sí puede decirse que una retórica técnica intenta «regular» la participación pública de los ciudadanos. 3. La elaboración de manuales no sólo buscaba exponer técnicas de composición de los textos retóricos y la exposición (actio) de los mismos. A nuestro modo de ver van más allá, es decir apuntan hacia la regulación de las actividades democráticas en las que participan los ciudadanos. En otras palabras, los manuales o tratados de retórica como el de Anaxímenes de Lámpsaco buscaban construir la democracia misma, los procedimientos que la hacen viable y práctica y, por ende, formar un ambiente de libertad de la expresión y la opinión públicas. 4. Las reformas políticas convirtieron a los hombres en ciudadanos gracias a las leyes y el derecho, pero la retórica convierte a los ciudadanos en políticos, en agentes que participan activamente en la toma de decisiones por medio de la deliberación pública en la que la confrontación pacífica fortalece los lazos de amistad y cordialidad. Esto no es fantasioso, pues si bien es cierto que la figura del demagogo y los sicofantas también representan un peligro para la política y la libertad por medio del engaño y la adulación, éstas están construidas también con palabras y discursos que pueden ser contrarrestada de manera racional y pacífica. Hay que añadir que la retórica también hace de la política una actividad de libre ejercicio de la opinión. Los manuales y demás textos didácticos, la recopilación de los discursos pronunciados, las escuelas de retórica y la práctica frecuente de la misma en espacios públicos generan una conciencia del poder del discurso como guía de la acción expuesta públicamente a la mirada crítica de los ciudadanos. 99 5. Es cierto que en las tiranías y dictaduras también hay retórica, pero ésta es una retórica de un solo orador, de un solo discurso, grandilocuente, avasallador y apocalíptico, que se expone para fortalecer la adhesión de los partidarios, pero también para amedrentar la opinión de los que no comparten las mismas creencias e intereses. En efecto, un principio de la retórica es que el orador debe adoptar el discurso a los oyentes. Estos nunca pierden el derecho de juzgar y evaluar lo dicho y el comportamiento de los oradores. Como vimos en el tercer capítulo, tanto en la Retórica de Aristóteles como en Retórica a Alejandro de Anaxímenes de Lámpsaco, es necesario que el orador esté consciente de la libertad que tienen los oyentes para censurar a cualquier orador que imponga sus opiniones. 6. En Diálogo sobre los oradores (XLI, 1‐4), Tácito señala a través de uno de sus personajes como la oratoria depende de las instituciones. Desde el inicio de nuestro trabajo pudimos observar que las instituciones más importantes en el mundo democrático ateniense fueron la Asamblea y el Consejo. En el segundo capítulo nos aproximamos un poco a la historia de esas dos instituciones para comprender como los cambios políticos convirtieron a los hombres en ciudadanos deliberantes. Se ha señalado que la desaparición de estas instituciones ha generado a su vez la desaparición del género discursivo deliberativo. Es decir que, junto con la desaparición de la democracia directa, el discurso deliberativo ha dejado de ser objeto de reflexión teórica, y en su lugar ha quedado el culto al discurso epidíctico o al desarrollo de retóricas vernáculas como la epistolográfica, la notarial, la homilética, la cortesana, entre otras. Juan Luis Vives, quien definió la retórica como una teoría del sermo communis, hoy diríamos análisis del discurso, señalaba lo siguiente en Las disciplinas: «Los príncipes raras veces hablaban al pueblo y pocas eran las cosas de que le decían; ordinariamente lo hacían mediante edictos y órdenes, como habla con los esclavos. En el Senado se dictaban las sentencias, pero no libremente como antes, sino al dictado de la lisonja y servilismo al poder, y más eran encomios de los príncipes que serenas y austeras deliberaciones acerca del bien público» (IV, 3). Sin embargo, a pesar de la transformación de la retórica en preceptiva literaria, nunca dejó de ser objeto de reflexión desde una óptica política. En este mismo pasaje que citamos de Juan Luis Vives vemos la importancia de la retórica deliberativa, pues en todas las sociedades humanas son posibles gracias a la justicia y a la palabra. Estos son como dos timones que permiten la convivencia humana. La falta de cualquiera de las dos hace que sea difícil toda sociedad (IV, 1). 7. La clasificación de los géneros discursivos (deliberativo, judicial y epidíctico) que estudiamos en los tratados Anaxímenes de Lámpsaco y de Aristóteles no puede verse como una regla que impone la elaboración de «discursos puros». Lo que sí defendemos de esta clasificación es que ella permite, en el caso de la deliberación, que en lo político no primen los componentes judiciales o epidícticos. En el segundo capítulo, nos dedicamos precisamente al análisis de los discursos de Cleón y Diódoto para ver la importancia de mantener, a pesar de la mezcla, la primacía de los componentes propios de cada género. Le hemos dado a esta idea un alcance mucho más amplio, pues una dislocación o transfiguración de un género en otro, a nuestro modo de ver, desdibuja, en el caso de la oratoria deliberativa, lo político. 100 Bibliografía En los siguientes listados se anotan únicamente las obras y artículos consultados a lo largo del proceso de elaboración. Ediciones traducidas de textos clásicos citados Aristóteles • • • • • • • • • • • • • Bernabé Pajares, A. (1996). Tratados breves de historia natural. Madrid: Planeta‐ DeAgostini. Candel Sanmartín, M. (1994). Tratados de lógica (Órganon) I. Categorías – Tópicos – Sobre refutaciones sofísticas. Madrid: Gredos. Candel Sanmartín, M. (1995). Tratados de lógica (Órganon) II. Sobre la interpretación – Analíticos primeros – Analíticos segundos. Madrid: Gredos. Cappelleti, Á. (1998). Poética. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana. Dufour, M. & Wartelle, A. (2003). Rhetorique. Livre I, II y III. Paris : Les Belles Lettres. Echandía de, Guillermo. 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Medio para la persuación en Retórica a Alejandro ...................................................... 84 108 Índice Onomástico Adrados, R. F. 19, 20, 46, 47, 48, 50, 79, 103 Cimón, 19, 33, 49 Cleón, 7, 8, 18, 28, 29, 33, 50, 51, 52, 53, Agamenón, 12, 57, 58 54, 55, 56, 57, 58, 61, 64, 65, 68, 69, 80, Albaladejo, T. 38, 39, 67, 68, 69, 81, 103 90, 100, 108 Alcibíades, 50, 79 Clístenes, 16, 19, 24, 47, 48, 107 Alcmán, 18 Clitemnestra, 23, 57, 58, 60 Anaxágoras, 64 Cope, E. 76, 104 Anaxímenes de Lámpsaco, 2, 7, 9, 50, 53, Córax, 13, 16, 17, 67, 97 57, 70, 71, 72, 73, 74, 77, 83, 88, 89, 90, Cortés, F. 17, 53, 67, 69, 93, 103, 104, 105 92, 94, 97, 98, 99, 100, 102 Creonte, 57, 60, 61 Andócides, 17, 105 Criseida, 22 Antígona, 60 Crises, 22 Apolo, 22, 23, 107 Dánao, 19, 21, 22, 35 Aquiles, 12, 58 Darío, 28, 79 Arenas‐Dolz, F. 66, 103 Demóstenes, 31, 102 Aristófanes, 13, 30, 35 Diódoto, 7, 8, 9, 18, 28, 29, 50, 51, 53, 54, Aristóteles, 2, 6, 7, 9, 11, 13, 15, 16, 17, 18, 55, 56, 57, 58, 61, 64, 65, 69, 90, 100 24, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 38, 39, 40, 41, Diógenes Laercio, 43 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 52, 53, 55, Dracón, 45 57, 59, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 69, 70, Dupréel, E. 61 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 88, During, B. 74, 104 89, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 101, 102, Efialtes, 16, 19, 45, 48, 49 103, 104 Empédocles de Agrigento, 37 Atenea, 15, 23, 27 Erictonio, 27 Aubenque, P. 41, 57, 63, 64, 103 Erinias, 23 Benoit, Ch. 13, 104 Esquilo, 13, 15, 19, 20, 22, 23, 34, 35, 58, Calipo, 97 102, 103 Castoriadis, C. 58. Eurípides, 13, 35, 36, 88, 97, 102 Cicerón, 13, 37, 51, 89, 101 Fenipo, 48 109 Fishkin, J. 5, 6, 7, 104 Megabixio, 28 Fustel de Coulanges, N.D. 4, 5, 104 Menelao, 58 Garver, E. 61, 66, 104 Moraux, P. 50, 71, 106 Genette, G. 66, 104 Murphy, J. 13, 106 Gil, L. 24, 28, 53, 54, 104, 105 Musti, D. 21, 24, 26, 35, 106 Glotz, G. 5, 105 Navarre, O. 16, 106 Goethe, 79 Néstor, 11, 12, 13 Gorgias, 15, 17, 18, 30, 36, 61, 67, 79, 97, Nussbaum, 8, 9, 60, 61, 106 102, 104 Olbrechts‐Tyteca, 81, 106 Grilo, 75 Ong, W. 17, 106 Habermas, J. 5, 7, 105, 107 Otanes, 28, 79 Hamilton, W. 93 Pánfilo, 97 Hefesto, 27 Pelasgo, 15, 19, 20, 21, 22, 23, 35, 57, 58 Hermes, 14 Pellegrin, P. 33 Heródoto, 13, 26, 28, 78, 79 Perelman, Ch. 39, 81, 89, 106 Hesíodo, 15, 46, 47 Pericles, 7, 17, 18, 24, 26, 27, 33, 34, 49, Hierón, 16 50, 54, 63, 64, 67, 71 Hipias, 47 Pernot, L. 70, 83, 106 Hipólito, 35 Pisístrato, 46, 47, 50, 95, 107 Hobbes, 57, 58, 102 Platón, 6, 13, 14, 15, 17, 28, 31, 32, 34, 36, Homero, 11, 12, 13, 15, 22, 46, 78, 97, 101, 104 37, 39, 61, 62, 65, 74, 89, 91, 102 Plutarco, 48 Hornblower, S. 51 Polo, 36 Ifigenia, 57, 59 Príamo, 22, 59 Iglesias, J. 17, 25, 50, 71, 74, 105 Protarco, 18 Isócrates, 11, 15, 17, 24, 53, 66, 76, 97, 102 Quintiliano, M. F. 66, 89, 94 Kennedy, G. 16, 83, 97, 105 Racionero, Q. 76, 82, 101 La Bua, G. 70 Ramírez, J. 9, 10, 66, 102, 106 Lesky, A. 19, 105 Reyes, A. 70, 101, 106 Licimnio, 97 Rocafort, V. 66, 106 López Eire, A. 17, 18, 30, 49, 103, 105, 106 Romero Cruz, F. 50, 102 Loraux, N. 27, 106 Rousseau, J‐J. 22, 102 Madden, E. 93, 106 Sancho, C. 5, 107 Mangas, J. 41, 106 Sinclair, R. 22, 48, 107 110 Sócrates, 9, 18, 24, 28, 36, 67, 82, 102 Trasíbulo, 16 Sófocles, 13, 19, 60, 102 Trasímaco, 13 Solón, 24, 44, 45, 46, 47, 53, 103, 107 Tucídides, 7, 8, 13, 17, 18, 24, 25, 28, 33, Spengel, L. 70 43, 50, 51, 52, 53, 54, 56, 63, 74, 78, 79, Tácito, 68, 100, 102 90, 102, 105 Tales de Mileto, 64 Valdés, M. 45, 47, 101, 107 Telémaco, 15 Vernant, J‐P. 34, 99, 107 Temístocles, 33, 63, 64 Vico, J. B. 66, 89 Teodoro, 13, 97 Viejo Oligarca, 24, 27, 49, 102 Teofrasto, 38, 102 Vives, J L. 100, 102 Teseo, 35, 37 Zeus, 12, 15, 21, 22, 35, 58, 61, 107 Tisias, 11, 13, 16, 17 111