El discurso deliberativo
Justificación de la democracia y participación política en la Grecia clásica
Heiner Mercado Percia
Maestría en Estudios Humanísticos
Universidad EAFIT
Medellín 2011
1
Siglas y abreviaturas
Las abreviaturas de los autores y obras griegas empleadas en esta tesis están sujetas al
método de referencia de Henry George Liddell, Robert Scott que aparece en la obra A Greek‐
English Lexicon*.
Para abreviaturas sobre autores griegos y latinos no referenciados en la obra de Liddell‐Scott
se utilizaron las empleadas en Perseus Digital Library.
*
Liddell‐Scott incluye la Retórica a Alejandro en el listado de abreviaturas de las obras de Aristóteles.
Hemos empleado esta abreviatura a pesar de seguir la idea de que es Anaxímenes de Lámpsaco es el
verdadero autor de este tratado.
2
Índice general
Siglas y abreviaturas ...................................................................................................................... 2
Introducción .................................................................................................................................. 4
Agradecimientos ......................................................................................................................... 10
Capítulo I. La retórica y la práctica política ............................................................................. 11
1.1.
Nacimiento de la retórica ........................................................................................ 11
1.2.
Tragedia, retórica y democracia .............................................................................. 19
1.3.
La democracia en los discursos retóricos ................................................................ 24
1.4.
Competencia de los ciudadanos.............................................................................. 30
1.5.
Retórica, multitud y acción ..................................................................................... 34
1.6.
Retórica, psicagogia y poliacroasis ......................................................................... 37
Capítulo II. La deliberación y lo político .................................................................................. 41
2.1.
Los cambios políticos y la participación del demos ................................................. 43
2.2. Los discursos deliberativos en la Historia de la Guerra del Peloponeso: el Debate de
Mitilene ............................................................................................................................... 50
2.3.
Deliberación y tragedia ........................................................................................... 56
2.4.
Deliberación, prudencia y discurso retórico ........................................................... 61
Capítulo III. El discurso deliberativo en los tratados de retórica ............................................ 66
3.1.
El discurso deliberativo en la Retórica a Alejandro ................................................ 70
3.2.
El discurso deliberativo en la Retórica de Aristóteles............................................. 74
3.3.
La retórica y las formas de gobierno ...................................................................... 80
3.4.
Medios para la persuasión y partes del discurso deliberativo en la Retórica a
Alejandro y en la Retórica de Aristóteles ............................................................................ 83
Conclusiones ............................................................................................................................... 98
Bibliografía ................................................................................................................................ 101
Índice de Tablas ......................................................................................................................... 108
Índice Onomástico .................................................................................................................... 109
3
Introducción
En 1864, el parisino Numa Denis Fustel de Coulanges publicó La ciudad antigua, considerado
por mucho tiempo como uno de los grandes libros de historia del mundo griego y romano.
Para muchos, el mérito de la obra no está en la precisión de los hechos, datos y fechas, sino en
su mirada del proceso social a través de la estrecha relación entre las creencias y las
instituciones. Según Fustel de Coulanges, esa relación entre creencias sobre el alma, la vida, la
muerte, los ritos, la religión, la familia, las leyes e instituciones del pasado, etc., esclarece los
hechos y hace que surja por sí misma la explicación de aquellas cosas que, a los ojos del
hombre moderno, resultan contrarias a la naturaleza, como por ejemplo, las instituciones de
los lacedemonios o el extraño derecho privado aplicado en Corinto y Tebas que prohibía
vender la tierra.
Otro aspecto interesante de La ciudad antigua, es su advertencia sobre cómo estudiar las
civilizaciones griega y romana:
«Para conocer la verdad sobre los pueblos antiguos, conviene estudiarlos sin pensar en
nosotros, como si fuesen extraños, y con el mismo desinterés que estudiaríamos a la India o a
Arabia. Así observadas Grecia y Roma, se nos presentan con un carácter absolutamente
inimitable; porque nada en los tiempos modernos se les parece. Procuraremos demostrar las
reglas por que se rigieron aquellas sociedades, y así comprenderemos que es imposible que
vuelvan a regir a la humanidad» (1982, 26).
Un primer propósito de La ciudad antigua es mostrar las reglas y los principios por los que se
gobernaron los griegos y romanos. Fustel de Coulanges trata conjuntamente estas dos
sociedades porque las considera pertenecientes a una misma raza, sus lenguas tienen aspectos
comunes, tuvieron las mismas instituciones, los mismos principios de gobierno y padecieron
una serie de revoluciones semejantes. Un segundo propósito es mostrar las profundas
diferencias no contempladas por un sistema de educación tradicional que ha acostumbrado a
los modernos a compararse con los antiguos. Esas diferencias, no vistas por los modernos,
han sido un error tan grave que ha impedido conocer correctamente a los antiguos al juzgarlos
bajo opiniones y hechos anacrónicos, al mismo tiempo que ha puesto en peligro el desarrollo
de la sociedad moderna. No pueden compararse los pueblos antiguos con las sociedades
modernas porque la inteligencia humana se encuentra en constante movimiento y los cambios
que se producen de ese movimiento se ven reflejados en las leyes e instituciones. En
consecuencia, el hombre del siglo XIX no piensa ni debe gobernarse de la misma manera como
lo hacía aquel que vivía en tiempos tan remotos.
Fustel de Coulanges explica las instituciones y las sociedades antiguas de una forma
enteramente positivista a través de una distanciada lectura de sus obras. Somete todos los
datos a un concepto previo que evoluciona hacia mejor, su exposición es excesivamente
esquemática y geométrica, algo que será criticado años más tarde por el también historiador
4
francés y discípulo Gustave Glotz (1928) cuando señalaba que las sociedades humanas no
pueden ser tomadas como figuras geométricas, sino como seres vivientes, porque cuando se
trata de los hombres la verdad siempre es compleja pues ésta está al vaivén de diversas
necesidades.
Esta breve alusión a la obra de Fustel de Coulanges tiene como propósito precisamente
mostrar la imposibilidad de estudiar a los griegos y sus obras sin pensar en nosotros mismos,
en nuestra cotidianeidad. Es claro que no se trata de estudiarlos para erigirlos en modelos de
nuestra sociedad actual, sino en establecer puentes que nos permitan comprender mejor sus
problemas y desafíos, puesto que, como señala Norberto Bobbio (2005), una de las
características de los clásicos de la filosofía política es que siempre tienen algo para decirnos,
ellas son fuente para el análisis de aquellos «temas recurrentes» de la política. En efecto, el
propósito de este trabajo es tratar un tema recurrente en el campo de la política: la
democracia y el papel que juega en ella los discursos retóricos y la deliberación.
El modelo de democracia liberal representativa es un modelo en crisis por no decir que se ha
cruzado con su tradicional opuesto, el dictatorial. Carmen Sancho afirma que «la democracia
liberal‐representativa basada en el modelo de mercado aparece entonces como una forma
imperfecta de democracia que precisa ser corregida e intensificada» (2003, 202). El modelo de
democracia liberal‐representativo está basado fundamentalmente en la agregación de
preferencias o intereses individuales expresados mediante el voto mayoritario. Este es el
problema número uno de la democracia como la conocemos hoy, pues una mayoría puede
decidir privadamente, sin que estén de por medio argumentos serios que permitan una sana
discusión pública sobre políticas que afectan tanto una minoría no escuchada como a la
mismos integrantes de la mayoría. Las votaciones unánimes de alguna manera pueden poner
en peligro la democracia al suprimir la voz de otros ciudadanos y dándole a cualquier político,
si este la aprovecha, el poder de manejar a su antojo las riendas del Estado. El voto mayoritario
se erige entonces como un instrumento que niega cualquier deliberación pública, política y
racional.
Mucho se ha hablado sobre la necesidad de una democracia genuina entendida como
esencialmente argumentativa y deliberativa. Tal es el caso de J. Habermas (1998) J. Fishkin
(1995), entre otros, quienes postulan un modelo de democracia que defienda la necesidad de
reforzar la legitimidad de las decisiones colectivas mediante la articulación institucional de
una interacción pública de las preferencias individuales de los ciudadanos y que estimule el
debate en torno a lo realmente conveniente para todos y la cristalización argumentativa del
bien público. A esto se le ha llamado modelo deliberativo de democracia y surge como una
alternativa al modelo liberal‐representativo. Este «nuevo» modelo de democracia busca
mejorar la calidad de las decisiones políticas de forma que el conjunto de los ciudadanos se
beneficien, pero fundamentalmente, que participen activamente en la configuración de las
mismas. Busca la consecución colectiva de un bien común como alternativa a la agregación de
voluntades con intereses particulares o de partidos.
Este modelo, aunque en apariencia es nuevo, viene de una idea hecha realidad en el pasado
griego. La democracia griega se desarrolló como un sistema de gobierno en el que todos los
5
ciudadanos participaban directamente en las decisiones de la pólis. En el tercer libro de
Política, Aristóteles define al ciudadano como aquel que puede participar en el poder judicial y
en el gobierno (III, 1, 1275 a y ss.). Esto implica una acción directa de los individuos‐ciudadanos
en los asuntos de la pólis como actores que pueden juzgar tanto las acciones de otros
ciudadanos teniendo en cuenta unas leyes preestablecidas y un discurso de defensa o de
acusación o como miembros de la asamblea en donde se discute sobre los mejores medios
para obtener la autosuficiencia de la comunidad, la felicidad y el bien común.
Sin embargo, el modelo griego de participación directa de los ciudadanos en los asuntos
políticos y judiciales se enfrentó a fuertes críticas y a un problema que no pudo ocultarse, a
saber, la dificultad que tienen los ciudadanos de decidir acertadamente ya sea por su falta de
competencia o por la ausencia de virtudes morales y sentido crítico que los exponen a la
manipulación pasional y demagógica. Es cierto que la mayoría de los ciudadanos que
conformaban la pólis eran seres mediocres y poco virtuosos. Esto lo sabía Aristóteles. No
obstante, el Estagirita pensaba que al reunirse, los ciudadanos pueden ser mejores, pues cada
uno aportaría una parte de virtud y de prudencia. La masa de ciudadanos juzga mejor que los
individuos cuando está reunida y, prueba de ello, son los juicios que se escuchan al terminar
las obras musicales y la de los poetas. Cada hombre aprecia una parte del espectáculo que el
otro tal vez no ha visto o ha menospreciado, y juntos juzgan el todo. En consecuencia, los
hombres reunidos se convierten en un solo hombre de muchos pies y manos que pueden
buscar el bien común.
Lo contrario de esta postura es aquella que sostiene Platón en su República. Sólo un sabio
tiene la capacidad para discernir qué bien es verdadero y qué medios son los mejores para
alcanzarlo, pues puede ocurrir que se presente un bien aparente y/o que los medios para
alcanzar un bien no sean realmente los mejores o puede que el bien lo sea solamente para
unos pocos. Conforme a lo anterior, tenemos dos alternativas: la primera es que, si damos por
«ingenua» esa idea de que los ciudadanos son mejores cuando juzgan en comunidad con
otros, entonces la posibilidad de juzgar y elegir sólo debe estar en manos de expertos o sabios
como proponía Platón. La segunda alternativa sería que el argumento de Aristóteles debe
aceptarse para evitar una sociedad de enemigos (Pol. III, 1, 1275 b y ss.).
Este problema de la democracia directa griega también está presente en las propuestas
modernas de democracia directa. James Fishkin, por ejemplo, en su libro Democracia y
deliberación, expone dos objeciones a la posibilidad de que por un medio de comunicación
(modelo del Qube sencillo y representativo) al que tuvieran acceso todos los ciudadanos desde
las salas de sus casas puedan decidir sobre lo ejecutivo y lo judicial. La primera objeción tiene
que ver con la dudosa competencia deliberativa de un público masivo y la segunda objeción
estaría relacionada con el peligro de la demagogia y la debilidad de los ciudadanos para
contenerla. Fishkin señala que: «si un simple voto de un público masivo después de las noticias
de la noche fuera el único requisito para una nueva legislación, habría pocos impedimentos
para la tiranía de la mayoría una vez que el público hubiese sido estimulado». Y agrega que
«tanto la falta de deliberación como la vulnerabilidad ante la tiranía de la mayoría harían de
ambas versiones –se refiere al modelo sencillo y representativo del Qube‐ una realización
cuestionable de la idea de democracia» (1995, 46).
6
Fishkin es un crítico de la participación directa en la que se devalúa o se niega el proceso de
deliberación y, al mismo tiempo, es consciente de que es imposible que en sociedades tan
complejas y masivas como las actuales se desarrollen deliberaciones con la participación de
todos los ciudadanos. Para autores como Fishkin o Habermas (1998), la deliberación es
incompatible con una amplia participación, es tanto inviable como peligroso llevar a cabo, a la
manera griega, una deliberación masiva. Por ello, se requiere limitar el número de personas
que participen en las decisiones. De ahí que el modelo representativo no se supere del todo.
Las discusiones sobre los modelos deliberativos como alternativa a la democracia
representativa no escapan a los problemas relacionados con la competencia de los ciudadanos
y a la inviabilidad de que todos puedan participar en las deliberaciones. Ante esto ¿en qué
pueden ayudarnos los textos griegos para responder a estos problemas? En nuestro trabajo
hemos presentado el problema de la decisión política y la necesidad de construir un arte
retórica que sirva de guía para elegir de forma colectiva buenas acciones que apunten al bien
común. La discusión sobre este asunto la encontramos en los textos homéricos, en la tragedia
y comedia atenienses y en los mismos manuales de oratoria como el de Anaxímenes de
Lámpsaco y el de Aristóteles, pero también en una obra historiográfica como la de Tucídides,
aunque esta también puede verse como un tratado técnico de compilaciones de discursos
retóricos. Es así como el fin de nuestras pesquisas está dirigido a comprender el problema de
la acción, la justificación de la democracia y la participación a través del discurso deliberativo.
Sin duda, el texto de Tucídides nos abrió las puertas a la comprensión sobre la necesidad y la
importancia de la categorización que define tres clases de discursos: deliberativo, judicial y
epidíctico. Esta clasificación merece una especial atención toda vez que la actividad política
puede confundirse con la acción judicial más propensa a la manipulación pasional y a
desdibujamiento del sentido de la deliberación política como es la discusión sobre la mejor y la
más conveniente −que no la verdadera− acción futura.
Hace unos 25 siglos, Tucídides registró los hechos que enfrentaron a atenienses y espartanos
en lo que se conoce como la Guerra del Peloponeso (431–404 a.C.). El valor de la obra de
Tucídides no sólo se debe a la precisión y rigurosidad en la narración de los hechos, sino
también a haber reconstruido los discursos de militares, políticos y oradores expuestos en
distintos lugares como en asambleas, formaciones militares y ceremonias fúnebres. Uno de
esos debates se celebró a propósito de la defección de los mitileneos, quienes se sublevaron
violentamente contra Atenas aliándose con los espartanos, a pesar de gozar de una amplia
autonomía. Tucídides reconstruye solamente dos discursos ante la Asamblea ateniense,
reunida por segunda vez, para tratar la traición de los mitileneos. El primero corresponde al
político Cleón, considerado el más violento de los ciudadanos, y el segundo a un tal Diódoto,
que por sus palabras puede ser considerado un seguidor de las ideas democráticas de Pericles
(Th. III, 36‐49).
En la primera reunión de la Asamblea, el discurso de Cleón, aprovechando la indignación y la
ira de los atenienses hacia los actos desleales de los mitileneos, propuso castigar con la muerte
a los hombres y someter a la esclavitud a las mujeres y niños mitileneos. Casi por unanimidad
se apoyó esta propuesta que se materializó en una resolución que ordenaba el envío de un
7
trirreme para ejecutar la orden. Al día, siguiente, el político Diódoto logró convocar una
segunda asamblea con el fin de derogar la resolución. En esa segunda reunión de la Asamblea
también participa Cleón, quien no escatima esfuerzos en exponer argumentos difamatorios
contra Diódoto.
Sin entrar en detalles y más allá de cualquier discusión sobre si en realidad el debate se
desarrolló exactamente como lo dibujó Tucídides, queremos resaltar un problema que devela
Diódoto en los discursos de Cleón. Lo definiríamos como la transfiguración del discurso político
en discurso judicial, pues se supone que en una reunión de la Asamblea los ciudadanos están
dispuestos a tomar una decisión con base en discursos que exponen los medios más
adecuados y pertinentes para lograr un fin futuro. Sin embargo, en el discurso de Cleón se
pueden encontrar frases como la siguiente: «De estos errores yo intentaré apartaros,
demostrándoos que los mitileneos son culpables de injusticia contra vosotros como ninguna
otra ciudad lo ha sido» (Th. III, 39, 2). Cleón crítica la democracia ateniense porque el gran
error de esta es ser un régimen incapaz de ejercer un dominio fuerte sobre las colonias. Cleón
está advirtiendo, la incompatibilidad entre democracia directa y el imperialismo ateniense,
puesto que en dicho sistema de gobierno no siempre es posible mantener en firme una
decisión. Por eso, para el demagogo, son preferibles las leyes malas pero inmutables a leyes
buenas pero sin autoridad.
La decisión de castigar a los mitileneos es cuestionada por Diódoto quien alega lo siguiente:
«[…] yo no he salido a hablar para oponerme a nadie en defensa de los mitileneos, ni tampoco
para acusarlos. Porque nuestro debate, si somos sensatos, no versa sobre su culpabilidad, sino
sobre la prudencia de nuestra resolución» (Th. III, 44, 1). Tomar una decisión prudente es el fin
de la deliberación, es decir, una decisión que conlleve, venciendo al azar, la búsqueda del bien
común y no la simple retaliación. Nada más cercano a nuestros tiempos cuando nos
enfrentamos a discursos políticos de ajusticiamiento que han traído más zozobra que
tranquilidad como los expuestos después de atentados terroristas tan terribles como los del
World Trade Center en Estados Unidos, el de la estación de trenes Atocha en Madrid y muchos
otros. Al mismo tiempo, desde lo local, la política colombiana también se llenó de este tipo de
discursos que se centraban más en las acciones del presente y del pasado que en las
consecuencias futuras. La emotividad produjo una ceguera que desconoció la importancia del
respeto por la crítica y el disenso confundiéndola con la justificación de la acción del enemigo
que merecía el ajusticiamiento y no el derecho. Ello, sin lugar a dudas, no nos convirtió en una
mejor sociedad. De ahí el valor que tiene la retórica para hacernos mejores ciudadanos,
mejores como sociedad, para condenar firmemente la barbarie y el terrorismo sin actuar como
los bárbaros o terroristas.
Recientemente, Martha Nussbaum, en su libro Sin fines de lucro, ha vuelto con un enfoque
socrático sobre estos mismos discursos de Cleón y Diódoto en el Debate sobre Mitilene. Nos
dice que en los debates políticos como los que expone Tucídides, las personas no razonaban
del modo más adecuado. La falta de autoexamen, de sentido crítico en el análisis de la
argumentación dificultaba la comprensión clara respecto a los objetivos de las políticas, pero
facilitaba la manipulación de los demagogos. Las personas que no hacen un examen crítico de
sí mismas están siempre en peligro de ser manipulados por un orador con talento para la
8
demagogia y sus opiniones cambian fácilmente con cada discurso que escuchan. En ellos hay
una sumisión a la autoridad por el estatus del orador que los lleva al consenso de la barbarie,
pero «[s]i Sócrates hubiera intervenido para que los atenienses se detuvieran a reflexionar y
analizar el discurso de Cleón, a efectuar un razonamiento crítico sobre lo que les estaba
proponiendo, al menos algunos habrían presentado resistencia ante su potente retórica y se
habrían manifestado en contra de ese llamado a la violencia, sin necesidad de oír el discurso
apaciguador de Diódoto» (2010, 79).
Compartimos la idea de Nussbaum de la importancia de las humanidades en la formación de
una cultura política que hace del ciudadano un ser crítico y comprometido con el bien común,
frente a la idea cada vez más generalizada de constituir la formación técnico‐científica como la
más importante y única que puede traer desarrollo económico a un país. No obstante,
creemos que la mirada que le da a la actividad retórica es equivocada. No se trata de defender
el hecho de que hay que seguir a pie juntillas el discurso por ser expuesto por una autoridad,
sino de ver en ella, siempre y cuando respete el sentido de lo político, la posibilidad de actuar
prudentemente. El talante del orador cumple un papel muy importante en la retórica, puesto
que esta se concibe como una teoría de la acción humana, más como φ
que como una
mera habilidad oratoria o
(Ramírez, 1999). El talante o ethos del orador respeta el
sentido de lo político cuando dispone a su auditorio a la deliberación y a la acción prudente.
Así lo hizo Diódoto y por ello, es necesario que este tipo de discursos se contrapongan a
aquellos que hacen de la política un instrumento de ajusticiamiento.
Es abundante la bibliografía sobre estos temas, pues la democracia como forma de gobierno es
uno de los temas que siempre ha ocupado un lugar importante en los estudios de la ciencia y
la filosofía políticas. En el caso de la retórica, aunque por mucho tiempo estuvo subvalorada,
hoy existen extensos y rigurosos trabajos e investigaciones. Por ello, fue necesario delimitar el
sentido de esta investigación. Son entonces nuestros objetivos en esta investigación, primero,
mostrar, desde sus orígenes, cómo la política está estrechamente ligada a la deliberación y al
discurso deliberativo, porque este no sólo ha posibilitado la participación efectiva de los
ciudadanos en la discusión y toma de decisiones, sino porque ha servido de vehículo a la
justificación de los valores fundamentales de la democracia, tales como la libertad de opinión.
En segundo lugar, exponer cómo los cambios políticos abrieron la posibilidad para que los
hombres se convirtieran en ciudadanos deliberantes y las instituciones democráticas
permitieron el desarrollo de la retórica, y, en tercer y último lugar, determinar la importancia
de los tratados de retórica en la práctica política y cómo es estudiado el discurso deliberativo
en obras como las de Aristóteles y Anaxímenes de Lámpsaco.
9
Agradecimientos
Luego de haber encontrado la tesis de doctorado del profesor Francisco Arenas Dolz, dedicada
al tema de la deliberación y la acción en la filosofía de Aristóteles y de varias conversaciones
vía correo electrónico en las que discutimos sobre los distintos temas que nos inquietan de
forma común, aceptó muy amablemente acompañarme con sus sugerencias y correcciones. A
él, mis más sinceros agradecimientos.
De igual manera, agradezco a los profesores de la Universidad EAFIT Jorge Giraldo Ramírez y
Mauricio Vélez Upegui, por dedicar parte de su tiempo en escuchar mis dudas y
recomendarme textos fundamentales para la comprensión de los problemas aquí expuestos.
A la profesora Miriam Valdés Guía, de la Universidad Complutense de Madrid, por facilitarme
sus artículos.
Por último, no quisiera dejar de agradecer a mi maestra Luz Gloria Cárdenas Mejía, de la
Universidad de Antioquia, por haber formado en mí un fuerte apasionamiento y entusiasmo
por la retórica griega. A la Universidad EAFIT, a todos los profesores de la Maestría en Estudios
Humanísticos, por permitirme tan excelente espacio académico. A mi esposa, Lina María
Varón, por su inmenso apoyo y comprensión en todo este tiempo.
10
Capítulo I. La retórica y la práctica política
1.1.
Nacimiento de la retórica
Cuando se busca comprender el origen o nacimiento de la retórica como arte, es decir, como
conjunto de reglas que sirven para la construcción de un lógos persuasivo, nos surge la
pregunta de si podemos hablar de una especie de «momento fundacional» de la retórica que
nace con el manual de Tisias en Siracusa en el siglo V. a.C. o si, por el contrario, es necesario
hablar de una retórica primera de «origen natural» que, posteriormente, hombres como los
representados por Homero en la Ilíada y en la Odisea, con cierta agudeza mental, lograron
practicarla de una manera consciente. Una tercera vía posible sería pensar que el nacimiento
de la retórica como técnica (
) sea el resultado de una «evolución» cuyo punto de partida
sea precisamente esa retórica natural (φ
) que pasa a ser rutinaria (
) y una práctica
(
α), más o menos azarosa, y que luego se desarrolla aún más con la elaboración de
manuales o tratados analíticos, la escritura, recopilación, publicación y venta de discursos y la
enseñanza de oradores en escuelas, como la que funda Isócrates en Atenas en el siglo IV a.C., y
con la teorización filosófica hecha por Aristóteles.
Sea cual sea el origen, partamos de la idea de que es posible diferenciar una retórica de
inspiración divina, una oratoria práctica ( π α) que no se ajusta a estrictas reglas sino a una
habitual práctica política en la cual los hombres son conscientes del poder de la palabra y una
retórica como arte, que intenta alejarse de lo natural. También debemos partir del hecho de
que la retórica es una facultad ( α ) de todo ser humano, pero que como arte (
),
nace gracias a la democracia, aunque es posible encontrar una oratoria práctica en entornos
considerados no democráticos como en las antiguas asambleas homéricas en las que
participaban reyes, aristócratas, guerreros, y hasta dioses. La Ilíada es, por ejemplo, una obra
que se puede mostrar el poder de esta oratoria, pues en sus partes narrativas se describe la
manera como se desarrollaban las asambleas y, con gran belleza, los efectos de una gran
cantidad de discursos pronunciados por los héroes. En el canto II, por ejemplo, Néstor,
soberano de Pilo, ante el consejo de ancianos ( υ ) argumenta brevemente a favor de la
proposición de Agamenón de armar a los aqueos así:
¡Amigos, de los argivos príncipes y caudillos! Si algún otro de los aqueos hubiera relatado el
sueño, afirmaríamos que es mentira y nos alejaríamos con más razón. Más lo ha visto quien se
jacta de ser el mejor de los aqueos. Ea, veamos cómo logramos que los hijos de los aqueos se
armen (Hom. Il. 79‐83).
11
Para Néstor, la veracidad del sueño depende del talante y la fama de Agamenón, considerado
el mejor de los aqueos. Pero lo más importante es cómo Homero narra los efectos de esas
pocas palabras, en ellas puede apreciarse un entorno oratorio en el que la figura del orador es
seguido por reyes y huestes que, como espesas tribus de abejas, salen en procesión hacia la
asamblea (ἀ
) en la que podrán participar el resto de los soldados, los cuales tienen una
gran disposición para escuchar discursos (Il. II, 85). En relación con el ambiente de esa
asamblea, Homero narra lo siguiente:
Estaba alborotada la asamblea, la tierra gemía debajo al mantenerse las huestes, y había gran
bullicio. Nueve heraldos pugnaban a voces por contenerlos, por ver si al fin el clamor detenían y
podían escuchar a los reyes, criados por Zeus. A duras penas se sentó la hueste y enmudecieron
en los asientos, poniendo fin al griterío (Il. II, 95‐100).
Una vez Agamenón expone ante los soldados su propuesta de desistir en la conquista de
Troya, estos son conmovidos de tal manera que Homero compara su agitación con las olas del
mar o con el movimiento de las espigas de trigo producido por el Zéfiro. El resultado del
discurso es una acción que el poeta describe de la siguiente manera: «Entre alaridos se
lanzaron a las naves, y bajo sus pies una nube de polvo se iba levantando y ascendiendo. Unos
a otros se ordenaban echar mano a las naves y remolcarlas a la límpida mar, y limpiaban los
canales» (Il. II, 144‐154).
Conjuntamente a la existencia de oradores, en el mundo homérico también existieron
maestros que enseñaron a hablar ante una asamblea. Existió un conocimiento sobre el poder
de la palabra en relación con la acción y la obediencia. En el canto IX, Fénix, entre el miedo y
las lágrimas, le dice a Aquiles lo siguiente:
Si es verdad que en tu mente, preclaro Aquiles, sopesas el regreso y de ningún modo deseas
defender las veloces naves de destructor fuego ahora que la ira ha invadido tu ánimo, ¿cómo
podría quedarme lejos de ti, hijo mío, aquí solo? Soy la escolta que te dio Peleo, el anciano
conductor de carros, aquel día en que te envió de Ftía ante Agamenón, cuando sólo eras un
niño ignorante aún en el combate, que a todos iguala, y de las asambleas, donde los hombres
se hacen sobresalientes. Por eso me despachó contigo, para que te enseñara todo eso, a ser
decidor de palabras (
᾽) y autor de hazañas (
α
) (Il. 434‐
443).
La palabra ante la asamblea fue tan importante en el mundo homérico que era enseñada a los
niños junto con la acción en combate. Fénix resalta que es en el ágora donde los hombres se
distinguen o son sobresalientes (ἀ
), tal vez por ello se hacían necesarias las
competencias oratorias entre jóvenes como en las que, al parecer, participaba Toante, hijo de
Andremón (Il. XV, 284). En consecuencia, no es extraño que en la obra de Homero exista ya
una conciencia sobre el poder de la palabra, pues esta es resaltada como una cualidad
importante al lado de otras habilidades, como por ejemplo, el lanzamiento de jabalina o la
lucha a pie (Il. XV, 282) y además, porque los héroes se ven a sí mismos como buenos o peores
oradores en el ágora, tal es el caso de Aquiles (Il. XVIII, 101‐106), e incluso, puede verse una
fuerte crítica, como la expuesta por Néstor ante las palabras de Calcante, a un tipo de oratoria
que olvida los asuntos por los cuales se discute:
12
¡Qué sorpresa! Realmente habláis en la asamblea como niños chiquitos (νηπιάχοις) a quienes
nada importan las empresas guerreras. ¿Por dónde, decidme, se irán convenios y juramentos?
En el fuego ojalá ya estuvieran consejos y afanes de hombres, pactos sellados con vino puro y
diestras en las que confiábamos. Inútilmente estamos porfiando con palabras, y ningún
remedio somos capaces de hallar después del tiempo que llevamos aquí (Il. II, 337‐343).
Para James J. Murphy (1989), no sólo en la Ilíada, escrita antes del 700 a.C., se evidencia un
respeto de Homero por las «palabras aladas» y por oradores como Néstor, también en el
drama griego primitivo, en el que, producto de la escisión en dos partes del coro ditirámbico,
llevó a que los debates de las asambleas políticas se realizaran entre dos partes opuestas. Las
obras de autores dramáticos como Esquilo, Sófocles y Eurípides, las sátiras de Aristófanes y las
obras de historiadores como Tucídides y Heródoto muestran una preocupación por la
exposición oral y escrita de las ideas, y agrega: «Estas pruebas indirectas ponen de manifiesto
que entre los griegos se había desarrollado una conciencia retórica cada vez más sofisticada ya
en el siglo V a.C. sólo quedaba por hacer una codificación de esas pruebas textuales» (13).
En efecto, esa codificación que señala J. Murphy vendrá con la democracia y de la mano de
Córax y Tisias. Según lo expuesto por Cicerón, la retórica fue inventada en el segundo cuarto
del siglo V a.C. por Córax (Bruto, 46). Córax, cultivó la retórica de manera oral y definió
preceptos y métodos que permitieron, luego de la caída de la tiranía, enseñar a participar
eficazmente en procesos judiciales orales de restitución de tierras en los que participaban
jueces populares nombrados por sorteo entre ciudadanos comunes y corrientes. Otras
versiones indican que Córax participó empleando su arte en las asambleas políticas y no en los
tribunales (Murphy, 1989), pero lo importante es que, como afirma Ch. Benoit (1846) después
de haber sido cortesano de los reyes, pasa a serlo de la multitud y, desde la tribuna,
[…] busca calmar por medio de palabras insinuantes y aduladoras la agitación de la asamblea; a
esto él llama exordio (π
α); después de haber obtenido la atención, él expone el tema de
la deliberación (
); pasa después a la discusión (ἀ
); lo entremezcla con digresiones
α ); y finalmente, en la recapitulación o conclusión
que confirman sus pruebas (πα
(ἀφα φα α
, π
), él resume sus motivos y reúne todas sus fuerzas para encauzar un
auditorio ya agitado (14. La traducción es mía).
Córax expone un discurso seguido por reglas, por un método que organiza estratégicamente el
texto oratorio, que puede ser enseñado y puesto en práctica en aquellos espacios creados por
la democracia como la Asamblea y los tribunales de justicia. Al parecer, Córax expuso ciertas
indicaciones para el discurso público que, aunque no se puede suponer que hayan sido
explicadas en un manual escrito, según Benoit, es posible encontrar algunos rastros de la
«infancia de este arte» en los diez últimos capítulos de la Retórica a Alejandro (1846, 15).
Quien sí elaboró un manual fue su alumno Tisias. Según Aristóteles, Tisias es uno de los
primeros tratadistas, seguido por Trasímaco y Teodoro (SE 183 b 32). Este primer manual se
conoce como Arte (
). El Arte de Tisias buscaba exponer los parámetros para elaborar
discursos organizados capaces de persuadir a partir de la doctrina de lo verosímil o de la
probabilidad (
). A propósito, Platón se refiere a esta doctrina en los siguientes
términos:
13
[…] está fuera de duda que no se necesita tener conocimiento de la verdad, en asuntos
relacionados con lo justo y lo bueno, ni de si los hombres son tales por naturaleza o educación,
el que intente ser un buen retórico. En absoluto se preocupa nadie en los tribunales sobre la
verdad de todo esto, sino tan sólo de si parece convincente. Y esto es, precisamente lo
verosímil, y hacia ello es hacia lo que conviene que se oriente el que pretenda hablar con arte.
Algunas veces, ni siquiera hay por qué mencionar las mismas cosas tal y como han ocurrido, si
eso ocurrido no tiene verosimilitud; más vale hablar de simples verosimilitudes, tanto en la
acusación como en la apología. Siempre que alguien exponga algo debe, por consiguiente,
perseguir lo verosímil, despidiéndose de la verdad con muchos y cordiales aspavientos. Y con
mantener esto a lo largo de todo discurso, se consigue el arte en su plenitud (Phdr. 272 d – 273
a).
Según Platón,
es opuesto a ἀ
α. Lo probable es opuesto a lo verdadero, pero sirve
para la persuasión (
) y, en esa medida, los oradores prefieren utilizarlo. Decir lo verosímil
es, para el filósofo, decir lo que a la gente le parece. Esto es decir por ejemplo que:
Si alguien débil pero valeroso, habiendo golpeado a uno fuerte y cobarde, y robado el manto o
cualquier otra cosa, fuera llevado ante un tribunal, ninguno de los dos tenía que decir la verdad,
sino que el cobarde diría que no había sido golpeado únicamente por el valeroso, y éste,
replicar, a su vez, que sí estaba solo, y echar mano de aquello de que «¿cómo yo siendo como
soy, iba a poner las manos sobre éste que es cómo es?» Y el fuerte, por su parte, no dirá nada
de su propia cobardía, sino que, al intentar decir una nueva mentira, suministrará, de algún
modo, al adversario la posibilidad de una nueva refutación (Phdr. 273 b – d).
En efecto, el ladrón enfatizaría su defensa solamente en su debilidad porque para el auditorio
es poco probable, o poco creíble, que un hombre débil pueda golpear y robarle a un hombre
fuerte. Sin embargo, el auditorio puede creer que un hombre valiente, aunque débil, sea capaz
de golpear a uno cobarde, pero esto no lo mencionaría ni el agresor, ni mucho menos la
víctima si quiere cuidar su reputación. El auditorio también puede tener la creencia de que es
más probable que el débil sea cobarde y que el fuerte sea valiente. En caso de que el discurso
del agresor utilice esta opinión también su defensa tendrá éxito.
Un argumento similar puede verse en el Himno a Hermes. Veamos:
‐‐¡Hijo de Leto! ¿Qué crueles palabras son éstas que me has dirigido? ¿Y qué es eso de que
vienes aquí en busca de tus camperas vacas? No las vi, no me enteré de ello, ni oí el relato de
otro. Ni podría denunciarlo, ni podría ganarme siquiera una recompensa por la denuncia.
Tampoco tengo el aspecto de un varón robusto, como para ladrón de vacas. Ese no es asunto
mío. Antes me interesan otras cosas: me interesa el sueño, la leche de mi madre, tener pañales
en torno a mis hombros y los baños calientes. ¡Que nadie sepa de dónde se produjo esta
disputa! Sin duda sería un gran motivo de asombro entre los inmortales que un niño recién
nacido atravesara la puerta de la casa con camperas vacas. Lo que dices es un disparate. Nací
ayer. Mis pies son débiles y bajo ellos la tierra, dura. Mas si quieres, pronunciaré el gran
juramento por la cabeza de mi padre. Aseguro que ni yo mismo soy el culpable, ni vi a otro
ladrón de tus vacas, cualesquiera que sean las vacas ésas. Sólo he oído lo que se cuenta de ello
(Hom. Batr. 260‐276).
Lo que prueba aquí Hermes es muy persuasivo. Es improbable que un niño que acaba de
nacer, y que se preocupa más por alimentarse de su madre, se separe de ella para robar unas
14
vacas. Lo verosímil (
) es explotado de manera consciente en varios discursos retóricos
de la época. Lo hace Isócrates cuando, en su actividad de maestro de oratoria, escribió Contra
Eutino (XXI). En este discurso la argumentación para acusar a Eutino de haber devuelto a su
primo Nicias dos talentos en lugar de tres, se debe basar completamente en pruebas
conjeturales (
) debido a que no hay testigos ni contratos que respalden la
transacción. Otro ejemplo de este tipo de discursos es la Defensa de Palamedes de Gorgias (Fr.
82 B11a DK). Aquí Palamedes se enfrenta a la acusación de Ulises que lo señala de haber
traicionado a los griegos en provecho de los troyanos. Por medio de la utilización de
conjeturas, explica las razones de Ulises de adoptar tal actitud. En esos dos discursos lo
verosímil es una gran herramienta persuasiva, pues sirve de operador lógico para una
argumentación basada en una serie de argumentos según una lógica concesiva (de Tordesillas,
1999).
Pero volvamos al asunto sobre el origen. Si la retórica es un arte o no, será una discusión que
llevarán a cabo Platón, Aristóteles y hasta el mismo Isócrates con un fuerte entusiasmo. En la
segunda sofística, Elio Aristides retomará esta vieja polémica en el siglo II a.C. Pero, el paso de
la idea de una oratoria práctica o de «inspiración divina» como la que muestra Homero en la
Ilíada y en la Odisea1 a una retórica que podríamos caracterizarla como «laica» y «técnica»,
expuesta en manuales que, en la mayoría de las veces, se exagera sobre las partes del
discurso2, está acompañada de grandes transformaciones políticas, el paso a la democracia.
Detengámonos en este punto. Es posible hablar de un lógos persuasivo de origen divino que
luego pasa, al mismo tiempo en que se desarrolla la democracia, a ser un lógos persuasivo
«domesticado», en poder de los hombres, lejos del azar y poderosísimo instrumento de poder.
En efecto, la persuasión (
), no siempre fue el objeto del arte retórica, sino que fue una
divinidad objeto de culto. En la Teogonía de Hesíodo, Π
es hija de Océano y Tetis,
hermana de Metis, Electra, Europa, Dione y otras tantas Océanides (Hes. Th. 349). Y, en Los
trabajos y los días, en el mito de Prometeo y Pandora, Peitho deja de ser «océanida» y pasa
tener el título de honor de
α. Junto con las Gracias, Peitho coloca collares dorados en el
cuello de Pandora, doncella creada por Zeus (Hes. Th. 70‐75).
Una Peitho mítica, religiosa, pero también, política se da en Las suplicantes de Esquilo. El rey
Pelasgo invoca a la divinidad Peitho y Týche para ganar la adhesión del pueblo en su propuesta
de pedir el asilo de las danaides (Supp. 523). Cabe enfatizar que esta invocación a la diosa
Peitho se hace con un objetivo puramente político. Con Las suplicantes podemos comenzar a
1
Puede verse también una oratoria en la que interviene el poder de ciertas divinidades como por
ejemplo, en el tercer canto de la Odisea Atenea le dice al inexperto en oratoria Telémaco: «Por ti
mismo, Telémaco, en parte hallarás las palabras y algún dios, además te vendrá a dar ayuda; no creo
que nacieras ni que hayas medrado malquisto del cielo» (Hom. Od. III, 26‐28).
2
En Fedro, Platón, teniendo en cuenta los manuales de la época, enumera ocho partes del discurso, a
saber, π
,
,
α,
α, π
, ππ
,
y π
(Phdr. 266b‐
267a).
15
hablar de una persuasión «divina» para objetivos «humanos», políticos. De igual manera,
Alcman, el poeta dorio, relaciona a la diosa con la política. Persuasión es hija de Promateas y
hermana de Buen Gobierno y Suerte «Ε
α < > α Π
ἀ φ
α Π
α α
υ
» La persuasión entra tanto en el campo del respeto de las leyes como de la previsión
en relación con el destino. En esa medida, Persuasión es trasladada a la comunidad, al modo
de las relaciones vitales de los individuos (Alcm. 171. 28. 64P).
Aceptado de manera tradicional, el «paso» a una peithó de inspiración divina a una «laica»,
eminentemente política y regulada se da con Córax y Tisias. Se sabe que desarrollaron su
actividad de oradores en una Siracusa democrática. En el año 467 a.C. Siracusa ya había dejado
atrás la tiranía de Hierón, quien había prohibido durante su mandato el uso de la palabra.
Paradójicamente, esta prohibición obligó a los hombres a comunicarse por medio de señas
trayendo consigo un desarrollo enorme de la imitación o mímica (Navarre, 1900). En el 476
a.C., Hierón llevó a cabo medidas violentas de represión y de reorganización de la población
desplazando a los habitantes de Naxos y Catania hacia Leontino para asentar sus tropas de
mercenarios. Su hijo, Trasíbulo, tomó el poder en el 466 a.C. Su carácter violento lo llevó a
cometer excesos que contribuyeron a la insurrección general y a su caída. Sin embargo, luego
de haber pasado por largos períodos de tiranía y de expropiaciones de tierras, los siracusanos
seguían viviendo en medio de luchas intestinas. El propio Aristóteles menciona el hecho de
que, luego de haberles dado la ciudadanía a los mercenarios y extranjeros en el 465 a.C., los
siracusanos tuvieron conflictos internos que los condujeron a la guerra (Pol. 1303b). Pero una
vez instaurada la democracia, muchas familias regresaron a sus lugares de origen e iniciaron
una serie de acciones judiciales de recuperación de tierras. Para lograrlo, estas personas
buscaron la asesoría de Córax y Tisias, pues muchas de ellas no sabían cómo demostrar
materialmente la pertenencia de las tierras confiscadas. Estos procesos son los que señalaría
Aristóteles en una obra perdida llamada, υ α
, como los inicios de la retórica
(Kennedy, 1994).
Por otro lado, en Atenas, las reformas democráticas de Efialtes del 462 a.C. consolidaron la
práctica retórica en procesos judiciales que dejaron de ser juzgados por ex arcontes
nombrados como magistrados vitalicios del Aerópago y pasaron a la jurisdicción de nuevos
tribunales (Heliea) conformados por jueces populares. El camino hacia la isonomía o igualdad
legal iniciado por las políticas de Clístenes opuestas a cualquier tiranía había terminado, pero
iniciaba el camino hacia la demokratía o «poder del pueblo» (Rodríguez, 1997). Al respecto
Aristóteles dice lo siguiente:
Con el aumento de la plebe (
), llegó a ser jefe del pueblo Efialtes, hijo de Sofónides,
tenido por incorruptible y justo para el régimen, y atacó al Consejo ( υ ). Primeramente
eliminó a muchos de los Areopagitas, entablando pleitos contra ellos por su administración.
Después, siendo arconte Conón, quitó al consejo todas las funciones añadidas que le hacían
guardián de la constitución, y unas las devolvió a los Quinientos, otras al pueblo (
) y a los
tribunales ( α
) (Ath. 25, 1‐3).
Las palabras de Aristóteles permiten pensar que las reformas democráticas crearon los
espacios para la discusión y la exposición de discursos y abrieron la posibilidad de que se
16
incrementara el número de oradores y de oyentes que calculan la importancia de los
argumentos y la organización del discurso. De igual manera, la existencia de maestros,
manuales y compilaciones de discursos escritos que podían ser aprendidos de memoria
también hicieron posible el desarrollo de este arte3. Tiene razón Walter Ong (2009) cuando nos
dice que « [e]n el original griego, technē rhētorikē, “arte de hablar” (por lo común abreviado a
solo rhētorikē), en esencia se refería al discurso oral, aunque siendo un “arte” o ciencia
sistematizado o reflexivo […], la retórica era y tuvo que ser un producto de la escritura» (19).
Pero también es cierto el punto de vista de López Eire (1997) cuando afirma que la democracia
favoreció el desarrollo de la oratoria judicial, deliberativa y hasta la epidíctica, pues no sólo
hace que se aumente el número de hablantes que hacen uso de la palabra desde la tribuna,
sino que favoreció la institución, a comienzos del siglo V a.C., de los «discursos funerarios»,
cuya pronunciación se constituía en una ocasión de acción política dirigida al elogio del sistema
político, a los ciudadanos, los antepasados, los caídos en batalla y sus familiares. Esto es
precisamente lo que se encuentra en un discurso fúnebre como el que según Tucídides
pronuncia Pericles (Th. II, 35 y ss).
De manera distinta piensan algunos autores, pues consideran que la retórica de los siglos V y
IV a.C. tenía como finalidad de manera casi exclusiva la composición de discursos judiciales, y
que mucho de lo que se considera material propio de los discursos deliberativos proviene de
los judiciales4. Sin embargo, cabe anotar el empeño de Aristóteles por elaborar su teoría del
discurso retórico a partir de una profunda reflexión sobre la deliberación política. O la figura
destacada de Andócides, quien fue considerado por mucho tiempo un mal orador por no
seguir las reglas del arte, pero que se caracterizó, a pesar de ser un partidario entusiasta de la
oligarquía, por la improvisación y la espontaneidad en la exposición de discursos ante la
asamblea en una Atenas democrática. Discursos políticos como los de Andócides o como los
que expone Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, constituyen un testimonio
importante para comprender la oratoria y los procedimientos empleados en las asambleas
(Iglesias, 1994).
Como hemos visto, a partir del siglo VII a.C. es posible identificar en la literatura una retórica
«natural» o de «inspiración divina» y, al mismo tiempo, una retórica que puede ser enseñada.
Esa retórica pasa luego a ser objeto de reglamentación por medio de manuales, se vuelve
técnica. Pero, ¿qué fue lo que motivó la elaboración de manuales de oratoria? ¿Por qué fue
tan importante para Córax, Tisias, Gorgias, Platón, Isócrates, Aristóteles y para Alcidamante de
Elea o para Elio Aristides, varios siglos después, participar en una discusión sobre la naturaleza
de la retórica? Varios autores nos muestran la retórica como un arte necesariamente ligado a
3
En Refutaciones sofísticas, Aristóteles señala como Gorgias hacía que sus discípulos aprendieran de
memoria ciertos discursos y enunciados. Sin duda, esto hacía que los alumnos aprendieran rápido por
medio de lo que se deriva de una técnica pero sin técnica. Esto es, trasmitiendo el conocimiento de
cómo no hacerse daño en los pies, no enseñando la técnica de hacer zapatos, sino enseñando muchos
tipos de zapatos. cf. SE 184a‐184b.
4
Sobre la preeminencia del discurso judicial, véase Cortés (1998). La retórica Aristotélica y la oratoria de
su tiempo (Sobre el ejemplo de Lisias III). Emerita, LXVI, 2, 1998, pp. 339‐359.
17
la política. López Eire (1997), por ejemplo, expone en uno de sus artículos una cita del Filebo
de Platón en el que Protarco, interlocutor de Sócrates, dice lo siguiente: «La verdad es que yo a
cada momento oía decir muchas veces a Gorgias que el arte de persuadir prevalecía con
mucho sobre todas las demás artes, pues todas las cosas las sometía y las hacía esclavas suyas
por las buenas y no por la fuerza» (Phlb. 58). En otro diálogo, el Gorgias platónico se refiere a
la retórica de la siguiente manera: «procura la libertad y, a la vez permite a cada uno dominar
sobre los demás en su propia ciudad» (Gr. 452 d).
Teniendo en cuenta lo anterior, seguimos la idea de que la retórica es objeto de una reflexión
que busca que el pueblo ateniense siga los discursos políticos como guías para la acción. En
dos discursos que nos presenta Tucídides está presente esta idea. El primero de ellos es en un
discurso fúnebre —aunque puede verse como un discurso político— que Pericles al parecer
pronuncia en el año 431‐0 a.C.; el segundo, en un discurso deliberativo o político pronunciado
por Diódoto en respuesta a Cleón quien propuso fuertes castigos a hombres mujeres y niños
mitileneos (Th. II, 40 y III, 42, 2‐3).
No nos ocuparemos en este momento en los detalles de estos dos importantes discursos, pero
sí debemos añadir que, según Gorgias de Leontino, la acción humana puede ser impulsada o
conducida por la palabras porque estas funcionan como «un poderoso soberano que, con un
cuerpo pequeñísimo y completamente invisible, lleva a cabo obras sumamente divinas. Puede,
por ejemplo, acabar con el miedo, desterrar la aflicción, producir alegría o intensificar la
compasión» (Hel. 8‐9). Y también, teniendo en cuenta la teoría de
, en el sentido de
que las palabras sirven de guía para la acción porque sólo a partir de conjeturas (
) es
posible discutir «los más grandes y excelentes asuntos humanos» (Pl. Grg. 451d), asuntos que
versan sobre lo justo o lo injusto, lo conveniente o lo inútil, lo bello y lo feo como diría
Aristóteles (Pol. I, 2, 1253 a y ss).
En fin, si bien la democracia hace posible el desarrollo de la retórica como técnica del discurso
persuasivo, pues permite la discusión pública de asuntos que conciernen a todos los
ciudadanos en un ambiente donde se enfrentan pacíficamente unos argumentos, también es
posible percibir: a) como Alcmán lo concibió, la persuasión ocupa tanto el campo religioso
como el de las leyes y de la previsión en relación con el destino político de la polis; b) que sirvió
de instrumento de justificación y, a la vez, de crítica de un nuevo orden político, la democracia;
y, c) que hace posible la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones sobre
asuntos que conciernen a todos. Veamos un poco más detenidamente el papel de la retórica
en la tragedia y su relación con lo divino y lo político.
18
1.2.
Tragedia, retórica y democracia
Las suplicantes de Esquilo es un buen ejemplo de cómo una persuasión de origen divino
interviene en un asunto político. Presentada en el año 463 a.C., Las suplicantes expone por
primera vez una perífrasis de la palabra demokratía5. Esta obra de Esquilo, cuenta la historia de
la persecusión pasional a la que están sometidas las hijas de Dánao por parte de sus primos
egipcios. Dánao y sus hijas huyen de lo que consideran un acto incestuoso y buscan el asilo y
protección del rey Pelasgo, quien gobierna bajo un tipo de politeía que podríamos llamar
democrática.
Esquilo nos muestra cómo un asunto de índole moral y privado es manejado por un rey,
llamado Pelasgo, de una manera política, pues somete a consulta pública la decisión de
proteger o no a los extranjeros (Aesch. Supp. 365)6. Pelasgo es un rey que no quiere hacer
nada sin consultar antes al pueblo. Sin embargo, esto no es comprendido por las suplicantes
danaides, pues vemos en el coro de mujeres objeciones como:
El Estado eres tú, tú eres el pueblo (
);
Señor no sometido a juez alguno,
tú eres el rey del altar (
α
), del hogar de esta tierra.
Solo con el sufragio de tu frente,
Y solo con el cetro de tu trono
tú lo decides todo. ¡Evita el sacrilegio! (Supp. 370‐375)
En esos versos Esquilo utiliza las voces que compondrán la palabra demokratía, a saber, tò
demion (el pueblo) y kratýneis (tú dominas). El coro de mujeres no está haciendo el nexo entre
5
Albin Lesky afirma que debido a sus rasgos arcaicos como el número de miembros del coro, la escasa
acción, los largos estásimos corales y la ausencia de prólogo, se creía que la obra Las suplicantes tenía
una datación en torno al año 593 a.C. Sin embargo, la aparición en Egipto de un papiro muestra que la
obra es posterior a La Orestía y presentada conjuntamente con obras de Sófocles en el año 463 a.C. (cf.
Lesky, 1985, 270‐271). Esto sitúa a la obra un año antes de la revolución con la que Efialtes,
aprovechando el desprestigio de Cimón por su poco éxito en la campaña en Tasos y sus posibles actos
de corrupción, introduce una serie de reformas que dejan sin poder político al Areópago. Con estas
reformas Efialtes deja atrás la isonomía de Clístenes e inicia la demokratía o poder del pueblo como
totalidad. Esquilo es considerado por Rodríguez Adrados como un gran pensador político que, a pesar de
ser un aristócrata, no fue un hombre de partido, sino un ateniense que veía en el régimen democrático
la manifestación de la igualdad, la libertad y el respeto a la ley la justicia (Adrados, 1997a, 95‐110 y
Azparren, 1991, 66).
6
Las danaides deben informar que pertenecen al linaje de Argos, pues su parecido a mujeres de Libia
confunden al rey Pelasgo (Aesch. Supp. 275). Este también, al presentarse, se declara no sólo argivo y
epónimo de su pueblo, sino descendiente de Palecton, nacido de la tierra, η
ή (Supp. 250‐255).
Cómo veremos más delante, ser nacido de la misma tierra configurará todo discurso a favor de la
democracia teniense.
19
estos dos términos con el fin de defender la forma de gobierno de la ciudad de Argos, sino que
simplemente muestra su asombro por el sometimiento de la decisión de asilo a la voluntad del
pueblo. Pero Esquilo sí está tratando de ilustrar, a un pueblo amante del teatro que se reúne
para ver las obras de distintos autores durante la fiesta de Dioniso, no solo los problemas a los
que se enfrenta el héroe trágico, sino una primera forma de la democracia ateniense
conectada con los problemas religiosos y morales. Como señala Rodríguez Adrados (1997),
Esquilo es por definición un sophós que ilumina a los demás trayendo viejos sucesos y héroes
al presente para reinterpretarlos en un nuevo contexto, el de la ciudad y la democracia, en
ocasión de una fiesta religiosa.
En Las suplicantes, Esquilo expone su idea de democracia. Aquí el dêmos es el pueblo, y este es
entendido como «totalidad». Pelasgo advierte a las suplicantes que el lugar donde se
encuentran no es el privado espacio de su palacio, sino el espacio público en donde se consulta
al pueblo su voluntad sobre los asuntos comunes (Supp. 365). Para Pelasgo asilar a las
suplicantes es un asunto público y no privado, pues las consecuencias que desde un principio
se temen pueden ser nefastas para todos los polítai. Pero también, Pelasgo teme cometer un
error debido a la dificultad para asumir una posición autónoma frente a una petición que tiene
tanto de malo como de bueno7. Veamos:
Sobre mi enemigo caiga el sacrilegio.
Más no os puedo ayudar sin daño alguno,
Pero tampoco es sabio no atenderte.
No sé qué hacer; el miedo me domina.
¿Obrar? ¿No obrar? ¿O tentaré el destino? (Supp. 376‐380)
Más adelante, dice:
Necesito una idea salvadora,
Profunda; al modo de los buzos, que
descienda hasta el abismo un ojo claro,
no en exceso embriagado, y que, primero,
no cause la cuestión a mis estados
daño alguno, y que, luego, bien termine
para nosotros mismos: que una guerra
de desquite no nos alcance a todos,
o que, si yo os entrego, arrodilladas
como estais frente al ara de los dioses,
no vaya yo a instalar en nuestra patría
al vengador, al dios de la ruina,
que ni en el Hades al difunto suelta.
¿No urge una idea salvadora, y honda? (407‐419)
7
En el verso 513 el Corifeo justifica su temor cuando dice: «El temor de mi espíritu me ha hecho
susceptible en verdad, ello no es raro». En respuesta agonística, Pelasgo responde justificando el suyo
diciendo: «El miedo excesivo siempre es ingobernable» (ἀ ί ᾽ ἄ α
ό ἐ
ῖ ᾽ ἐ αί
).
20
Para Pelasgo es difícil negarse a la petición de las suplicantes porque el acto de súplica tiene un
significado importante en la tradición griega, pues ella sella alianzas y equilibrios sociales y
religiosos. En consecuencia, la decisión debe surgir a favor de las suplicantes, pero la forma de
elaborarla requiere una idea que persuada unánimamente a los polítai de que es necesario
acoger al extranjero suplicante, respetar a los dioses y a los parientes, pero sobre todo,
rechazar al invasor y defender algo que no tiene el pueblo egipcio, la libertad de participar en
las decisiones políticas cuyas consecuencias benefician o perjudican a todos por igual.
Luego de que Pelasgo anuncia su idea comparándola como un barco que encalla (
),
convoca a la asamblea para solicitar públicamente el asilo, no sin antes preparar a Dánao y a
sus hijas para la presentación ante el pueblo y pedir la compañía de Peítho y Týche (Supp. 523).
Como habíamos anotado en el apartado anterior, la diosa Peítho se sitúa en el plano político,
en el plano de la deliberación y del lógos como discurso humano que debe servir de guía para
la acción. En ese mismo sentido Týche juega un papel importante, pues las acciones humanas
están sometidas al desconocimiento de las futuras consecuencias.
Luego de este necesario recorrido por los primeros versos de Las suplicantes, es necesario citar
una de las imágenes que mejor pueden ilustrar el ambiente democrático, a saber, la
manifestación del papel político de los polítai y el poder de la retórica. Nos referimos a lo
descrito por Dánao cuando le anuncia a sus hijas el resultado de la asamblea:
Argos lo decidió sin titubeos,
De modo que, a mi edad, me he vuelto mozo.
El aire se ha erizado de manos diestras
del pueblo que aprobó estas palabras:
Tendremos residencia esta tierra,
Libres, sin gajes, con derecho a asilo.
Y nadie del país podrá perdernos
Ni venidos de fuera. […]
Tal fue la solución que el rey Pelasgo
respecto a nuestro caso les propuso.
Les convenció y a la ciudad invitaba
a no engordar para el tiempo futuro
la cólera de Zeus, el suplicante. […]
Las razones oyendo, el pueblo argivo
decretó a mano alzada, que así fuera,
sin esperar a que el heraldo hablara (Supp. 605‐624)
De acuerdo con los versos citados, los argivos decretaron rápidamente a mano alzada (
)
8
y sin titubeos (
) la propuesta de asilo para las danaides y su padre. La metáfora
empleada «el aire se ha erizado de manos diestras del pueblo que aprobó estas palabras
En la traducción de José Alsina, y que es la que estamos utilizando, la palabra
ό ω es
traducida como sin «titubeos» (2008, 198). Por su parte, Domenico Musti nos muestra que dichorrhópos
remite a rhopé que señala la inclinación de una balanza y la ruptura del equilibrio que precede a la
misma rhopé; es decir que dichorrhópos indica que no se ha producido el desequilibrio de una decisión
que predomina sobre otra, por ello su propuesta de traducción es «sin dividirse» (Musti, 2000, 54).
8
21
( α
ᾳ
φ
α
α
)» es realmente
diciente sobre los procedimientos de este modelo democrático representado por Esquilo para
la toma conjunta de decisiones. Dicho procedimiento está cargado de una emotividad tal que
no sólo llevan a Dánao a la alegría desbordada, sino al conjunto de asistentes a menospreciar
el conteo de los brazos y a imposibilitar las palabras del heraldo que cumple el papel de
moderador de la reunión. Pero también, llevan a los asistentes del teatro o a cualquier lector a
imaginar un ambiente democrático donde es posible la unanimidad, la toma de decisones por
aclamación y en donde el dêmos es entendido como totalidad.
Esquilo no nos dice cómo el rey argivo logró persuadir a una multitud de ciudadanos9. Lo cierto
es que Pelasgo advierte al Corifeo sobre el desagrado de los ciudadanos por los largos
discursos o α
(Supp. 273). Es aquí cuando nos preguntamos por el tipo de retórica
que se necesitó para conseguir de manera unánime que un auditorio acogiera una propuesta
sobre un asunto en el que, si bien a toda vista es muy importante como es el caso de asilo de
las danaides, siempre cabe la posibilidad de una división entre los ciudadanos que participan.
Nos preguntamos entonces por la posibilidad de un arte discursivo que sirva para persuadir a
todos, un arte perfecto de la persuasión –o un orador perfecto‐ que lleve a la unanimidad. Tal
vez, para unos esto sea un ideal de legitimidad política10 o, por el contrario, sea un sospechoso
signo de homogenización de la sociedad y autoritarismo, pero, lo cierto es que en las
asambleas que Homero narra en la Iliada la aprobación unánime se manifiesta claramente por
medio de la aclamación ruidosa (
rescate de su hija Criseida:
υφ
). Tal es la respuesta que recibe Crises al pedir el
”¡Oh Atridas y demás aqueos, de buenas grebas! Que los dioses, dueños de las olímpicas
moradas, os concedan saquear la ciudad de Príamo y regresar bien a casa; pero a mi hija, por
favor, liberádmela y aceptad el rescate por piedad del flechador hijo de Zeus, de Apolo”.
9
Sobre el número de asistentes a una asamblea, Sinclair (1999) afirma que no puede ser determinada
con exactitud debido al período en el que se realizaban las reuniones, los asuntos tratados o la
capacidad de la Pnix para albergar personas de pie que se suman a las seis mil que cabían sentadas
gracias a las remodelaciones realizadas aproximadamente en el año 400 a.C. Tampoco se cuenta con
una lista de personas que recibieron pagos por asistir y, en efecto, no se podría decir a ciencia cierta si
esta asistencia aumentó con la implementación de pagos a los ciudadanos. Sin embargo, el número de
seis mil asistentes parece aceptado para lograr el quórum en las reuniones normales en los siglos IV y V.
10
El modelo de Estado roussoniano plantea, en principio, una legitimidad basada en la unanimidad que,
dada su rectitud, es la verdadera manifestación de la volonté générale que hace realidad el pacto social,
el Estado. Rousseau, un admirador de la democracia directa ateniense, nos dice en El Contrato social lo
siguiente: «mientras más armonía exista en las asambleas, es decir, mientras más se acerquen las
opiniones a la unanimidad, más dominará la voluntad general; mientras que los debates largos, las
discusiones, el tumulto, anuncian la preponderancia de los intereses particulares y la decadencia del
Estado» (Rousseau, 1993, 105). Sería interesante mirar con más detenimiento cómo Rousseau concibe
la unanimidad como la voz de la volonté générale y, al mismo tiempo, acepte, el principio de la mayoría
cuando dice: «Exceptuando este contrato primitivo, la decisión de la mayoría obliga siempre a todos los
demás» (Libro IV, Cap. II, 107).
22
Entonces todos los demás aqueos aprobaron unánimes (
sacerdote y aceptar el espléndido rescate (Hom. Il. 1.1)
υφ
α ) respetar al
Sin embargo, la unanimidad no se manifiesta en Las euménides, la última obra de la trilogía La
Orestíada presentada por Esquilo en el 458 a.C., sino sólo el voto mayoritario. Orestes es
llevado a juicio por el asesinato de su madre, Clitemnestra. Las Erinias lo hallan merecedor de
castigo por cometer un crimen de sangre (Eu. 650‐655), mientras que Apolo, lo defiende
recurriendo a un argumento a favor de la venganza sustentado en la superioridad del padre en
relación con la procreación: «del hijo no es la madre engendradora, es nodriza tan solo de la
siembre que en ella se sembró. Quien la fecunda es el engendrador. Ella tan solo –cual puede
tierra extraña para extraños‐ conserva el brote, a menos que los dioses la ajen» (Eu. 660‐663).
Luego de la exposición de argumentos, Atenea solicita la emisión del fallo dirigiéndose a los
habitantes del Ática, que por primera vez participan en el juzgamiento de un asesinato, por
medio de un discurso de exhortación ( α α
) y concluye invitándoles a ponerse de pie y
depositar su voto ( φ ) (Eu. 681‐710). En este caso se prevé el cómputo aritmético riguroso
de los votos. Dicho cómputo es facilitado por el uso de piedras que cuentan como votos
( φ ) a favor o en contra. Los votos son contados ciudadosamente evitando el error, pues se
trata aquí de la vida de Orestes y cualquier error sería catastrófico. La mayoría es conseguida
por Atenea al depositar su voto a favor de Orestes. Atenea argumenta que su voto a favor se
debe a que no la parió una madre y siempre está a favor del varón (Eu. 734‐755). Fue
suficiente simplemente la mitad más uno, la mayoría debido a la fuerza de los argumentos
expuestos en los discursos de las Erinias, Apolo y Atenea. Los dos primeros discursos rompen
cualquier unanimidad posible, el tercero, el de Atenea, genera la mayoría y salva la vida de
Orestes.
Podríamos decir que el ambiente que se percibe en Las suplicantes es uno en el que el discurso
deliberativo o político, a pesar de no ser extenso ni poseer partes que los organicen
técnicamente, entra en escena para encontrar, exponer y legitimar ante los ciudadanos una
decisión política como la medida de asilo en medio del peligro de la retaliación violenta por
parte de los egipcios. La unanimidad que se logra puede ser accidental, pero también puede
ser interpretada como resultado del poder y la soberanía del rey. La retórica de Pelasgo tiene
una fuente divina, pero la usa para tratar en público un asunto humano. La idea salvadora no
puede ser más que la retórica misma. Bien podría cambiarse la expresión equivocada del coro
«El Estado eres tú, tú eres el pueblo» (Supp. 370), por otra más acorde con los cambios
democráticos como «tú eres el orador, sólo tú persuades al pueblo». El discurso deliberativo es
el medio para encontrar la forma más apropiada para actuar, para tomar una decisión. Esto es
lo que hemos visto en Las suplicantes. Lo que veremos ahora es cómo también se convierte en
vehículo para la justificación de la democracia.
23
1.3.
La democracia en los discursos retóricos
Examinemos ahora como en los discursos retóricos se justifica o critica la democracia. Cabe
indicar que, como advierte Luis Gil (2005), la mayoría de las fuentes escritas conservadas son
de origen aristocrático, lo cual condiciona nuestra interpretacion de los hechos del pasado
griego11. Sin embargo, Domenico Musti (2000), califica como «mito» la idea de que la
democracia ateniense nunca habló de sí misma. Musti nos muestra en los primeros capítulos
de su libro Demokratía: orígenes de una idea, que el Epitafio que Tucídides le atribuye a
Pericles en la Historia de la guerra del Peloponeso (II, 35‐46) y que fue probablemente
pronunciado en el año 431‐0 a.C., es un texto que define la demokratía desde la orilla
democrática.
Según Musti, Tucídides, al exponer su versión del discurso fúnebre de Pericles, «ha querido
trasmitir una especie de manifiesto del pensamiento democrático, un manifiesto político […]
En efecto, los muertos se mencionan sólo en unas palabras dirigidas a las viudas» (2000, 35).
Aquí seguimos la idea de Musti, pues consideramos en principio que las presentaciones y
justificaciones de la democracia no se hicieron en principio en tratados o en sistemáticas obras
filosóficas, sino en lugares públicos, en aquellos lugares donde el lógos se hace discurso
persuasivo, abierto a la confrontación y evaluación crítica. Es por ello que la retórica juega un
papel importante en la construcción, desarrollo y subsistencia de la democracia, como vehículo
ideológico y que, al mismo tiempo, la democracia hace posible el discurso libre y persuasivo
ante un auditorio de ciudadanos con poder político de decisión.
El discurso fúnebre atribuido a Pericles, que puede ser definido según la clasificación
aristotélica como perteneciente al género epidíctico (
), cumple con lo establecido
en las leyes solónicas sobre enterramientos y duelos en el siglo V a.C. con el objeto de honrar a
los caídos de la ciudad (Plu. Sol. 21)12, pero también está dirigido a justificar los valores de la
democracia13.
11
Las tesis que Luis Gil ha expuesto en varios de su artículos relacionados con los fundamentos
ideológicos de la democracia ateniense, parten precisamente de la dificultad de que buena parte de los
textos conservados presentan opiniones hostiles hacia la democracia. Dentro de los ejemplos que
enumera se encuentran aquellos autores como Viejo Oligarca, Sócrates, Jenofonte, Isócrates y
Aristóteles. Sin embargo, se puede contar, aunque con un número menor, con discursos del siglo IV a.C.
que exponen en líneas generales justificaciones a la democracia (Gil, 2001 y 2005).
12
Domenico Musti no sitúa la práctica de los enterramientos públicos durante la época de Solón, sino
durante la democracia de Clístenes, porque según él estos actos refuerzan el proceso de la conciencia
ciudadana en relación con la guerra (Musti, 2000, 34).
13
Musti sigue la idea de R. Brock quien afirma, en su artículo The Emergence of Democratic Ideology,
que existe una ideología democrática o pensamiento democrático. Pero no está de acuerdo cuando este
autor acepta como hecho la inexistencia de un tratado o teoría democrática. Vale la pena reproducir la
cita que hace Musti del artículo de Brock incluyendo: “Se ha afirmado con frecuencia que la Grecia
Antigua no produjo ninguna teoría política democrática. Si con esto se entiende que no poseemos un
24
La Historia de la Guerra del Peloponeso es una narración en la que Tucídides incluye no sólo
hechos, en su mayoría presenciados por él mismo, sino que también expone en estilo directo
los discursos pronunciados por políticos y jefes de tropas. Se pueden contar unos treinta y seis
discursos retóricos, de esos veintidós son deliberativos, trece son arengas militares y un
discurso fúnebre. Tanto los acontecimientos que rodearon la Guerra del Peloponeso que va del
431 al 404 a.C. −la confrontación más importante habida hasta entonces− como los discursos,
son investigados y expuestos con una rigurosidad que busca la credibilidad ya sea por medio
del testimonio propio, por la confrontación de lo narrado por otros y por indicios evidentes
(
) que hacen que los hechos hablen por sí mismos. Tucídides nos habla de su
método así:
[…] no se equivocará quien, de acuerdo con los indicios (
) expuestos, crea que los
hechos a los que me he referido fueron poco más o menos como he dicho y no dé más fe a lo
que estos hechos, embelleciéndolos para engrandecerlos, han cantado los poetas, ni a lo que
los logógrafos han compuesto, más atentos a cautivar su auditorio que a la verdad, pues al peso
del tiempo increíbles e inmersos en el mito. Que piense que los resultados de mi investigación
obedecen a lo indicios (
) más evidentes y resultan bastante satisfactorios para tratarse
de hechos antiguos (Th. I, 21, 1).
Y agrega lo siguiente en relación con los discursos (
) y los hechos (
α):
En cuanto a los discursos que pronunciaron los de cada bando, bien cuando iban a entrar en
guerra bien cuando ya estaban en ella, era difícil recordar la literalidad misma de las palabras
pronunciadas, tanto para mí mismo en los casos en que había escuchado como para mis
comunicantes a partir de otras fuentes. Tal como me parecía que cada orador habría hablado,
con las palabras más adecuadas a las circunstancias de cada momento, ciñéndome a lo más
posible a la idea global (
) de las palabras verdaderamente pronunciadas, en ese sentido
están redactados los discursos de mi obra. Y en cuanto a los hechos acaecidos en el curso de la
guerra, he considerado que no era conveniente relatarlos a partir de la primera información
que caía en mis manos, ni como a mí me parecía, sino escribiendo sobre aquellos que yo mismo
he presenciado o que, cuando otros me han informado, he investigado caso por caso, con toda
exactitud posible (Th. I, 22, 1‐2).
Tucídides no sólo nos muestra los combates bélicos de la Guerra del Peloponeso sino que
también reconstruye a su manera los «combates oratorios» que subyacen toda la conflictiva
actividad política de Atenas. Según Iglesias (2006), los discursos que aparecen en la obra de
Tucídides no están subordinados a la narración sino que interactúan con ella, es decir, no
tratado ni una teoría escrita sistemática y detallada de la democracia, es cierto; pero no se puede
afirmar que no existiera una ideología democrática o un pensamiento democrático en un plano más o
menos articulado, ni que los demócratas no intentaran dar publicidad y promoción a tales ideas, así
como a las prácticas e instituciones que las concretaban.” R. Brock. The Emergence of Democratic
Ideology. En: Historia: Zeitschrift für Alte Geschichte. Vol. 40 (2), 1991, pp. 160‐169. Citado por D. Musti.
Demokatía … p. 46. Por otro lado, José Luis Calvo Martínez, en su estudio introductorio sobre los
discursos de Lisias, señala que Tucídides convierte el Epitafio en vehículo doctrinal de la democracia
ateniense, pues en este discurso se pasa por alto expresamente la sección mítica y porque gran parte
del discurso está dedicado a la exaltación de la democracia (Calvo, 1999, 40).
25
producen una ruptura cuando se interrumpe la narración para dar paso, por ejemplo, a la
exposición de un discurso fúnebre, de asamblea o arenga militar, sino que se profundiza en
asuntos y temas tratados previamente por el historiador. En ello se distingue claramente
Tucídides de Heródoto, pues éste historiador introducía elementos míticos o fabulosos en la
narración. Deliberadamente, Tucídides no incluye este tipo de elementos a pesar de saber que
esto podría quitarle encanto a la obra, pero supone ganar con esta decisión utilidad para
aquellos que quieran conocer el pasado con exactitud y comprender el carácter cíclico de los
procesos históricos (Th.I, 22,4). En esa medida, la historia, según Tucídides, como narración del
pasado, requiere, frente al tema de la guerra y sus nefastas consecuencias, crear las
condiciones que permitan la comprensión rigurosa del pasado, por ello se vale de los discursos
(
), pues por medio de ellos se tomaron las decisiones de ir o no a un combate, de hacer o
no la guerra, por medio de esos discursos políticos los ciudadanos deliberaron y decidieron
formas de acción frente a unas circunstancias específicas, pero al mismo tiempo, nos
atreveríamos a decir que la retórica o, más precisamente, el orador político posteriormente
requerirá también de estas narraciones, de las lecciones del pasado, para la composición de
sus discursos que tratan sobre acciones humanas y que conllevan a repercusiones futuras más
o menos inciertas, sometidas a la fortuna.
Luego de este extenso preámbulo, veamos primero cómo en el siguiente pasaje Pericles define
el regimen democrático:
Tenemos un régimen político (
ᾳ) que no envidia las leyes de nuestros vecinos, pues más
bien somos ejemplo ( α
α) para alguno que imitadores de los demás. Se le da el nombre
de democracia (
α α) porque sirve a los intereses de la mayoría (
α ) y no de unos
pocos (
υ ), pero según las leyes en los litigios privados todos tienen los mismos derechos.
En cuanto a la posición, cuando alguien goza de buena reputación en este sentido el Estado le
valora más por sus méritos (ἀ
) que porque le toque el turno, y tampoco la pobreza, pese
al descrédito que comporta, es óbice para que uno haga un bien a la ciudad (Th. II, 37.1).
En este pasaje del Epitafio, la democracia (
α α) es definida como un modelo
( α
α) digno de ser imitado, gracias a que en ella subyace la isonomía. Es decir que, si
bien se rige (
ῖ ) según el poder de las mayorías, se respeta, por ley, a las minorías. En ese
sentido, Pericles es un defensor de la democracia y de una idea de mayoría (
α ) que
comporta un significado de «totalidad» (
). Es por ello que no hay una contraposición
entre democracia y oligarquía, pues Pericles afirma de manera escalonada que «todos [pocos‐
mayoría‐todos] tienen los mismos derechos»14. Todos los ciudadanos pueden realizar
funciones políticas y ese ejercicio de participación ciudadana no es impedido por la condición
económica de los individuos, es decir que la pobreza (
α) no es un obstáculo para que se dé
14
Musti muestra que es equivocada la idea de democracia que propone Pericles es opuesta al concepto
de isonomía. Para hacer esta afirmación reinterpreta el sentido de la palabra δὲ que aparece después de
έ
(litigio o desacuerdo privado) en Th. II, 37,1. Plantea que muchos han interpretado esta
conjunción como un «sino» adversativo o de contrariedad y no como el paso de una gradación en un
klîmax o escalera que muestra la secuencia oligous‐pleíonas‐pâsi (Musti, 2000, 41).
26
una activa participación, sino que el Estado valora más los méritos y virtudes (ἀ
«todos» los ciudadanos.
) de
Pericles defiende en el Epitafio que los atenienses −siempre incluyéndose− no se sirvan de la
riqueza como motivo de vanidad, sino como medio para la acción (Th. II, 40.1) o cuando dice
que conviven sin problemas en lo privado y que no delinquen en lo público por respeto y
obediencia a los magistrados y las leyes, incluyendo las ágrafas (Th. II, 37.3), o cuando afirma
que todos tienen los mismos antepasados y, por ello, son dignos de alabanza como herederos
de un imperio común (Th. II, 36.1). Precisamente este último aspecto, en el que se defiende el
derecho de todos para participar por tener en común un noble linaje, es un tópos recurrente
en los discursos fúnebres. Esto es lo que dice Pericles en su discurso en relación con los
antepasados:
Comenzaré por los antepasados, pues es justo a la par que conveniente tributarles el honor del
recuerdo en una ocasión como ésta, ya que fueron ellos quienes habitaron esta tierra desde
siempre, generación tras generación, hasta trasmitirla libre gracias a su valor. Ellos son dignos
de alabanza, y aún más lo son nuestros padres, pues no sin esfuerzo añadieron a su herencia el
imperio que poseemos y nos lo legaron a los hombres de hoy. Pero somos nosotros mismos,
sobre todo los que ahora estamos en la edad madura, quienes lo hemos engrandecido en
mayor medida, hemos preparado a la ciudad para cualquier contingencia y la hemos hecho la
más autosuficiente en la guerra y en la paz (Th. II, 36.1).
El noble linaje de los atenienses viene de unos antepasados que siempre han habitado la
misma tierra y este es el principio del complejo mito de la autoctonía basado en el nacimiento
de Erictonio, hijo de Hefesto y Atenea, mito que proporcionará un tópos eficaz a la mayoría de
los discursos políticos (Loraux, 1979). Erictonio nació de la tierra cuando Atenea lanza al suelo
una lana con la que se limpió el semen de Hefesto. Considerado el padre de los atenienses,
Erictonio es una figura mítica que fue gestada la Época Arcaica, pero que en el siglo V a.C.
juega un papel importante porque expone una condición eugenésica que sirve de apoyo a toda
una ideología que busca justificar la democracia como forma de gobierno en el que puede
hacerse posible la participación de todos los ciudadanos en los asuntos políticos y judiciales.
Gracias a ese mismo uso ideológico del mito de Erictonio, Pericles puede afirmar, como si
fuera un axioma, que los griegos atenienses son los únicos capaces de entender sus asuntos
políticos y que su constitución es superior a todas las demás, al punto de que puede ser
considerada como modelo y educadora de todos los griegos (Th. II, 41, 1‐2).
Los críticos de la democracia ateniense, denuncian la incapacidad que tienen la mayoría de
ciudadanos para discernir lo bueno de lo malo o lo justo de lo injusto. Viejo Oligarca es uno de
ellos. Señala en su Constitución de Atenas que los atenienses asignan la mayor parte de las
magistraturas a los peores, a los pobres, y la gente corriente del pueblo en vez de a los
mejores; que entre las clases bajas abunda la ignorancia (ἀ α α), el desorden (ἀ α α) y la
maldad (
α):
Pero, tal y como están las cosas en la actualidad, cualquiera que desee ponerse en pie y hacer
uso de la palabra consigue lo que le conviene a él y a los de su clase. Y tal vez podría alguien
argumentar: «¿Pero cómo va a saber un hombre tal lo que es bueno para sí y para el pueblo
(
ῳ)?». Pero ellos sí que saben bien que la ignorancia (ἀ α α), la maldad (
α) y la
27
benevolencia ( ὔ α) de tal individuo son más beneficiosas que la virtud (ἀ
) , la sabiduría
( φ α) y la malevolencia ( α
α) de alguien mejor. Una ciudad que se rija por tales
comportamientos no podría llegar a ser la mejor, pero su régimen democrático sí quedará
plenamente consolidado de esta manera (Ps. Xen. Const. Ath. 1.2).
Pero, a pesar de estas críticas, la democracia gozó de una fidelidad duradera por parte de los
ciudadanos, salvo en pocas ocasiones como en los años 411, 404, 322 y 317 a.C. (Gil, 2005). Las
justificaciones del sistema democrático pueden encontrarse en Heródoto, en donde se
presenta la discusión entre Otanes, Megabixio y Darío sobre el tipo de gobierno que debe
tener Persia despues de haber derrotado el régimen de los magos. Para Otanes la monarquía
no es mejor que el gobierno de la isonomía o el poder de la mayoría (plēthos) por carecer de
control. Megabixio, a su vez, defiende la oligarquía (oligarkíe) para evitar el modo de ser
desmesurado (hybris) de la masa. Por su parte, Darío opta por la monarquía, porque en ella
gobierna el mejor hombre de todos (Hdt. III, 80‐82).
En el libro VI de la Historia, Tucídides nos dice que Atenágoras muestra la democracia como un
régimen mejor que el oligárquico por dar participación en las cosas provechosas a los más o al
pueblo (39, 1‐2). El orador aquí no se refiere a las mayorías sino a la ciudadanía entera que, en
un régimen como el oligárquico es dividida, y agrega que, si bien los que mejor cuidan el
dinero son los ricos y los que deliberan bien son los inteligentes, los que juzgan mejor las cosas
son los más (plēthos, polloí). Lo expuesto por Atenágoras sigue la idea de que es la multitud
quien mejor tiene capacidad de juicio, idea que será criticada por el mismo Heródoto, por
Sócrates y Platón, pero recogida por Aristóteles en la Política bajo el fundamento de que
sumando el conjunto de visiones, virtudes o puntos de vista es posible obtener un mejor juicio
sobre los asuntos políticos que el que se construye con un sólo parecer aunque provenga del
mejor (Pol. III, 1281 b y ss).
En la exposición de discursos retóricos deliberativos, y no sólo en los epidícticos, se hace una
exaltación a la superioridad de los atenienses en lo que tiene que ver con la capacidad de juicio
y, al mismo tiempo, una exaltación de la mediocridad, del modo de ser inferior de los más
frente a los inteligentes. Tal es el caso del discurso de Cleón que recoge también Tucídides en
el libro III. En ese debate, que se inicia con el fin de revertir la orden de los atenienses de
asesinar a los varones mayores y someter a esclavitud a las mujeres y niños de Mitilene,
participan Cleón y Diódoto. El primero, descrito como el más violento de los ciudadanos
atenienses, propone mantener la orden de someter y asesinar a los mitilineos de la siguiente
manera:
Pero lo más grave de todo ocurrirá si ninguna de nuestras decisiones permanece firme y si no
nos damos cuenta de que una ciudad con leyes peores, pero inmutables, es más fuerte que otra
que las tiene buenas pero sin autoridad, de que la ignorancia unida a la mesura es más
ventajosa que el talento sin regla, y de que los hombres más mediocres por lo general
gobiernan las ciudades mejor que los inteligentes. Estos últimos, en efecto, quieren parecer
más sabios que las leyes y salir siempre triunfantes en los debates públicos, porque piensan que
no pueden mostrar su ingenio en ocasión más importante, y como consecuencia de tal actitud
acarrean de ordinario la ruina de sus ciudades; quienes, por el contrario, desconfían de su
propia inteligencia reconocen que son más ignorantes que las leyes y que están menos dotados
28
para criticar los argumentos de un buen orador y, al ser jueces imparciales más que litigantes,
aciertan la mayor parte de las veces (Th. III, 37, 3 ‐5).
El argumento de Cleón puede esquematizarse de la siguiente manera:
Tabla 1. Comparación de las leyes según Cleón.
Las leyes de la ciudad (buenas)
Las leyes de la ciudad (malas)
peores
inmutables
buenas
sin autoridad
Modo de ser de quienes gobiernan mejor Modo de ser de quienes gobiernan mal
ignorancia
mesura
talento
sin regla
En el mismo fragmento de discurso citado se expone no sólo el modo de ser de los hombres
mediocres y de los inteligentes sino que se plantea una fuerte lucha contra los intelectuales
(Ver tabla 2):
Tabla 2. Comparación del intelecto de los hombres según Cleón.
Hombres mediocres
Desconfían de su propia inteligencia
Hombres inteligentes
No desconfían de su inteligencia, pero sí
desconfían del auditorio
Reconocimiento de la ignorancia frente a las Se definen como más inteligentes de las leyes
leyes
Reconocimiento de la incapacidad de Deseo de salir siempre triunfantes de los
cuestionar los argumentos de los buenos debates
oradores (autoridad)
Jueces imparciales (en igualdad de Juez litigante (que piensa en las repercusiones
condiciones)
de una decisión)
Aunque el discurso de Cleón fue vencido por el de Diódoto, caracterizado por el rechazo a la
pena de muerte como elemento disuasivo frente a posibles sublevaciones futuras de otras
colonias, ello nos muestra la forma como se atacó y, al mismo tiempo, como se justificó desde
los discursos retóricos el régimen democrático ateniense.
La justificación de la democracia no sólo se sustentó a partir de argumentos de superioridad
racial, sino que también se edificó con argumentos relacionados con los modos de ser, las
virtudes y las acciones éticas propias de cada tipo de ciudadano (el campesino, el rico, el
pobre, el citadino, el soldado, el estratega, el marino, etc.). Este aspecto ocupará un lugar muy
importante en la teoría de Aristóteles sobre la retórica, pues el conocimiento y uso discursivo
por parte del orador de las formas de modos de ser (ēthos) y cómo estos producen o controlan
pasiones (páthos), garantizaría el éxito del discurso desde el punto de vista persuasivo.
Cabe agregar que el discurso de Cleón tiene como intención defender la decisión ya tomada de
asesinar a los soldados y civiles mitileneos, y someter al resto de la población haciendo valer
más la mediocridad acompañada de prudencia y reconocimiento de la autoridad que la
29
inteligencia que cuestiona una mala decisión. Pero también representa, según Cleón, lo
aceptado por todos, es decir, que estas características mencionadas en la columna de la
izquierda no son paradójicas (parà dóxan) o contrarias a la opinión y que un discurso que las
ponga en duda debe esforzarse por dêmostrar de manera exhaustiva lo contrario (III, 37, 7).
1.4.
Competencia de los ciudadanos
La discusión sobre la inferioridad o superioridad moral de la masa de ciudadanos es tenida en
cuenta por Aristóteles. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que la retórica, al igual que la
estrategia y la economía, está subordinada a la política (I, 2, 1094 b y ss). Con ello, el Estagirita
fija la frontera que permite diferenciar retórica de política, frontera que sofistas como Gorgias
y Protágoras no establecieron, pues, según el testimonio platónico, ambos proponen la
retórica como medio o instrumento de enseñanza y, al mismo tiempo, como fin necesario para
formar un ciudadano influyente, capaz de llevar una buena dirección de los asuntos privados y
públicos ‐como los tratados en los tribunales y en la Asamblea‐ (Pl. Prt. 318a‐319b, Grg. 452e‐
453a).
Para Aristóteles, la política se sirve de las demás ciencias, pero además prescribe, en aras a la
consecución del bien común, qué se debe hacer y qué se debe evitar (EN I, 2, 1094 b y ss). En
esa medida no podemos pensar la política sin la retórica. La retórica es ese arte del que se vale
el político‐ciudadano para exponer sus propuestas sobre lo que se debe hacer y lo que se debe
evitar, en otras palabras, para exponer públicamente una opinión sobre lo conveniente y lo
inútil, lo justo o lo injusto. Así lo mostró López Eire (1998) cuando expuso la etimología de la
voz rhétor con el fin de mostrar datos interesantes sobre el nacimiento del arte de la
elocuencia:
Los
son, pues, los políticos que debaten cuestiones en las sesiones de la Asamblea y
que luego, tras haberlas discutido suficientemente, presentan en torno a ellas bien definidas y
concretas propuestas para que sean aprobadas como decretos‐leyes. Eso es así, por lo menos,
en Atenas y en la fecha de la representación de la tercera comedia que compuso Aristófanes
(aunque es la más antigua de las once íntegras que hasta nosotros han llegado), o sea, el mes
de Gamelión (enero‐ febrero) del año 425 a.C. (61).
Lopez Eire se refería aquí a la comedia Los Acarnienses de Aristófanes. En los versos 37‐9 uno
de los personajes muestra su deseo de gritar, interrumpir e insultar a los políticos (rhétores).
Rhetoriké (techne) es el arte del rhétor, del orador público, político, o más tarde, maestro de
retórica. La terminación ‐tor significa capaz de hacer algo, señala también al autor o realizador
de una acción que es capaz de realizar. Otra información interesante es la que se puede
extraer de la voz rhetra. En los dialectos dorios y nordoccidentales, una rhetra significa:
proyecto de ley nacional o en función de un tratado internacional propuesta por rhétor para
someterla a discusión y aprobación.
Teniendo en cuenta lo anterior, la retórica no tiene como fin la enseñanza de la verdad. Para
Aristóteles la retórica no tiene como función la transmisión del conocimiento, sino la búsqueda
30
de lo que es conveniente en cada caso para persuadir a un auditorio reunido en un espacio
público. El fin de la retórica no es buscar ni enseñar verdades similares a las del conocimiento
matemático, sino mostrar lo conveniente, lo probable o lo digno de elogio o sus contrarios.
Mientras que para Platón la retórica es una práctica de la adulación, porque el orador, para
aparentar tener un conocimiento, se vale de engaños para persuadir a un auditorio ignorante,
para Aristóteles no sólo es un instrumento legítimo para la participación democrática, sino
), signo del
también el único, puesto que el hombre es un animal que no solo posee voz (φ
dolor y del placer, sino palabra (
) para manifestar lo conveniente, lo dañoso, lo justo y lo
injusto, para comunicar a los otros el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto en
medio de un espacio como la ciudad que existe por necesidad, pero también para vivir bien, de
ahí que que pueda caracterizarse como homo rhetoricus u homo loquens, más que como
simplemente animal social o político (Pol. I, 1252 a 30 y 1253 a 7‐19). En efecto, un hombre de
ciencia que hable ante el pueblo reunido no persuade con la misma eficacia con que lo hace un
orador que tenga en cuenta en su discurso las opiniones admitidas por todos (Rh. II, 22, 1395 b
26). Este aspecto es tan importante para la composición y exposición de los discursos que si no
es reconocido por el orador puede ser visto como sospechoso. Así nos los muestra
Demóstenes en su Discurso sobre la corona expuesto ante la asamblea en el 336 a.C.:
No es la palabrería del orador lo que cuenta, ni su tono de voz, sino el tener las mismas
preferencias que la mayoría y tener los mismos sentimientos de amor y de odio hacia las
mismas personas que la patria. El que se encuentra en esa situación anímica se expresará
siempre sin mala intención; mientras que quien está al servicio de aquellos a quienes la ciudad
puede esperar algún riesgo para sí, no fondea sobre la misma ancla que los demás ni comparte
ese anhelo de seguridad (D. XVIII, 280‐281).
Para Aristóteles, el orador podrá tomar prestado aquel saber dialéctico y moral que le
permitirá razonar mediante silogismos y tener un conocimiento sobre los caracteres, las
virtudes y las pasiones (Rh. I, 1356 a22‐25) con el fin de conseguir la confianza, excitar las
pasiones y hacer razonar a su auditorio. Pero no podrá remontarse a los principios, sino
solamente exponer los puntos más pertinentes a cada caso en particular. En efecto, cuanto
más elementos pertinentes muestre el orador en su discurso más fácil le será hacer una
demostración y, por lo tanto, más persuasivo será (Rh. II, 1396 b1‐18).
La crítica platónica a la democracia y, en especial, a la retórica, sobre la falta de competencia
de los miembros de un auditorio para juzgar asuntos de política no es justa con la naturaleza
de la retórica y de los asuntos humanos. La retórica no puede ser vista como ciencia, sino
como facultad ( α ) o método. El juicio que quiere construir el orador para su auditorio no
puede ser similar a un juicio matemático, porque aquel juicio versa sobre las acciones
humanas acontecidas o que acontecerán y, en lo referente a éstas no hay nada establecido ni
definido (EN II, 2, 1104 a 3). Los juicios que se emitirán no son absolutos, ni estarán ajenos a
las cambiantes pasiones, por el contrario, se verán influenciados por ellas (EN VI, 5, 1140 b 10 ‐
15). Tal vez esto, a primera vista, se vea como un aspecto negativo de la retórica, pero, el uso
racional que propone Aristóteles de aquellos argumentos que ensalzan las pasiones permitirá
al auditorio juzgar conforme sea el asunto, pues el que siente amistad considerará que el juicio
31
que debe emitir es de inocencia, mientras que el que siente odio juzgará de manera contraria
(Rh. I, 1, 1378 a 1 ‐ 5).
El orador no es persuasivo porque su auditorio sea ignorante o incompetente, sino porque
comparte sus intereses, se muestra digno de crédito, benévolo y honesto con lo que dice (Rh.
II, 1, 1378 a 5‐ 10). Es cierto que los oyentes no pocas veces se dejan engañar del orador y
juzgan mal un asunto a causa del desconocimiento sobre algo que se discute, esto es un
problema que no puede impedir la retórica, pero esto no puede llevar al rechazo de la retórica
y a la negación de su estatus de arte. No existe un individuo absolutamente competente en
todos los campos que tienen que ver con la actividad política. En efecto, los hechos pasados
deben ser juzgados teniendo en cuenta los recuerdos o la historia y lo futuro sólo puede ser
conjeturado (I, 3, 1358 b 20), el auditorio se encuentra en medio de lo incierto, no posee una
ciencia que le diga nada verdadero sobre como juzgar las acciones pasadas o dirigir las futuras
con certeza absoluta.
Mientras que para Platón la multitud acumula defectos, para Aristóteles los individuos
reunidos totalizan sus cualidades. Este argumento resulta más bien fundado sobre el
optimismo del filósofo de Estagira, pero si lo vemos de otra manera, supone que los individuos
reunidos dejan a un lado sus intereses mezquinos para buscar el bien común. El engaño del
que puedan ser víctimas los oyentes por parte de oradores inescrupulosos puede ser
remediado por la retórica misma, porque ésta también permite refutar (Rh. II, 25, 1402 a 30 ‐
33). No nos es lícito olvidar que lo propio de este arte es reconocer lo convincente, pero
también lo que parece ser convincente, de la misma manera como hace la dialéctica que
diferencia el silogismo real del aparente o sofístico (I, 1355 b 16‐ 18).
La virtud y el buen juicio no son en Aristóteles conceptos propios del hombre sabio, sino el
producto de la sumatoria de virtudes individuales y de opiniones particulares que se exponen
públicamente a la confrontación. En efecto, los más, cada uno de los cuales es un hombre
mediocre, pueden, sin embargo reunidos, ser mejores que aquellos, no individualmente, sino
en conjunto. Lo mismo que los banquetes, en que han contribuido muchos, son mejores que
los sufragados por uno solo. Al ser muchos, cada uno tiene una parte de virtud y de prudencia,
y, reunidos, la multitud se hace como un solo hombre con muchos pies y muchas manos y
muchos sentidos; así también ocurre con los caracteres y la inteligencia. Por eso también las
masas juzgan mejor las obras musicales y las de los poetas: unos valoran una parte, otros otra
y entre todos todas (Pol. III, 11, 1281 b1‐3).
Para Aristóteles es la cultura y no el conocimiento científico lo que hace posible que los
hombres emitan un juicio. En Partes de los animales, afirma lo siguiente:
En todo género de especulación y búsqueda, tanto la más trivial como en la más elevada,
parece que hay dos clases de actitud; podríamos llamar a la primera ciencia de la cosa
(
α ), y a la otra una especie de cultura ( α α
), pues es propia
del hombre cultivado la aptitud de emitir un juicio ( ῖ α ) pertinente acerca de la manera,
correcta o no, conforme a la cual se expresa quien habla. Pues es esa cualidad la que pensamos
que pertenece al hombre dotado de cultura general (
α
α ), y el resultado de la
cultura es precisamente esa aptitud. Debe añadirse, ciertamente, que este último hombre es
capaz de juzgar (
), según creemos, él sólo –por así decir‐ acerca de todas las cosas,
32
mientras que el otro sólo es competente en una naturaleza determinada (
ἀφ
) (PA. I, 1, 639 a 1‐ 10).
φ
Según Pierre Pellegrin (1995), para Aristóteles la cultura o paideia es más que el proceso de la
educación, su resultado. Sin embargo, es difícil determinar exactamente lo que Aristóteles
entiende en este pasaje por cultura. Aquí, cultura se opone a la ciencia. Ésta trata sobre la
realidad, mientras que aquella, trata sobre la forma y no sobre el fondo del saber. Se puede
relacionar esta especie de cultura general con lo que Aristóteles entiende por dialéctica, pues
esta tiene un sentido formal, el dialéctico no se preocupa directamente por la verdad de lo que
se dice, sino de manera correcta o no sobre aquello que se dice (SE II, 172 a 27). Gracias a su
carácter formal, la dialéctica puede ser general. Dice el Estagirita en los Tópicos que la
dialéctica es un método con el cual podemos razonar sobre cualquier problema (Top. I, 100 a
18). Por esta generalidad, ella se distingue de la ciencia, cuyo dominio es ciertamente limitado.
En ese sentido, la relación entre dialéctica y retórica entra a matizar la comprensión sobre la
superioridad del bíos theōrētikós frente al bíos politikós, pues no puede interpretarse
rígidamente como una negación del segundo sobre el primero, ni a la inversa, sino como la
necesidad de ser conscientes de desarollar un bíos politikós como posibilidad para llevar a
cabo el «precepto» expuesto en la Ética a Nicómaco de que no solo se debe conocer la virtud,
sino procurar tenerla y practicarla e intentar llegar a ser buenos (EN X, 1179 b 1‐10), puesto
que, precisamente, aunque sean penosas «la actividad de las virtudes prácticas se ejercita en
las política o en las acciones militares» (VII, 1177 b 5) .
A partir de lo anterior, resulta interesante la figura de Temístocles, artífice de la victoria en la
segunda Guerra Médica, pues es descrito por Tucídides como poseedor de grandes cualidades
naturales que lo hacían digno de admiración. Esas cualidades son:
[…] su inteligencia innata, sin aprendizajes previos ni conocimientos posteriores que lo
ampliaran, era el más competente con la mínima reflexión para las decisiones referentes al
momento, mientras que era el más hábil para imaginarse las que habían de tomar a muy largo
plazo. Lo que comprendía también era capaz de explicarlo y en lo que desconocía no dejaba de
dar un juicio suficiente, y de modo especial preveía los pros y los contras aunque no estuviesen
manifiestos. En resumen, por sus facultades ( υ
) naturales y la mínima exigencia de
preparativos era el más competente (
) para decidir de inmediato lo preciso. (Th. I,
138, 3).
Las críticas a la democracia pasan por una crítica a la capacidad o competencia de los
ciudadanos para ejercer su derecho a participar en las decisiones políticas, pero también, es
posible encontrar en discursos, como el que vimos de Cleón, en donde, se exalta esa
incapacidad intelectual. Lo cierto es que la política ateniense estará rodeada de brillantes
oradores como Pericles, Cimón o Temístocles que, sin ser hombres de ciencia, tendrán una
visión y capacidad para hacer del lógos la base de la deliberación y la acción política.
33
1.5.
Retórica, multitud y acción
Las miradas a la democracia sustentadas en la idea de dêmos como «totalidad» −como la de
Pericles en su Epitafio y la de Esquilo en Las suplicantes − es el gobierno del
, que puede
15
traducirse como «pueblo», «masa» o «multitud» . Plethos es un virtual sinónimo de dêmos y
de demokratía y, en esos autores el dêmos puede participar en las decisiones políticas. Ahora
bien, los procedimientos que se han mostrado para expresar esa decisión colectiva dejan
entrever la tendencia que hay hacia la unanimidad o, en su defecto, a la idea de simple
mayoría. Es necesario tener en cuenta al mismo tiempo el discurso retórico, pues el tema de la
participación política de los ciudadanos, de la actividad política, está mediado por el lógos
persuasivo. El mismo Pericles en el Epitafío dice lo siguiente: «Pero nosotros por lo menos
juzgamos convenientemente las cosas y reflexionamos sobre ellas, ya que no creemos que las
palabras constituyan un obstáculo para la acción, sino que más lo es el no pensar antes de
actuar ( α
α
ἤ
υ
α
α α,
υ
ῖ
) (Thuc. II, 40.2).
Si seguimos lo dicho en el Epitafio, para el hombre ateniense, aquel que hace parte del dêmos
o el plethos y que vive bajo la democracia, el lógos es su guía para la acción prudente. Ese
lógos es, en un primer momento de la historia, mythos, mito en tanto «narración», es poietiké
y rhetoriké es decir, discurso político persuasivo que tiene una función psicagógica. Jean Pierre
Vernant (1992) ha mostrado como antes del siglo V, mythos no se opone a lógos ni tampoco
tiene un sentido peyorativo, sino que designa realidades tan diversas como las teogonías,
cosmogonías, fábulas, genealogías, cuentos infantiles, proverbios, moralejas, sentencias
tradicionales y todo lo relacionado con ese saber que se trasmite de boca en boca en las
conversaciones y encuentros, es lo que llamó Platón pheme, el rumor. Bajo el sistema de la
polis, de la democracia, el lógos se vuelve discurso público, que recuerda los mythoi antiguos
pero recreándolos y adaptándolos a los tiempos modernos, es el teatro de la tragedia y la
comedia, que durante la Guerra del Peloponeso, se mostró sensible a los cambios producidos
en las relaciones sociales, del encuentro entre la vida rural y urbana, de los cambios en las
creencias religiosas y éticas, en las formas de manifestación de los ciudadanos y las acciones
políticas de los gobernantes y demagogos. También bajo la polis el lógos se hace persuasivo,
retórico, es el instrumento para la participación política, que hace efectiva la democracia como
isegoría. Al respecto, me permito citar extensamente lo que dice Vernant:
El sistema de la polis implica, ante todo, una extraordinaria preeminencia de la palabra sobre
todos los otros instrumentos del poder. Llega a ser herramienta política por excelencia, la llave
de toda autoridad en el Estado, el medio de mando y de dominación sobre los demás. Este
15
Es importante señalar que las voces griegas tò plêthos son traducidas tradicionalmente como
«pueblo», «masa» o «multitud» y han sido tomadas en muchas ocasiones con un sentido peyorativo.
Ambas denotan ‘gran cantidad’, ‘lo numeroso’ o ‘multiplicidad’. Sin embargo, traducir tò plêthos como
‘masa’ es problemático porque este concepto está relacionado con la revolución industrial y la sociedad
moderna en el marco de un sistema de economía capitalista cuya característica es el consumo masivo
de productos generados en serie.
34
poder de la palabra –del cual los griegos harán una divinidad: Peitho, la fuerza de la persuasión‐
recuerda la eficacia de las expresiones y fórmulas en ciertos rituales religiosos o el valor
atribuido a los “dichos” del rey cuando soberanamente pronuncia la themis; sin embargo, en
realidad se trata de algo enteramente distinto. La palabra ya no es un ritual, la fórmula justa,
sino el debate contradictorio, la discusión, la argumentación. Supone un público al cual se dirige
como a un juez que decide en última instancia, levantando la mano entre las dos decisiones que
se le presentan; es esta la elección puramente humana lo que mide la fuerza de la persuasión
respectiva de los discursos, asegurando a uno de los oradores la victoria sobre su adversario
(1992, 62).
El auditorio no solo alza la mano para elegir, sino que la puede alzar para hablar. El
procedimiento para hacerlo lo muestra Aristófanes en los Arcanienses cuando muestra a un
heraldo que se dirige al auditorio preguntando: «¿Quién quiere hablar?» (
ἀ
α ) (Arch. 45). Con estas palabras se hacía efectiva la posibilidad de que cualquier
asistente a la asamblea participara.
Si retomamos lo narrado por Dánao en la asamblea de Las suplicantes ese heraldo no tuvo
tiempo para hablar porque ya la decisión se había tomado unánimente, tal vez esta es
la razón por la cual no pudo participar ninguna otra persona distinta a Pelasgo y las
suplicantes. Al respecto Musti (2000) dice lo siguiente:
Con Las suplicantes de Esquilo nos encontramos quizá en una fase en la que la pólis, por una
antigua herencia de las propias situaciones aristocráticas –presente aún en la fase de la primera
democracia‐, no se muestra condescendiente con los discursos largos, aunque, por otra parte,
puede que el ambiente de igualdad de palabra y de participación en el derecho a utilizarla
imponga –lógicamente, cuando se trata de miles de individuos‐ una cierta contención en los
tiempos de intervención (50).
Lo afirmado por Musti puede tener sentido, pero si bien Pelasgo y su pueblo son amantes de
los discursos breves, estos no se dan sin el entusiasmo, la aclamación y el apego a los discursos
y esto se ve reflejado en la corta pero emotiva asamblea.
Siguiendo con las tragedias, en Hipólito, obra que Eurípides presenta con mucho éxito en el
año 428 a.C., nos muestra a un personaje como Fedra que, enferma por los tormentos que
produce el amor hacia su hijastro Hipólito, se dispone para el suicidio, no sin antes tomar
venganza por el rechazo de éste producto de su desmedida atención a la diosa Ártemis. En
ausencia de su esposo Teseo, Fedra se quita la vida colgándose de un lazo y sosteniendo en su
mano una tablilla en la que acusa a Hipólito de atentar con violencia contra su lecho sin ningún
respeto por la mirada de Zeus. Teseo, al regresar al palacio es testigo del macabro hallazgo del
cadáver de su esposa y un mensaje escrito. Entra en cólera y promete condenar a su hijo al
destierro (Hipp. 875‐895). El joven Hipólito, inocente de lo que ocurre, pregunta a su padre la
razón de la muerte de Fedra. Teseo responde con un discurso en el que lanza una elocuente
acusación contra su hijo. Dicha acusación no la expondré aquí, pero sí quiero mostrar cómo
inicia el discurso de defensa expuesto de manera improvisada por Hipólito:
Padre, la cólera y excitación de tu mente son espantosas. El caso, aunque disfruta de bellas
razones ( α
υ ), si se expone, no resulta hermoso. Yo soy incapaz de dar mis
explicaciones ante la turba, mas entre unos pocos de mi edad resulto más hábil. También esto
35
tiene un motivo natural: en verdad, los que son del común (φα
) entre sabios ( φ ῖ ) se
muestran bastante dotados para hablar ante la multitud ( ῳ). Con todo, es fuerza, tras
sobrevenir esta desgracia, que suelte mi lengua (Hipp. 983‐991).
Momentos antes de responder de esta manera, ya Hipólito temía un discurso desmedido de su
padre (Hipp. 920‐924). Pero lo más importante es que Eurípides señala, en boca de su
personaje Hipólito, la existencia de un tipo de hombre que puede o que tiene facilidades para
hablar ante multitud y otros que no la tienen. Hipólito se declara hábil para hablar entre pocos,
cercanos e iguales, esto es, entre jóvenes pastores, y no entre muchos extraños y
heterogéneos como los que configuran un auditorio de ciudadanos comunes y corrientes.
En ese mismo sentido podemos ver la actitud de Sócrates. El filósofo que se declara incapaz de
hablar ante la multitud es Sócrates. En el diálogo Gorgias, Sócrates discute con Polo, amigo del
sofista de Leontino, sobre el poder de los oradores y tiranos y sobre cuál es el mayor mal, si
cometer injusticia o padecerla. En medio de la discusión, Sócrates narra su desastrosa
participación en el Consejo de los Quinientos diciendo: «Polo, yo no soy político» (ὦ Π
,
).
Y, agrega:
[…] yo no sé presentar en apoyo de lo que digo más que un solo testigo, aquél con quien
mantengo la conversación, sin preocuparme de los demás, y tampoco sé pedir más voto que el
suyo; con la multitud ni siquiera hablo (
ῖ
α
α ). En consecuencia, mira si
quieres por tu parte ofrecerte a una refutación respondiendo a mis preguntas. Creo
firmemente que yo, tú y los demás hombres consideramos que cometer injusticia es peor que
recibirla y que escapar al castigo es peor que sufrirlo (Grg. 474 a 5 – b 5).
El rechazo por las opiniones de la multitud (
ῖ ) puede verse también en otros textos de
Platón como en la República (492 y ss.) y en Protágoras (317 a). Pero, en este pasaje que
acabamos de ver es muy evidente que para Sócrates los temas que son objeto de discusión,
como el poder y la justicia, no pueden ser tratados de la misma manera como se discuten los
asuntos en el Consejo o en la Asamblea, es decir, no son objeto de votación y por tanto no se
trata de persuadir el mayor número de personas del auditorio, sino de resolver una disputa.
Sócrates se muestra torpe con el procedimiento que normalmente se lleva a cabo en las
reuniones públicas y, en parte, ello se debe a que él no se define ‐o no quiere definirse‐ como
un político (
). Por otro lado, debido a su condición de extranjero, Gorgias tampoco
puede ser un político, tampoco puede participar de los asuntos públicos. Sin embargo, sí
puede enseñar lo que considera «el mayor bien y el que procura libertad y dominio sobre los
demás», es decir, puede enseñar retórica. El sofista define la retórica como un arte que es
capaz de persuadir por medio de la palabra a los jueces en el tribunal, a los consejeros en el
Consejo, al pueblo en la Asamblea y en toda otra reunión que trate asuntos públicos y, agrega,
que aquel que aprenda este arte podrá persuadir a la multitud (
8).
) (Grg. 452 e
36
Como podemos ver los términos mencionados φα
,
ῳ,
ῖ y
hacen
referencia, sea de manera positiva o peyorativa a los miembros de un auditorio que se reúnen
en torno a la discusión pública de los asuntos de la polis. En ese sentido cobra importancia la
preocupación de Platón por el carácter psicagógico de la retórica y la necesidad de conocer la
naturaleza del alma ( υ ) de cada oyente (Phdr. 271 a).
1.6.
Retórica, psicagogia y poliacroasis
Al final del Fedro, Platón expone dos características importantes del alma: la primera, tiene
que ver con la susceptibilidad que tiene esta de ser conducida por las palabras ( υ α
α) y,
la segunda, tiene que ver con su diversidad. Dice Platón lo siguiente:
Puesto que el poder de las palabras se encuentra en que son capaces de guiar las almas, el que
pretenda ser retórico es necesario que sepa, del alma, las formas que tiene, pues tantas hay, y
de tales especies, que de ahí viene el que unos sean de una manera y otros de otra. Una vez
hechas estas divisiones, se puede ver que hay tantas y tantas especies de discursos, y cada uno
de su estilo. Hay quienes por un determinado tipo de discursos y por tal o cual causa, son
persuadidos para tales o cuales cosas; pero otros, por las mismas causas, difícilmente se dejan
persuadir. Conviene, además, habiendo reflexionado suficientemente sobre todo esto, fijarse
en qué pasa en los casos concretos y cómo obran, y poder seguir todo ello con los sentidos
despiertos, a no ser que ya no quede nada en los discursos públicos que otro tiempo escuchó.
Pero cuando sea capaz de decir quién es persuadido y por qué clases de discursos, y esté en
condiciones de darse cuenta de que tiene delante a alguien así, y explicarse a sí mismo que
«éste es el hombre y esta es la naturaleza sobre la que en otro tiempo, trataron los discursos y
que ahora está ante mí, y a quien hay que dirigir y de tal manera los discursos para persuadirle
de tal y tal cosa. (Phdr. 271 c 9 ‐ 272 a 3)
Se sabe que la retórica, entendida como psicagogía o como conductora de almas, fue
desarrollada en Sicilia por Empédocles de Agrigento (Hernández y Garcia, 1994). Según Platón,
este carácter psicagógico de la retórica servirá para la enseñanza del conocimiento verdadero
a los oyentes. El segundo aspecto importante de la exposición tiene que ver con la idea de que
no todas las almas son iguales y que la naturaleza de cada alma es la que determina el modo
de ser de las personas. En consecuencia, no todas las personas pueden ser persuadidas por el
mismo discurso. Es posible que Platón estuviera pensando en la diferencia que existe entre
hablar frente a un médico o un especialista de cualquier otro campo del saber y a una multitud
de hombres sin instrucción alguna. El alma de un especialista es diferente de la del ignorante.
Platón ha dado cuenta de esto cuando señala que un discurso expuesto por un orador que
aparenta saber será más persuasivo ante un auditorio no especialista, pero no podría
convencer a un oyente educado (Grg. 459b‐c2). Esto mismo puede verse en Hipólito. El hijo de
Teseo recalca el hecho de como «los mediocres (φα
) entre sabios ( φ ῖ ) se muestran
bastante dotados para hablar ante la multitud ( ῳ)» (Hipp. 987‐990). Cicerón también sigue
esta idea. En De la partición oratoria describe dos clases de hombres, los ignorantes y los
ilustrados. Veamos:
37
Y puesto que la oración ha de adecuarse no a la brevedad solamente, sino a también a las
opiniones de los que oyen, entendamos primero esto: que hay dos géneros de hombres: el
primero, indocto y agreste que prefiere siempre la utilidad a la honestidad; el segundo, humano
y pulido, que antepone a todas las cosas la dignidad. Y así, a este género se propone alabanza,
honor, gloria, fe, justicia y toda virtud; y a aquél primero, el provecho y fruto de la ganancia. Y
también, al persuadir, cuando des consejo a ese género de hombres, con muchísima frecuencia
ha de alabarse el placer. Éste es muy enemigo de la virtud y adultera la naturaleza del bien,
imitándolo falazmente, y los más inhumanos lo siguen acérrimamente, y lo anteponen no sólo a
las cosas honestas sino también a las necesarias (Patr. 90).
La preocupación por las cuestiones morales y los modos de ser de los hombres ocupó un lugar
importante en la reflexión ética y política de Atenas. No hay que olvidar que en el siglo IV a.C.
Teofrasto, amigo de Aristóteles, escribe un catalogo llamado Caracteres en el que expone una
lista de treinta defectos humanos, muchos de ellos presentes también en la Ética a Nicómaco y
en la misma Retórica del Estagirita. Cabe destacar que de los defectos nombrados por
Teofrasto, o Tírtamo como fue su auténtico nombre, la rusticidad (ἀ
α) o ignorancia en
α α),
los modales; la locuacidad ( α ) o incontinencia en la palabra; la oligarquía (
definida como afán de mando, y la afición por la maldad (φ
α) o pasión por lo
perverso son defectos que en cierta medida se hacen patentes en las asambleas (Char. 4, 7, 26
y 29). Sobre la ἀ
α, Aristóteles señala que está relacionada con la falta de educación
(ἀ α υ α) que hace que los campesinos sean refraneros (Rh. II, 21, 1395 a 6) o es una forma
distinta de hablar, distinta del instruido (III, 7, 1408 a32), pero también está relacionada con la
necesidad que tiene el orador de expresar cierto tipo de intención y talante rudo y temerario
(III, 16, 1417 a 23 y 17, 1418 b 25).
Φα
,
ῳ,
ῖ y
, la multitud, los más o la masa de ciudadanos, no tienen una
connotación meramente numérica, sino que estas voces griegas tienen como fin establecer
también distancias sociales, económicas y morales que hacen evidente las diferencias entre los
receptores de los discursos retóricos. Esta variedad de términos que encontramos en muchas
obras del siglo VI ‐ IV a.C. pueden ser mejor comprendidas, en el contexto de los discursos
oratorios y los tratados de retórica bajo el concepto de poliacroasis. Según Albaladejo (1999,
2000, 2010), la poliacroasis es una de las características esenciales de los discursos retóricos.
La poliacroasis (del griego polýs, pollé, polý, mucho, y akróasis, audición), consiste en la
audición, recepción e interpretación plural de los discursos retóricos. Esta pluralidad puede
incrementarse con la utilización de las tecnologías de la información y la comunicación
modernas al aumentar exponencialmente el número de receptores, los cuales pueden
clasificarse en primarios o secundarios. Estos últimos se caracterizan por no tener la
posibilidad para decidir sobre los asuntos que se debaten aunque son sujetos de opinión
pública, como por ejemplo, los ciudadanos que asisten a un juicio público o ven un discurso
televisado de una sesión del congreso de su país, o leen apartes de una alocución presidencial
en la prensa o en los noticieros, etc. Por su parte, los receptores primarios, sí están
capacitados para juzgar e intervenir en las decisiones sobre asuntos que se discuten, tal es el
caso de jueces, jurados, miembros de parlamento, etc. En el contexto ateniense que
analizamos, los ciudadanos son, gracias a la democracia, jueces que participan directamente
tanto en la vida política como en los procesos judiciales. Es decir que los ciudadanos hacen
38
parte de un auditorio que se reúne para decidir públicamente sobre lo que es justo,
conveniente o útil a través de los discursos pronunciados por otros conciudadanos.
En la Retórica, Aristóteles ha establecido una clasificación de los géneros retóricos a partir,
precisamente, del papel que cumplen los ciudadanos en esas reuniones públicas. Es así como
la formulación de los géneros retóricos (deliberativo, judicial y epidíctico) se establece a partir
de la distinción entre aquellos que cumplen la función de juez ( α
) y aquellos que
cumplen una función de espectador (
) (Rh. I, 3, 1358 a 36 ss). Entre los que se reúnen
para juzgar, unos lo hacen sobre cosas del pasado, mientras que otros lo hacen sobre lo futuro.
Esto permite señalar que Aristóteles no da cuenta de una rígida clasificación de categorías
textuales, sino de una variedad de situaciones comunicativas en las que se exponen los
discursos retóricos (Albaladejo, 1999).
La poliacroasis está basada en la distinción en cuanto a la facultad de decidir o no. En efecto,
los oyentes no sólo son distintos por razones de gene o linaje, por posición social o económica,
o porque tienen una educación e ideología diferentes, sino porque no siempre cumplen una
misma función dentro de la actividad política de la polis. Unas veces deben deliberar, otras
veces debe juzgar la acción de alguien en relación con las leyes penales, pero también se
reúnen para escuchar las hazañas elogiables de personajes importantes de la vida pública, para
compartir y celebrar en comunidad inmersos en un cuerpo de valores. En esa medida, el
oyente se dispone a escuchar un discurso según la situación, el lugar y la institucionalidad;
como dice Perelman, «el oyente dentro de sus nuevas funciones, adopta una nueva
personalidad que el orador no puede ignorar» (1989, 57). El orador debe, influir en todos los
oyentes y para ello debe tener en cuenta no sólo las diferencias del alma como pedía Platón,
sino también las diferencias creadas por las situaciones o, como lo llama Albaladejo, hechos
retóricos. Al respecto dice lo siguiente:
La poliacroasis se produce incluso si el orador no es consciente de ella, pero el orador, en su
control de la situación comunicativa, no puede dejar de tenerla en cuenta, ya que para él los
oyentes, con sus diferentes rasgos, intereses, cualidades, etc. son la meta del discurso, cuyo
objetivo es influir en ellos. Por ello, todo orador preparado presta atención a la poliacroasis al
tener presentes a los oyentes en la producción y en la pronunciación del discurso. La
poliacroasis se da en todo tipo de discurso, en todos los géneros retóricos. Lo normal es que el
orador, consciente de la poliacroasis, a lo largo de la pronunciación del discurso tenga presente
que está dirigiéndose a oyentes que se caracterizan por las diferencias entre sus ideas,
planteamientos, expectativas ante el discurso, etc., ello aun en el caso de auditorios
aparentemente homogéneos (Albaladejo, 2010, 928).
En relación con lo expuesto por Platón en el Fedro, Aristóteles concibió que, si bien es
necesario comprender que la persuasión es posible si se tiene un conocimiento de la
naturaleza del alma, este conocimiento no puede establecerse teniendo en cuenta
absolutamente todas las diferencias individuales. Por el contrario, es necesario advertir que las
almas, por muchas que sean sus diferencias, tienen elementos comunes, los cuales son
determinados por la edad, el sexo, la posición social e, incluso, por la forma de gobierno en las
que se desarrollan y actúan. Aristóteles en la Retórica se encarga de analizar esos elementos
comunes del alma y abandona, por decirlo así, la idea de conocer diferencias tan particulares
39
de las almas. Lo que para Platón significa emprender una investigación exhaustiva sobre la
naturaleza de las almas, para Aristóteles significará una teoría sobre ciertos aspectos
psicológicos comunes en todos los oyentes. Dicha teoría debe tenerla en cuenta el orador en
su discurso si quiere ser persuasivo. Los aspectos psicológicos estudiados por Aristóteles son el
carácter (ἦ ) y las pasiones (
segundo libro de la Retórica.
) los cuales vemos desarrollados en gran parte del
Por último, podemos decir que para Aristóteles, los hombres, cuando asisten a una asamblea
(
α), dejan de ser individuos separados para pertenecer a una comunidad que comparte
los mismos valores e intereses. Pasan a ser ciudadanos de la polis. Es un principio básico de la
retórica que el orador construya su discurso para que sea comprensible para todos y, por ello,
se vale de argumentos admitidos o válidos para la mayoría. Estos argumentos se construyen a
partir de los ejemplos, las pruebas concluyentes, las probabilidades y los signos y, gracias a
estos, el auditorio puede emitir un juicio una vez termina de escuchar el discurso.
40
Capítulo II. La deliberación y lo político
Según Pierre Aubenque (2010), fue Aristóteles el primero en utilizar la palabra
υ en un
sentido técnico que hace recordar a la antigua institución de la υ . Aristóteles quiere
mostrar con ello, en primer lugar, que no hay decisión (
α
) sin deliberación previa y,
segundo, que la deliberación consigo mismo no sería sino una forma interiorizada de la
deliberación en común que se describe en los textos homéricos como propia de los antiguos
regímenes políticos (Il. II, 53 y Od. III, 127). Según Mangas (2000), durante la Edad Oscura,
período comprendido entre el año 1200 y el 800 a.C., la Asamblea es convocada por el heraldo
del rey. En ella participan todos los ciudadanos reunidos en el ágora o en cualquier lugar
espacioso durante las actividades y operaciones militares. No hay o no es posible indicar con
certeza una normatividad sobre las formas en que se debían desarrollar, pero sí es posible
decir que el fin de estas reuniones entre demos, rey y nobles, es «informativa» y no
«deliberativa». Es decir, en ellas se informan las decisiones tomadas por el Consejo que era un
órgano consultivo del rey compuesto por gerontes o nobles. El Consejo se reunía por iniciativa
del rey y su lugar era siempre el palacio. En la Asamblea, el demos sólo es un «espectador» que
escucha atentamente lo que informa el rey o presencia la discusión entre los nobles, por ello,
ninguno de sus miembros puede levantarse, su deber es mantenerse en silencio aunque en
ocasiones aprovecha el murmullo para manifestar inconformismo. Sin embargo, es el rey quien
tiene la última palabra.
Teniendo en cuenta lo anterior nos preguntamos lo siguiente: ¿para qué reunir en un lugar
público como el ágora al demos a que escuche unas decisiones ya tomadas en el ambiente
privado del palacio? Es posible concebir este acto de convocar al demos como una muestra de
cierto poder del rey y, al mismo tiempo, una necesidad de que es necesario hacer conocer las
decisiones que afectan a todos y aprovechar una oportunidad perfecta para percibir la
aceptación o rechazo por medio de la unanimidad de la mano alzada para el primer caso o el
murmullo para el segundo. Ahora bien, ¿cómo y cuándo el demos pasa de ser un simple
espectador que escucha y se entera de lo ya aprobado en palacio a ser parte de un auditorio
deliberante? Sin duda, la respuesta está en el desarrollo mismo de la democracia que creó
instituciones que posibilitaron la deliberación entre unos ciudadanos que adquirieron el poder
para decidir asuntos como la guerra, la paz o las alianzas. Pero, también en la necesidad de
razonar de manera colectiva sobre las acciones más convenientes. Las razones que expone
Aristóteles en la Política (III, 11, 1282 a y ss) justificarían esta afirmación, pues, en aras de la
consecución de un mejor juicio, los ciudadanos, a pesar de su falta de virtudes morales o
conocimientos especializados, deliberan mejor en el espacio público y porque, como afectados
de las decisiones políticas, saben valorar mejor su conveniencia. En concordancia con esto, se
hará necesaria la formación de los ciudadanos en un arte que sirva para regular la
41
participación de estos en las actividades de deliberación política. Este arte es la retórica, y la
manera para que efectivamente se desarrolle no será posible simplemente con la construcción
de espacios adecuados para su práctica, sino con la enseñanza y la puesta en práctica de
preceptos que contribuirán a la formación para la participación efectiva de los ciudadanos.
Gracias a ciertos cambios constitucionales, en donde los hombres se convierten en ciudadanos
que pueden juzgar y deliberar, y al desarrollo mismo de la retórica, lo político se define como
isegoría, es decir, no sólo como igualdad en el derecho a hablar, sino como un profundo
respeto por lo que el otro dice, en la confrontación pacífica de los argumentos que buscan
presentar los mejores y más convenientes medios para lograr un fin.
Nos dice Aristóteles que la deliberación es una especie de investigación (
) sobre cosas
humanas. Dicha investigación consiste en el análisis de los medios a partir del fin, pues no se
delibera sobre los fines sino sobre los medios (EN III, 3, 1112 b ss y Rh. I, 6, 1362 a 18).
También, nos dice el Estagirita que se delibera sobre lo que sucede la mayoría de las veces de
cierta manera, pero cuyo desenlace no es claro o que es indeterminado, por ello necesitamos
la ayuda de otros que nos aconsejen ( υ
υ
α α α
). En muchas
situaciones necesitamos un consejero porque, en medio de una aparente multiplicidad de
medios, ignoramos cuál es el más adecuado para lograr el fin planteado de antemano; o
porque, en el caso de que sólo haya un fin, desconocemos cuál es. En el primer caso se
examina cuál de todos es el más fácil (
α) y mejor (
α), mientras que en el segundo
caso se tratará de descubrirlo (EN III, 3, 1112 b 8‐19). En ninguno de los dos casos se está
exento del error, del accidente o que el medio tome el lugar del fin.
Ahora bien, si se delibera sobre lo posible ( υ α ), sobre lo que pueden realizar y hacer los
hombres con vistas a un fin, pero si los resultados son inciertos y si no puede haber una
absoluta confianza en que los accidentes serán evitados, ¿cómo saber qué medio es el más
adecuado para alcanzar el fin propuesto? ¿Cómo un consejero llega a identificar o descubrir el
medio más fácil y mejor? ¿Qué características tiene aquellos consejeros que aciertan en sus
investigaciones? ¿Parte de ese análisis o investigación (
) no se lleva a cabo en la
confrontación política entre los oradores y los oyentes? En esa medida, también es válido
preguntarnos: ¿Cómo pueden acertar una multitud de hombres reunidos muchas veces en
medio del alboroto y en un espacio público como el ágora? A nuestro modo de ver, la reflexión
ética sobre la deliberación debe estar acompañada por una reflexión sobre la retórica y,
particularmente, por una teoría del discurso deliberativo. Según Aristóteles, la investigación
sobre los mejores medios no está regulada por ninguna ciencia (
), ni tampoco en ella
interviene la adivinación ( α
), pues la deliberación versa sobre lo futuro, sobre cómo
debemos actuar según las circunstancias. En efecto, los hechos o acciones futuras no son
objeto de ciencia, sino de opiniones, conjeturas ( α
) o expectativas (
) (Arist.
Rh. I, 3, 1358 b 20; Mem. 449 b 10 y Th. III, 42,2). Aunque algunos hablan de la adivinación
como una ciencia de la expectativa, lo cierto es que los presentimientos de los adivinos no
versan sobre hechos futuros sino sobre hechos pasados que permanecen oscuros (Arist. Rh. III,
17, 1418 a 25 y Mem. 449 b 12).
En un régimen democrático un consejero no ordena lo que se debe hacer gracias a su
naturaleza excepcional, su sabiduría. Sino uno que, expone ante los demás sus argumentos a
42
favor de uno de los múltiples medios que conducirían al fin que todos comparten. Aunque
busque la adhesión de todo el auditorio, no espera la unanimidad, pues se prepara para
posibles refutaciones e indisposición del auditorio. El consejo que guiará las deliberaciones no
proviene de una sola persona, sino de una multitud de ciudadanos que deliberan, deciden y
juzgan. En un régimen democrático, la deliberación engloba necesariamente la confrontación
de discursos múltiples y discordantes. En una monarquía absoluta, el rey actúa según su
voluntad, pero está expuesto a las pasiones y los impulsos que desvían y corrompen su
gobierno. Por ello, la multitud es superior a los individuos, lo abundante es más difícil de
corromper (Pol. III, 15, 1286 a). Y puesto que
Desde luego no es fácil que un hombre solo se ocupe de muchos asuntos. Necesitará, por
consiguiente, que haya numerosos magistrados a sus órdenes. […] dos hombres buenos son
mejor que uno solo. Eso es lo que dice el verso homérico: “Cuando dos avanzan juntos… ”
(Ilíada, X, 224), y a lo que apunta el voto de Agamenón: “Ojalá tuviera conmigo diez consejeros
semejantes” (Ilíada, II, 32) (Pol. III, 16, 1287 a).
Este capítulo tendrá como ejes principales la indagación sobre cómo el demos se convirtió en
un auditorio que participa en las deliberaciones y juicios, cómo se desarrolla una deliberación
en un ambiente democrático y qué valor tiene la deliberación en la tragedia y en la reflexión
política y ética. Para tratar estos asuntos hablaremos brevemente sobre el desarrollo
democrático ateniense y la consolidación de sus instituciones apoyándonos en la Constitución
de los atenienses de Aristóteles; en segundo lugar, haremos un análisis de dos discursos
deliberativos en el marco del «debate de Mitilene», expuestos por Tucídides en la Historia de
la Guerra del Peloponeso y, por último, un análisis sobre la deliberación a la luz de la filosofía y
la ética aristotélicas.
2.1.
Los cambios políticos y la participación del demos
La publicación de la Constitución de los atenienses de Aristóteles se sitúa entre los años 328 y
322 a.C., pero esta obra, que es considerada como una de las últimas producciones del
filósofo, sólo pudo ser recuperada en 1891 por el filólogo sir Frederic Kenyon. Su importancia
se debe en parte al hecho de que, según Diógenes Laercio (v. 27), Aristóteles logró reunir unas
158 constituciones de diferentes ciudades griegas y no griegas. Este material serviría para la
redacción de un gran tratado de teoría política y probablemente sirvió de base para la Política,
obra publicada en el año 336 a.C. A nuestro modo de ver, la obra de Aristóteles cobra
importancia toda vez que en ella se encuentran pistas que nos permiten acercarnos a las
instituciones que configuraron la democracia y aspectos relacionados con la participación de
los ciudadanos. En efecto, una mirada detenida sobre la Constitución permite ver que se
compone fundamentalmente de dos partes. En la primera parte, que va del capítulo I al XLI,
Aristóteles expone once cambios políticos de Atenas desde la entrada de Ión, en la época
primitiva, hasta el final de la Guerra del Peloponeso (404 a.C.). Cada uno de estos cambios
43
sirvió para aumentar la soberanía de un demos que se hizo a sí mismo dueño y gobernante de
la polis mediante votaciones de decretos ( φ α ) y el juicio acerca de asuntos que en el
pasado fueron propios de un consejo compuesto por aristócratas o υ (Ath. 41, 2). En la
segunda parte, que corresponde a los capítulos XLII hasta el LXIX, Aristóteles analiza las
diversas instituciones políticas de su Atenas contemporánea.
Iniciemos nuestra exposición con la figura de Solón. Este poeta fue nombrado como arconte en
el año 594 a.C. en medio de una tensa situación política. Como él mismo lo expresa se ubicó en
medio de dos bandos rivales, los pobres (
) y los nobles (
)16. Es por ello que
Aristóteles se refiere al arconte como «mediador» ( α α
) (Ath. 5,1.). Afortunadamente,
contamos con sus poemas, los cuales nos proporcionan datos valiosos sobre sus acciones.
Veamos:
Porque es verdad que al pueblo le di privilegios bastantes,
sin nada quitarle de su dignidad ni añadirle;
y en cuanto a la gente influyente y que era notada por rica,
cuidé también de estos, a fin de evitarles maltratos;
y alzando un escudo alrededor mío, aguanté a los dos
bandos,
.
.
.
.
.
.
.
y no le dejé ganar sin justicia a ninguno.
Como mejor obedece el pueblo a sus jefes, es cuando
no anda muy suelto, sin que se sienta apretado;
pues de la hartura nace el abuso, tan pronto dispone
de muchas riquezas el hombre incapaz de ajustárseles.
.
.
.
.
.
.
.
Cuesta, en aquello que importa, agradarles a todos (Sol. 26,5).
Solón planteó su idea del Buen Gobierno (Ε
α) como un régimen que impone el orden y la
justicia a una situación que, según Aristóteles en la Constitución, se desarrollaba de la siguiente
manera:
[…] hubo discordias entre los nobles y la masa durante mucho tiempo; pues su régimen político
era en todas las demás cosas oligárquico, y además los pobres eran esclavos de los ricos, ellos
mismos y sus hijos y sus mujeres. Y se les llamaba clientes y seisavos, pues por esta renta
trabajaban las tierras de los ricos. Toda la tierra estaba en manos de pocos. Y si no pagaban las
rentas, eran reducibles a la esclavitud, tanto ellos como sus hijos. Y los préstamos los obtenían
todos respondiendo con sus personas hasta el tiempo de Solón. Este fue el primero que llegó a
ser jefe del pueblo. El más duro y más amargo de los males del régimen era para la mayoría del
pueblo la esclavitud; no obstante, también estaban descontentos por los restantes, pues, por
así decir, de nada participaban (Ath. 2, 1‐3).
«[…]ἐ ω ὲ ύ ω ὥ
ἐ
α
ίω ὅ
α έ η » (Sol. 25). Juan Ferraté (2000) traduce
esta parte del poema de la siguiente manera: «Yo, de lindero en la tierra de nadie, me puse entre los
dos».
16
44
Al problema que aquejaba a los atenienses más pobres, como la pérdida de la libertad por
deudas contraídas, se sumaba la imposibilidad de participar en el gobierno. La legislación de
Dracón, vigente desde el 624 a.C., determinó que la elección de los miembros del consejo de
los Areopagitas, cuya función era la de conservar las leyes y castigar los delitos con penas
corporales y pecuniarias sin apelación, se hiciera en razón de la categoría social y de las
riquezas (Ath. 3, 6). El poder del Areópago era absoluto. Solón, luego de establecer por escrito
leyes fijas (
) y expuestas a la mirada de todos en el pórtico del ágora, posibilitó la
participación del demos, clasificando en cuatro grupos los ciudadanos de acuerdo con los
bienes que poseían. El primer grupo estaba conformado por los
α
que
producían más de quinientos medimnos en sus tierras; en segundo lugar, los
α que
cosechan trescientos medimnos; en tercer lugar, los υ ῖ α que producían doscientos
medimnos y poseían una yunta de bueyes y, por último, los
α, que son los más humildes de
los hombres libres, poseen solamente una renta inferior a doscientos medimnos. Aquellos que
pertenecían a los tres primeros grupos podían ser magistrados, es decir que podían ser
arcontes, tesoreros ( α α ), vendedores (
), encargados de la cárcel (
α) o
recaudadores de impuestos (
α
α ). Sin embargo, todos, incluidos los
α, formarían
parte de la asamblea (
α) y de los tribunales ( α
) (Ath. 7, 1). La figura de Solón
es importante no sólo por haber liberado al dêmos, prohibiendo los préstamos con fianza en la
propia persona por medio de la llamada descarga o
α, sino por haber posibilitado
que la mayoría (
) consiguiera mayor fuerza gracias a la apelación ( φ
)17 al tribunal
popular o Heliea y a la participación, aunque restringida, del demos en la
α. Según
Aristóteles, esta es una de las tres reformas más democráticas, pues «al ser el pueblo el dueño
del voto, se hace dueño del gobierno» (Ath. 9, 1).
El término ἔ
que aparece en Ath. 9, 1. ( ἰ ὸ
α ή
ἔ
) es traducido por Manuela
García Valdés como «apelación». Salvador Mas Torres no está de acuerdo con esta traducción. Sugiere
que mejor se traduzca por «transferencia» o «referencia» puesto que «los magistrados eran jueces en
primera instancia y Solón hizo posible transferir o referir sus sentencias al tribunal de la Helea» (2003, p.
17
70). En efecto, ἔ
significa tanto «acción de lanzar» como «acción de apelar», pero este «apelar»
puede ser entendido como «recurso a otro tribunal» o como «recurrir a alguien» (Bailly, 2000, 867‐868).
Desde nuestro punto de vista, es importante tener en cuenta que Aristóteles recoge la opinión, según él
no verosímil de que Solón redactó deliberadamente las leyes de manera oscura o de difícil
interpretación para que el pueblo fuese soberano en el juicio. Para el Estagirita, las leyes de Solón no
fueron redactadas de esa manera para satisfacer un deseo de participación del dêmos, sino porque
Solón no estaba en capacidad de definir una ley ideal en términos generales. En Retórica (I, 1, 1354 a 32
y 1354 b 6), Aristóteles afirma que el juicio del legislador no versa sobre lo particular, sino sobre lo
futuro y universal, pero también llama la atención sobre la necesidad de que las leyes estén bien escritas
a fin de evitar lo más posible el arbitrio del que juzga. El pasaje de la Constitución al que nos referimos
señala como una de las reformas democráticas de Solón el derecho del demos de «recurrir» al tribunal
popular tanto para denunciar como para juzgar y no simplemente un «traspaso» de poderes como
sugiere Salvador Mas, algo que sí ocurre más adelante con Efialtes.
45
Aunque no podemos hablar propiamente de demokratía, sino de Buen Gobierno (Ε
α)
caracterizado por el manejo no divino de los asuntos de la polis18, gracias a las reformas de
Solón se inicia la ampliación de la práctica política y judicial que incluye al demos19. No se
cuenta con información sobre la
α o υ de Solón, salvo lo poco que Aristóteles nos
ofrece sobre cómo el poeta arconte intentó poner fin a la guerra civil (
) y el papel del
demos en las asambleas. Pero aún con esos pocos datos sobre este tema, es posible afirmar
que Solón asumió la política como una actividad que se desarrolla con la exposición de un
discurso para convencer a un auditorio, de ahí la importancia de sus poemas líricos que
podrían considerarse verdaderos ejemplo de oratoria política20. Según Aristóteles, Solón, con
poco éxito, criticó la petición de Pisístrato de tener una guardia por considerarla una forma de
establecer un poder tiránico (Ath. 14, 1‐2). En este mismo apartado, Aristóteles dice que
Pisístrato, en la guerra contra los megareos, «se hirió a sí mismo y persuadió al pueblo
( υ
), con el pretexto de que le había pasado esto por obra de los
adversarios, a que se le concediese una guardia personal, siendo Aristón quien redactó el
decreto». Cierto o no, a los ojos de Aristóteles Solón y Pisístrato son dos figuras distintas, pues
este último se vale de pruebas que se encuentran por fuera del discurso (ἄ
),
como las heridas, para persuadir más fácilmente. Frente a este tipo de oratoria la reacción de
la asamblea (
α) y del demos puede verse en el siguiente pasaje en el que también se
describe la actuación de Pisístrato:
Después de vencer en la batalla de Palénide, tomó la ciudad y quitó las armas al pueblo, y
retuvo ya la tiranía con firmeza. Tomó Naxos y puso como jefe a Lígdamis. Quitó las armas al
pueblo del siguiente modo: después de hacer revista en el Teseón intentó arengar al pueblo, y
habló un poco de tiempo. Diciéndole ellos que no le oían, les ordenó que subieran hacia la
entrada de la Acrópolis, para que se oyese mejor su voz. Y mientras él echaba tiempo hablando
al pueblo, los designados para ello recogieron las armas y las encerraron en los edificios vecinos
al Teseón, y volvieron a avisar por señas a Pisístrato. Éste, cuando acabó el resto del discurso,
les dijo también lo ocurrido con las armas y que no debían admirarse ni desanimarse, sino que
se marcharan y cuidaran de sus cosas particulares, que de las comunes él se ocuparía de todas
(Arist. Ath. 15, 3‐5).
18
Recordemos que para Solón no es la acción de los dioses la que trae ruina e injusticia a la ciudad, sino
que a los mismos hombres que con arrogancia y exceso siembran la injusticia y la discordia. Así lo
expone en su poema Εὐ
ία (Sol. 24,3).
19
Según Rodríguez Adrados (1997a), en la época de Solón demos tiene el mismo sentido que en la época
clásica micénica, es decir, opuesto a personas o clases superiores. Demos o «pueblo» sigue siendo un
término que se opone a la clase noble, al rey o al tirano. Sólo cuando se hacen se consideran suprimidas
las diferencias entre clases superiores y clases sin géne se hará referencia a un demos como totalidad de
los ciudadanos, lo cual ocurrirá en una edad posterior a Solón quien únicamente dio leyes con igualdad
para las dos clases.
20
Para Rodríguez (1997a), a pesar de que el desarrollo de la retórica dentro de la pólis coincide con la
fundación de instituciones democráticas, los ecos de una oratoria forense y política antigua pueden
verse en Homero, Hesíodo, Calino, Tirteo, Arquíloco, Estesícoro, Alceo, Solón (92).
46
En este episodio, Pisístrato logró por medio de su discurso el desarme del pueblo y, según las
opiniones que recoge Aristóteles, gobernó la ciudad moderadamente y más como ciudadano
que como tirano. Se dice que a los pobres les prestaba dinero para que cultivaran la tierra, no
les molestaba y les procuraba paz y tranquilidad. Es por ello que consideraban su tiranía como
la edad de Cronos, similar a la descrita por Hesíodo en el mito de las Edades (Op. 106 y ss). Sin
embargo, dos aspectos dejan claro que su gobierno representa una vuelta a la vieja forma
política en la que la participación de los ciudadanos no era bien vista. En primer lugar, alejó de
la ciudad a los agricultores pagándoles las deudas y hasta se desplazaba al campo para
inspeccionar y conciliar con los que estaban en disputas y así evitar que dejaran sus trabajos
descuidados para ir a la ciudad a resolverlos (Ath. 16,2‐7). Y, en segundo lugar, como podemos
ver al final del pasaje citado, sugiere a los asistentes a la asamblea que se ocupen de sus
asuntos privados (ἴ
), mientras él se ocupa de todas las comunes (
α
α
). Según Miriam Valdés (2003), tal vez esta asamblea no fue realmente
como la narró Aristóteles, pero los aspectos tiránicos demostrados por Pisístrato sí parecen
reales debido al funcionamiento y la convocatoria de asambleas del demos, a una vuelta hacia
la época de la basileia; y por último, a la posibilidad de restricciones y de desarme de hoplitas
en el Ática.
Pero, el Consejo ( υ ) y las multitudes (
) cumplieron un papel muy importante en el
rechazo a la tiranía después del derrocamiento de Hipias. Aristóteles nos cuenta que
Cleómenes, luego de expulsar a setecientas familias atenienses, intentó disolver el Consejo
para otorgarle a Iságoras, y a trescientos de sus amigos, poder absoluto sobre la ciudad. El
Consejo se opuso a esta agresión y el demos logró que Cleómenes e Iságoras se refugiaran en
la Acrópolis durante dos días. Al tercer día, vencidos por el asedio, Cleómenes e Iságoras
capitulan y Clístenes, un Alcmeónida que huyó a la llegada de Cleómenes a Atenas y que
entregó el gobierno a las multitudes (
), se le ordena su regreso (Ath. 20, 1‐3).
En la Política Aristóteles señala que Clístenes, después de la expulsión de los tiranos en el 508
a.C., introdujo en las tribus muchos extranjeros, esclavos y metecos, por ello en su caso no se
debe discutir sobre quién es ciudadano, sino si lo es de manera justa o injusta (Pol. III, 2, 1275
b 35‐38). En la Constitución nos dice que dividió a todos los atenienses en diez tribus (φυ α ) y
no en cuatro como era costumbre. Esto con el fin de mezclar gentes de diferentes linajes,
lugares, formas de vida y ocupaciones, de modo que las discusiones no girarían en torno a los
intereses de las familias, y aumentar el número de participantes en el gobierno. Las diez tribus
estaban compuestas por ciudadanos que habitaban tres jurisdicciones nuevas del Ática, a
saber, la parte urbana (ἄ υ), la costa (
α ) y el interior (
α ). Con base en esta
división de tribus fundó el Consejo de los Quinientos con cincuenta miembros de cada tribu.
Un miembro de cada tribu conformaba el grupo de los diez estrategos y nueve arcontes que
eran elegidos por sorteo (Ath. 21, 1‐4).
Aristóteles afirma que la constitución de Clístenes resultó ser mucho más democrática que la
de Solón (Ath. 22,1). Sin embargo, otros afirman que, a pesar de las reformas, el poder de los
nobles seguía igual y que lo que deseaba mantener era precisamente el poder de la oligarquía
e, incluso, sus movimientos políticos tenían fines estrictamente militares. Según Rodríguez
Adrados (1997), estas posiciones son injustas, puesto que lo que buscó Clístenes «no fue la
47
igualación total, sino un nuevo equilibrio de clases, desplazando ahora el favor del pueblo» (p.
68). Por ello señala que «la constitución de Clístenes no fue sino un acuerdo, al menos tácito,
entre las exigencias del pueblo y de los nobles, unidos sin embargo por el odio y el miedo a los
tiranos y a los enemigos exteriores de Atenas. Es natural que hubiera tensiones y que hubiera
dos partidos: el que quería conservar tal cual la constitución de Clístenes y el que quería
modificarla en sentido igualitario» (Adrados, 1997, 95).
Una de esas reformas que buscaban eliminar los privilegios de los nobles fue precisamente
aquella que estableció la elección de los arcontes por medio del sorteo. La Asamblea
(
α) sorteaba la postulación al arcontado, entre los candidatos elegidos previamente
por cada demo pero que pertenecieran a las dos clases más altas,
α
y
α. El sorteo representó el instrumento más democrático propuesto por Clístenes, pues
gracias a una elección divina (el azar) se hacía posible en igualdad de derechos la participación
de todos los ciudadanos. Según Adrados (1997): «[d]e esa manera se incrementó el poder del
demos y se evitaban las alianzas a favor de los grandes nombres» (96). La consecuencia de este
nuevo sistema de sorteo para la elección de los arcontes fue inevitablemente el debilitamiento
del Areópago. Al estar en sus orígenes compuesto tradicionalmente por ex arcontes nobles,
con la implementación del sorteo, harían parte de él ex arcontes de origen no aristocráticos. La
reacción arbitraria a esta pérdida de poder se verá después de las Guerras Médicas cuando el
Aréopago gobierna la ciudad durante diecisiete años sin existir ningún decreto que le
atribuyese el poder (Ath. 23, 1 y 25, 1).
Aristóteles no nos muestra con detalle las funciones que realizó el Consejo de los Quinientos,
pero se sabe que jugó un papel importante en la escena política ateniense, pues a esta
institución recurrían en primera instancia los mensajeros de otras naciones, magistrados y
ciudadanos comunes y corrientes con sus propuestas (Sinclair, 1999, 136). El Consejo tenía
principalmente una función deliberativa, pues evaluaba de forma cuidadosa los aspectos e
implicaciones de los asuntos propuestos y decidía si los presentaba o no y en qué forma ante la
α. Sin embargo, en la Constitución, Aristóteles señala que fue Clístenes quien
estableció la ley sobre el ostracismo (
α
). No vamos a entrar en detalle sobre
este tema, sino tan sólo señalaremos que el ostracismo representó un instrumento de defensa
de las reformas de Clístenes. En otras palabras, el ostracismo fue un arma contra la tiranía que
se aplicó por primera vez durante el arcontado de Fenipo, en el 488/487 a.C. probablemente,
según Aristóteles, a causa de los recelos contra los poderosos (Ath. 22, 3).
Aristóteles nos dice muy poco acerca de las reformas emprendidas por Efialtes, salvo lo que
señala en relación con la recuperación de ciertas funciones que se había tomado ilegalmente el
Aréopago devolviéndoselas a los Quinientos, a los tribunales, en fin, al demos. Tal vez por ello
Plutarco se refirió a él como el «el terror del partido oligárquico» (Plut. 10, 6). Señala el
Estagirita que Efialtes llegó a ser líder del pueblo debido al aumento de las mayorías
(α α
υ
υ,
υ
) (Ath.25, 1). Lo que muestra
aquí Aristóteles es precisamente no sólo el aumento del número de ciudadanos debido a la
ampliación de la ciudadanía en el gobierno de Clístenes, sino el creciente poder de las
multitudes o mayorías conformadas por los
α. Sin duda, Efialtes ganó un lugar en la historia
de Atenas por ser incorruptible, justo para el poder y sobre todo cercano al demos. Será
48
Pericles quien más adelante intentará limitar el derecho de ciudadanía a sólo aquellos nacidos
de padre y madre ciudadanos.
Durante el gobierno de Cimón, y posterior a la muerte de Efialtes, a la tercera clase social, los
υ ῖ α , se les concedió más derechos políticos al poder ser elegidos como candidatos al
sorteo para ocupar el puesto de arcontes (Ath. 26,2). Con la llegada de Pericles, la constitución
llegó a ser más democrática. Se redujeron drásticamente las funciones de los Areopagitas y la
multitud (
) se acercó más a la participación debido a que no sólo adquirió confianza en sí
misma, sino que, gracias al poderío naval de la ciudad, fueron reconocidos como actores
políticos. Viejo Oligarca califica este aumento del poder de los más pobres de la siguiente
manera:
En primer lugar diré que allí constituye un derecho el que los pobres y el pueblo tengan más
poder que los nobles y los ricos por lo siguiente: porque el pueblo es el que hace que las naves
funcionen y el que rodea de fuerza a la ciudad, y también a los pilotos y cómitres o remeros, y
los comandantes segundos, y los timoneles y los constructores de naves. Ellos son los que
rodean a la ciudad de mucha más fuerza que los hoplitas, los nobles y las personas importantes.
Puesto que así es realmente, parece justo que todos participen de los cargos por sorteo y por
votación a mano alzada y que cualquier ciudadano pueda hablar (Ps. Xen. Const. Ath. 1.2).
Tiempo después, para contrarrestar la popularidad de Cimón, Pericles fue el primero en pagar
a los tribunales. Para Aristóteles, esta medida, en parte fruto del consejo que dio Damónides
de Oie a Pericles de darles a la muchedumbre ( ῖ
ῖ ) lo que era de ella, generó un
interés poco sano por ingresar a los sorteos a tal punto que fue la semilla del soborno (Ath.
27,5).
Lo que hemos visto hasta el momento en la exposición de Aristóteles es un desarrollo de la
democracia en el que se amplía el número de personas que participan de la actividad política.
El pueblo se ha hecho a sí mismo dueño y todo lo gobierna. En otras palabras, el desarrollo de
las instituciones como la Asamblea y el Consejo, hace posible el aumento del número de
oyentes y de oradores debido a que los asuntos judiciales y políticos ya no son propios de las
clases aristocráticas, sino de la mayoría de ciudadanos, muchos de ellos poco o nada ilustrados
en materias como el derecho, la política, la aritmética o la lógica. Seguimos aquí la idea de
López Eire (1997) en el sentido en que «está fuera de toda duda que el régimen democrático
favorece no sólo la oratoria judicial, sino asimismo la deliberativa o política, ya que la
democracia incrementa el número de hablantes que hacen uso de la palabra desde la tribuna y
de oyentes que el orador debe convencer porque su voto es decisivo» (111). Teniendo en
cuenta esto, ¿cómo se produjo esa especie de concientización en aquellos nuevos ciudadanos
hacia la responsabilidad de pensar y discutir públicamente sobre el futuro, sobre las
consecuencias de las acciones políticas si no es a través de las instituciones democráticas que
hicieron posible la libertad para hablar en público? Pero también, cabría preguntarse ¿qué
papel jugó la realización frecuente de deliberaciones públicas, la recopilación de discursos
pronunciados, la utilización de estos en los textos de historia y la elaboración de manuales
dirigidos a aquellos, que sin ninguna instrucción, abrazan el derecho de participar en los
asuntos políticos. Estos serán los asuntos que trataremos en los siguientes apartados, pero
para terminar, agreguemos que si bien no todos los ciudadanos comunes y corrientes poseían
49
una buena educación, sí estaban acostumbrados a los certámenes teatrales. Esto los hizo
amantes de la belleza del discurso, lo cual se traduce en una apreciación de la exposición
brillante (López, 1997, 112).
En relación con este tema Pericles señalaba lo siguiente en su Discurso fúnebre: «[…] Como
alivio de nuestras fatigas, hemos procurado a nuestro espíritu muchísimos esparcimientos.
Tenemos juegos y fiestas ( υ α ) durante todo el año, y casas privadas con espléndidas
instalaciones, cuyo goce cotidiano aleja la tristeza» (Th. II, 38, 1). Tanto la tragedia como la
comedia están ligadas a la vida política de la pólis. La primera nació en la época tiránica de
Pisístrato; la segunda, se desarrolló a partir del 485 a.C. Según Adrados «[n]o puede ser
coincidencia esta simultaneidad entre la vida de ciertos géneros literarios y el régimen
democrático de Atenas »(1997b, 16). Ambos géneros, en los que se conjugan realidad, mito y
fantasía, cumplirán una función de formación del ciudadano pues tienen como fin la expresión
de preocupaciones éticas o, más bien, políticas, pues se traducen esas preocupaciones en una
aspiración por una vida más justa en una apuesta por proyectar los intereses hacia el pasado,
adivinando porvenires en una vuelta hacia el pasado heroico. En este sentido los discursos
políticos de asamblea representarán también un cambio con respecto a la valoración del
pasado y la preocupación por el futuro.
2.2.
Los discursos deliberativos en la Historia de la Guerra del Peloponeso: el
Debate de Mitilene
La utilización del estilo directo en la obra de Tucídides es importante para nosotros porque,
siguiendo la idea de Iglesias (2006), tiene como fin introducir discursos relacionados
claramente con la oratoria practicada en Atenas y porque es posible identificar puntos de
contacto entre dichas composiciones retóricas y la Retórica a Alejandro, manual de retórica
que se le atribuye a Anaxímenes de Lámpsaco y que fue elaborado en la segunda mitad del
siglo IV a.C. Según Iglesias (1997), P. Moraux estudió los discursos pronunciados por Cleón y
Diódoto expuestos en el tercer libro de la Historia de la Guerra del Peloponeso desde la
perspectiva del manual de Anaxímenes de Lámpsaco y su clasificación de las especies
discursivas y llegó a la conclusión de que la estructura de estos discursos pertenecientes al
género deliberativo contenían elementos pertenecientes al género judicial. La primera parte
del discurso de Diódoto en la que se defiende de las acusaciones de Cleón es prueba de la
existencia de una fuerte influencia de la práctica forense más desarrollada, por su larga
tradición, en los oradores asamblearios. En la misma línea interpretativa se encuentra
Francisco Romero Cruz, quien ha estudiado los discursos que aparecen en la obra,
particularmente el pronunciado por Alcibíades (VI, 16‐18) y que se caracteriza por su
«artificiosidad». Para Cruz, los discursos reconstruidos por el historiador serían el consumado
producto de un enfoque retórico plenamente consciente, heredero de las convenciones
oratorias de la época. Al igual que Moraux, Cruz señala que en el discurso de asamblea de
50
Alcibíades se mezclan elementos propios de la retórica judicial. Por otra parte, S. Hornblower
plantea que no se puede descartar la idea de que hayan sido los preceptos retóricos
plasmados en la Retórica a Alejandro los que recibieron de una manera directa la influencia de
la forma en que el historiador reconstruyó esos discursos. La posición de Iglesias es que
efectivamente la Historia tuvo una gran influencia en el siglo IV a.C. pero no sería acertado
decir que la Retórica a Alejandro fue la que sufrió la influencia de la obra de Tucídides, pues
tanto el rhétor como el historiador son «deudores de una misma codificación retórica que
recogió, ordenó y estructuró aspectos fundamentales de la oratoria deliberativa que se venía
practicando desde finales del siglo V a.C» (Iglesias, 1997, 220).
Por otro lado, también es importante señalar que la repulsa de Cicerón hacia Tucídides pasa
por su rechazo a los imitadores de su estilo, y lo considera ajeno a la realidad política por la
utilización de frases incomprensibles. Para Cicerón, Tucídides es un buen historiador, pero un
mal orador incapaz de desarrollar una causa en un juicio. Sin embargo, se puede percibir que
aquellos «tucídideos» mencionados por Cicerón utilizan la obra histórica como un manual de
retórica. Veamos:
Y ahora resulta que hay algunos que se consideran «tucídideos»; ¡es una especie nueva y
desconocida de ignorantes! Pues quienes imitan a Lisias, sin embargo imitan al menos a un
abogado, ciertamente no abundantemente ni majestuoso, pero sí preciso y rebuscado y capaz
de desenvolverse bien en las causas judiciales. Tucídides, sin embargo, narra hechos, guerras y
batallas, ciertamente con majestad y bien, pero nada de su estilo puede ser pasado al terreno
del foro y de la vida pública; los propios discursos que introduce presentan frases oscuras y de
significado oculto que apenas pueden ser entendidas, cosa que en los discursos políticos es el
mayor de los defectos (Orat. I, 30).
Frente a estas consideraciones, analizaremos la Historia de Tucídides, particularmente de los
discursos de asamblea de Cleón y Diódoto expuestos en el marco del Debate sobre Mitilene
(Th. III. 36‐49), desde una perspectiva distinta. Hemos escogido estos dos discursos porque en
ellos podemos encontrar una discusión sobre los fundamentos mismos de la democracia,
como hemos tratado en el primer capítulo, así como también una discusión sobre las
consecuencias de la inclusión de elementos judiciales en el discurso político deliberativo.
Vamos a analizar el objeto de la deliberación, sus implicaciones y dificultades, aprovechando la
capacidad de Tucídides para generar una imagen clara sobre la manera en que se describe un
ambiente real de asamblea.
En primer lugar, debemos decir que los discursos sobre la defección de Mitilene se sitúan en el
427 a.C. La defección (ἀ
α ) es una forma de sublevación que tiene como fin la
separación de una causa. En este caso, Mitilene, ciudad de gobierno oligárquico ubicada en la
isla de Lesbos, planeó en la primavera del 428 unirse a la Liga del Peloponeso compuesta por
Esparta y Beocia para rebelarse contra Atenas. Durante el invierno del 427 a.C. el general
espartano, Saleto, logró entrar a Mitilene para anunciar a los proedros que contaban con el
apoyo de cuarenta naves para invadir al Ática (Th. III, 25, 1‐2). Sin embargo, el retraso de estas
naves y la escasez de víveres obligaron a mitileneos a capitular. El pacto entre los mitileneos y
el general ateniense Paques tenía las siguientes condiciones:
51
[…] a los atenienses les estaba permitido decidir a discreción sobre los mitileneos y éstos
debían acoger al ejército en la ciudad; los mitileneos enviarían una embajada a Atenas para
tratar sobre su suerte; y hasta su regreso Paques no apresaría ni reduciría a la esclavitud ni
mataría a ningún mitileneo (Th. III, 28, 1).
Tucídides no describe las condiciones bajo las cuales se dio este pacto, pero es posible afirmar
que en este caso los arcontes jugaron un papel muy importante, pues, ante el retraso del
apoyo desobedecieron a sus jefes y, reunidos en asamblea, exigieron a los aristócratas
distribuir los pocos víveres entre todos (Th. III, 27, 3). A pesar del miedo que invadía a los
vencidos, Paques, quien logró someter a Pirra y a Éreso y capturar a Saleto, les prometió
cumplir con lo pactado hasta que los atenienses tomaran una decisión. Según esto, el tipo de
castigo que merecían los mitileneos debía ser el resultado de una discusión pública entre los
atenienses reunidos en asamblea. Saleto fue ejecutado en Atenas y las deliberaciones se
centraron entonces en el castigo que se le debía dar al resto de la población. Así lo describe
Tucídides:
Discutieron después sobre la suerte de los otros prisioneros, y, movidos por la ira (
),
decidieron dar muerte no sólo a los presentes, sino también a todos los varones mitileneos
mayores de edad, y reducir a la esclavitud a niños y mujeres: les reprochaban, en general, su
sublevación, que la hubieran hecho sin estar sometidos al imperio como los otros, pero lo que
de modo especial contribuía a su furor era que las naves de los peloponesios se hubieran
atrevido a aventurarse hasta Jonia para prestar ayuda a los mitileneos; colegían de ello que la
sublevación no se había gestado con escasa premeditación (Th. III, 36, 2).
Varios aspectos resultan importantes en esta narración. El primero de ellos es que Tucídides
resalta que la decisión de la asamblea fue movida por la ira (
). Dicha ira fue generada en el
auditorio por el discurso de Cleón que, según el historiador, era el más violento de los
ciudadanos y el que ejercía mayor influencia en el pueblo (Th. III, 36, 6). La ira o la cólera
(
) es la primera pasión del catálogo de pasiones de la Retórica de Aristóteles. Aristóteles
define la ira como: «un apetito (
) penoso de venganza (
α) por causa de un
desprecio manifestado contra uno mismo o contra los que nos son próximos, sin que hubiera
razón para tal desprecio» (Rh. II, 2, 1378 a 30). Desde el punto de vista persuasivo, pasiones
como la ira, la compasión, el temor, el odio, entre otras, juegan un papel muy importante
tanto en los discursos de asamblea como en los judiciales, pues son las causantes de que los
hombres se hagan volubles y cambien en lo relativo a los juicios (Rh. II, 1, 1378 a 20).
El resultado de la primera reunión de la asamblea fue, dado el triunfo del discurso de Cleón, el
envío de una trirreme a Paques para anunciarle la decisión con la orden de ejecutar a los
mitileneos. Pero, nos dice Tucídides que al día siguiente de la asamblea les sobrevino a los
ciudadanos un profundo arrepentimiento por la decisión tomada y la preocupación por la atroz
resolución de asesinar no a los culpables sino a todos los hombres y esclavizar a mujeres y
niños (Th. III, 36,4). Lo expuesto por Tucídides nos ofrece ciertas pistas sobre el
comportamiento de los ciudadanos en la asamblea frente a la deliberación pública y, al mismo
tiempo, nos muestra rasgos importantes de la democracia ateniense y de la importancia de la
retórica judicial y deliberativa como instrumento esencial para la configuración de decisiones
políticas.
52
Los argumentos expuestos por Cleón en el primer discurso muy seguramente son repetidos en
el segundo que fue reconstruido por Tucídides. En este segundo discurso Cleón, afirma que no
había razón para que Mitilene se sublevara, pues, a diferencia de otras ciudades, ésta vivía de
manera autónoma y, por otro lado, sus actos no fueron el producto del irrespeto de Atenas ni
de la amenaza de otro estado, sino que la defección fue premeditada y voluntaria, lo que hacía
más fuerte la indignación y el rechazo a cualquier indulgencia (Th. III, 39,2 y 40,1). El fin de los
dos discursos de Cleón es mostrar que los mitileneos son culpables de injusticia contra los
atenienses y que ninguna otra ciudad bajo el poder de Atenas había actuado de esa forma. En
esa medida los dos discursos de Cleón, aunque expuestos en la asamblea, tienden más hacia la
consecución de un castigo a la injusta rebelión y evitar que otras colonias hagan lo mismo que
hacia la búsqueda de lo conveniente de cualquier medida que se tome frente a dicha agresión.
En efecto, la respuesta de Diódoto apuntará más hacia la búsqueda de la utilidad de lo que se
haga en el futuro que a la inculpación o la definición de un castigo sobre un acto del pasado.
Veamos lo que dice en esa segunda reunión de la asamblea:
[…] yo no he salido a hablar para oponerme a nadie en defensa de los mitileneos, ni tampoco
para acusarlos. Porque nuestro debate, si somos sensatos, no versa sobre su culpabilidad, sino
sobre la prudencia de nuestra resolución. Si demuestro que ellos son plenamente culpables, no
por ello os animaré a matarlos, si no resulta ventajoso; y si es que merecen cierta disculpa,
tanto peor, si esta disculpa no pareciera un bien para la ciudad. Pienso que estamos
deliberando más sobre el futuro que sobre el presente (Th. III, 44, 1‐3).
Muchos autores han señalado en esta época la preeminencia del discurso judicial sobre el
deliberativo. Cortés (1998) afirma que, en los siglos V y IV a.C., la retórica anterior a Aristóteles
tenía como finalidad fundamental facilitar la composición de discursos, especialmente
judiciales. El mismo Aristóteles critica esta preferencia del arte de pleitear que la dedicación a
los discursos políticos (Rh. I, 1, 1354 b 27) Por su parte, Isócrates, que criticó a los sofistas que
enseñaban la retórica como si fuera una técnica en la que se pueden repetir fórmulas fijas y no
como actividad creadora que debe ajustarse a cada situación, señaló que la retórica no puede
servir únicamente a la oratoria forense (Isoc. XIII, 19‐20). Frente a esto nos preguntamos lo
siguiente: ¿Las funciones de la asamblea no estarían claras por lo que se confundía el fin de las
reuniones? O más bien, ¿había una confusión sobre los géneros discursivos y que sólo hasta la
aparición de textos como el de Anaxímenes de Lámpsaco y de Aristóteles serán diferenciados y
definidos claramente? La primera pregunta no es fácil contestarla debido a que se discute aún
si el tribunal popular o Heliea que se creó en tiempos de Solón puede ser identificado con la
Asamblea o Ekklesia, es decir que ésta cumplía funciones legislativas y, eventualmente,
funciones judiciales, por lo tanto, se convertía en un tribunal de apelación. Pero está también
la tesis de que fueron instituciones completamente distintas21. Desde la Retórica de Aristóteles
21
Tal es la posición de Ostwald (1989) al apoyarse en la etimología de la palabra «Heliea» cuyo origen
dórico significa «asamblea del pueblo». Por su parte, Hansen (1989) rechaza esta identificación. Según
Gil (1970), una amplia documentación histórica muestra que la Ekklesía cumplió funciones ejecutivas y
judiciales. Se apoya en la tesis de Gomme quien describe de manera gráfica el acaparamiento de
poderes por parte de la Asamblea popular. p. 361
53
se puede decir que hay solamente dos tipos de auditorio, el que actúa como espectador
(
) y el que juzga (
), este último juzga sobre cosas pasadas, como lo hace el
α
, o el que juzga sobre cosas futuras como el
α
(Rh. I, 1358 b 3‐5). En un
régimen democrático como el ateniense un ciudadano cumple estas funciones porque asiste a
ceremonias, como en las que Pericles honró a soldados los caídos en batalla (Th. II, 35‐46), y
porque participa en la justicia y en el gobierno (Arist. Pol. III, 1275 a). Sin embargo, el discurso
de Cleón convirtió a los miembros de la asamblea en
α
que, movidos por las pasiones,
consideran que la conservación del imperio sólo puede hacerse por medio del sometimiento,
el terror y la violencia.
Se podría aducir que Cleón confunde los géneros oratorios por desconocimiento de la
clasificación de géneros discursivos o por estrategia. Pero, el discurso de Diódoto sí intenta
hacer la diferencia de fines. Como lo vimos en el anterior pasaje resalta que se está
deliberando más sobre el futuro que sobre el presente (Th. III, 44, 3) y, con el fin de refutar el
discurso de Cleón intenta por medio de su discurso hacer valer la deliberación como medio
para tomar una decisión que convenga al imperio ateniense en el futuro. Por ello, afirma lo
siguiente:
Y en cuanto al argumento en que insiste especialmente Cleón, esto es, que nuestro interés en
el porvenir, con miras a un menor número de rebeliones, estriba en que impongamos la pena
de muerte, yo, insistiendo a mi vez en nuestra conveniencia para el futuro, sostengo la opinión
contraria. Y os pido que a causa del artificio de su discurso, no rechacéis lo que de útil encierra
el mío. Al ser su discurso desde la óptica de vuestra actual cólera contra los mitileneos, tal vez
podrá atraeros; pero nosotros no estamos querellándonos contra ellos, como para que nos
sean precisas razones de justicia, sino que deliberamos sobre ellos, para que nos reporten
utilidad (Th. III, 44, 4).
Diódoto rechaza el hecho de que Cleón se valga de la ira presente en el auditorio para inclinar
a su favor el juicio y llevar a cabo su plan de venganza contra los mitileneos. Por su parte,
Cleón, además de tomar una posición anti intelectual, lanza fuertes críticas a la democracia por
su proclividad a discutir sobre lo discutido y decidido. Tucídides nos ha dicho que hubo un
arrepentimiento en los ciudadanos producto de una ira apaciguada por el tiempo. Cleón
atribuye el cambio de actitud a la embajada enviada por los mitileneos y a un posible soborno
que logró convocar nuevamente la asamblea (Th. III, 38, 2). Lo cierto es que en la democracia
las decisiones se pueden revisar, las deliberaciones pueden ser consideradas equivocadas y los
oradores cumplen la función, como en este caso, de hacer valer las ya tomadas o exigir una
nueva reflexión sobre ellas. El arte retórico, y la democracia misma con sus instituciones,
funcionan conjuntamente para encontrar lo conveniente, la acción adecuada para evitar o
corregir el error. Para ello el orador debe tener una mirada aguda sobre el futuro y trasmitir lo
que ve. Sin embargo, esto es lo que más critica Cleón en su discurso.
La idea que Cleón tiene de la democracia y la deliberación es muy distinta a la de Pericles. De
hecho, se califica su discurso como «el reverso de la medalla del
φ » de Pericles
(Gil, 2007). A nuestro modo de ver, una de las diferencias más importantes entre Pericles y
Cleón radica en que para aquél sólo los atenienses deciden o examinan con rectitud los
asuntos, sin considerar un daño para la acción las palabras, sino más bien el no informarse
54
mediante debate antes de emprender lo que se debe ejecutar (Th. II, 40, 2). Por el contrario,
Cleón califica esta segunda asamblea como un certamen tan innecesario como inoportuno, por
ello dice lo siguiente:
[…] vosotros que soléis ser espectadores de discursos, pero oyentes de hechos, que consideráis
los hechos futuros a la luz de las bellas palabras, en las que basáis sus posibilidades, y los ya
sucedidos a la luz de las críticas brillantemente expresadas, dando menos crédito al
acontecimiento que han presenciado vuestros ojos que al relato que habéis oído. No hay como
vosotros para dejarse engañar por la novedad de una moción ni para negarse a seguir adelante
con la que ya ha sido aprobada; sois esclavos de todo lo insólito y menospreciadores de la
normalidad. Por encima de todo cada uno de vosotros anhela poseer el don de la palabra, o, si
no es así, que, en vuestra emulación con estos oradores de lo insólito, no parezca que a la hora
de seguirlos quedáis rezagados en ingenio, sino que sois capaces de anticiparos en el aplauso
cuando dicen algo agudo; sois tan rápidos en captar anticipadamente lo que se dice como
lentos en prever sus consecuencias. Buscáis, por así decirlo, un mundo distinto de aquel en que
vivimos, sin tener en cuenta una idea cabal de la realidad presente; en una palabra, estáis
subyugados por el placer del oído y os parecéis a espectadores sentados delante de sofistas
más que a ciudadanos que deliberan sobre intereses de su ciudad (Th. III, 38, 4‐7).
Nos permitimos citar extensamente esta parte del discurso de Cleón para compararlo con la
respuesta que dará Diódoto para justificar una nueva reunión que revisará la decisión sobre el
castigo a los mitileneos. Veamos:
No censuro a quienes han propuesto de nuevo el debate sobre la cuestión de los mitileneos, ni
apruebo a los que se quejan de que se delibere repetidamente sobre asuntos de la máxima
importancia; pero pienso que dos son las cosas más contrarias a una sabia decisión; la
precipitación y la cólera; de ellas, una suele ir en compañía de la insensatez, y la otra de la falta
de educación y la cortedad de entendimiento. En cuanto a las palabras, el que se empeña en
sostener que no son guía para la acción, o es poco inteligente o está movido por algún interés
personal: poco inteligente si piensa que es posible por algún otro medio hacer conjeturas sobre
hechos futuros e inciertos; y movido por algún interés si, queriendo persuadiros a una
resolución vergonzosa, piensa que no sería capaz de hablar bien en defensa de una mala causa,
pero espera poder desconcertar, mediante hábiles calumnias, a sus oponentes del auditorio
(Th. III, 42, 1‐2).
Para Diódoto esta segunda convocatoria no representa una pérdida de tiempo, pues la
complejidad del asunto amerita una nueva deliberación. El acto de defección de los mitileneos
y la ira que produjo estuvieron muy próximos a la decisión y fueron aprovechados por Cleón
para nublar el juicio del auditorio y conseguir una acción de venganza; por ello, al final del
discurso Diódoto llamará a la calma a la hora de juzgar y condenar solamente a los culpables
de la defección, es decir, castigar a los hombres que envió Paques y dejar vivir a los que
quedaron en la ciudad (Th. III, 48, 1). Como vimos, según Aristóteles, juzgar sobre lo futuro es
la tarea del
α
. Los dos oradores han mostrado por medio de su discurso dos
futuros completamente distintos. Cleón considera que la aplicación de un castigo tan severo es
justa debido a la gravedad de la agresión e invita al auditorio a que se imagine cuál habría sido
la suerte de los atenienses vencidos por los mitileneos. El futuro del imperio estaría en juego si
los mitileneos no reciben un castigo ejemplar. Por ello, el imperio no puede convivir con tres
)
sentimientos tan dañinos como la compasión ( ἴ ῳ), el gusto por la elocuencia (
y la clemencia o equidad (
ᾳ). La compasión sólo la merecen quienes estén dispuestos
55
al mismo sentimiento y tal parece que los mitileneos no la tuvieron al atacar a Atenas; el gusto
por la elocuencia deberá ser aprovechado en momentos de poca trascendencia y no cuando se
debaten asuntos que ponen en peligro la ciudad y, el tercer sentimiento, la clemencia, sólo se
debe otorgar a quienes tengan la intención de seguir siendo amigos en el futuro y no a
aquellos cuya enemistad no cede nunca (Th. III, 40, 1‐3). La conservación del imperio es el fin
del discurso de Cleón y el medio para conservarlo es el castigo severo a la defección de los
mitileneos, pues sólo así se garantizaría que ninguna otra ciudad se atreviera a cometer
defección.
Por su parte, Diódoto, quien es el que más hace explícita la necesidad de mirar al futuro,
comparte el mismo fin de mantener el imperio, pero por medios diferentes al castigo a muerte
del demos mitileneo. Para Diódoto el demos mitileneo nada tuvo que ver con la defección,
pues tal sublevación fue planeada por el partido oligárquico. Por motivos utilitarios, Diódoto
no apoyará la pena de muerte alegando que tampoco garantiza que no se cometan los delitos
en el futuro. Lo que se debe hacer es establecer cierta vigilancia antes de que se generen las
rebeliones y tomar las medidas necesarias para que esa idea no nazca en los ciudadanos. Pero
en el caso de que no se pueda evitar, se deben castigar al menor número de personas. No
deben ser castigados todos los mitileneos porque el demos es favorable y porque no participa
de las rebeliones o es forzado por los aristócratas. Por ello, se deben buscar las alianzas con el
demos y castigar a los aristócratas. Ese demos fue el que, reunido en asamblea, entregó la
ciudad y declinó su afán de seguir en los combates. Para el mantenimiento del imperio es
mucho más útil sufrir una injusticia que aniquilar con justicia a aquellos cuya destrucción lo
convierte en enemigo (Th. III, 45‐47).
Dos reuniones de la Asamblea sirvieron para discutir sobre la defección de Mitilene. En la
primera Cleón le ganó a Diódoto con su propuesta de asesinar a los hombres y esclavizar a
mujeres y niños, se envío un trirreme para avisar a Paques esta decisión, pero en una segunda
reunión del demos ateniense, gana el discurso de Diódoto de no castigar al demos mitileneo
sino solamente a los que participaron de la rebelión. Sin embargo, esta victoria de Diódoto no
fue fácil. Tucídides nos cuenta que las opiniones de los asistentes a la Asamblea se dividieron
en partes casi iguales. Gracias a la votación a mano alzada (
α) se facilitó el conteo, se
envió otro trirreme para que se adelantara a la otra y llevara a tiempo el decreto ( φ α)
que anulaba la decisión de llevar a cabo la destrucción de la ciudad.
2.3.
Deliberación y tragedia
El demos mitileneo sobrevivió al cruel decreto ( φ α) que logró Cleón en la primera
Asamblea, pero no corrió con la misma suerte el demos de Torone. Nos dice Tucídides que el
demagogo logró persuadir a los atenienses para poder zarpar rumbo a la costa tracia con mil
doscientos hoplitas y trescientos jinetes, un contingente de tropas aliadas y treinta naves para
reducir a la esclavitud a las mujeres y niños toroneos (Th. V, 3,4). La guerra cada vez fue más
56
cruel, pero en el 404 a.C. Atenas fue derrotada. El fin de conservar el poder del imperio se
esfumó. ¿Pudieron Cleón y Diódoto prever la derrota de Atenas? ¿Pudieron preverla los
ciudadanos que participaron en la Asamblea donde se debatió la defección de Mitilene? Estas
preguntas podrían ser formuladas también para personajes de obras trágicas como Agamenón:
¿Pudo prever Agamenón su desafortunado final en manos de Clitemnestra por haber
asesinado a su hija Ifigenia? ¿Podrían haberlo previsto Pelasgo, Edipo o Creonte? Sin embargo,
a diferencia de una deliberación pública, en la tragedia, el terrible final debe ocurrir. Ningún
orador ni los asistentes a la asamblea desean un mal para sí mismos. En cambio, los
espectadores de las tragedias sí esperan que la ceguera del héroe trágico tenga repercusiones
dolorosas o que se den accidentes no previstos. En la tragedia el destino (moira) se alienta con
las decisiones de los héroes aunque estos no deseen un mal para sí mismos. En la asamblea, no
se habla de destino, el principio de las acciones es el hombre mismo y el principio de toda
acción es precisamente la negación de un futuro inexorable. Se delibera porque no es evidente
el futuro, porque éste debe ser construido por el hombre y porque se quiere bien construido.
Para Aubenque (2010), la teoría del discurso deliberativo implica pensar en la eficacia de la
deliberación humana, presupone la contingencia de los futuros, en el sentido en que si estos
estuvieran escritos o determinados de nada valdría que los hombres deliberaran. El silencio
sería lo característico del hombre y no la palabra deliberante.
Si deliberamos sobre lo futuro, es porque para nosotros está oculto, y el hecho de tener que
deliberar es, en absoluto, una imperfección. Pero nuestra deliberación no es solamente la
laboriosa búsqueda de un saber que nos escapa; no se limita a suponer un futuro que
solamente sería conocido por los dioses y los adivinos, así como los estrategas de salón evalúan
las posibilidades de un combate del que no participan. La deliberación consiste en combinar
medios eficaces con vistas a fines realizables. Esto significa que el futuro nos está abierto. Si el
hombre respecto al futuro puede tener una actitud no solamente teórica sino también decisiva,
si no solamente un
α
, sino un
es porque él
mismo es un principio de los futuros, ἀ
(2010, 169‐170).
La contingencia de los futuros plantea peligros imprevistos. Es cierto que los atenienses no
contaban con el poder de un enemigo invisible como la peste, que mermó en grandes
proporciones a la población, pero lanzarse a la guerra y cometer deliberadamente actos tan
crueles justificados por discursos apasionados como los de Cleón, convirtieron la política en un
asunto manejado con una oratoria que mira más al pasado que al futuro, la forense. Una
mirada corta o un cegamiento hacia lo futuro se producen cuando se utiliza un género
discursivo equivocado. Esto es lo que ha denunciado Diódoto en relación con las palabras de
Cleón. Por ello, a nuestro modo de ver es importante la tarea de teóricos como Anaxímenes y
Aristóteles de establecer claras diferencias entre los géneros discursivos y, más aún resulta
importante comprender adecuadamente qué es la deliberación, qué es una buena
deliberación y cómo se relaciona con la acción en el ámbito político.
En el Leviatán, Hobbes inicia su exposición sobre la prudencia –también llamada previsión o
providencia– diciendo que hay veces en que el hombre desea conocer el resultado de una
acción y por ello, «piensa en una acción parecida y en los resultados sucesivos a que esto dio
lugar, en la suposición de que resultados semejantes se seguirán de acciones semejantes» (I, 3,
30). Es así como se puede prever el fin de un criminal recordando lo que les ha sucedido a
57
otros criminales en el pasado: castigo, juez, patíbulo, etc. En el debate de Mitilene ocurre algo
similar, Diódoto en su discurso se opone a la pena de muerte de los mitileneos porque ve en
ella una medida inocua. Dice lo siguiente: «Lo cierto es que en las ciudades la pena de muerte
está establecida para muchos delitos, incluso no iguales a éste, sino de menor gravedad; y, sin
embargo, impulsados por la esperanza, los hombres se arriesgan, y nunca nadie ha tomado la
senda del peligro con la idea de que se condenaba a no triunfar en su proyecto» (Th. III, 45,1).
Hobbes nos dice también que la prudencia se obtiene con la experiencia de cosas pasadas, las
cuales sólo existen en la memoria y que las cosas futuras, las que están por venir, no tienen
existencia alguna, puesto que el futuro es una ficción creada por la mente cuando, sin certeza
absoluta, atribuye a las acciones presentes las consecuencias que se siguieron de las acciones
pasadas. Un hombre es prudente cuando sus expectativas coinciden con los resultados o
cuando logra por su propia voluntad que las cosas ocurran como las deseó. Al primer tipo de
prudencia se le llama presunción, al segundo, providencia, y sólo de éste proviene de manera
sobrenatural la profecía. La prudencia es presunción de cosas futuras, que se forma por la
experiencia del pasado, pero también hay presunciones de cosas del pasado, que tienen el
mismo grado de incertidumbre de las conjeturas sobre el futuro y adquiridas por la experiencia
de otras cosas pasadas. Hobbes ilustra lo anterior con el siguiente ejemplo: «Quien ha visto
por qué caminos y etapas ha llegado una nación floreciente a la guerra civil, de ahí a la ruina,
cuando vea la ruina de cualquier otra nación, deducirá que ésta ha padecido una guerra civil
similar y ha seguido un curso semejante»(I, 3, 31). En su discurso Cleón podemos encontrar
este tipo de presunción:
Suele ocurrir que aquellas ciudades a las que alcanza plenamente y por poquísimo tiempo una
prosperidad inesperada se inclinan a la insolencia; […] Los mitileneos, ya desde mucho tiempo,
no debían haber recibido de nosotros en ningún aspecto un trato diferente a los demás, y así no
se hubieran insolentado hasta este punto; pues en este caso como en los otros la naturaleza
lleva al hombre a despreciar a quien lo trata con respeto y a reverenciar a quien lo hace sin
concesiones (Th. III, 39, 4‐5).
Los hombres no sólo desean conocer el resultado de su acción también desean que ese
resultado sea conveniente y útil. Aunque también se hable de destino, en la tragedia se puede
ver la preocupación del héroe por actuar correctamente evitando el infortunio. Esto lo
pudimos ver en el primer capítulo cuando tratamos Las suplicantes de Esquilo. Pelasgo, en su
deseo de ser un buen rey somete a deliberación pública la decisión de acoger a las danaides.
Su preocupación radica en la acción correcta y su temor por el destino como lo muestran los
versos 379‐380: «No sé qué hacer; el miedo me domina. ¿Obrar? ¿No obrar? ¿O tentaré el
destino?» (ἀ
α
α φ
᾽
φ α
α
α
α
ῖ ). En el
mundo homérico, un personaje como Aquiles, sabe que la vida humana está sometida a lo
inexorable, pero, a pesar de ello lo acepta, se atreve a deliberar aunque no cambie nada
(Castoriadis, 2006, 116). Así parece ser el mundo de un héroe como Agamenón.
En Agamenón, el poema que se entona junto con el corifeo (A 40‐258) tiene un proemio (40‐
103) que narra la larga expedición guerrera de los Atridas Agamenón y Menelao contra Troya,
pero también indaga sobre las razones de Clitemnestra para celebrar sacrificios. En esta
párodos encontramos un canto a Zeus, dios que convirtió en doloroso el paso de la sabiduría a
58
la prudencia. Sin duda, este es el momento más importante de la obra, pues la decisión de
Agamenón de sacrificar a Ifigenia plantea serios problemas éticos. Dentro de la párodos
encontramos seis estrofas y seis antístrofas y un mesodo (A 104‐258) que recuerdan la profecía
de Calcante, narran la inacción del ejército argivo y la terrible disyuntiva en la que se
encuentra Agamenón:
(…)
Cruel es mi destino si no cumplo,
pero también cruel si degüello a mi hija,
de mi hogar la alegría,
y con un chorro de sangre virginal yo mancho
junto al altar estas manos de padre.
¿Cuál de las dos opciones
está libre de males?
¿Y cómo puedo abandonar mi escuadra
Traicionando así mis alianzas?
(…) (A 206‐213).
En la antístrofa citada se revela no solo las crueles consecuencias que traería tomar cualquiera
de las dos opciones, sino la contradicción entre la esfera privada (oíkos), y la esfera de las
alianzas políticas. Según las palabras del Coro, Agamenón debe elegir entre seguir siendo
padre o seguir siendo rey. Conservar la vida de su hija o conservar el liderazgo político que
servirá para llevar a cabo con éxito la expedición que vengará la ofensa de Príamo. Agamenón
debe decidirse necesariamente por una de las dos opciones. Es necesario entonces que el rey
atrida se mantenga en su compostura o moderación (sophrosyne) para ser prudente
(φ
). En este caso no se podría definir la prudencia a la manera de Aristóteles, es decir,
como una de las virtudes intelectuales que permite al hombre deliberar correctamente sobre
lo que es bueno y conveniente para sí mismo y vivir bien (EN VI. 5, 1140 a 25 y ss.), porque lo
que dice el Coro permite pensar en que no hay posibilidad de elegir algo bueno en lugar de
algo malo, sino que, a lo que se enfrenta Agamenón, es que todas las opciones podrían traer
males futuros. En dicha elección se generarán diferentes pasiones encontradas como el temor
a las consecuencias, la ira y la indignación por lo injusto que son los dioses, la compasión por
su indefensa hija, la vergüenza de ser un padre que asesina a su hija y al mismo tiempo la
vergüenza de no poder comandar su ejército en caso de no ir a Troya. La definición que ofrece
Aristóteles de la tragedia capta este sentido:
[…] la tragedia no es representación de los hombres sino de la acción, de la vida, de la felicidad
y de la desdicha. La felicidad y la desdicha, empero, se dan en la acción, y el fin consiste en
cierta especie de acción, no en determinado carácter. Los individuos son lo que son por su
carácter, pero son felices o lo contrario por sus acciones. No actúan, por tanto, para
representar caracteres sino que éstos son presentados a través de las acciones (Po. 1450 a 15‐
22).
Teniendo en cuenta lo anterior, la tragedia es, como afirma Rodríguez (1997b, 157), enseñanza
al pueblo, pues recomienda la sophrosyne, templanza y prudencia. Agamenón no es la
excepción, a pesar de que los espectadores conozcan ya la historia del Atrida van al teatro para
colocarse en el lugar del héroe cada vez que la ven, para pensar su vida y acciones que, según
59
la filosofía imperante, parece siempre adversa, es decir, una vida en la que se puede estar en
cualquier momento ante una decisión cuyas opciones no están libres de males e infortunios.
Agamenón representa un conflicto entre dos actos igualmente crueles. Vemos a un personaje
que elige un «mal menor» que traduce en el sacrificio de su propia hija para conseguir los
vientos favorables a la expedición militar, pero que no prevé las consecuencias nefastas que
vendrán de su propio oikos una vez regrese de Troya. Sin saberlo, Agamenón es víctima del
infortunio. En el agón con Clitemnestra, muestra su temor a la envidia de los dioses si pisa esa
alfombra bordada y de color púrpura, pero nunca se imaginó que ese paso era hacia su muerte
(A 915‐974).
Pero, ¿cómo estar a salvo del infortunio? En la Antígona de Sófocles se da un complejo
conflicto en el ámbito de la sociedad democrática. Antígona versa sobre la deliberación y la
decisión moral. Sus dos protagonistas, Antígona y Creonte, han encontrado una forma de
evitar conflictos en las decisiones prácticas. Para la primera es importante la ética de la casa,
de la familia y de la sangre. Para el segundo, la ética imperante es la de la polis, la razón de
Estado. Estas dos éticas entran en conflicto, lo cual lleva a los espectadores a profundas
reflexiones sobre lo conveniente obligándolo a quedarse con uno de los modelos o criterios,
pero al mismo tiempo, lo hace consciente de que no sabe con cuál quedarse, puesto que las
razones de lado y lado son igualmente válidas y elegibles.
Creonte representa la ética del Estado, su actuar siempre está en función del bien de la ciudad,
no de los amigos ni parientes. Comprende lo valioso que es la prudencia para conducir la
deliberación y la elección de lo mejor. Estas son sus palabras:
No hay medio de conocer el espíritu, pensamientos y puntos de vista de hombre alguno antes
de que se aclare en contacto mando y las leyes. En efecto, por lo que a mí toca, sostengo ahora
y antaño que todo aquel que, dirigiendo una ciudad, no se aferra a los mejores planteamientos,
sino que por el contrario, mantiene cerrada la boca por miedo a algo, es el más vil. También a
todo aquél que considera a un amigo más importante que a la propia patria, a ese no lo tengo
en cuenta en parte alguna (Ant. 175‐183).
Para Creonte la única familia es la ciudad, la polis. Esta es comparada con un barco que ofrece
protección a sus pasajeros (Ant. 180‐190). La ciudad, representada como embarcación es el
único medio que aleja a sus ciudadanos de la adversidad de la naturaleza y el azar. Por ello, los
criterios que subyacen a toda deliberación y decisión deben estar acordes con el bien de todos
los que van en ella. Esa necesidad de suprimir el azar es lo que Martha Nussbaum tratará en su
libro La fragilidad del bien. Para Nussbaum (1995), esa eliminación del azar va a requerir toda
una tecnología moral, una tecnología de la razón práctica, una excelencia de la deliberación
que exige prudencia. El criterio de la razón de Estado es para Creonte la moneda con la cual
asegurará la rectitud de todas las deliberaciones. Pero el ámbito de las acciones humanas es
más complejo. Sólo hasta la muerte de su hijo y de su esposa reconoce que hay valores que no
tuvo en cuenta y de ahí su desgracia. Descubrió tarde que su moneda no tiene el mismo valor
frente a otros aspectos de la vida, los vínculos del amor familiar y la amistad (Ant. 1907).
Por su parte, Antígona representa, como ya dijimos, una ética distinta, la de la familia. Ésta
acompaña todas sus deliberaciones y en torno a ella organiza su vida. Pero su visión también
60
es unilateral, pues conduce a subordinar la norma y la ciudad al amor (philía). Se rebela contra
lo establecido, pero al hacerlo niega la polis y con ello toda posibilidad de realización de honras
fúnebres, pues sin ciudad no hay ceremonias.
Para Nussbaum, Antígona es una de las tragedias más interesantes porque representa la
complejidad de valores que subyacen a la vida social y política. Advierte que en esta obra
existe una imposibilidad de encontrar una estrategia práctica que asegure al ser humano la
felicidad y el acierto en la vida. La tragedia griega nos muestra una existencia humana siempre
al borde del filo de la fortuna, pero que intenta por varios medios mantenerse inmune a ella.
¿Puede la retórica ser una nueva «apuesta tecnológica» para alejar el infortunio? Según
Dupréel (1980), para Gorgias la retórica era la «verdadera filosofía», los efectos útiles de la
deliberación o confrontación de discursos múltiples y discordantes no se traducían en la
adquisición de un conocimiento sobre los fenómenos naturales o el contacto con las cosas,
sino en un saber más precioso para la vida de los hombres y para el bien de las ciudades, se
trata de los debates políticos con los que se obtienen las soluciones y decisiones oportunas, los
debates judiciales que hacen descubrir el bien y la justicia al diferenciar al culpable del
inocente. «En resumen, Gorgias habría visto, al menos por ciertos aspectos, el valor de la
crítica como medio de progresar en el conocimiento, ello no sería el menor de sus méritos,
incluso ha exagerado el papel del espíritu crítico en oposición radical a los métodos de
investigación de los sabios propiamente dichos» (Dupréel, 1980, 102). El Protágoras de Platón
también presenta su plan de estudios en la buena administración de los bienes familiares y los
asuntos públicos como la ciencia política,
(Prt. 318 e ‐ 319 a). Esta ciencia
política tiene como eje central la retórica. Según el mito de Prometeo contado por Protágoras,
a pesar de la existencia de ciudades que proporcionaban protección de las fieras y otros
peligros, los hombres reunidos se atacaban unos a otros por no poseer la ciencia política. Zeus,
temiendo el exterminio de la especie humana envió a Hermes para que entregara a los
hombres el sentido moral y la justicia, con el fin de que hubiera orden en las ciudades y
relaciones amistosas entre los hombres. La retórica sería el instrumento con el cual los
hombres reunidos determinan sus acciones. Deliberan a la luz del enfrentamiento de múltiples
argumentos con vistas a una acción eficaz desde el punto de vista de los fines.
Para Garver (2000), si bien Aristóteles no dice nunca que la actividad de la deliberación pública
produce por ella misma un hombre bueno o un buen ciudadano, sí cree que «la actividad
deliberativa pública está en el corazón del desarrollo ético y político, de la acción moral y
política. La práctica de la persuasión desarrolla las relaciones mutuas necesarias para este
desarrollo, no porque ella es un arte, sino en la medida en que ella supone una relación
correcta del lógos y del éthos. Es la retórica cívica, y no la retórica profesional, que enseña la
virtud» (26).
2.4. Deliberación, prudencia y discurso retórico
Retomando el debate sobre Mitilene, queremos anotar que Cleón y Diódoto no se debaten
entre una ética familiar y una razón de Estado como sí lo hacen Antígona y Creonte. Ambos
61
oradores comparten razones de Estado, pero los medios defendidos para la salvaguarda del
imperio son distintos, el uno defiende las alianzas con los demoi, mientras que el otro, el
castigo severo a todos los mitileneos para evitar futuros actos de traición de otras colonias.
(
), y su espacio es la institución
Ambos utilizan el mismo instrumento, la
democrática de la Asamblea en la que participan ciudadanos que tienen el derecho y la
capacidad de juzgar. Pero, si bien en la deliberación política se exponen discursos que siguen
los preceptos de una
o son el producto de una
α o
, ¿una buena
deliberación vendría dada por esa misma
? ¿O por algo que no es ni
o ni π
?
La pregunta es pertinente porque para Aristóteles el criterio de la deliberación «correcta» no
viene dado por ninguna
o π
como pensaba Platón, sino por una virtud
intelectual, la prudencia (φ
).
Antes de entrar en la exposición de Aristóteles sobre la prudencia veamos primero sobre qué
se delibera. En el libro III de la Ética a Nicómaco, Aristóteles nos dice en primer lugar que el
objeto de la deliberación es aquello de lo cual no deliberaría un loco o un necio, no se delibera
sobre lo eterno, ni sobre lo necesario o por naturaleza, ni lo que ocurre por azar, ni sobre los
conocimientos exactos o suficientes. Se delibera sobre ciertos asuntos humanos, no todos,
sólo aquellos que podrían ocurrir gracias a nuestra intervención. Se delibera sobre lo que está
en nuestro poder y es realizable, como por ejemplo, a los ciudadanos atenienses les es posible
enviar un trirreme para ejecutar a los mitileneos o enviar otro para evitarlo. Todos los hombres
deliberan sobre lo que ellos mismos pueden hacer. Se delibera sobre los medios que
«orientan» al fin y sobre la «especificación» de ese fin. El orador no deliberará si persuadirá o
no, sino que lo hará en función de mostrar los medios adecuados para un fin determinado y
sobre todo aquello que pertenece a ese fin (EN III, 3, 1112 a 17‐ 1112 b 8).
En relación con la primera pregunta, Aristóteles responde lo siguiente:
«La deliberación tiene lugar, pues, acerca de cosas que suceden la mayoría de las veces de
cierta manera, pero cuyo desenlace no es claro y de aquellas en que es indeterminado. Y
llamamos a ciertos consejeros en materia de importancia, porque no estamos convencidos de
poseer adecuadamente información para hacer un buen diagnóstico» (EN III, 3, 1112 b 8).
Quiere decir esto que sobre aquellas cosas en las que desconfiamos de nosotros mismos o que
no poseemos suficiente información o que no nos creemos suficientes para decidir por
nosotros mismos cabe una deliberación asistida por un consejero. Para Aristóteles, toda
deliberación es investigación, porque el que delibera investiga, pero no toda investigación es
deliberación. Allí se investiga no sobre lo necesario, sino sobre lo posible y que puede ser
realizado por nosotros mismos, puesto que el hombre es el principio de las acciones. Se
investiga sobre los instrumentos y también sobre su utilización. De la misma manera, se
delibera sobre los medios y cómo utilizarlos. No se delibera sobre las cosas que pueden ser
objeto de la percepción como por ejemplo si esto es pan, o si está bien cocido. Y, algo más:
El objeto de la deliberación es el mismo que el de la elección, excepto si el de la elección está ya
determinado, ya que se elige lo que se ha decidido después de la deliberación. Pues todos
cesamos de buscar cómo actuaremos cuando reconducimos el principio <del movimiento> a
62
nosotros mismos y a la parte directiva de nosotros mismos, pues ésta es la que elige (EN III, 3,
1113 a 4‐8).
Tenemos entonces tres pasos: deliberación, elección y decisión. La elección (
α
) es un
deseo deliberado de cosas a nuestro alcance. La elección es algo voluntario, pero no todo lo
voluntario es elección, pues de esta no participan los niños ni los animales y, porque las
acciones por impulso, aunque voluntarias, no son elegidas. La elección no es apetito ni
impulso, puesto que ellas las poseen los seres irracionales, mientras que la elección no. Un
hombre incontinente actúa según su apetito y su impulso, pero no por elección. Por el
contrario, un hombre continente, actúa siempre por elección y no por apetito o impulso. La
elección siempre va acompañada de razón y reflexión. Se elige también sólo lo posible. Un
hombre no podría elegir lo que no está en sus manos, como por ejemplo, la inmortalidad. La
elección tampoco puede ser confundida con el deseo porque este se refiere al fin mientras que
el otro a los medios conducentes. La elección no es una opinión porque con ella nos referimos
también a cosas imposibles y extremas, que están fuera de nuestro alcance y que no las
podemos hacer con nuestros propios esfuerzos. La opinión es verdadera o falsa, la elección es
elogiada por referirse a un objeto debido. Se elige sobre lo que se sabe exactamente bueno,
pero opinamos sobre lo que no sabemos o no sabemos del todo. Los que tienen buenas
opiniones no siempre eligen lo que deben (EN 1111 b 5‐1112 a 17).
Aristóteles no explica simplemente qué es la deliberación o qué es la elección. Uno de los
objetivos de la Ética a Nicómaco es mostrar precisamente qué caracteriza una buena
deliberación y una buena elección. En otras palabras su preocupación es sobre el hombre
prudente. La elección es un deseo deliberado, y la deliberación es una especie de
razonamiento. Pero la buena elección está relacionada con lo práctico, con la virtud ética y no
con una ciencia. El hombre prudente es el que es capaz de deliberar rectamente sobre lo que
es bueno para sí mismo (EN VI, 1140 a 25) y, por tanto, parece estar a salvo del infortunio.
Hemos resaltado la expresión «para sí mismo» porque con ella la definición o el estudio de la
prudencia en Aristóteles tendría un sentido privado o individual, cosa que reitera más adelante
cuando afirma que el prudente examina bien lo que se refiere a sí mismo. No obstante, en el
estudio de la prudencia, Aristóteles expone como modelo de hombre prudente un personaje
fundamental en la historia política griega como Pericles. «Pericles y otros como él son
prudentes porque pueden ver lo que es bueno para ellos y para los hombres, y pensamos que
ésta es una cualidad propia de los administradores y los políticos» (EN VI, 5, 1140 b 5‐10). A
diferencia del hombre sabio cuya sabiduría es siempre sobre lo mismo, el hombre prudente es
un pronosticador (
7, 1141 a 30).
) para su propia vida, pero también para la de los demás (EN VI,
Según Pierre Aubenque (2010), es difícil saber por qué para Aristóteles Pericles es un
representante de la prudencia debido a que se menciona sólo una vez en todo el tratado. Sin
embargo, se atreve a señalar que la invocación a Pericles parece menos el hecho de una
predilección particular del Estagirita que la alusión clásica a un personaje ya tipificado por la
tradición. En el capítulo primero hemos citado un párrafo en el que Tucídides describe la figura
de Temístocles como hombre prudente, pero vale la pena recordarlo:
63
[…] su inteligencia innata, sin aprendizajes previos ni conocimientos posteriores que lo
ampliaran, era el más competente con la mínima reflexión para las decisiones referentes al
momento, mientras que era el más hábil para imaginarse las que habían de tomar a muy largo
plazo. Lo que comprendía también era capaz de explicarlo y en lo que desconocía no dejaba de
dar un juicio suficiente, y de modo especial preveía los pros y los contras aunque no estuviesen
manifiestos. En resumen, por sus facultades ( υ
) naturales y la mínima exigencia de
preparativos era el más competente (
) para decidir de inmediato lo preciso (Th. I, 138,
3).
La sabiduría es la más exacta de las ciencias, es una ciencia suprema de los objetos más
honorables. A diferencia de Anaxágoras o Tales, Temístocles no es un sabio puesto que no
posee conocimientos sobre principios ni establece demostraciones, sino que es un político
(
) y la política no es objeto de la sabiduría. Ni la política ni la prudencia es superior a
la sabiduría porque el hombre no es lo mejor del cosmos, pero la sabiduría no hace que el
hombre sepa lo que le conviene. En ese sentido Anaxágoras y Tales son hombres que saben
cosas grandes, admirables, difíciles y divinas, pero inútiles, porque no buscan los bienes
humanos (EN VI, 7, 1141 b 1‐8). Temístocles no es un hombre de ciencia, pero en relación con
los asuntos humanos «el más competente para decidir de inmediato lo preciso» y eso lo hace
superior a los sabios cuya mirada se detiene en lo eterno (Arist. MM. I, 34, 1197 b 8). Para
Aristóteles, todo hombre que actúa debe atender lo oportuno ( α
), puesto que, en
relación con las acciones humanas, no hay nada establecido. Es por ello que sobre las acciones
no puede decirse nada con rigurosa precisión, sino en forma de esquema (EN II, 2, 1104 a 1‐
10).
Los discursos deliberativos de Cleón y de Diódoto plantean razones para actuar en distintos
sentidos con vistas a un fin común, la conservación del imperio ateniense. Si tenemos en
cuenta que para Aristóteles sólo hay una manera de hacer el bien, pero muchas para hacer el
mal (EN II, 5, 1106 b 35), ante la defección de los mitileneos, ¿cómo saber cuál de los dos
discursos acierta en su indicación sobre cómo se debe actuar?, ¿qué solución elegir? Cleón es
considerado como el anti‐Pericles por criticar severamente los fundamentos de la democracia.
Sin embargo, su discurso fue más persuasivo que el de Diódoto en la primera asamblea y en la
segunda sesión perdió sólo por una pequeña diferencia de manos alzadas (
α). El
segundo discurso de Diódoto fue oportuno en la medida en que derogó el decreto ( φ α)
que ordenaba la ejecución de los hombres y la esclavización de las mujeres y niños mitileneos,
pero el expuesto en la primera asamblea no fue lo suficientemente persuasivo para apaciguar
los ánimos de venganza creados por el discurso de Cleón. Como cualquier orador versado,
Cleón conocía el poder persuasivo de las pasiones. Comprendía lo que Aristóteles dirá en su
Retórica en relación con la necesidad de hacer no solamente un discurso digno de crédito y
demostrativo, sino también cómo debe presentarse ante el auditorio y en qué forma
disponerlo pasionalmente. Comprendía que las pasiones inclinan por poco tiempo pero de
manera violenta a los hombres de determinada manera (Rh. II, 1, 1378 b 20).
La acción humana se desarrolla en un tiempo irreversible y la necesidad de que sea correcta es
imperativa. El objeto de la elección no es la consecución de un Bien Absoluto, sino la de hallar
un bien relativo a la situación, al momento presente (Aubenque, 2010). Ese bien relativo es el
resultado de la confrontación de discursos, pero ¿cómo se juzga sobre lo futuro si todavía no
64
es? ¿Cómo se consideran los hechos futuros a través de las palabras? ¿Qué tipo de percepción
hace posible prever lo futuro? La pregunta por las proposiciones de cosas futuras puede
encontrar respuesta en la doctrina sobre los futuros contingentes que expone Aristóteles en el
Sobre la interpretación. La afirmación de los singulares futuros no es ni verdadera ni falsa, algo
que sí ocurre con las cosas que son y con las que fueron (Arist. Int. 9, 18 a 29 y ss). Veamos dos
afirmaciones sobre lo futuro en los discursos de Cleón y Diódoto:
Pensad además en nuestros aliados: si imponéis las mismas penas a los que se rebelan forzados
por nuestros enemigos y a aquellos que lo hacen voluntariamente, ¿quién creéis que dejará de
rebelarse con un mínimo de pretexto, toda vez que en caso de éxito obtendrá liberación y en
caso de fracaso no sufrirá ningún daño irreparable? (Th. III, 39, 7).
Por su parte Diódoto responde lo siguiente: «[…] mediante castigos moderados, podremos
disponer en el futuro de ciudades poderosas en el aspecto económico» (Th. III, 46, 4). Lo dicho
por los dos oradores no puede ser considerado verdadero ni falso, ni tampoco plantea un
determinismo o una necesidad, esto es precisamente la razón por la cual no podemos hablar
de una ciencia de la deliberación.
Lo que hemos expuesto sobre Cleón en relación con su inclinación a hacer del discurso
deliberativo una acusación contra los mitileneos y contra el mismo Diódoto desvía el sentido
de la deliberación política. El mismo Aristóteles en su Constitución advirtió esa mala
concepción de lo político cuando dice que «a partir de Cleofonte ya se sucedieron sin
interrupción en la jefatura del pueblo los que querían sobre todo mostrarse audaces y agradar
a las masas, mirando sólo las circunstancias del momento» (Ath. 28, 4). Nos dice en la Retórica
que la oratoria judicial es más engañosa que la deliberativa porque los oyentes están más en
disposición de favorecer al orador que en formar un juicio propio (Rh. I, 1, 1354 b 30 y ss). Por
ello, es necesario no sólo repensar la retórica en contraposición a las críticas de Platón y a los
malos usos de los sofistas, sino posicionar en el centro de la teorización sobre la persuasión el
discurso deliberativo como pieza fundamental del ejercicio de la ciudadanía.
65
Capítulo III. El discurso deliberativo en los tratados de retórica
Aristóteles comienza diciéndonos en la Retórica que, al igual que la dialéctica, la retórica trata
asuntos de conocimiento o competencia común (
) a todos los hombres. Todos los
hombres participan (
) de la retórica y prueba de ello es el hecho de que todos se
esfuerzan en descubrir (
) y sostener (
) un argumento, en defenderse
(ἀ
ῖ α ) y en acusar ( α
ῖ ). Pero, aunque los hombres hacen esto por una
costumbre nacida de su modo de ser (
), sin seguir reglas, es posible emprender un camino
(
ῖ ) hacia su teorización de tal manera que pueda comprenderse cómo logran su
objetivo tanto los que obran por costumbre como los que lo hacen por azar. (Rh. I, 1, 1354 a 1‐
12). Esto significa que la retórica es propia del ser humano, por ello el Estagirita la definió
como una facultad ( α ) (Rh. I, 2, 1355 b25), pero también significa que es propia del
hombre que habita entre semejantes (
), puesto que es en comunidad que
puede comunicarle a los otros lo conveniente y lo dañoso, el sentido del bien y del mal, de lo
justo y lo injusto (Pol. I, 2, 1253 a). La retórica para Aristóteles hace parte del hombre como ser
social y, por ello, debe ocupar un lugar en la reflexión de lo político, no sólo ser aceptada
simplemente como «instrumento» o «herramienta», sino como elemento constitutivo de la
política, aunque subordinada a esta (EN I, 2, 1094 b1‐10).
La forma como se acercó Aristóteles a la retórica en su tratado no fue siempre bien
comprendida. La retórica tuvo desde la Edad Media y, hasta bien entrado el siglo XX, una
reducción tropológica, se convirtió en lo que Gerard Genette (1970) llamó una «retórica
restringida», una retórica que dominaba el campo de la poética y la preceptiva literaria, pero
fue rechazada por los filósofos. Pero nuestra visión de la retórica sigue una línea interpretativa
que es cada vez más aceptada en la academia. Se trata de ver en la retórica, como la conciben
Isócrates, Marco Fabio Quintiliano y Giambattista Vico, una amplia comprensión del ciudadano
y de la política (Rocafort, 2010) o, como la concibe Aristóteles en su Retórica, como una teoría
de la acción humana, más como φ
que como una mera habilidad oratoria o
(Ramírez, 1999), como un «arte cívico» que debe ser practicado por los ciudadanos en tanto
ciudadanos (Garver, 1994 y 2000) o como una facultad humana imprescindible para la
formación en la convivencia y el ejercicio de la ciudadanía en la democracia (Arenas‐Dolz,
2009).
Esta relación de la retórica con lo político o de la retórica con el ejercicio de ciudadanía tiene,
como hemos visto, sus raíces en el desarrollo en Atenas de las instituciones democráticas y los
cambios constitucionales que hicieron posible la participación ciudadana en los campos judicial
y político. Sin embargo, es aceptada la idea de que el género retórico que tuvo mayor atención
66
y desarrollo de los recursos y procedimientos (
α ) fue el judicial ( α
) y no el de
asamblea o deliberativo ( υ
υ υ
). A propósito de esta preeminencia del género
judicial sobre el deliberativo, Francisco Cortés nos dice lo siguiente:
La retórica de los siglos V y IV a.C., anterior a Aristóteles, tenía como finalidad fundamental
facilitar la composición de discursos, especialmente del género judicial. Era práctica y
funcionaba de forma descriptiva: se nutría de los discursos, hacía un repertorio de sus
elementos, recursos compositivos, etc., tomaba de ellos elementos intercambiables,
reaprovechables que agrupaba probablemente en referencia a las distintas partes del discurso
para facilitar su reutilización (1998, 339‐340).
La composición de los discursos fue una preocupación de maestros de oratoria y oradores a tal
punto que se convirtió en la base de las enseñanzas. Una fuerte crítica a la habitual forma de
composición retórica a partir de otros discursos se puede ver en el diálogo platónico
Menéxeno. Sócrates, no sin mordacidad, cuenta cómo Aspasia expone una parte del discurso
fúnebre de forma improvisada, pero para la otra parte se valía de retazos del discurso fúnebre
de Pericles (Pl. Mx. 263 b). En Refutaciones sofísticas Aristóteles también nos muestra de
manera crítica cómo Gorgias impartía sus enseñanzas a partir de la memorización de
enunciados retóricos e interrogativos lo cual se traducía en una enseñanza no de la técnica
sino lo que se deriva de la técnica (SE. 183 b 35 y ss.). Pero también hay que anotar que la
definición de los géneros discursivos es fundamental, pues es necesario que el orador
determine en qué género estará enmarcado su discurso con el fin de elegir correctamente los
recursos textuales que harán exitoso su discurso desde el punto de vista persuasivo y definan
la expresión (
) adecuada (Arist. Rh. III, 12, 1413 b 3‐ y ss). La elección del género
discursivo hará parte más adelante de lo que se conocerá como la intellectio o examen de la
causa22.
La definición de partes del texto discursivo, como por ejemplo las que definió Córax (
α,
, ἀ
, α
α , ἀφα φα α
,
), que están en función de la
exposición del asunto o causa, ayudan a la organización de las estrategias y recursos
persuasivos. Esto se ve claramente en todos los tratados de clásicos e incluso en los de hoy. La
identificación y diferenciación de los géneros retóricos no sólo es importante para este mismo
22
La intellectio es una de las seis operaciones retóricas básicas o rhetorices partes (inventio, dispositio,
elocutio, memoria y actio o pronuntiatio). La intellectio no es una operación clásica, es decir, no se
encuentra definida en los manuales clásicos, sino que fue incluida por Sulpicio Víctor en el siglo II d. C. al
conjunto de operaciones. Tomás Albaladejo, teniendo en cuenta las explicaciones de Sulpicio Víctor, nos
dice que las funciones de la intellectio son: establecer si la causa posee o no status, es decir, si la causa
es clara, sólida para que haya una confrontación dialéctica (teoría de los status generales), su grado de
defendibilidad (honesta, admirabilis, anceps, humilis y obscurum), comprensión de la estructura de la
causa (simplex, coniuncta y concertativa) y elección del genus aristotélico (iudiciale, deliberativum y
demonstrativum) (cf. Albaladejo, 1991, 65‐71) Un artículo importante sobre el estudio de la intellectio es
el de Chico F. (1989) y el de Lausberg (1966). Este último dedica una parte importante de su estudio
sobre la retórica a la Intellectio en el discurso deliberativo.
67
fin sino que también lo es para otorgarle adecuadamente a cada situación pre‐retórica23 un
tipo de discurso. La retórica no sólo ocupó espacios y situaciones como las asambleas,
tribunales y ceremonias fúnebres o deportivas, sino que, posteriormente llegará a ser parte de
la actividad en los púlpitos, las artes y la academia, por ello, no sorprende que durante la Edad
Media nazcan nuevos géneros acordes con estas nuevos espacios como las ars praedicandi o
en los que se exponen preceptos para componer sermones, ars dictandi o arte de escribir
cartas, ars poeticae en los que se presentan preceptos gramaticales y métricos para escribir
poemas, o más recientemente, el género periodístico y el argumentativo (Ruiz de la Cierva,
2008). También es cierto que la desaparición de espacios democráticos como la Asamblea y los
tribunales civiles, produjo un declive en el género deliberativo y judicial, y una transformación
de la retórica en preceptiva literaria. A los ojos de Materno, uno de los personajes del Diálogo
sobre los oradores de Tácito, esto no es nada lamentable, pues la oratoria política es signo de
desacuerdos, caos e insubordinaciones. Esto es lo que dice:
Así también el foro sobrevive a los antiguos oradores, es prueba de una ciudad no enmendada
ni en la medida del deseo compuesta. ¿Pues quién recurre a nosotros, sino el culpable o
desgraciado? ¿Qué municipio entra en nuestra clientela, sino el que o un pueblo vecino o una
discordia doméstica perturba? ¿Qué provincia defenderemos, sino la despojada y la vejada? Y,
sin embargo, habría sido mejor no tener queja que tener reparación. Porque si se encontrara
alguna ciudad en que nadie delinquiera, inútil sería entre inocentes el orador, así como entre
sanos el médico […] ¿Qué necesidad hay de largos pareceres en el senado, puesto que los
mejores rápidamente se ponen de acuerdo? ¿Qué, de muchos discursos ante el pueblo, puesto
que sobre la república no los inexpertos y los muchos deciden, sino el más sabio y uno solo?
(Dial. XLI, 1‐4).
Para Materno, la oratoria depende de las instituciones. Conforme a ello, podríamos decir que
los géneros discursivos dependen de la existencia de las instituciones o espacios como las
asambleas o tribunales. No obstante, hay que tener presente que, en la actualidad, los medios
de comunicación (televisión, radio y prensa) y el mundo digital de la World Wide Web crean
espacios diferentes a los físicos para la exposición de discursos en Estados donde los lugares de
reunión son prohibidos y la opinión pública es censurada y perseguida. En ese sentido, a pesar
de la inexistencia de instituciones, el discurso se manifiesta trascendiendo el espacio y el
tiempo a un auditorio multitudinario.
Para finalizar esta parte introductoria, diremos que con este capítulo pretendemos seguir la
clasificación clásica de los discursos. El género discursivo que ha motivado esta tesis ha sido el
deliberativo y, como hemos visto en el segundo capítulo cuando estudiábamos el debate sobre
Mitilene, la confusión o utilización del género judicial para tratar asuntos políticos de un
orador como Cleón plantea preguntas interesantes. La primera es si en la práctica oratoria es
posible hablar de géneros discursivos «puros» o si, por el contrario, lo normal es que los temas
se mezclen (Tac. Dial. XXXI.1). La segunda pregunta, ya más cercana a nuestro objetivo, es
23
Tomás Albaladejo define la situación pre‐retórica como el «conjunto de estado de cosas que da lugar
a la necesidad del discurso retórico y […] como serie de factores externos implicados en la producción y
actualización del comunicativa de dicho discurso» (1991, 51).
68
cómo una definición de los géneros hace claridad sobre la necesidad de que la esencia y el
centro de lo político sea la deliberación, y por ello, el discurso deliberativo merece una
atención mucho más fuerte en los tratados de retórica, particularmente en uno como el de
Aristóteles, considerado como innovador por su sistematización y dilucidación de los
procedimientos argumentativos (Cortés, 1998).
En relación con la primera pregunta, vale la pena tener en cuenta el estudio de Tomás
Albaladejo en el que ha establecido la diferencia entre «género oratorio» y «componente
genérico». Veamos:
Los géneros oratorios son las clases en las que se encuadran los discursos retóricos concretos.
Asociados a los géneros se encuentran los componentes, que forman parte de los discursos
concretos, de los que son constituyentes textuales que funcionan como dispositivos textual‐
pragmáticos en relación con las actitudes de los oyentes y de los oradores, así como la
constitución textual de los discursos (2000, 18).
Lo que nos dice Albaladejo es que existen tanto los géneros judicial, deliberativo y epidíctico,
como los componentes judicial, deliberativo y epidíctico. El componente judicial ocupa un lugar
central, aunque no exclusivo, en el género judicial, adecúa las estructuras textuales a una
situación retórica en la que el oyente decide sobre hechos del pasado. De la misma manera, el
componente deliberativo es importante para el género deliberativo al adecuar las estructuras
a un oyente que decide, teniendo en cuenta la conveniencia, posibilidad y utilidad, una acción
futura. El componente epidíctico moldea los recursos textuales a un oyente que no decide. Por
consiguiente, si bien en un discurso deliberativo el componente deliberativo ocupa un lugar
central, esto no niega la posibilidad de que otros componentes como el epidíctico, por
ejemplo, también conformen el discurso. En pocas palabras, dentro de un mismo género
oratorio pueden coexistir varios componentes genéricos.
La noción aristotélica de oyente es parte fundamental del concepto «componente genérico»
que establece Albaladejo. En el contexto retórico hay un tipo de oyente que decide y uno que
sólo es espectador. Dentro de los que deciden, de manera presencial y con derecho y
posibilidad de ello, unos lo hacen sobre asuntos del pasado y otros sobre lo futuro. Añade a
estas funciones de oyente el hecho de que la reproducción de los discursos, los medios de
comunicación y las nuevas tecnologías posibilitan que oyentes que no asisten o que no tengan
posibilidad ni derecho a decidir, se formen una opinión y juzguen el discurso. Por ello se puede
establecer una diferencia entre destinatarios «primarios» facultados para decidir y otros
«secundarios» que aunque no estén facultados para tomar una decisión, son sujetos de
opinión pública (Albaladejo, 1999).
Ahora bien, ¿esto explicaría el por qué un discurso como el de Cleón es interpretado como
Diódoto como judicial y no como deliberativo y por ello reclama diciendo: «Pienso que
estamos deliberando más sobre lo futuro que sobre el presente» (Th. III, 44, 3)? ¿Lo que
explícitamente muestra Cleón al inicio de su argumentación al decir: «De estos errores yo
intentaré apartaros, demostrándoos que los mitileneos son culpables de injusticia contra
vosotros como ninguna otra ciudad lo ha sido» (III, 39, 2), coloca el componente genérico
judicial en el centro de un discurso perteneciente al género deliberativo? Albaladejo no tiene
69
en cuenta la posibilidad de que se pronuncie un discurso deliberativo teniendo como
componente central el judicial y por ello no nos dice cuáles serían los efectos de esta
«dislocación» o «transfiguración». Podemos decir que los conceptos de «género oratorio» y
«componente genérico» arrojan luces sobre la clasificación de los genus, tanto clásicos como
nuevos, y la recepción de los discursos retóricos, pero el hecho de que algunos oradores
trastoquen los componentes genéricos, en el caso del discurso deliberativo, no sólo sirve para
la manipulación del auditorio, sino que desdibuja la esencia de lo político.
Lo anterior nos conecta con la segunda cuestión. La característica más importante del tratado
de Aristóteles es precisamente su decisión de colocar en el centro de su reflexión sobre la
persuasión el discurso deliberativo y no el judicial como era ya habitual en algunos sofistas.
Nos dice Alfonso Reyes (1961) que lo valioso de la Retórica es que plantea una persuasión que
ha de fundarse en el pensamiento, en el discurso y no en las exhibiciones teatrales de viudas
llorosas, huérfanos hambrientos y otros recursos extra‐técnicos que manipulan pasionalmente
a los oyentes. «El error de los que tal hacen proviene de que piensan sólo en el alegato judicial,
olvidando así que la pureza retórica reside más bien en la deliberativa, en la oratoria política»
(376). Es posible ver en varios pasajes de la Retórica un ánimo de Aristóteles de establecer
fuertes diferencias en los roles que cumplen los oyentes y cierto rechazo por la utilización no‐
técnica de recursos propios del género judicial en el deliberativo, pero que deben ser
regulados (Rh. II, 1354 b 5‐15; III, 14, 1415 b 32‐35 y III, 17, 3, 1418 a 25‐34).
En este capítulo analizaremos el discurso deliberativo en los dos tratados más antiguos que se
conservan, el de Anaxímenes de Lámpsaco y el de Aristóteles. A pesar de ser poco estudiada
en nuestro medio, lo cual dificulta la discusión con otras interpretaciones y lecturas, la obra de
Anaxímenes de Lámpsaco, Retórica a Alejandro, merece ser tenida en cuenta por dedicar una
parte importante al discurso deliberativo. En ellas podemos ver un grado interesante de
sistematización de un discurso que se caracteriza por tratar el difícil tema de las cosas futuras.
3.1. El discurso deliberativo en la Retórica a Alejandro
La Retórica a Alejandro es el manual de retórica más antiguo que se conserva. Se sitúa entre el
340 y el 300 a.C. Durante mucho tiempo se le atribuyó a Aristóteles debido a que aparece, a
modo de presentación del tratado, una carta del Estagirita dirigida a Alejandro. Se sabe que la
carta pudo ser escrita e incluida en la obra entre los siglos II‐III d. C. Muchos autores, como L.
Spengel y G. La Bua, niegan tanto la autenticidad de la carta como el que Aristóteles haya
escrito tal obra. Otros, como P. Gohlke, la confirman. Sin embargo, más allá de quien sea su
autor, lo importante es tener en cuenta que en este manual se encuentra la primera
clasificación de géneros retóricos y ofrece, sin desconocer el carácter circunstancial del
discurso retórico, una amplia exposición sobre los temas que son objeto de deliberación
pública y los lugares comunes sobre los cuales el orador puede tratar con éxito dichos asuntos
en los consejos y en las asambleas, de ahí su valor didáctico, más que filosófico. Según Pernot
(2000), en la Retórica a Alejandro encontramos una sistematización de la retórica del pasado y
el presente de Anaxímenes.
70
Pero antes de iniciar la exposición de este tratado, es importante tener en cuenta que en la
Carta se sigue, a pesar de los siglos de diferencia, lo expuesto por Pericles en el Epitafio en
relación con la idea de exaltar y concebir el discurso como guía para la acción política. Veamos:
Por medio del discurso reprobamos a los malos que manifiestan su maldad y aprobamos a los
honrados que muestran su virtud. Con el discurso prevenimos los males futuros y gozamos de
los bienes presentes. También por medio del discurso evitamos las contrariedades inminentes y
conseguimos las ventajas que no poseemos. Pues como es preferible una vida sin penas, así es
deseable un discurso inteligente (Rh. Al. 6).
Sobre la deliberación se dice lo siguiente:
[…] deliberar es la actividad humana más divina, de modo que no debes consumir tu esfuerzo
en cosas marginales y viles, sino que debes querer aprender el fundamento mismo del bien
deliberar. ¿Qué persona sensata discutiría que actuar sin haber deliberado es señal de
insensatez, y que bajo la guía del discurso llevar a cabo algo de lo que prescribe es señal de
educación?
Todo el mundo sabe que los griegos que mejor gobiernan recurren primero al discurso y
después a los hechos; y además de ellos, los bárbaros que están mejor considerados utilizan el
discurso antes que las acciones, pues saben muy bien que la visión de lo provechoso que nace
gracias al discurso es acrópolis de salvación. Se debe creer inexpugnable esta visión, y no
considerar que la seguridad de los edificios puede salvarnos (Rh. Al. 8‐9).
El énfasis que se hace sobre el discurso y la deliberación en la Carta nos hace pensar en la
cercanía que tenía su autor a una retórica como arte para la acción correcta. No menos
importante es la cercanía que tiene el tratado como tal a la práctica habitual de la retórica del
siglo IV a.C. (Iglesias, 1997). Su autor, Anaxímenes de Lámpsaco, es un maestro de oratoria que
no sólo utiliza ejemplos de su propia cosecha para ilustrar sus prescripciones sino que con su
obra encierra los preceptos tradicionales de la retórica anterior y lo que habían enseñado sus
predecesores (Moraux, 1954).
En el tratado de Anaxímenes se diferencian tres géneros (
deliberativo (
), demostrativo (
distingue siete especies ( ἴ ): suasoria (
(
α
), vituperadora (
) del discurso, a saber,
) y judicial (
),
α
), disuasoria (ἀ
acusatoria ( α
). A su vez
),
), laudatoria
exculpatoria
(ἀ
) e indagatoria (
α
). Esta clasificación hace que el tratado supere a
los anteriores manuales de retórica, especialmente por su estima al género epidíctico y su
dispositio, pero también por tratar en primer lugar a las especies suasorias y disuasorias. De
estas especies, afirma Anaxímenes que su utilización es de las más frecuentes en las disputas
privadas (
α ) y en las deliberaciones públicas (
αῖ
α ) (Rh. Al. 1,2).
La especie suasoria tiene como fin la inducción a elecciones, razones o acciones. Por el
contrario, la disuasión es la objeción a elecciones (
α
), razones (
υ ) o acciones
(
). Si busca la persuasión, el orador debe mostrar que las cosas son justas, legales,
convenientes, nobles, agradables, fáciles y, cuando induzcan a cosas molestas, debe mostrarlas
como factibles y necesario hacerlas. El que disuade debe hacer lo contrario, debe decir que es
71
injusto, ilegal, inconveniente, desagradable, no factible, difícil e innecesario actuar, elegir o
razonar en un determinado sentido (Rh. Al. 1, 3‐4).
Según Anaxímenes el orador debe comprender el sentido en sí mismo de lo justo, lo
conveniente, lo noble, lo agradable, lo fácil y lo legal; y además qué cosas se consideran
aceptadas según la opinión como justas, convenientes, legales, etc. Estos comprenderán los
argumentos que podrá esgrimir en las deliberaciones, en los juicios o en las ceremonias. Es así
entonces que define lo justo ( α ) como el hábito no escrito (
ἄ αφ ), una ley
común, de todos o la mayoría que define lo noble y lo vergonzoso, como por ejemplo «honrar
a los progenitores, beneficiar a los amigos y corresponder a los bienhechores» (Rh. Al. 1, 7).
Para Anaxímenes, lo justo se contrapone a lo legal (
α), con lo cual se alude a las leyes
escritas. Estas nacen del común acuerdo de una ciudad que prescribe cómo deben hacerse las
cosas. Lo conveniente ( υ φ
) «es la vigilancia de los bienes presentes o la adquisición de
los que no se tienen, o la liberación de los males presentes o la evitación de los daños que se
teme que ocurran» (Rh. Al. 1, 9). El orador debe diferenciar lo conveniente para los individuos
y para las ciudades. En relación con los individuos, el cuerpo, el alma y las posesiones son sus
mayores bienes. Para cada uno de estos bienes se busca la fuerza, la belleza y la salud porque
son consideradas convenientes para el cuerpo; en relación con el alma el valor, la sabiduría, la
justicia; y lo conveniente en relación con los bienes adquiridos se encuentran los amigos, el
dinero y las propiedades. En relación con las ciudades, lo conveniente es la concordia, potencia
militar, dinero y abundancia de ingresos, excelencia y gran número de aliados. Las cosas nobles
( α ) procuran honor a aquellos que las realizan. Las agradables comportan placer cuando se
realizan que se cumplen en el menor tiempo posible, menor gasto y fatiga. Las cosas posibles
son aquellas que pueden ocurrir y las necesarias son aquellas cuya realización no está en
nuestro poder, sino que son por necesidad divina o humana. A partir de conceptos contrarios
también se hará patente lo justo, lo conveniente, lo agradable, etc. Por ejemplo, decir que es
justo castigar a los que hacen algún mal, es tan justo como elogiar a los bienhechores o si se
interesa honrara los buenos ciudadanos, sería conveniente castigar a los malos (Rh. Al. 1, 7‐
15).
Los asuntos sobre los que se delibera en reuniones públicas como las asambleas y consejos son
clasificados exhaustivamente por Anaxímenes para comprenderlos claramente, de tal manera
que, según las circunstancias en que se desarrollen, se puedan obtener ideas propias para cada
deliberación. Se delibera entonces sobre los siguientes asuntos: a) sobre las fiestas religiosas,
b) las leyes, c) la constitución política, d) las alianzas y tratados con otras ciudades, e) la guerra,
α)
f) la paz, y g) los ingresos de dinero. El conocimiento de las ideas comunes (
presentes regularmente en las discusiones de esos asuntos puede ser aplicado en el discurso y,
por ello es necesario clasificarlas claramente.
Se propenderá por la conservación de las fiestas religiosas (
) basándose en el argumento
de justicia, es decir, diciendo que es injusto violar hábitos patrios, que todos los oráculos
prescriben hacer la celebración según esos hábitos; que es necesario conservar como se han
venido haciendo porque así lo hicieron los que fundaron la ciudad. Por el contrario, se buscará
que se cambien ciertas formas de realización de las fiestas para que sean más humildes o
mejores.
72
Cuando se debata sobre las leyes (
), se podrá defender una ley que es igual para todos,
que es compatible con las demás leyes y conveniente para la ciudad, para su concordia o para
la excelencia de los ciudadanos, los ingresos públicos, la buena consideración de la ciudad, el
poderío político o cosas similares. El que se opone a una ley deberá mostrarla en su lugar
como inconveniente o perjudicial.
Si se quiere hablar sobre la constitución política, sea esta democrática u oligárquica, se podrá
decir de la primera, para evitar revueltas, que los cargos menores y más numerosos son por
sorteo, por medio de leyes se debe impedir que los pobres acechen los bienes de los ricos; en
las oligarquías se deberán sentarse penas severas para quienes intenten ultrajar a un
ciudadano, que las discrepancias entre los ciudadanos se solucionen rápidamente, que no
amontone la población del campo en la ciudad, pues con ello se evita que éstas derroquen a
las oligarquías, se deberá también disuadir a los que participan en política de ultrajar a los
débiles y acusar falsamente a los ciudadanos.
En relación con los temas de alianzas y tratados con otros estados, el orador deberá
comprender que para apoyar una alianza se debe hacer ver a su auditorio que se trata de una
ocasión en la que se es débil o se espera una guerra y mostrar que se hará con quienes son
justos o con quienes se han hecho antes alianzas beneficiosas para la ciudad, que los posibles
aliados son fuertes o que son vecinos próximos. En el caso de que se quiera oponer, un orador
deberá mostrar que en el momento no será necesario dicha alianza, en segundo lugar, que los
aliados no son justos, que han perjudicado antes la ciudad, que son débiles y por tanto no
podrán acudir al auxilio oportunamente o que son distantes.
Sobre la guerra (
) y la paz (
), temas tratados de manera distinta por
Anaxímenes, el orador deberá conocer que las razones para declarar una guerra a alguien son:
que se haya cometido injusticia contra la ciudad y que es posible tomar venganza, si se sufre la
agresión y se ha de luchar en defensa propia o de algún pariente o benefactor, si se necesita
socorrer a los aliados que sufren una injusticia, si es conveniente para la ciudad, para obtener
buena consideración, poder, buenas ganancias o cualquier otra cosa por el estilo. El orador
que exhorte a la guerra debe reunir el mayor número de estas razones y después mostrar a su
auditorio que se encuentran en posesión de la mayoría de las cosas que hacen ganar una
guerra como, por ejemplo, «la benevolencia de los dioses o fortuna, el número y fuerza de las
tropas, la abundancia de dinero, la inteligencia del general, la virtud de los aliados o la
naturaleza del lugar» (Rh. Al. 2, 28). Los hechos juegan un papel importante en la
argumentación, pues a ellos se les sumarán los más apropiados argumentos para aminorar los
de los contrarios y aumentando los propios mediante amplificaciones.
Si se quiere impedir una guerra a punto de declararse, el orador deberá en primer lugar,
mostrar que no hay ninguna razón en absoluto para luchar, que los motivos del enfado son
insignificantes o sin importancia, que no conviene hacer la guerra haciendo patente las
desgracias y consecuencias nefastas que traería o que la victoria está más del lado del
enemigo. Pero si se quiere parar una guerra que ya ha iniciado, si a quienes se dirige el orador
lleva la victoria, se debe decir que «el que tiene sentido común no debe esperar hasta que
sufra una derrota, sino en la victoria firmar la paz, luego que en la guerra es natural que
73
mueran muchos, incluso de los vencedores, pero la paz salva a los perdedores y [permite que]
los vencedores disfruten de las cosas por las que lucharon» (Rh. Al. 2, 30).
Según Anaxímenes la guerra se termina cuando los hombres estiman que los adversarios
tienen la razón, cuando tienen desacuerdos con los aliados, cuando se agotan por la
confrontación, por miedo a los enemigos o por revueltas internas. El orador, una vez sepa esto
podrá componer una argumentación eficaz para la búsqueda de la paz. También podrá
exhortar a la paz si expone los imprevistos y cambios de fortuna en la guerra. A los que van
perdiendo, puede «exhortarlos a que no se irriten con los que iniciaron los agravios y se
convenzan con las desgracias; que tengan en cuenta los peligros que se corren por no firmar la
paz; y que es preferible ceder una parte de los bienes a los más fuertes que ser derrotados en
la guerra y perder la vida además de las posesiones» (Rh. Al. 2, 31).
Otro tema sobre el que se basan las deliberaciones son los ingresos de dinero (
). El
orador que quiera proponer una forma de aumentarlos deberá observar si posesiones de la
ciudad se encuentran descuidadas sin aportar ningún ingreso y que tampoco estén sirviendo a
los dioses. Debe proponer que la venta o alquiler de dichos activos reportaría un ingreso
económico importante. Pero en caso de que no existan este tipo de bienes descuidados, es
necesario que promueva hacer las contribuciones según las rentas estimadas, así los ricos
podrían proporcionar dinero, los artesanos armas, y los pobres su persona en caso de peligro.
Es muy importante que todas las propuestas sobre este asunto sean iguales para todos los
ciudadanos, duraderas e importantes, lo contrario harán quienes se opongan a ellas.
Según Iglesias (1997), los lugares comunes proporcionados por Anaxímenes pueden
identificarse en los discursos de Tucídides expuestos en la Historia de la Guerra del Peloponeso
en los que se desarrollan temas como las alianzas, la guerra (a favor se pueden ver: I, 68‐71; I,
86; I, 120‐124; entre otros; en contra de que esta comience: I, 73‐78; I, 80‐85; VI, 9‐14).
3.2. El discurso deliberativo en la Retórica de Aristóteles
La Retórica de Aristóteles data probablemente del 335 a.C. During (2005) señala que fue
escrita después del Fedro de Platón, hacia el final del período 360‐355, pero se inclina a creer
que toda la obra pertenece a distintos momentos del período académico del Estagirita. Así, los
libros I y II, configuran un escrito bien redondeado sobre la techne rhetorike a excepción de los
capítulos 23‐24 que fueron incluidos posteriormente. El libro III también conforma una unidad
pero dedicada a la prosa. Se sabe que a la edad de 25 o 26 años, siendo estudiante de la
Academia, Aristóteles escribió una obra, probablemente en forma de diálogo, llamada Π
Γ
, para participar en un debate sobre las virtudes y las ventajas de la
retórica y su relación con la democracia, la participación de los ciudadanos, la adulación y la
74
ignorancia. El Grilo24, como suele llamarse, es una obra que critica fuertemente el fin y los
métodos de la oratoria, en particular la epidíctica. En Retórica el discurso epidíctico no es
objeto de críticas negativas. Todo lo contrario. Aristóteles lo considerará como el discurso más
adecuado para la expresión del talante del orador (I, 1366 a 25‐29) y, por otro lado,
establecerá diferencias entre el elogio ( α
), el encomio (
) y la bendición
( α α
) o felicitación ( α
) que permiten mostrar la vecindad entre el elogio y
el discurso deliberativo (I, 1367 a 39‐ 1368 a 9).
Para Aristóteles existen tres géneros (
) de discurso retórico, a saber, el deliberativo
( υ
υ υ
), el judicial ( α
), y el epidíctico (
). En cada tipo de discurso
retórico el oyente (ἀ
α ) cumple una función específica: en el deliberativo es un miembro
de la asamblea (
α
) que juzga sobre lo que es conveniente o perjudicial; en el
judicial es un juez ( α
) que juzga sobre lo justo o injusto de una acción y en el epidíctico
es un espectador (
) que, además de evaluar la elocuencia del orador, aprecia las
acciones como bellas o vergonzosas. Por otra parte, en la deliberación el orador expone un
consejo (
) sobre lo que le parece mejor o una disuasión (ἀ
) sobre lo que
parece peor, pues lo habitual es que en las reuniones privadas se aconseje a partir de asuntos
privados y en las asambleas públicas ante el demos, el discurso verse sobre el interés común.
Los discursos judiciales versan sobre la acusación ( α
de lo justo o lo injusto, y el epidíctico, sobre el elogio (
con lo bello o lo vergonzoso (Rh. I, 3, 1358a 36‐b20).
α) y la defensa (ἀ
α) en virtud
) o la censura (
) en relación
α
Otras características de los géneros discursivos recalcados por Aristóteles tienen que ver con el
tiempo (
) y el fin (
). Lo primero, es la temporalidad peculiar a cada género que
conecta el discurso con la acción, es decir que, en virtud del papel de juez o de espectador que
cumplen los oyentes, el discurso debe hacer que estos juzguen un hecho del pasado o elijan y
realicen una acción que tienda hacia lo más conveniente y que de alguna manera asegure un
futuro no desfavorable. En efecto, el discurso deliberativo versa sobre el futuro «pues se
delibera sobre lo que sucederá, sea aconsejándolo, sea disuadiendo de ello»; el tiempo del
discurso judicial es el pasado «ya que siempre se hacen acusaciones o defensas en relación con
acontecimientos ya sucedidos»; y en el epidíctico, el tiempo es el presente «puesto que todos
alaban o censuran conforme a lo que es pertinente <al caso>, aunque muchas veces puede
actualizarse lo pasado por medio de la memoria y lo futuro usando conjeturas» (Rh. I, 3, 1358b
15‐20).
Pero el discurso deliberativo no sólo se ocupa de lo futuro (
). En Retórica I, 6,1362 a 15
y en I, 8, 1366 a 18 Aristóteles también nos muestra que el presente ( α ) hace parte del
discurso político. Con ello, no necesariamente se puede afirmar que hay una contradicción en
24
Aristóteles toma la figura de Grilo, hijo de Jenofonte que murió luchando al lado de los
espartanos en la batalla de Mantinea en el 362 a.C. para criticar fuertemente la retórica de su
tiempo.
75
la exposición del Estagirita, sino más bien una advertencia de la complejidad de trazar
características fijas a una práctica habitual que requiere ser teorizada para comprender la
manera como se da la persuasión, pero también a un lógos circunstancial. Quintín Racionero
en su comentario número 75 de su traducción de la Retórica, nos ofrece una anotación de E.
M. Cope en su Introduction to Aristotle’s Rhetoric, en la cual señala que este cambio del
tiempo se produce cuando se pasa del consejo privado al campo de la asamblea pública y al
concepto político. Según Cope (1867), la retórica deliberativa deriva de uno de sus nombres,
, por la circunstancia de que sea por lo general dirigida a las asambleas públicas
en las que se debaten temas de interés nacional. Pero es necesario tener en cuenta la cercanía
que tiene el discurso epidíctico, al deliberativo, pues discursos como el Panegírico (IV) y el
Panatenaico de Isócrates está cada uno dirigido a asamblea y elaborados para pedir una
política de unión contra los persas, lo cual hace pensar el
como un caso
particular del υ
υ υ
. A nuestro modo de ver, esta característica del discurso
deliberativo lo convierte en uno géneros de los más difíciles de tecnificar bajo un manual pero,
al mismo tiempo, superior a los demás. En un capítulo anterior Aristóteles ha señalado que la
oratoria política es menos engañosa que la judicial por ser más propia de la comunidad, pues
en ella el oyente juzga sobre cosas propias, mientras que el que asiste a un tribunal debe
juzgar sobre asuntos ajenos (Rh.I, 1, 1354 b 25 y ss). Lo complejo está en que esos asuntos
próximos al auditorio exigen una acción específica guiada por la actualización verosímil de
conjeturas o presunciones (
) (Rh.I, 1, 1358 b 20). Por el momento, no
ahondaremos en este asunto porque amerita dedicarle un apartado más extenso.
La otra característica de los géneros discursivos tiene que ver con los fines. Sobre ello,
Aristóteles dice lo siguiente:
Cada uno de estos <géneros> tiene además un fin que son tres como los tres géneros que
existen. Para el que delibera, <el fin> es lo conveniente y lo perjudicial. Pues en efecto: el que
aconseja recomienda lo que le parece lo mejor, mientras que el que disuade aparta de esto
mismo tomándolo por lo peor, y todo lo demás –como lo justo o lo injusto, lo bello o lo
vergonzoso– lo añaden como complemento. Para los que litigan en un juicio, <el fin> es lo justo
y lo injusto, y las demás cosas también éstos añaden como complemento. Por último, para los
que elogian o censuran, <el fin es> lo bello y lo vergonzoso, y éstos igualmente superponen
otros razonamientos accesorios (Rh. I, 3, 1358b 21‐29).
Como vemos, el discurso deliberativo tiene como fin esencial lo conveniente ( υ φ
) y lo
perjudicial ( α
) puesto que, en efecto, todo orador que aconseja se esfuerza por
recomendar lo provechoso y disuadir sobre lo perjudicial. No obstante, también puede aludir
con su discurso a lo bello o vergonzoso, lo justo o injusto, pero será la búsqueda de lo
conveniente lo que constituirá la finalidad de su discurso en las asambleas públicas.
Seguidamente, Aristóteles hace una exposición de los enunciados propios de la retórica, a
saber, las pruebas concluyentes (
α), las probabilidades (
α) y los signos (
ῖα),
con los cuales se componen los razonamientos entimemáticos o silogismos retóricos. Por otro
lado, en los tres géneros discursivos se utilizan enunciados concernientes a lo posible y a lo
imposible, a si sucedió o no sucedió; a valores abstractos como lo grande y lo pequeño, bien y
76
mal, bello y vergonzoso, justo e injusto; y particulares como si tal acción es un delito o si tal
cosa es grande o pequeña.
Al igual que Anaxímenes, Aristóteles también delibera sobre los temas principales temas que
habitualmente son objeto de deliberación, pero con la diferencia de que sólo enumera cinco
temas en lugar de seis debido a que la guerra y la paz son tratados conjuntamente. Esos
asuntos son: a) los que se refieren a la adquisición de recursos, b) la guerra y a la paz, c) la
defensa del territorio, d) las importaciones y exportaciones, e) la legislación.
Tabla 3. Asuntos sobre los cuales se acostumbra a deliberar
Anaxímenes de Lámpsaco
Aristóteles
Las fiestas religiosas
La adquisición de recursos
Las leyes
La guerra y la paz
La constitución política
La defensa del territorio
Las alianzas y tratados con otras Las importaciones y exportaciones
ciudades
La guerra
La legislación
La paz
Los ingresos de dinero.
Para los consejos sobre la adquisición de recursos un lugar común apropiado es el del más y
del menos, como por ejemplo decir que «no se hacen más ricos los que acrecientan los bienes
que ya poseen, sino también los que reducen los gastos». Los consejos sobre estos asuntos
requieren que el orador tenga un conocimiento sobre las finanzas de la ciudad, debe conocer
cuáles y cuántas son las ganancias para que pueda aumentarlas o reponerlas, debe saber la
totalidad de los gastos con el fin de prescindir de lo nimio y reducir en lo que resulta excesivo,
pero también debe tener conocimiento o posibilidad de investigar los mecanismos que han
utilizado otros pueblos en el pasado (Rh. I, 4, 1359b 20‐32).
Sobre la guerra y la paz Aristóteles nos dice que el orador debe conocer el poder militar de la
ciudad en relación con sus fuerzas actuales y posibilidad de aumentarlas, qué tipo de fuerzas
posee y con cuales cuenta, cómo participaron esas fuerzas en confrontaciones anteriores. El
orador debe conocer tanto sus propias fuerzas como las de otras ciudades vecinas, debe saber
qué ciudades verosímilmente representan una amenaza de confrontación bélica con el fin de
mantener la paz con las más fuertes y poder atacar a las más débiles, debe saber si sus
recursos militares son equiparables con los de las ciudades vecinas de tal manera que pueda
formarse una idea de la superioridad o inferioridad frete a los demás. Otro aspecto importante
dentro de la formación del orador es que conozca las guerras propias y ajenas y como fueron
77
resueltas, pues en estos casos se debe plasmar en el discurso la idea de que a partir de causas
análogas se producen resultados semejantes.
Sobre la defensa del territorio, es necesario conocer cómo está custodiado, es decir que se
debe saber la cantidad y forma de las defensas existentes, saber si son débiles a fin de
reforzarlas o reorganizarlas para que aseguren verdaderos puntos de peligro que el enemigo
puede aprovechar para causar daño. Sobre las importaciones y exportaciones esto dice
Aristóteles:
Por lo que toca a las provisiones, se debe conocer cuántos y cuáles gastos son suficientes para
la ciudad, qué es lo que ella produce por sí misma y lo que importa y qué artículos de
exportación e importación precisan con otros pueblos, a fin de suscribir con ellos acuerdos y
pactos. En este sentido, es menester vigilar con cuidado que estén libres de queja ciudadanos
correspondientes a dos <clases de pueblos>: los más fuertes y los que son útiles para el
comercio (Rh. I, 4, 1360 a 11‐18).
También es importantísimo el conocimiento de la legislación, pues «en las leyes estriba la
salvaguardia de la ciudad» (Rh. I, 4, 1360 a 20). El orador conocer también las formas de
gobierno y las condiciones que las conservan o corrompen, asunto que también trata en la
Política, cuál es la que más conviene según las existentes en el pasado o la de las ciudades
vecinas y cómo estas formas de gobiernos se ajustan a la naturaleza de los pueblos. Aristóteles
tratará con mayor extensión este tema que relaciona la actividad del orador con la necesidad
de conocer las formas de gobierno, sus fines y hábitos en capítulo 8 del libro I. Pero vale la
pena antes de exponer sus consideraciones sobre cómo puede adquirir experiencia en estos
temas. Veamos:
De manera que se hace evidente lo útiles que, en orden a la legislación, resultan los viajes por
el mundo (puesto que en ellos se pueden aprender las leyes de los pueblos), así como lo
resultan, en orden a las deliberaciones políticas, los escritos históricos de aquellos que escriben
sobre las acciones de los hombres. Pero de todo esto es ya tarea de la Política y no de la
Retórica (Rh. I, 4, 1359b 33‐35).
En varios lugares de la Retórica pueden encontrarse estos encuentros explícitos entre la
retórica y la política, vemos en este caso la importancia que tienen los escritos históricos
( αφ
α ) en la formación del orador político. Según Aristóteles, en dichos escritos
se encuentran las acciones (
) de los hombres del pasado. En ese sentido, podríamos
resaltar el valor que tendrían obras como las de Tucídides, Heródoto o las del propio Homero.
No obstante cabría preguntarnos de si para la elaboración de un discurso deliberativo, al
ocuparse de lo futuro, ¿no serían más adecuadas las obras de los poetas? Recordemos que en
la Poética, cuando Aristóteles establece la diferencia entre la actividad historiador y el poeta,
señala que la poesía es más filosófica que la historia por referirse a lo universal (
α
υ).
Veamos:
Según lo dicho, resulta evidente que no es tarea del poeta referir lo que realmente sucede sino
lo que podría suceder y los acontecimientos posibles, de acuerdo con la probabilidad o la
necesidad. El historiador y el poeta no difieren por el hecho de escribir en prosa o verso. Si las
obras de Heródoto fueran versificadas, en modo alguno dejarían de ser historia, tanto en prosa
78
como en verso. Pero [el historiador y el poeta] difieren en que el uno narra lo que sucedió y el
otro lo que podría suceder. Por eso la poesía es algo más filosófico que la historia; la una se
refiere a lo universal; la otra, a lo particular.
Lo universal es lo que corresponde decir (
) o hacer (
) a cierta clase de hombre,
de modo probable o necesario. De allí parte la poesía, al atribuir nombres [a los personajes]. Lo
particular es lo que hizo o padeció Alcibíades (Po. 9, 1451 a36 ‐ 1451b10).
Este pasaje de la Poética no está exento de controversias interpretativas, sobre todo en lo que
tiene que ver con la universalidad de la obra trágica, algo que no trataremos aquí, pero sí
conviene decir que con estas palabras no se están menospreciando las obras historiográficas.
Todo lo contrario. Como vimos en el pasaje de Retórica el valor de los textos históricos radica,
a pesar de su expresión de lo particular, en la gran cantidad de narraciones sobre las acciones
de grandes figuras políticas del pasado, de discusiones sobre las formas de gobierno como la
que nos ofrece Heródoto en el libro III entre Otanes, Megabixio y Darío, o como vimos en
Tucídides que complementa la narración con discursos que guiaron las acciones de guerra, de
paz o de alianzas entre los pueblos griegos.
Los poetas y la tragedia ateniense en general cumplieron un papel muy importante en la
formación cívica de los ciudadanos. Como vimos en el segundo capítulo, para Aristóteles el fin
de la obra trágica no es la representación de unos hombres, sino de una acción noble (Po.1450
a15 y ss). Para Adrados (1997b), la tragedia no es, como llegaron a definirla estrechamente
Goethe o los estoicos y cristianos, como aquella que presupone un conflicto sin salida, ni
aquella en la que un ser malvado es responsable de la peripecia trágica o que se refiere a un
destino ineludible o que presenta a un hombre en soledad en medio de un mundo
incomprensible, sino aquella que obliga a los personajes, particularmente al héroe trágico, a
tomar una decisión cuyos resultados no están libres de males, pero que buscan una salida, una
liberación, una esperanza y un alejamiento del mal a través del dolor o de la muerte. Es por
ello que:
El coro, el poeta, el público viven la peripecia del héroe, lloran porque éste sea como es. Pero
es, y es admirado por ello. El hombre se traduce en la acción, no existe sin la acción. Y toda
acción arrastra consecuencias, ya lo sabían las filosofías indias. También los griegos lo sabían,
pero preconizaban, pese a todo la acción.
Nadie se alegra de que las cosas sean como son y nadie le quita la libertad al hombre, aunque
su elección siga unas líneas que la leyenda ya conoce. Tampoco se le condena moralmente. Su
acción y su valor de la misma son elogiados. Son comprendidos. Sería mejor que el mundo no
fuera así. Pero es así (Adrados, 1997b, 156).
El teatro ateniense no sólo ha influido la manera en que se expresan o actúan los oradores
para disponer pasionalmente al auditorio. Recordemos que Gorgias en el Encomio a Helena
destaca el papel de la poesía al resaltar que «quienes la escuchan suele invadirles un escalofrío
de terror, una compasión desbordante de lágrimas, una aflicción por amor a los dolientes; con
ocasión de venturas y desventuras de acciones y personas extrañas, el alma experimenta, por
medio de las palabras una experiencia propia» (Gorg. Hel.9).
Por lo que hemos podido observar, los asuntos sobre los cuales habitualmente se discuten en
las asambleas públicas requieren un orador formado no sólo en fórmulas de persuasión, sino
79
en cierta cultura general. Pero, también requiere un auditorio formado, dispuesto y atento a
las palabras de los oradores. Esto último no parece difícil toda vez que los atenienses, como lo
denunciaba Cleón en su discurso en el debate sobre Mitilene:
[…] soléis ser espectadores de discursos, pero oyentes de hechos que consideran los hechos,
que consideráis los hechos futuros a la luz de bellas palabras, en las que basáis sus
posibilidades, y los ya sucedidos a la luz de las críticas brillantemente expresadas, dando menos
crédito al acontecimiento que han presenciado vuestros ojos que al relato que habéis oído (Th.
III, 4).
3.3. La retórica y las formas de gobierno
En el capítulo octavo del libro I de la Retórica, Aristóteles trata el tema de las formas gobierno
(
α ). Esta exposición no debe confundirse con la discusión sobre la mejor forma de
gobierno, sino simplemente con la presentación de medios para la configuración de pruebas
por persuasión respecto a lo conveniente ( υ φ
), objeto de toda deliberación y discusión
política en medio de un auditorio inmerso en una forma constitucional que, según el Estagirita,
ahorma sus hábitos.
En el discurso de asamblea se delibera en torno a lo conveniente, es decir, sobre los medios
que permitan de manera adecuada conseguir un fin determinado (Rh. 1362 a 15 ss.). Ahora
bien, lo conveniente está siempre en relación con la salvaguarda de la ciudad, pero cada pólis,
de acuerdo con su régimen político o constitución, tiende hacia fines diferentes. En Política
Aristóteles define
α como: «la organización de las magistraturas en las ciudades, cómo
se distribuyen, cuál es el elemento soberano y cuál el fin de la comunidad en cada caso» (Pol.
VI, 1, 1289 a 15). Es decir que una
α estructura y organiza las instituciones de poder del
Estado, las formas de participación haciendo que los individuos se conviertan en ciudadanos o
simples gobernados, explicita la forma de la autoridad o soberanía, pero lo más importante es
que una
α es «la forma de vida (
) de la ciudad» (Pol. VI, 11, 1295 a 40). En esa
medida, una ciudad no son sus murallas, ni una mera agrupación, es una comunidad de
ciudadanos en un régimen y, al mismo tiempo, dicho régimen moldea la forma de vida de la
ciudad a tal punto que si cambia aquella, el
también cambia.
En Política, Aristóteles enumera tres regímenes rectos ( α ) y tres desviados ( α
),
de los primeros hacen parte, la monarquía ( α
α), la aristocracia (ἀ
α α) y la
república (
α); del segundo grupo, la tiranía ( υ α
), la oligarquía (
α α) y la
democracia (
α α) (Pol.VI, 2, 1289 a 12 ss.). En Retórica no establece diferencias entre
formas rectas y desviadas sino que simplemente enumera, en principio, la democracia,
oligarquía, aristocracia, monarquía y luego agrega la tiranía como forma de una monarquía
gobernada sin reglas y sin límites. Las diferencias entre las formas de gobierno radican en el
tipo de soberanía que poseen, por ejemplo, en la democracia las magistraturas se reparten por
sorteo lo cual posibilita que cualquiera que participa de tiene igualdad de posibilidad de
80
ocuparlas; en la oligarquía se otorgan según el censo; en la aristocracia se atribuyen de
acuerdo con la educación, en la monarquía uno sólo es señor de todos (Rh. I, 8, 1365 b 28 ss.).
Además de esto, Aristóteles expone el fin (
el de la democracia es la libertad (
υ
) de cada una de estas formas de gobierno así:
α); el de la oligarquía, la riqueza (
); el de la
aristocracia, la educación y las leyes ( α α α
α); y el de la tiranía la defensa de la
ciudad (φυ α ). El objetivo de enumerar formas de gobierno y los distintos fines que tiene
cada una de esas formas parte de la idea de que todo esto define el êthos de los ciudadanos y
tiene como objetivo mostrar que todo orador debe conocer los hábitos de los ciudadanos a los
que se dirige su discurso en las reuniones públicas. Esto es lo que dice:
Resulta evidente, por lo tanto, que es con relación al fin de cada una de estas <formas de
gobierno> por lo que se deben distinguir sus hábitos y sus usos legales y lo que conviene a cada
una; pues se elige tomando esto por referencia. Y puesto que las pruebas por persuasión
proceden, no sólo del discurso epidíctico, sino también del talante personal (ya que otorgamos
nuestra confianza según la impresión que nos causa el orador, es decir, según parezca bueno o
bien dispuesto o ambas cosas), será muy conveniente que dominemos el talante de cada forma
de gobierno, dado que dicho talante ha de ser forzosamente el elemento de mayor persuasión
para los <ciudadanos> de cada una de ellas. Y esto se conocerá por los mismos medios. Pues el
talante se hace manifiesto por las intenciones; y las intenciones (
α
) se refieren al fin
(Rh.I, 8, 1366 a 6‐15).
Esta parágrafo nos obliga a tener en cuenta el discurso epidíctico por varias razones, la primera
es que, por medio de este género discursivo cuyo fin es elogiar lo bello o censurar lo
vergonzoso de las acciones en relación con las virtudes y valores, muestra el talante del orador
(Rh. 9, 1366 a 25 ss.); la segunda razón es que el elogio y la deliberación son de especie común
(Rh. 9, 1367 b 40). Una tercera razón viene de lo señalado por Perelman y Olbrechts‐Tyteca
(1989) en el sentido en que, si bien por medio del discurso epidíctico el orador consigue crear
una buena reputación, «se propone acrecentar la intensidad de la adhesión a ciertos valores,
de los que quizá no se duda cuando se los analiza aisladamente, pero que podrían no
prevalecer sobre otros valores que entrarían en conflicto con ellos» (99) y en esa medida, el
fortalecimiento de dichos valores se hace con vistas a eliminar los posibles obstáculos que
impedirían acciones en el futuro, acciones que precisamente son el objetivo de los discursos
deliberativos. Al respecto, Tomás Albaladejo dice lo siguiente:
[…] este hecho retórico de carácter epidíctico implica que los oyentes no tienen que decidir a
propósito del discurso que oyen, sino que se adhieren a los valores que les propone el orador,
de modo que en la vida política y moral se comportan de un modo determinado, conforme a
dichos valores. Será una adhesión la fundamente la decisión que en una ocasión futura,
insertos ya en un hecho retórico de carácter judicial o, sobre todo, deliberativo, toen en
relación con los correspondientes discursos de los que puedan ser destinatarios primarios
(1999, 63).
El talante del orador es una de las más fuertes pruebas que favorecen la persuasión, a tal
punto que puede prescindirse de las demostraciones. Según Aristóteles, en retórica no sólo
importa «lo que se dice», sino «quién lo dice» y «a quién se dice». En efecto, en la elaboración
del discurso retórico es necesario tener en cuenta estos tres componentes (Rh. I, 3, 1358 b). El
81
talante del orador, es decir, la sensatez (φ
), la virtud (ἀ
) y la benevolencia ( ὔ α)
con la que el orador se muestra ante el auditorio hace más persuasivo su discurso y la manera
como muestra una disposición conforme a estas virtudes por medio de «lo que dice» se hace
más evidente cuando acostumbra a discutir en torno a acciones dignas de elogio o de censura.
Si toda acción vergonzosa o digna de elogio ha sido precedida por una deliberación y una
elección (
α
) o si ha sido fruto de un modo de ser irracional e incontinente, el orador
deberá develarlas como tales por medio de determinados lugares comunes, como por ejemplo
la amplificación o la aminoración. Si lo que el orador encuentra digno de elogio es compartido
por el auditorio, éste comprenderá el talante del orador como poseedor de los mismos valores
y virtudes. Según Quintín Racionero (1994), «los mismos argumentos que tradicionalmente
corresponden al elogio son susceptibles de utilizarse como modos de expresar el talante
personal del orador, quien así persuade de su bondad mediante un elogio implícito de si
mismo» (Nota 217, 241).
Si en el discurso epidíctico el orador se muestra como alguien que comparte las virtudes de los
elogiados, en el discurso deliberativo deben compartir las virtudes, valores, fines e intereses
del auditorio formados por o constitutivos de cada
α. Cuando Aristóteles cita la frase de
Sócrates «no es difícil elogiar a los atenienses delante de atenienses» (Rh. I, 9, 1367 b 6), para
señalar que el orador debe tener en cuenta el lugar y a quienes se dirige su discurso para
mostrarlo pertinente, también nos dice que los atenienses tienen unos valores o fines que
consideran más importantes o son diferentes de los aceptados por los espartanos o escitas y
que si son defendidos el auditorio considerará a ese orador digno de reconocimiento.
Al final de la Retórica a Alejandro aparecen unos párrafos añadidos25 en los que se puede
observar que para el autor también es necesario conocer no sólo las formas de gobierno, sino
que no existe una sola forma de democracia y de oligarquía. Veamos:
Con relación al gobierno de la ciudad lo mejor es la democracia en la que las leyes concedan los
cargos a los mejores pero no se prive a la masa de las votaciones a mano alzada o secretas; lo
peor es la democracia en la que las leyes permitan a la masa injuriar a los ricos. Hay dos clases
de oligarquía: la que se forma a partir de banderías y la que se forma según la renta (Rh. Al.
38,18).
25
A pesar de que en la nota 142 de la versión de Gredos de Retórica a Alejandro se señala que a partir
del parágrafo 38,12 hasta el 38,25 se añaden consejos que no pertenecían al tratado original, vale la
pena tenerlos en cuenta.
82
3.4. Medios para la persuasión y partes del discurso deliberativo en la Retórica a
Alejandro y en la Retórica de Aristóteles
Trataremos conjuntamente en este apartado estas dos obras en lo que se refiere a los medios
de argumentación y partes del discurso deliberativo. Varios autores han resaltado las
similitudes entre la Retórica a Alejandro y la Retórica de Aristóteles (Kennedy, 1994 y Pernot,
2000), pero los que nos interesa en este momento es mostrar el grado de sistematización del
discurso deliberativo en estos dos tratados.
Comencemos por la Retórica a Alejandro. Como ya vimos, Anaxímenes de Lámpsaco expone
ampliamente, entre los capítulos 1 al 5, las siete especies del discurso retórico (suasoria,
disuasoria, laudatoria, vituperadora, acusatoria, exculpatoria e indagatoria). Sobre los géneros,
sólo hizo su enumeración (deliberativo, demostrativo y judicial). En los capítulos 6‐21 analiza
los medios de persuasión comunes a todas las especies. Estas pruebas (
) son de dos
clases, las primeras proceden de los propios discursos, de las acciones y de las personas,
mientras que las segundas se añaden a las palabras y los hechos. Al primer grupo pertenecen
lo verosímil o argumento de verosimilitud (
), los ejemplos ( α α
α α), las
evidencias (
α), los entimemas ( υ
α α), las sentencias (
α ), los indicios
(
ῖα), las refutaciones (
). Al segundo grupo, pertenecen las opiniones del orador
( α
) por medio de las cuales el orador muestra la idea que tiene de los hechos;
los testimonios (
υ ) de personas que declaran voluntariamente, los cuales pueden ser
convincentes o no, ambiguos, fidedignos o dudosos; las declaraciones bajo tortura (
α )
en las que testigos son sometidos involuntariamente al sufrimiento para que digan lo que
saben; por último están los juramentos (
) o denuncias sin pruebas, pero que se apoyan
en la divinidad. Al igual que las pruebas que denomina Aristóteles como extra‐técnicas o no
propias de discurso (ἄ
), las que se añaden a las palabras y a los hechos son
utilizadas principalmente en los discursos judiciales. Por ese motivo no las expondremos con
más detalle. En relación con las pruebas del primer grupo mostraremos a continuación una
tabla en la que se expone cada una de las definiciones, los tipos, los ejemplos, los usos y la
forma de encontrarlas. Veamos la tabla 4:
83
Tabla 4. Medio para la persuación en Retórica a Alejandro
Prueba
(πί
Ejemplos
Argumentos de
verosimilitud
( ἐ
)
)
Tipos
Es aquello de
lo que los
oyentes
tienen
ejemplo
+ Pasionales
+ Si alguien resulta que
desprecia a alguien o le
teme, o está tranquilo o
triste u otra pasión que
compartamos.
+Las pasiones son
comunes a la naturaleza
humana y por ello son
fáciles de reconocer por
los oyentes
+ (Hechos) debe mostrarse que el hecho al
que nosotros exhortamos o nos oponemos
es tal como afirmamos que es y si no, que
las cosas similares a ese hecho son de ese
modo que nosotros decimos en todas o en
la mayoría de las veces
+ Hábito
+ Si alguien afirma que
quiere que su patria sea
grande, que sus parientes
prosperen, que sus enemigos
les vaya mal, etc.
+ Cada uno de los
oyentes asume que él
mismo tiene tales deseos
con respecto a estas
cosas y otras similares
+ (A partir de la parte contraria) En las
acusaciones, aprovecharse de parte
contraria
+ La mayoría de los
hombres estiman más
que nada el provecho, así
que también creen que
los demás hacen todo
con ese fin
+ (Personas) En las acusaciones, mostrar al
acusado como alguien que actúa buscando
un lucro
)
Efectos en los oyentes y
en los contrincantes
Cómo obtenerlas o cómo usarlas (χ ῆ
Definición
+ Si acusas a un joven, di que
ha hecho lo que suelen hacer
los de su edad.
+ Afán de
lucro
+ Demostrar que antes
muchas veces el acusado ha
realizado el hecho que se
imputa
84
Ejemplos
(πα α
γ‐ α α)
Evidencias
(
ή α)
Entimemas
(ἐ υ ή α α)
Hechos
similares o
contrario a
los que en el
momento
presente nos
referimos
Hechos que
contradicen
el asunto del
discurso y
cuantos
surgen de las
contradiccio
nes internas
del discurso
mismo
Son las
contradiccio
nes con el
discurso, la
+ Racionales
o creíbles
+ si alguien afirma que los
ricos son más justos que los
pobres aportando algunas
acciones justas de hombres
ricos
+ La mayoría cree que los
ricos son más justos que
los pobres
+ Cuando hablemos de asuntos acordes
con lo racional, mostrando que los hechos
se cumplen de este modo la mayoría de las
veces
+ Irracionales
o que
infunden
incredulidad
+ Suelen hacer perder
crédito a los que se basan
en lo verosímil
+ Cuando hablemos de asuntos contrarios
a lo racional, aportando hechos que,
pareciendo contrarios a lo racional,
sucedieron razonablemente
‐
+ Los exiliados atenienses,
después de tomar File con
cincuenta hombres la
vencieron a pesar de que
ésta ciudad tenía más
soldados y tenía como
aliados a los lacedemonios
‐
+ A partir de las
contradicciones con el
discurso o con los
hechos, la mayoría de los
oyentes ve que las
palabras y los hechos
quedan en evidencia
+Se obtienen observando el en el discurso
del contrincante contradicciones con lo
que ha hecho o si la acción es contraria al
discurso
‐
‐
‐
+ Usar a nuestro favor entimemas
opuestos a los de nuestros contrincantes
en relación con los injusto, ilegal,
inconveniente, etc.
85
acción y los
hechos
Sentencias
(γ ῶ α )
La exposición
de la opinión
propia sobre
el asunto en
su totalidad
+ Tópica (de
uso común)
+ Decir: «No me parece
posible que el inexperto
pueda ser un buen general»
+ Decir: «Me parece que los
que roban actúan peor que
los que saquean, pues unos
se apoderan de los bienes
furtivamente y los otros a las
claras»
+ Decir: «Los que se apropian
de dinero hacen lo mismo
que los que traicionan a la
ciudad, pues ambos
delinquen contra los que
confiaron en ellos»
‐
+ Deben reunirse los argumentos lo más
brevemente posible y expresarlos con
pocas palabras
+ Si es tópica no aportar en absoluto
razones
+ Si es paradójica, es necesario que
expreses las razones de manera concisa
+ Deben ser adecuadas a los hechos, no
extemporáneas
+ Se harán a partir de la propia naturaleza
del asunto
+ Por sobrepujamiento o exceso
+ Por correspondencia
+ Paradójica
(que debe
ser
justificada)
86
Indicios
(
ῖα)
Refutaciones
(ἔ γχο )
Una cosa
que se
relaciona con
otra, pero no
al azar, sino
con la que
suele
suceder
antes,
durante o
después del
hecho
Lo que no
puede ser de
otro modo
que como
nosotros
decimos y a
partir de lo
imposible
por
naturaleza o
según los
contrarios
+ Infunde
credibilidad
+ Hacen que
sepamos
‐
‐
+ A partir de cada cosa hecha, dicha o vista,
tomando cada una de ellas por separado;
+ A partir de la grandeza o pequeñez de los
males o de los bienes sucedidos
+ A partir de los testigos y de los
testimonios
+ De los que están de nuestra parteo de los
que están de parte de los contrarios
‐
+ Afirmar que en cierta
época hizo un contrato en
Atenas con nosotros y
podemos demostrar a los
oyentes que en esa ocasión
estábamos forasteros en
alguna otra ciudad
‐
+ De los contrarios mismos, de las
apelaciones, de las circunstancias
temporales
+ A partir de lo posible e imposible, lo
necesario o por naturaleza
87
Entre los capítulos 18 y 21 Anaxímenes enumera otros medios de persuasión propios de las
siete especies, estas son: la anticipación (
α
), las peticiones a los oyentes
(α
α α) y la recapitulación ( α
α). Por medio de la anticipación el orador hace
explícitos argumentos razonables ante posibles críticas y objeciones que puedan obstaculizar
el principio o cuando ya está avanzada la actio o pronuntiatio del discurso. Son argumentos
que apuntan, en primer lugar, hacia el apaciguamiento de aquello que les molesta a los
oyentes, sean estos una minoría o mayoría, como por ejemplo decir: «quizá algunos de
vosotros os asombráis de que, a pesar de ser tan joven, he intentado hablar en la asamblea
sobre estos asuntos tan importantes» (Rh. Al. 18, 2). Los ejemplos que expone Anaxímenes en
relación con la anticipación refieren únicamente a los discursos deliberativo y judicial, pero no
en los epidícticos. Esto se debe a que la disposición de los oyentes en éste último género
discursivo parece de por sí benévola. La anticipación también busca evitar el prejuzgamiento
de los jueces y conseguir una benevolencia tal que permita la comunicación, por ello debe, en
casos donde el auditorio se comporta de manera o alborotadora, valerse de las sentencias y
entimemas breves como por ejemplo: «lo más absurdo de todo es que venís aquí como para
deliberar lo mejor, pero de hecho creéis que se delibera bien sin querer oír a los que hablan»
o, para evitar el desorden «lo que está bien es levantarse y hacer propuestas u oír a los que las
hacen y votar a mano alzada lo que le parezca bien» (Rh. Al. 18, 4). En segundo lugar, el orador
debe buscar por medio de la anticipación adelantarse a las posibles objeciones de la parte
contraria con el fin de debilitar y deshacer sus argumentos. Según Anaxímenes, el uso de este
recurso retórico hace que los argumentos de los contrincantes, por muy fuertes que sean, una
vez escuchados con antelación por el auditorio por boca del orador que los ataca pierdan
fuerza. El ejemplo que extrae Anaxímenes del Filoctetes de Eurípides (fr. 797) es muy
ilustrativo. Veamos:
diré mis argumentos, aunque parezca que me los he destrozado
reconociendo él mismo que ha delinquido;
ahora vas a saber mi historia oyéndola de mi boca,
y que él se ponga en evidencia con sus palabras (Rh. Al. 18, 15).
En cuanto a la petición (α
α α), Anaxímenes nos dice que es un pedido de benevolencia
para hacer que el auditorio atienda el discurso y, en relación con las leyes, pedir que las
decisiones sean justas. Sobre la recapitulación ( α
α), Anaxímenes la define como una
forma concisa de refrescar la memoria de los oyentes al final del discurso. Puede hacerse por
medio de soliloquios, reflexionando en voz alta de los hechos; enumeraciones, inventariando
en orden los hechos; elecciones, enumerando las decisiones tomadas en el pasado; preguntas,
interrogándose sobre cada uno de los hechos; o con ironías, fingiendo decir algo o con
palabras contrarias.
Entre los capítulos 22 y 28 Anaxímenes hace su exposición sobre el estilo (
), dicha
exposición es similar a la que Aristóteles hace en la primera parte del libro III. El estilo se
relaciona con la elegancia (ἀ
α), con la duración que se puede alargar dividiendo el asunto o
recapitulando cada parte del discurso o, por el contrario, abreviar el discurso, utilizando
palabras y epílogos breves. El orador debe conocer todas estas estrategias con el fin de
controlar la duración y elegancia del discurso teniendo en cuenta que «el carácter del discurso
88
sea adecuado a las personas» (Rh. Al. 22, 8). Este es uno de los preceptos más importantes de
la retórica antigua. Recursos como la anticipación, la petición y la enumeración y los demás
medios de prueba están en función de esta especie de regla dogmática que garantiza la
efectividad en la persuasión, puesto que finalmente es al auditorio al que le corresponde el
papel de determinar la calidad de la argumentación y el comportamiento de los oradores.
Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, Vico y muchos otros, incluyendo al propio Chaïm Perelman
quien dedica uno de los capítulos iniciales de su Tratado de la argumentación a este asunto,
aceptan este principio fundamental de la retórica. No es un asunto de «adulación» de la
muchedumbre, como lo veía Platón, es un principio acorde con la naturaleza de los asuntos
tratados, con las situaciones en las que se expone el discurso y con las creencias, intenciones e
intereses de los destinatarios.
Por otro lado, la claridad es también importante para la elegancia del discurso, depende de
ello los tipos de palabras empleados, si son simples, compuestas o metafórica; las posiciones
de acuerdo a las vocales y consonantes finales o iniciales de cada palabra; la posición de las
palabras en relación con sus semejanzas o diferencias semánticas; utilización del estilo binario;
evitar la ambigüedad en las palabras; utilización de la antítesis, el isocolon o la paromeosis.
Los capítulos 29‐37 tienen similitudes con la segunda mitad del libro III de la Retórica de
Aristóteles. Allí, Anaxímenes expone cinco partes constitutivas del discurso retórico (partes
orationis). Esas partes son: proemio (
(
α
), la contra‐ argumentación (ἀ
), narración (
υ ) y conclusión (
), confirmación
).
El proemio es la parte inicial del discurso. Según Anaxímenes, cumple las siguientes funciones:
a) prepara a los oyentes; b) presenta de manera resumida el asunto a quienes no lo conozcan
para que puedan seguir el razonamiento y, c) permite halagar y hacer peticiones a los oyentes
para que presten atención y captar su benevolencia en el caso de que existan prejuicios sobre
el discurso, el orador y el asunto mismo. En la narración se relatan los hechos ocurridos, que
se recuerdan, los actuales o los que van a ocurrir. La narración se debe caracterizar, sobre todo
en las asambleas, por su claridad ( αφ ), brevedad ( α ) y credibilidad (ἄ
). Una
narración debe ser, en relación con los oyentes, clara «para que se enteren de los hechos que
se habla; con pocas palabras, para que recuerden lo dicho y verosímilmente, para que los
oyentes no rechacen nuestra exposición antes de que hayamos reforzado el discurso con
pruebas» (Rh. Al. 30,4). En la confirmación se ratifican, por medio de pruebas y argumentos de
justicia y conveniencia, que los hechos narrados son como se propusieron demostrar. Otra de
las partes del discurso es la contra‐argumentación (ἀ
υ ), conocida en la retórica latina
como la refutatio. En esta parte del discurso se presentan argumentos contra la parte contraria
y se anticipará lo que se presume demostrará. Finalmente, la conclusión o epílogo tendrá
como función hacer recordar al auditorio lo dicho mediante una recapitulación breve.
Conjuntamente con la definición de las partes del discurso, Anaxímenes expone la manera
como éstas deben adecuarse a cada una de las especies y géneros discursivos. Estas partes y su
ajuste según la especie o género tienen como fin la composición orgánica y coherente de un
discurso, pero también tiene por objetivo advertir al orador sobre las dificultades y obstáculos
en la recepción adecuada de los discursos como por ejemplo, los distintos prejuicios ( α α )
89
que el auditorio tiene sobre su talante, el asunto y sobre el discurso mismo. Con ello,
Anaxímenes no sólo expone una receta con indicaciones sobre qué decir en distintas
situaciones, sino que en cierta medida describe el ambiente, el comportamiento y la
disposición habitual de los oyentes en reuniones públicas tales como de las asambleas, los
juicios y las ceremonias. En esa medida, el manual de Anaxímenes resulta para nosotros, más
que un simple recetario de estrategias persuasivas, un álbum que ilustra la forma en que se
desarrollan las actividades públicas y el poder del discurso para transformar en benevolencia
(
ᾳ) la disposición de los ciudadanos que participan en esos eventos. Dicho esto
pasemos a lo que Anaxímenes aconseja sobre el discurso deliberativo.
En relación con el proemio, según Anaxímenes, en la especie suasoria, se resume el asunto se
de la siguiente forma: «me he levantado para postular que es necesario que nosotros
combatamos a favor de los siracusanos»; «me he levantado para opinar que no es necesario
que nosotros socorramos a los siracusanos» (Rh. Al. 29,2). Para captar la benevolencia de los
oyentes el orador debe observar si estos muestran un ánimo indulgente, hostil o indiferente,
es decir, ni bueno ni malo. En el caso de que lo que se observe sea una disposición
benevolente de los oyentes, es decir, que tengan confianza en que la participación del orador
está fundamentada en lo justo, lo legal, lo conveniente, lo noble, lo agradable, la facilidad, la
posibilidad o la necesidad, no es necesario hacer ningún intento para obtenerla. No obstante,
está permitido tratar sucintamente y con ironía esa disposición favorable al desarrollo del
discurso diciendo lo siguiente:
considero que es superfluo decir ante vosotros, que lo sabéis claramente, que quiero lo mejor
para la ciudad y que con frecuencia hicisteis lo conveniente gracias a mis consejos, y que yo
mismo me muestro justo en los asuntos comunes y más desprendido de mis bienes que
aprovechando de los públicos; intentaré demostrar que, si también ahora os persuado,
tomaréis una decisión acertada (Rh. Al. 29,7).
La lucha contra prejuicios ( α
α ) de los oyentes hacia el orador inicia con el proemio. La
anticipación (
α
) sería el instrumento más adecuado para buscar la benevolencia
del auditorio cuando el orador o el asunto que se tratará gocen de descrédito o prejuicio. Esa
imagen negativa del orador muy seguramente ha sido el producto de lo que han hablado, los
hechos de los cuales hablan o por la calidad de sus discursos. El proemio es la oportunidad
para que el orador se defienda de imputaciones y veredictos de acusadores que deben ser
compelidos a que renuncien a ellos y permitan la exposición del discurso. Un proemio con
estas características es el expuesto por Diódoto para defenderse de las acusaciones de
soborno que hace Cleón en el debate de Mitilene que cita Tucídides en la Historia de la Guerra
del Peloponeso. Veamos:
[…] piensa <Cleón> que no sería capaz de hablar bien en defensa de una mala causa, pero
espera poder desconcertar, mediante hábiles calumnias, a sus oponentes y al auditorio. Y los
más peligrosos son los que empiezan por acusar al adversario de alarde oratorio al dictado del
dinero. Porque si lo inculparan de ignorancia, el orador que no lograra persuadir al auditorio se
retiraría con una fama de hombre poco inteligente más que de corrompido; pero bajo una
acusación de corrupción, aun el orador que consigue persuadir al auditorio resulta sospechoso,
y el que no tiene éxito, además de la fama de escasa inteligencia, se le considerará corrompido.
En esa situación la ciudad no resulta beneficiada porque se ve privada de consejeros a causa del
90
miedo. El éxito la acompañaría en muchas más empresas si los ciudadanos a los que me refiero
fueran incapaces de hablar, pues en muchas menos ocasiones la induciría al error. Lo que en
realidad les hace falta es que el buen ciudadano, en lugar de intimidar a sus oponentes,
muestre la superioridad de sus argumentos luchando con las mismas armas, ya que la ciudad
sensata no acreciente los honores a quien bien aconseja, pero tampoco le disminuya a los que
ya posee, y que no sólo no penalice al defensor de una moción que no alcanza el éxito, sino que
ni siquiera lo deshonre (Th. III, 42, 2‐6).
Los oradores deben saber si en el auditorio hay un «veredicto» negativo sobre su persona o si
éste aún está pendiente o, por el contrario, se ha renunciado a establecerlo, si los
contrincantes fomentan los prejuicios, si están desacreditados por cosas pasadas, si por su
corta edad o poca experiencia podrían no ser bien acogidos o si, por el contrario, debido a su
larga experiencia y vejez es rechazado por está lleno de vicios e intrigas. Frente a ello debe
decir que fue inculpado injustamente o fue víctima del infortunio o que no es justo que se esté
pagando con el descrédito cosas que ya se han juzgado; se puede decir que se está dispuesto a
escuchar inmediatamente de los asistentes un juzgamiento de las acusaciones que se hacen o
se puede condenar así mismo a muerte; también se puede cuestionar las acusaciones que
renuncien al veredicto por ser falsas y causante de males; se debe protestar si se niega a
escuchar a todos los discursos sólo porque sobre uno de ellos pesan calumnias ya que es
conveniente para la deliberación examinarlos a todos; quien es demasiado joven puede alegar
falta de personas que deliberan o que es un asunto de su interés, si es rechazado por su
experiencia podrá decir que es su derecho de participar y manifestar su opinión por ser
ciudadano.
El orador también debe evaluar si hay prejuicios frente a los asuntos que se tratarán, es decir,
si en el pasado las acciones elegidas han salido mal o han tenido repercusiones negativas se
debe por ejemplo, «atribuir la culpa a la necesidad, la fortuna, las circunstancias, la
conveniencia, y decir que son culpables los hechos y no quienes hacen esas propuestas» (Rh.
Al. 29,24). Si los prejuicios están relacionados con el discurso mismo porque suena largo,
vetusto e inverosímil se debe decir que su extensión se debe a la cantidad de hechos que
deben relatarse, que es la ocasión para exponer un discurso de ese tipo y que a pesar de su
aparente inverosimilitud se demostrará que es verdadero.
La narración en los discursos deliberativos suasorios puede versar sobre hechos del pasado,
del presente o puede el orador mostrar lo que va a suceder, debe ser organizado de tal
manera que primero se cuenten los hechos pasados, luego los presentes y después los que
sucederán y no se deben abandonar, las palabras que se utilicen para designar los hechos
deben ser apropiadas y habituales, no deben tener orden inverso. En aras a la brevedad, no se
deben contar cosas innecesarias, se pueden suprimir hechos que no dificulten la comprensión
del asunto. Para que sea verosímil, en la narración se dejan a un lado los hechos increíbles o si
estos son necesarios, deben aportarse pruebas para su demostración. Si los hechos son
conocidos por el auditorio o son muy pocos los incluiremos en el proemio; si son numerosos y
desconocidos se deberá mostrar su importancia y conveniencia para el asunto y, si su número
es moderado pero desconocido, se debe disponer la narración de una forma orgánica
(
α
). Este último canon no es explicado. Tal vez las alusiones de Platón en Fedro
91
sobre la corporeidad del discurso en donde se da una combinación de las partes entre sí y con
el todo dan una idea de cómo la organización de los hechos, a pesar de ser desconocidos, debe
ser coherente para facilitar su comprensión y credibilidad (Phdr. 264 c).
Sobre la confirmación en la deliberación, Anaxímenes señala que las pruebas más adecuadas
son la forma habitual de suceder las cosas, los ejemplos, los entimemas y la opinión del
orador, sin embargo también es posible utilizar otro tipo de pruebas según lo oportuno y el
caso. Otros recursos que pueden ser utilizados son la anticipación, los soliloquios, la elección,
la interrogación, la ironía, la enumeración, sentencias, amplificaciones, disminuciones. Los
argumentos verosímiles también son importantes como por ejemplo:
Si intentamos persuadir de que socorramos a unos particulares o a una ciudad, es adecuado
decir brevemente si ellos hicieron algún gesto de amistad, agradecimiento o compasión hacia
los que integran la asamblea, pues se desea ayudar sobre todo a quienes tienen esa
disposición. Todos amamos a quienes, como cabría esperar, nos han tratado bien, nos tratan o
nos tratarán, ellos mismos o sus amigos, a nosotros mismos o a las personas por las que nos
preocupamos. Estamos agradecidos a quienes, como cabría esperar, nos han hecho, hacen o
harán bien, ellos mismos o sus amigos, a nosotros mismos o a las personas por las que nos
preocupamos (Rh. Al. 34,2‐3).
Si el discurso es disuasorio se debe anteponer en el proemio el asunto que se quiere rebatir,
enumerar las cosas defendidas por el contrincante y decir que son injustas, ilegales e
inconvenientes. Pero si el adversario ha utilizado el contrario de uno de esos argumentos, es
decir, que si expone el argumento de la justicia se deberá replicar diciendo que es vergonzoso,
inconveniente, trabajoso o imposible. El argumento de la conveniencia puede ser atacado por
el de lo injusto o cualquier otro.
Las pasiones también juegan un papel importante en la confirmación suasoria y disuasoria.
Anaxímenes no expone un extenso catálogo de pasiones como lo hace Aristóteles en el
segundo libro de la Retórica, pero sí menciona la amistad, el odio, la ira, la envidia, el odio, el
amor, el agradecimiento y la compasión con el fin de mostrar su uso dentro de la
confirmación. Curiosamente no hace explícito el ensalzamiento de las pasiones en las otras
partes del discurso. Sin embargo, no hay ninguna razón para pensar que éstas no están
permitidas. La utilización de las sentencias, ironías, las peticiones entre otros recursos
generarían sentimientos de calma, ira, amistad o risa entre los oyentes. Finalmente,
Anaxímenes no nos dice nada sobre la refutación y la conclusión en las especies suasorias y
disuasorias. Los apartados 38, 12‐25 son añadidos y no pertenecen al tratado original.
En relación con los medios de prueba expuestos en la Retórica, debemos señalar en primer
lugar que para Aristóteles, la retórica tiene por objeto formar un juicio (
), pues tanto las
deliberaciones como las acciones judiciales son consideradas actos en donde se debe discernir
sobre lo útil, lo conveniente, lo justo, etc. (II, 1377 b 20). Por ello, desde los primeros capítulos
Aristóteles nos está mostrando al entimema (
α) como la prueba por persuasión más
importante y la que merece más atención para una teorización de la retórica. La principal
razón de esta valoración es que el entimema configura el cuerpo de la persuasión (
α
) (Rh. I, 2, 1354 a15 y 1356 b 12 ‐ 20). Se puede agregar que el entimema es la
92
prueba más importante porque la persuasión es una especie de demostración y en toda
demostración o demostración aparente se da el silogismo, el silogismo aparente y la inducción.
Es decir, en todos los discursos retóricos están presentes el entimema o silogismo retórico, el
entimema aparente (φα
α) y el ejemplo o inducción retórica ( α
α).
En Retórica no es posible encontrar una única definición del entimema. Edward Madden
(1952) expone como, según William Hamilton, Aristóteles anota diecisiete diferentes
significados de entimema a lo largo de toda su obra. De estas solo dos acepciones han sido las
más influyentes, a saber, el entimema como razonamiento cuyas proposiciones son
probabilidades (
) o signos (
ῖ ) (APr. II, 27, 70 a10 y en Rh. I, 2, 1357 a30‐1357 b2), y
como razonamiento «incompleto», llamado así puesto que si una de las premisas es bien
conocida por los oyentes no hace falta enunciarla (Rh. I, 2, 1357 a 17‐20).
Al igual que el ejemplo, el entimema es un recurso técnico de orden lógico mediante el cual se
demuestra o se prueba algo (Cortés, 1994). Tanto las premisas como la conclusión del
entimema son contingentes, no tratan sobre verdades universales, sino sobre lo probable. Esto
debido a la naturaleza de los temas que se discuten en los espacios en los que actúa la
retórica. En otras palabras, el entimema es un razonamiento con el cual es posible establecer
juicios y especulaciones sobre asuntos que implican acciones humanas, las cuales, a su vez,
pertenecen al campo de lo contingente o de lo que puede ser de otra manera (
ἄ
).
Por su naturaleza demostrativa, los entimemas son más propios de los discursos judiciales que
de los deliberativos (Rh. III, 1418 a 1‐5). Como hemos visto, los discursos deliberativos versan
sobre asuntos futuros y sobre ello no cabe demostración. No obstante, en el capítulo 22 del
segundo libro, Aristóteles señala la existencia de un silogismo político (
υ
),
lo cual indica que aunque no sea el razonamiento más cercano al discurso deliberativo es
posible usarlo. ¿Cómo es este silogismo o razonamiento político? ¿Existe entonces un
silogismo epidíctico y uno judicial? ¿En qué se diferencian o en qué se asemejan? Los
entimemas son la base de toda argumentación. Cualquier posición que tome un orador en
relación con asuntos como ir a la guerra, si alguien es digno de elogio, o si es culpable o no,
amerita una argumentación puesto que sobre esto no hay ciencia sino opinión, de hecho, toda
argumentación debe partir de aquellas opiniones aceptadas por los jueces u oyentes. En ese
sentido Aristóteles se pregunta lo siguiente:
[…] cómo podríamos aconsejar a los Atenienses sobre si deben o no entrar en guerra, si no
conocemos cuál es su potencia, si disponen de marina o de infantería o de ambas cosas y en
qué cantidad si tienen medios económicos, o amigos y enemigos, y, además, contra quienes
han guerreado antes y con qué suerte y otras cosas parecidas a estas. O cómo podríamos hacer
su elogio si no contásemos con el combate naval de Salamina, o la batalla de Maratón, o las
hazañas de los Heráclidas y otras gestas semejantes […] Del mismo modo, por lo demás,
también los que formulan acusaciones o actúan como defensores hacen sus acusaciones o
defensas con la mira puesta en lo que es pertinente <a su argumentación> (Rh. II, 22, 1396 a 9‐
12).
93
Toda argumentación política requiere el conocimiento de ciertos datos o hechos pertinentes a
los asuntos sobre los cuales se acostumbra a someter a deliberación pública. Como vimos,
tanto Aristóteles como Anaxímenes de Lámpsaco han enumerado y limitado los asuntos sobre
los cuales se delibera (Ver tabla 3). Los oradores utilizan entimemas con el fin de llevar al
oyente a deducir ( υ
). Las deducciones, sea que se produzcan en el género judicial,
deliberativo o epidíctico, tienen en común que deben partir no de una gran cantidad de
supuestos sino de lo pertinente a cada caso particular. El orador que aconseja o disuade, el
que elogia o censura y el que acusa o defiende debe proponer razonamientos que vayan en la
misma dirección de los fines de cada discurso, en el primer caso sus deducciones deben
basarse en el conveniente o perjudicial; en el segundo, en lo justo o lo injusto; y en el tercer
caso, en lo bello y vergonzoso. Esta es la razón por la cual el entimema hace parte de las
pruebas por persuasión comunes a los tres géneros.
Aristóteles va más allá al aconsejar cómo deben ser los entimemas. Nos dice que las
inferencias no deben partir desde cosas lejanas y conocidas ni deben recorrer todos los pasos,
dado que la extensión de los razonamientos produce oscuridad en la comprensión y la
afirmación de cosas evidentes por los oyentes es considerada verborrea. En efecto, los
oradores incultos, al no referirse a tantas cosas sino a las más próximas a los oyentes, son más
persuasivos que los cultos. Tampoco los entimemas deben partir de todas las opiniones, ni de
premisas necesarias, sino de las opiniones más pertinentes, más claras y válidas para la
mayoría. El número de entimemas permitidos en el discurso también debe ser limitado, ni
tampoco deben hacerse entimemas para todos los puntos de la discusión. Aristóteles ha
señalado cómo un abuso de los entimemas haría los razonamientos parecidos a los diálogos y
las disputas de los dialécticos y filósofos, idea que también siguió Quintiliano (Inst. Orat. V, 16,
2).
Los entimemas pueden ser demostrativos (
α), que parten de premisas
aceptadas por los oyentes, y los refutativos o contra‐entimemas ( υ
)
cuyas premisas versan sobre lo que no hay acuerdo. Los entimemas refutativos gozan de
mayor aceptación por parte de los oyentes que los entimemas demostrativos por dos razones:
la primera porque resulta más persuasivo un discurso si éste juzga como sospechoso el
discurso del adversario y, la segunda, porque resulta más fácil para los oyentes comprender los
argumentos cuando se presentan enfrente de sus contrarios (Rh. II, 23, 1400 b 26 ‐ 29 y III, 17,
1418 b 3‐20). El enfrentamiento de razonamientos demostrativos y refutativos hace visibles los
contrarios y posibilita el discernimiento en los oyentes.
Por otro lado, la persuasión se define en términos de sensatez (φ
), virtud (ἀ
)y
benevolencia ( ὔ α) del orador, por eso podemos decir que persuadir es construir confianza.
Sin embargo, el entimema no sirve de vehículo para provocar en los oyentes pruebas propias
del discurso (
) como las pasiones (
Veamos lo que nos dice el Estagirita:
) y el talante del orador (ἦ
).
Asimismo cuando trates de provocar una pasión, no digas un entimema (porque o apagarás la
pasión o será baldío el entimema que hayas enunciado, puesto que dos movimientos opuestos
y simultáneos se repelen mutuamente y, o bien se neutralizan, o bien se tornan débiles). Y
94
tampoco cuando quieras que el discurso exprese el talante debes buscar a la vez un entimema,
pues la demostración no incluye ni el talante ni la intención (Rh. III, 1418 a 12‐16).
El ejemplo ( α
α) es el recurso más empleado en los discursos deliberativos. Definido
también como inducción retórica, el ejemplo versa sobre una relación no de la parte con el
todo, ni del todo con la parte, sino de la parte con la parte y de lo semejante con lo semejante,
pero una de las dos partes o semejanzas es poco conocida (Rh. I, 2, 1357 b 29‐30). Luego de
esta complicada definición Aristóteles expone lo siguiente:
[…] como cuando <se afirma que> Dionisio, si pide una guardia, es que pretende la tiranía.
Porque, en efecto, como con anterioridad también Pisístrato solicitó una guardia cuando
tramaba esto mismo y, después que la obtuvo, se convirtió en tirano, e igual hicieron Teágenes
en Mégara y otros que se conocen, todos estos casos sirven de ejemplo en relación con
Dionisio, del que todavía no se sabe si la pide por eso. Por consiguiente, todos estos casos
quedan bajo la misma proposición universal de que quien pretende la tiranía, pide una guardia.
(Rh. I, 1357 b 30‐35).
Lo anterior corresponde a un
también existen los α
α
α que refiere a un hecho real del pasado, aunque
α α inventados por el orador. De estos, unos comparan con algo
semejante a partir de una ilustración supuesta o imaginaria y se llaman parábolas ( α α
);
otras, llamadas fábulas (
), buscan comparar las acciones humanas con historias en las que
los protagonistas son animales, plantas o seres inanimados. Aristóteles nos dice que las fábulas
son más apropiadas a los discursos políticos ya que es difícil encontrar ejemplos de hechos del
pasado que sean semejantes a los que se suponen, de acuerdo con las condiciones presentes,
podrían pasar en el futuro. Para los discursos deliberativos lo mejor son los ejemplos a base de
hechos, pues se todos siguen la idea de que la mayor parte de las veces lo que va a suceder es
semejante a lo ya sucedido (Rh. III, 20, 1394 a 1‐9).
Una máxima ( ώ ) es una afirmación de carácter universal, pero no similar a las que hacen
parte de la ciencia. La diferencia entre las máximas y las afirmaciones científicas radica en que
las primeras versan sobre acciones humanas y pueden ser aceptadas o no, mientras que las
segundas versan sobre lo necesario. Según Aristóteles, las máximas pueden ser evidentes o
compartidas por todos, oscuras o enigmáticas, controvertidas o paradójicas, estas dos últimas
necesitan de una justificación para que sean aceptadas o comprendidas. Cuando se justifica
una máxima se conforma un entimema, en otras palabras una máxima es parte de un
entimema. A diferencia de los entimemas, las máximas sí pueden expresar el talante del
orador puesto que «traslucen de forma universal las intenciones del que las dice, de suerte
que, si las máximas son honestas, harán aparecer al que las dice asimismo como un hombre
honesto» (Rh. II, 21, 1395 b 15‐17). Así como no es posible que la prudencia llegue a temprana
edad, las máximas tienen una estrecha relación con la experiencia de los hombres y con los
temas de los que se habla, por ello no se verá decorosa si quien la pronuncia es un joven
inexperto o si el tema no lo amerita, tal es el caso de los campesinos, refraneros por
antonomasia (Rh. II, 21, 1395 a 4‐8).
95
En relación con las partes del discurso (
), Aristóteles es muy crítico frente a aquellos
oradores tradicionales que establecen divisiones como exordio o proemio, narración,
confirmación, refutación y epílogo. Para el Estagirita, así como en las discusiones dialécticas se
), el discurso retórico, en principio,
da el problema (π
α) y la demostración (ἀπ
está compuesto sólo de dos partes, una es la exposición (π
) conocida en la tradición
latina como propositio, y otra la persuasión (π
). No en todos los discursos se dan todas las
partes. En los epidícticos y en los deliberativos la narración no puede darse, en cuanto al
exordio, el cotejo de argumentos y las recapitulaciones son muy frecuentes en los discursos
judiciales, pero solo se dan en aquellos discursos deliberativos en los que existen posiciones
contradictorias o que se den acusaciones. Tampoco el epílogo se da en todos los discursos
forenses. Esta crítica a la tradición se vuelve un poco más flexible cuando acepta que pueden
darse, además de la exposición y la persuasión, el exordio y el epílogo ya que estos cumplen
una función no subsumible o similar a otras partes como es la de refrescar la memoria, por ello
), postnarración ( π
) y prenarración
sería ridículo hablar de una narración (
(π
) (Rh. III, 13, 1414 a 31‐ 1414 b 15).
El exordio (π
) es el comienzo del discurso. Como en el preludio en la poesía, prepara el
camino para lo que sigue después evitando la dispersión (Rh. III, 14, 1414 b 19‐21). En los
discursos deliberativos se sabe de qué se tratará el asunto, por lo tanto no hay que preparar
ningún camino. Sin embargo, puede ir el exordio por razones de ornato para que no parezca
improvisado, también cuando hay una acusación de por medio o cuando se duda sobre la
importancia del asunto. En tal caso se deben utilizar exordios similares a los de la oratoria
forense.
En cuanto a la narración (
), Aristóteles afirma que es útil en los discursos judiciales y
que sirve para la expresión de caracteres y las pasiones. En el género deliberativo, la narración
no es importante. No es posible narrar los hechos del futuro, pero sí los del pasado. Sobre este
tema se puede notar cierta dificultad en la comprensión de la exposición de Aristóteles, pues,
α ) o aprobación
si bien la
podría mejorar la deliberación al generar sospechas ( α
( α
) sobre lo que podría ocurrir en el futuro, esta no es la tarea propia de la deliberación
(Rh. III, 16, 1417 b 15). Lo que está advirtiendo Aristóteles es la necesidad de que la narración
no acapare todo el discurso deliberativo o lo desvíe y que sólo tenga una función de apoyo a la
deliberación cuyo fin es lograr aconsejar sobre lo conveniente a los oyentes. Este es
precisamente el papel que cumplen los α
α α histórico dentro de la demostración. La
demostración (ἀ
) en el discurso deliberativo servirá para exponer las pruebas por
persuasión (entimemas, ejemplos y máximas) que apunten hacia la posibilidad de que lo que
se exhorta tendrá lugar o sucederá, si es justo, provechoso o importante. El epílogo (
)
busca inclinar a favor los oyentes mostrándose como bueno moralmente y en contra del
adversario mostrándolo como hombre de poca valía moral; amplificar y disminuir en
conformidad con su naturaleza por medio de lugares (
) adecuados para ello; excitar las
pasiones en los oyentes como la compasión, el sobrecogimiento, la ira, el odio, la envidia, la
emulación y el deseo de disputa. La última función del epílogo es hacer que los oyentes
recuerden o comprueben que lo demostrado en el discurso concuerda con lo prometido en el
exordio y no una simple repetición de la enumeración expuesta en el exordio.
96
En la Retórica, Aristóteles ha tenido en cuenta las obras de autores como Homero, de trágicos
como Eurípides y de sofistas como Isócrates y Gorgias. Pero también es posible observar que
durante la elaboración de su tratado ha contado con la lectura crítica de los manuales de
retórica de la época. Nombra por ejemplo el Arte de Pánfilo y Calipo del cual dice que se
reduce al lugar de examinar cuales son las razones que aconsejan y disuaden y por cuya causa
emprenden y se evitan los actos (II, 23, 1400 a 1‐5). Este lugar es común en los judiciales y
deliberativos. Sobre el primer Arte de Teodoro dice que se dedica a explotar el lugar que
consiste en acusar o defenderse a partir de errores del contrario (II, 23, 1400 b 15). Sobre el
famosísimo Arte de Córax argumenta que está compuesto del lugar común de lo probable (II,
24, 1402 a 17). En relación con el Arte de Licimnio, nos dice incurre en el error de enumerar
muchas partes del discurso tales como la proflación o improvisación, la divagación conocida
entre la tradición latina como disgressio o excursus, y las ramas o argumentaciones paralelas o
relativas al asunto pero que se exponen antes de pasar a la cuestión siguiente (III, 1414 b 15‐
19).
Hoy vemos una creciente producción bibliográfica dedicada al estudio de los manuales
escolares. Ese interés se debe a que en ellos se pueden observar rasgos ideológicos de una
nación. Algunos definen los textos escolares como «espacios de memoria» y «espejos de la
sociedad que los produce», pues en ellos se evidencian con nitidez valores, actitudes y
estereotipos de una determinada época (Escolano, 2001). Si bien el tratado de Anaxímenes no
puede ser comparado con un manual escolar del siglo XIX o del XX en donde hay detrás toda
una institucionalidad y política de Estado que regula los contenidos de la instrucción, sí puede
verse en él el reflejo de una sociedad donde la palabra se definió como guía para las acciones.
Se podría decir que Aristóteles es también pionero en el estudio crítico de los manuales de su
época, pero su mirada siempre apuntaba a la construcción de una retórica consecuente con la
naturaleza política del hombre y su capacidad para deliberar acerca de lo bueno y lo malo, lo
útil y lo inútil, lo justo lo injusto y obtener buenas elecciones para el bien público y la
convivencia política.
En relación con la Retórica a Alejandro, Kennedy (1994) ha señalado que el tratado parece
haber sido poco conocido posteriormente y que no planteó ninguna contribución novedosa al
desarrollo de una teoría de la retórica, ni al desarrollo de la terminología retórica y que más
bien su importancia se debe simplemente a que es un ejemplo de manual en el que se
describen técnicas que se pueden encontrar en los discursos del siglo IV. Pero a nuestro modo
de ver, el manual de Anaxímenes de Lámpsaco no sólo es importante por ser uno de los más
antiguos, sino por lo que representa, el interés por hacer de la retórica un arte que puede ser
enseñado, pero que necesita, además de una producción y memorización de discursos de
personajes destacados en la oratoria, ser objeto de reflexión sobre los mecanismos que
regulan la práctica real de los discursos y por ende la práctica real de la participación de los
oradores en los espacios creados por la democracia para actividad política.
97
Conclusiones
El objetivo principal de este trabajo de investigación es mostrar la necesidad de que la política
esté estrechamente ligada a la retórica, particularmente, al discurso deliberativo. Como vimos,
esto no sólo posibilitó la participación efectiva de los ciudadanos en la Atenas de los siglos V‐III
a.C., sino que sirvió de vehículo para la justificación de los valores fundamentales de la
democracia. Sin lugar a dudas, los cambios políticos abrieron la posibilidad para que los
hombres se convirtieran en ciudadanos deliberantes. Las instituciones democráticas
permitieron el desarrollo de la retórica y, en consecuencia, se generó un auge en la fundación
de escuelas y en la elaboración de tratados de retórica para la deliberación pública. Tal es el
caso de obras como las de Anaxímenes de Lámpsaco y Aristóteles.
Hemos hecho énfasis en estos dos tratados de retórica y en dos discursos reconstruidos por
Tucídides a propósito del debate sobre Mitilene, así como también en algunas obras de la
literatura, para mostrar la necesidad de pensar la política a través del discurso deliberativo, de
sus estrategias argumentativas y sentido práctico en relación con las decisiones y las acciones
humanas. No estamos diciendo nada nuevo cuando afirmamos que, en lugar de la ciencia, la
retórica es el medio para encontrar la forma más adecuada para tomar una decisión. Pero, una
de las conclusiones más importantes de este trabajo ha sido la de mostrar que sólo a través de
la reflexión del discurso deliberativo, lo político se aleja de cualquier posibilidad de ser
instrumento para la guerra y la violencia, para acercarse más a la argumentación y discusión
pública entre ciudadanos que se preocupan por su futuro como comunidad sin desconocer, al
mismo tiempo, el disenso y la diferencia. Por ello, decimos que la política no es únicamente
cálculo, sino discusión pública. En esa medida, nuestro trabajo también propone una mirada
distinta de la retórica. No ya como arte del engaño, la manipulación o como mera preceptiva
literaria, sino como pieza fundamental para la formación de la ciudadanía en la participación
democrática.
Pretender en estas líneas ser exhaustivos con todos los detalles de la historia de la retórica, de
las instituciones atenienses y cambios políticos no fue nuestro propósito, sino encontrar el
punto de partida para seguir indagando sobre el papel de la retórica en la formación ciudadana
para la democracia. Por mucho tiempo se ha creído que el discurso judicial definía la esencia
de la retórica, pero los tratados de Anaxímenes de Lámpsaco y de Aristóteles muestran la
preocupación por la construcción de principios teóricos para el discurso político.
En las líneas que siguen enumeraré los aportes de nuestro estudio acerca de la importancia de
estudiar la deliberación y el discurso deliberativo como partes esenciales de la política.
1. Uno de los aspectos más complejos en el estudio de la retórica tiene que ver con sus
orígenes. No exento de dificultades, debido a la falta de textos que muestren claramente y
98
sin contradicciones la historia de los primeros oradores profesionales, mostramos que, en
sus inicios, la retórica está presente en los espacios de decisión política y no como simple
técnica para embellecer los discursos. Si para los atenienses es preferible que las acciones
humanas necesiten de las palabras como guía, una consecuencia de esta concepción es
precisamente el desarrollo de la retórica como arte. Vernant (1992) nos ha mostrado cómo
no sólo la polis fue el centro de la actividad política griega, sino que esta implicó una
extraordinaria preeminencia del lógos sobre todos los otros instrumentos del poder. Para
Vernant, el lógos llegó a ser una «herramienta política por excelencia», con la cual toda
autoridad en el Estado se legitimaba. Pero, a nuestro modo de ver, el lógos o el discurso
retórico no sólo es un instrumento o herramienta, sino la «esencia de lo político», su
definición. Lo que entendemos en este contexto por lógos no es la racionalidad, sino más
exactamente, el discurso persuasivo, la argumentación, el debate y la discusión públicos.
2. Un aspecto interesante, pero poco estudiado, es la relación entre una retórica «primitiva»
y los cultos a dividades como Peitho y Týche. En nuestro trabajo pudimos mostrar esta
relación desde una obra trágica como Las suplicantes. La persuasión pudo haberse visto en
un principio no como el producto de la pericia en el manejo de reglas o estrategias
expuestas en un manual, sino como inspiración divina. Por ello, es necesario que en el
estudio histórico de la retórica se reconozca una oratoria de origen divino, una práctica,
rutinaria o empírica y una técnica. Las tres, no están exentas de error, ninguna es mejor
que la otra o más evolucionada que la otra, pero sí puede decirse que una retórica técnica
intenta «regular» la participación pública de los ciudadanos.
3. La elaboración de manuales no sólo buscaba exponer técnicas de composición de los
textos retóricos y la exposición (actio) de los mismos. A nuestro modo de ver van más allá,
es decir apuntan hacia la regulación de las actividades democráticas en las que participan
los ciudadanos. En otras palabras, los manuales o tratados de retórica como el de
Anaxímenes de Lámpsaco buscaban construir la democracia misma, los procedimientos
que la hacen viable y práctica y, por ende, formar un ambiente de libertad de la expresión
y la opinión públicas.
4. Las reformas políticas convirtieron a los hombres en ciudadanos gracias a las leyes y el
derecho, pero la retórica convierte a los ciudadanos en políticos, en agentes que participan
activamente en la toma de decisiones por medio de la deliberación pública en la que la
confrontación pacífica fortalece los lazos de amistad y cordialidad. Esto no es fantasioso,
pues si bien es cierto que la figura del demagogo y los sicofantas también representan un
peligro para la política y la libertad por medio del engaño y la adulación, éstas están
construidas también con palabras y discursos que pueden ser contrarrestada de manera
racional y pacífica. Hay que añadir que la retórica también hace de la política una actividad
de libre ejercicio de la opinión. Los manuales y demás textos didácticos, la recopilación de
los discursos pronunciados, las escuelas de retórica y la práctica frecuente de la misma en
espacios públicos generan una conciencia del poder del discurso como guía de la acción
expuesta públicamente a la mirada crítica de los ciudadanos.
99
5. Es cierto que en las tiranías y dictaduras también hay retórica, pero ésta es una retórica de
un solo orador, de un solo discurso, grandilocuente, avasallador y apocalíptico, que se
expone para fortalecer la adhesión de los partidarios, pero también para amedrentar la
opinión de los que no comparten las mismas creencias e intereses. En efecto, un principio
de la retórica es que el orador debe adoptar el discurso a los oyentes. Estos nunca pierden
el derecho de juzgar y evaluar lo dicho y el comportamiento de los oradores. Como vimos
en el tercer capítulo, tanto en la Retórica de Aristóteles como en Retórica a Alejandro de
Anaxímenes de Lámpsaco, es necesario que el orador esté consciente de la libertad que
tienen los oyentes para censurar a cualquier orador que imponga sus opiniones.
6. En Diálogo sobre los oradores (XLI, 1‐4), Tácito señala a través de uno de sus personajes
como la oratoria depende de las instituciones. Desde el inicio de nuestro trabajo pudimos
observar que las instituciones más importantes en el mundo democrático ateniense fueron
la Asamblea y el Consejo. En el segundo capítulo nos aproximamos un poco a la historia de
esas dos instituciones para comprender como los cambios políticos convirtieron a los
hombres en ciudadanos deliberantes. Se ha señalado que la desaparición de estas
instituciones ha generado a su vez la desaparición del género discursivo deliberativo. Es
decir que, junto con la desaparición de la democracia directa, el discurso deliberativo ha
dejado de ser objeto de reflexión teórica, y en su lugar ha quedado el culto al discurso
epidíctico o al desarrollo de retóricas vernáculas como la epistolográfica, la notarial, la
homilética, la cortesana, entre otras. Juan Luis Vives, quien definió la retórica como una
teoría del sermo communis, hoy diríamos análisis del discurso, señalaba lo siguiente en Las
disciplinas: «Los príncipes raras veces hablaban al pueblo y pocas eran las cosas de que le
decían; ordinariamente lo hacían mediante edictos y órdenes, como habla con los
esclavos. En el Senado se dictaban las sentencias, pero no libremente como antes, sino al
dictado de la lisonja y servilismo al poder, y más eran encomios de los príncipes que
serenas y austeras deliberaciones acerca del bien público» (IV, 3). Sin embargo, a pesar de
la transformación de la retórica en preceptiva literaria, nunca dejó de ser objeto de
reflexión desde una óptica política. En este mismo pasaje que citamos de Juan Luis Vives
vemos la importancia de la retórica deliberativa, pues en todas las sociedades humanas
son posibles gracias a la justicia y a la palabra. Estos son como dos timones que permiten
la convivencia humana. La falta de cualquiera de las dos hace que sea difícil toda sociedad
(IV, 1).
7. La clasificación de los géneros discursivos (deliberativo, judicial y epidíctico) que
estudiamos en los tratados Anaxímenes de Lámpsaco y de Aristóteles no puede verse
como una regla que impone la elaboración de «discursos puros». Lo que sí defendemos de
esta clasificación es que ella permite, en el caso de la deliberación, que en lo político no
primen los componentes judiciales o epidícticos. En el segundo capítulo, nos dedicamos
precisamente al análisis de los discursos de Cleón y Diódoto para ver la importancia de
mantener, a pesar de la mezcla, la primacía de los componentes propios de cada género.
Le hemos dado a esta idea un alcance mucho más amplio, pues una dislocación o
transfiguración de un género en otro, a nuestro modo de ver, desdibuja, en el caso de la
oratoria deliberativa, lo político.
100
Bibliografía
En los siguientes listados se anotan únicamente las obras y artículos consultados a lo largo del
proceso de elaboración.
Ediciones traducidas de textos clásicos citados
Aristóteles
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
Bernabé Pajares, A. (1996). Tratados breves de historia natural. Madrid: Planeta‐
DeAgostini.
Candel Sanmartín, M. (1994). Tratados de lógica (Órganon) I. Categorías – Tópicos –
Sobre refutaciones sofísticas. Madrid: Gredos.
Candel Sanmartín, M. (1995). Tratados de lógica (Órganon) II. Sobre la interpretación –
Analíticos primeros – Analíticos segundos. Madrid: Gredos.
Cappelleti, Á. (1998). Poética. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Dufour, M. & Wartelle, A. (2003). Rhetorique. Livre I, II y III. Paris : Les Belles Lettres.
Echandía de, Guillermo. (2002). Física. Madrid: Gredos.
García Valdés, M. (1996). Constitución de los atenienses. Madrid: Planeta‐DeAgostini.
Marías, J. & Araújo, M. (2005). Ética a Nicomaco. Madrid: Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales.
Marías, J. & Araújo, M. (2005). Política. Madrid: Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales.
Pallí Bonet, J. (1998). Ética nicomáquea Ética – Eudemia. Madrid: Gredos.
Pellegrín, P. (1995). Parties des animaux. Livre I. Paris: Flammarion.
Racionero, Q. (1994). Retórica. Madrid: Gredos.
Rackham, H. (1994). Rhetorica ad Alexandrum. London: Harvard University Press.
Cicerón
•
•
Sánchez Salor, E. (2001). El Orador. Madrid: Alianza Editorial.
Reyes, B. (2000). De la partición oratoria. México D.F.: Bibliotheca Scriptorum
Graecorum Et Romanorum Mexicana.
Homero
•
•
•
Bernabé Pajares, A. (1978). Himnos homéricos: la batracomiomaquia. Madrid: Gredos.
Crespo Güemes, E. (2000). Ilíada. Madrid: Gredos.
Pabón, J. (1995). Odisea. Madrid: Planeta‐DeAgostini.
101
Platón
•
•
•
Calonge, E. Acosta, F. Olivieri, J. & Calvo, J. (1992) Diálogos II. Gorgias – Menéxeno –
Eutidemo – Crátilo. Madrid: Gredos.
Lledó Íñigo, E. (1995). Apología de Sócrates – Banquete – Fedro. Madrid: Planeta‐
DeAgostini.
Pabón, J. & Fernández‐Galiano, M. (1993). La república. Barcelona: Altaya.
Traducciones de otras obras
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
Alsina, J. Vara Donado, J. López Férez, J. & Labiano J. (2008) Esquilo, Sófocles, Eurípides.
Obras completas. Madrid: Cátedra.
Ferrate, J. (2000). Líricos griegos. Barcelona: Acantilado.
Gascó, F. & Ramírez de Verger, A. (1987). Elio Aristides. Discursos I. Madrid: Gredos.
Guzmán Guerra, A. (2007). Constituciones políticas griegas (Aristóteles, El Viejo
Oligarca, Jenofonte). Madrid: Alianza Editorial.
Heredia R. (1987). Tácito. Diálogo sobre los oradores. México D.F. Instituto de
Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Clásicos Universidad Nacional de
México.
López Cruces, J, Campos J & Márquez M. (2005). Alcidamante de Elea. Testimonios y
fragmentos – Anaxímenes de Lámpsaco. Madrid: Gredos.
Oliver Segura, J. (2005). Dionisio de Halicarnaso. Tratados de crítica literaria. Sobre los
oradores antiguos – Sobre Lisias – Sobre Isócrates – Sobre Iseo – Sobre Demóstenes –
Sobre Tucídides – Sobre la Imitación. Madrid: Gredos.
Pérez Jiménez, A. (2008). Hesíodo. Teogonía – Trabajos y días. Barcelona: RBA Libros.
River, L. (1985). Vives J. L. Las disciplinas. Madrid: Ediciones Orbis.
Rodríguez, I. (2004). Quintiliano M.F. Instituciones oratorias. Alicante: Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes. [Sitio Web]. URL:
http://www.lluisvives.com/servlet/SirveObras/scclit/24616141101038942754491/inde
x.htm
Romero Cruz, F. (2007). Tucídides. Historia de la Guerra del Peloponeso. Madrid:
Cátedra Letras Universales.
Ruiz García, E. (1995). Teofrasto. Caracteres – Alcifrón. Cartas de parásitos, Cartas
cortesanas. Madrid: Planeta‐DeAgostini.
Torres Esbarranch, J. (2000). Tucídides. Historia de la Guerra del Peloponeso, libros III‐
IV. Madrid: Gredos.
Mellizo, C. (1994). Hobbes. Leviatán: La materia, forma y poder de un Estado
eclesiástico y civil. Barcelona: Ediciones Altaya.
Villaverde, M. (1993) J.J. Rousseau. El Contrato social. Libro IV, Cap. II. Barcelona: Ed.
Altaya.
102
Léxicos y versiones digitales de los textos clásicos consultados
•
•
•
•
•
•
•
Bailly, A. (2000). Le grand Bailly, dictionnaire grec français. Paris : Hachette.
Berinstáin, H. (1995). Diccionario de retórica y poética. México D.F.: Editorial Porrua.
Chantraine. (1999). Dictionnaire étymologique de la langue greque. Paris: Hachette.
Crane, G. (Ed.) (1985). Perseus Digital Library. Perseus 4.0. [Sitio Web]. URL :
http://www.perseus.tufts.edu
Liddell, H.G & Scott, R. (1996). A Greek‐English Lexicon. Oxford: Clarendon Press.
Packard Humanities Institute. (1997). Thesaurus Linguae Graecae (TLG) Workplace 6.01
[CD Rom]. Irvine: University of California.
Wartelle, A. (1982). Lexique de la Rhétorique d’Aristote. Paris : Les Belles lettres.
Tratados y monografías
1. Adrados, F. (1997a). Historia de la democracia. De Solón a nuestros días. Madrid:
Ediciones Temas de Hoy.
2. Adrados, F. (1997b). Democracia y literatura en la Atenas clásica. Madrid: Alianza.
3. Albaladejo, T. (1991). Retórica. Colección Lingüística 14. Madrid: Editorial Síntesis.
4. Albaladejo, T. (1999). Los géneros retóricos: clases de discurso y constituyentes textuales.
En Isabel Paraíso (coord.). Téchne Rhetoriké. Reflexiones actuales sobre la tradición
retórica, Valladolid: Universidad de Valladolid, pp. 55‐64.
5. Albaladejo, T. (2000). Polifonía y poliacroasis en la oratoria política. Propuestas para una
retórica bajtiniana. En F. Cortés Gabaudan, G. Hinojo Andrés, A. López Eire (eds.): Retórica,
Política e Ideología. Desde la Antigüedad hasta nuestros días. Actas del II Congreso
Internacional de Logo (Salamanca, noviembre de 1997). Salamanca, Logo, Asociación
Española de Estudios sobre Lengua, Pensamiento y Cultura Clásica, Vol. III Ponencias, pp.
11‐21.
6. Albaladejo, T. (2010). La poliacroasis y su manifestación en la retórica política. A propósito
del discurso inaugural de Barack Obama. En J. L. Cifuentes, A. Gómez, A. Lillo, J. Mateo, E.
Yus (eds.). Los caminos de la lengua. Estudios en homenaje a Enrique Alcaraz Varó.
Alicante: Universidad de Alicante, pp. 927‐939.
7. Arenas‐Dolz, F. (2009). Retórica, ciudadanía y educación. Una aproximación aristotélica a la
democracia deliberativa. Veritas. IV (20), 127‐151.
8. Aubenque, P. (2010). La prudencia en Aristóteles (1 ed.). Buenos Aires: Las cuarenta.
9. Azparren Giménez, L. (1991). La polis en el teatro de Esquilo: una interpretación.
Venezuela : Monte Avila.
103
10. Benoit, C. (1846). Essai historique sur les premiers manuels d'invention oratoire jusqu'a
Aristote. Paris: Joubert, Libraire‐Éditeur.
11. Bobbio, N. (2005). Teoría General de la Política. España: Editorial Trotta.
12. Castoriadis, C. (2006). Lo que hace a Grecia. 1. De Homero a Heráclito. Seminarios 1982‐
1983, La creación humana. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
13. Chico F. (1989). La Intellectio. Notas sobre una sexta operación retórica. Castilla. Estudios
de literatura, (14), 47‐55.
14. Cope, E.M. (1867). An introduction to Aristotle's Rhetoric, with analysis, notes, and
appendices. London Macmillan.
15. Cortés Gabaudan, F. (1994). Formas y funciones del entimema en la oratoria ática.
Cuadernos de Filología Clásica (Estudios griegos e indoeuropeos),(4), 205‐225.
16. Cortés Gabaudan, F. (1998). La retórica aristotélica y la oratoria de su tiempo (Sobre el
ejemplo de Lisias III). Emérita LXVI (2), 339‐359.
17. de Tordesillas, A. (1999). "Eikos" y "Kairos" en la Defensa de Palámedes, de Gorgias. Praxis
Filosófica (8/9), 113‐134.
18. During, B. (2005). Aristóteles. México: Universidad Autónoma de México.
19. Escolano, A. (2001). La construcción histórica de la manualística en España. Revista
Educacion y Pedagogia 13, (29‐30), 11‐24.
20. Ferraté, J. (2000). Líricos griegos arcaicos. Barcelona: Acantilado.
21. Fishkin, J. (1995). Democracia y deliberación. Barcelona: Ariel.
22. Fouchard, A. (1986). Des « citoyens égaux » en Grèce ancienne. Dialogues d'histoire
ancienne , 147‐172.
23. Fustel de Coulanges, N.D. (1982). La ciudad antigua. Madrid: Edaf.
24. Garver, E. (1994). Aristotle’s Rhetoric: an art of character. Chicago and London: The
University Of Chicago Press.
25. Garver, E. (2000). La Découverte de l'èthos chez Aristote. Dans F. Cornilliat, & R. Lockwood
(Éd.), Èthos et pathos. Le statu du sujet rhétorique. Actes du Colloque international de
Saint‐Denis (19‐21 juin 1997) (pp. 15‐35). Paris: Honoré Champion Éditeur.
26. Genette, G. (1970). La rhétorique restreinte. Communications. Recherches rhétoriques, 16,
158‐171.
27. Gil, L. (2001). EL TROPOS DEMOKRÁTIKÓS: manipulación ideológica del lenguaje y efectos
psico‐sociales. Revista de Retórica y Comunicación , 1, 93‐101.
104
28. Gil, L. (1989). La ideología de la democracia ateniense. Cuadernos de Filología Clásica (23),
39‐50.
29. Gil, L. (2007). Terror e imperialismo: el caso de Mitilene.Estudios griegos e indoeuropeos,
(17), 163‐181.
30. Gil, L. (1970). La irresponsabilidad del "Dêmos". Emerita , 38, 351‐373.
31. Gil, L. (2005). Las primeras justificaciones griegas de la democracia. Estudios Griegos e
Indoeuropeos (15), 95‐105.
32. Glotz, G. (1928). La cité grecque. Paris : La Renaissance du livre.
33. Goldhill, S. (1997). The audience of Athenian tragedy. In P. E. Easterling, The Cambridge
companion to Greek tragedy (pp. 54‐68). Cambridge: Cambridge University Press.
34. Habermas, J. (1998). Facticidad y validez. España: Editorial Trotta.
35. Hansen, M. H. (2010). The Concepts of Dêmos, Ekklesia, and Dikasterion in Classical
Athens. Greek, Roman, and Byzantine Studies 50, 499‐536.
36. Hernández, J. A., & García, M. (1994). Breve Historia de la Retórica. Madrid: Síntesis.
37. Iglesias Zoido, J. C. (1994). Aproximación a la oratoria deliberativa en el paso del siglo V al
IV a.C: el discurso de Andócides: Sobre la paz con los lacedemonios. Minerva: Revista de
Filología Clásica , 115‐134.
38. Iglesias Zoido, J. C. (2006). El sistema de engarce narrativo de los discursos de Tucídides.
Talia Dixit: revista interdisciplinar de retórica e historiografía, (1), 1‐28.
39. Iglesias Zoido, J. C. (1997). Los discursos de Tucídides y la Retórica a Alejandro. El
tratamiento de los temas deliberativos. Anuario de estudios filológicos, 20, 211‐220.
40. Kennedy, G. (1994). A new history of classical rhetoric. Princeton: Princeton University
Press.
41. Labarrière, J. L. (1994). L'orateur politique: contraintes. Dans D. J. Furley, & A. Nehamas,
Aristotle's Rhetoric. Philosophical essays (pp. 231‐253). Princenton New Jersey: Princenton
University.
42. Lausberg H. (1966). Manual de retórica literaria. Tomo I. Madrid: Gredos.
43. Lesky, A. (1985). Historia de la literatura griega. Madrid: Gredos.
44. López Eire, A. (1997). Retórica y política. In F. Cortés Gabaudan, G. Hinojo Andrés, & A.
López Eire (Ed.), Retórica, política e ideología. Desde la Antigüedad hasta nuestros días. III,
pp. 99‐139. Salamanca: Logo: Asociación Española de Estudios sobre Lengua, Pensamiento
y Cultura Clásica.
105
45. López Eire, A. (1998). La etimología de
61‐69.
y los orígenes de la retórica. Faventia.20 (2),
46. Loraux, N. (1979). L'autochtonie : une topique athénienne. Le mythe dans l'espace civique.
Annales. Économies, Sociétés, Civilizations 34, 3‐26.
47. Madden, E. (1952). The enthymeme: crossroads of Logic, Rhetoric, and Metaphysics. The
Philosophical Review, 61, (3), 368‐376.
48. Mangas, J. (2000). Textos para la historia antigua de Grecia. Madrid: Cátedra.
49. Mas Torres, S. (2003). Ethos y pólis: una historia de la filosofía práctica en la Grecia clásica.
Madrid: Istmo.
50. Moraux, P. (1954). Thucydide et la rhétorique. Études Classiques, 22, p.3‐23.
51. Murphy, J. (1989). Orígenes y primer desarrollo de la retórica. In J. Murphy, & J. Murphy
(Ed.), Sinopsis histórica de la retórica clásica (A. Bocanegra, Trans., pp. 9‐33). Madrid:
Gredos.
52. Musti, D. (2000). Demokratía. Orígenes de una idea. (P. Linares, Trans.) Madrid: Alianza.
53. Navarre, O. (1900). Essai sur la rhétorique grecque avant Aristote. Paris: Hachette.
54. Nussbaum, M. (1995). La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía
griega, (A. Ballesteros,Trans.) Madrid: Visor.
55. Nussbaum, M. (2010). Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita las humanidades.
Buenos Aires: Editorial Katz.
56. Ong, W. (2009). Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra. México D.F.: Fondo de
Cultura Económica.
57. Perelman, Ch. & Olbrechts‐Tyteca, L. (1989). Tratado de la argumentación. La nueva
retórica. Madrid: Gredos.
58. Pernot, L. (2000). La rhétorique dans l’Antiquité. Paris: Le Libre de Poche, Librairie
Générale Française.
59. Ramírez, J. L. (1999). Arte de hablar y arte de decir: Una excursión botánica en la pradera
de la retórica”. RELEA. Revista Latinoamericana de Estudios Avanzados. (Universidad
Central de Venezuela), 8, 61‐79.
60. Reyes, A. (1961). La crítica en la edad ateniense. La retórica antigua. México D.F.: Fondo de
Cultura Ecnómica.
61. Rocafort, V. (2010). Retórica, democracia y crisis. Un estudio de teoría política. Madrid:
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
106
62. Ruiz de la Cierva, M. d. (2008). Los géneros retóricos desde sus orígenes hasta la
actualidad. Revista Rhêtorikê. Revista digital de retórica (0), 1‐40.
63. Sancho, C. (2003) Un modelo diferente de democracia: La democracia deliberativa. Una
aproximación a los modelos de J. Cohen y J. Habermas. Revista Estudios Políticos (122),
201‐232.
64. Sinclair, R. (1999). Democracia y participación en Atenas. Madrid: Alianza Editorial.
65. Valdés Guía, M. (2001). Espacio político, espacio religioso de Atenas en el s. VI : los cultos
de Zeus, Apolo y Deméter y el Consejo‐Heliea de Solón. Dialogues d'histoire ancienne, 27
(1), 81‐108.
66. Valdés Guía, M. (2003). Entre el Consejo de Solón y el de Clístenes: ¿Heliea en época de
Pisístrato? Gerión, 21 (1), 73‐91.
67. Vernant, J. P. (1992). Los orígenes del pensamiento griego. Barcelona: Paidós.
107
Índice de Tablas
Tabla 1. Comparación de las leyes según Cleón. ........................................................................ 29
Tabla 2. Comparación del intelecto de los hombres según Cleón. ............................................. 29
Tabla 3. Asuntos sobre los cuales se acostumbra a deliberar.................................................... 77
Tabla 4. Medio para la persuación en Retórica a Alejandro ...................................................... 84
108
Índice Onomástico
Adrados, R. F. 19, 20, 46, 47, 48, 50, 79,
103
Cimón, 19, 33, 49
Cleón, 7, 8, 18, 28, 29, 33, 50, 51, 52, 53,
Agamenón, 12, 57, 58
54, 55, 56, 57, 58, 61, 64, 65, 68, 69, 80,
Albaladejo, T. 38, 39, 67, 68, 69, 81, 103
90, 100, 108
Alcibíades, 50, 79
Clístenes, 16, 19, 24, 47, 48, 107
Alcmán, 18
Clitemnestra, 23, 57, 58, 60
Anaxágoras, 64
Cope, E. 76, 104
Anaxímenes de Lámpsaco, 2, 7, 9, 50, 53,
Córax, 13, 16, 17, 67, 97
57, 70, 71, 72, 73, 74, 77, 83, 88, 89, 90,
Cortés, F. 17, 53, 67, 69, 93, 103, 104, 105
92, 94, 97, 98, 99, 100, 102
Creonte, 57, 60, 61
Andócides, 17, 105
Criseida, 22
Antígona, 60
Crises, 22
Apolo, 22, 23, 107
Dánao, 19, 21, 22, 35
Aquiles, 12, 58
Darío, 28, 79
Arenas‐Dolz, F. 66, 103
Demóstenes, 31, 102
Aristófanes, 13, 30, 35
Diódoto, 7, 8, 9, 18, 28, 29, 50, 51, 53, 54,
Aristóteles, 2, 6, 7, 9, 11, 13, 15, 16, 17, 18,
55, 56, 57, 58, 61, 64, 65, 69, 90, 100
24, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 38, 39, 40, 41,
Diógenes Laercio, 43
42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 52, 53, 55,
Dracón, 45
57, 59, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 69, 70,
Dupréel, E. 61
74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 88,
During, B. 74, 104
89, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 101, 102,
Efialtes, 16, 19, 45, 48, 49
103, 104
Empédocles de Agrigento, 37
Atenea, 15, 23, 27
Erictonio, 27
Aubenque, P. 41, 57, 63, 64, 103
Erinias, 23
Benoit, Ch. 13, 104
Esquilo, 13, 15, 19, 20, 22, 23, 34, 35, 58,
Calipo, 97
102, 103
Castoriadis, C. 58.
Eurípides, 13, 35, 36, 88, 97, 102
Cicerón, 13, 37, 51, 89, 101
Fenipo, 48
109
Fishkin, J. 5, 6, 7, 104
Megabixio, 28
Fustel de Coulanges, N.D. 4, 5, 104
Menelao, 58
Garver, E. 61, 66, 104
Moraux, P. 50, 71, 106
Genette, G. 66, 104
Murphy, J. 13, 106
Gil, L. 24, 28, 53, 54, 104, 105
Musti, D. 21, 24, 26, 35, 106
Glotz, G. 5, 105
Navarre, O. 16, 106
Goethe, 79
Néstor, 11, 12, 13
Gorgias, 15, 17, 18, 30, 36, 61, 67, 79, 97,
Nussbaum, 8, 9, 60, 61, 106
102, 104
Olbrechts‐Tyteca, 81, 106
Grilo, 75
Ong, W. 17, 106
Habermas, J. 5, 7, 105, 107
Otanes, 28, 79
Hamilton, W. 93
Pánfilo, 97
Hefesto, 27
Pelasgo, 15, 19, 20, 21, 22, 23, 35, 57, 58
Hermes, 14
Pellegrin, P. 33
Heródoto, 13, 26, 28, 78, 79
Perelman, Ch. 39, 81, 89, 106
Hesíodo, 15, 46, 47
Pericles, 7, 17, 18, 24, 26, 27, 33, 34, 49,
Hierón, 16
50, 54, 63, 64, 67, 71
Hipias, 47
Pernot, L. 70, 83, 106
Hipólito, 35
Pisístrato, 46, 47, 50, 95, 107
Hobbes, 57, 58, 102
Platón, 6, 13, 14, 15, 17, 28, 31, 32, 34, 36,
Homero, 11, 12, 13, 15, 22, 46, 78, 97, 101,
104
37, 39, 61, 62, 65, 74, 89, 91, 102
Plutarco, 48
Hornblower, S. 51
Polo, 36
Ifigenia, 57, 59
Príamo, 22, 59
Iglesias, J. 17, 25, 50, 71, 74, 105
Protarco, 18
Isócrates, 11, 15, 17, 24, 53, 66, 76, 97, 102
Quintiliano, M. F. 66, 89, 94
Kennedy, G. 16, 83, 97, 105
Racionero, Q. 76, 82, 101
La Bua, G. 70
Ramírez, J. 9, 10, 66, 102, 106
Lesky, A. 19, 105
Reyes, A. 70, 101, 106
Licimnio, 97
Rocafort, V. 66, 106
López Eire, A. 17, 18, 30, 49, 103, 105, 106
Romero Cruz, F. 50, 102
Loraux, N. 27, 106
Rousseau, J‐J. 22, 102
Madden, E. 93, 106
Sancho, C. 5, 107
Mangas, J. 41, 106
Sinclair, R. 22, 48, 107
110
Sócrates, 9, 18, 24, 28, 36, 67, 82, 102
Trasíbulo, 16
Sófocles, 13, 19, 60, 102
Trasímaco, 13
Solón, 24, 44, 45, 46, 47, 53, 103, 107
Tucídides, 7, 8, 13, 17, 18, 24, 25, 28, 33,
Spengel, L. 70
43, 50, 51, 52, 53, 54, 56, 63, 74, 78, 79,
Tácito, 68, 100, 102
90, 102, 105
Tales de Mileto, 64
Valdés, M. 45, 47, 101, 107
Telémaco, 15
Vernant, J‐P. 34, 99, 107
Temístocles, 33, 63, 64
Vico, J. B. 66, 89
Teodoro, 13, 97
Viejo Oligarca, 24, 27, 49, 102
Teofrasto, 38, 102
Vives, J L. 100, 102
Teseo, 35, 37
Zeus, 12, 15, 21, 22, 35, 58, 61, 107
Tisias, 11, 13, 16, 17
111