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De repente en el verano

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De repente en el verano

De repente en el verano

Adela Celorio

Cantar, cantar, cantar, es la única respuesta a los tiempos oscuros.

Vicente Rojo

Atravesando por un oscuro túnel de dolor y lágrimas intento atravesar de la mejor manera la noche helada que me cayó encima. Mutilada de mi otra mitad y con la horrorosa certeza de que “nunca más” es para siempre; con la tristeza como pesada mochila en la espalda acepté la invitación de una amiga y volé a París, donde aun en verano, la luz es cenicienta y triste. Nada como la que Diego Rivera le ofreció a su esposa rusa Angelina Beloff: regresaré por ti para llevarte a México, tienes que conocer nuestra luz que no se parece a ninguna otra, antes de abandonarla a su suerte en París sin cumplir nunca su promesa.

Pero esa es otra historia y de lo que yo quiero hablar es de la forma en que este París sobrio y elegante pierde la figura cuando en verano lo invaden las hordas variopintas de turistas: chinos y japoneses, rusos, chilenos, vietnamitas, peruanos, mexicanos, australianos… pisan sus magníficos bulevares, babosean en las calles, no miran la ciudad con los ojos sino a través de sus teléfonos fotográficos. Se pierden en los túneles del Metro, se deslumbran, compran recuerditos.

Todo lo tocan y lo revuelven en las exquisitas Galerías Lafayette. Devoran bocadillos y cocacolas para desesperación de quienes se enorgullecen de su gastronomía y sus vinos. El toque exótico lo dan los africanos quienes con el colorido de sus trajes parecen árboles robustos y frutales plantados entre las filas de turistas que esperan su turno para entrar a los museos. Emigrantes rumanos y serbios en busca de trabajo, igual se sorprenden ante la deslumbrante perfección de los magníficos bulevares parisinos, y nadie abandona la ciudad Luz sin tomarse la imprescindible foto con la Torre Eiffel de fondo.

Mirando a los turistas afanarse recuerdo aquello de: “Pedro Pérez Pereira, pobre pintor portugués pinta preciosos paisajes por poco precio para poder pasear por París”.

Sin la mano cómplice de mi Querubín, camino sola por el Barrio Latino, y después de pasar la legendaria Sorbona, llego hasta el Jardín de Luxemburgo donde verde y exuberante, ha estallado el verano.

De cara al sol, respiro profundo una, dos, varias veces para aspirar la belleza del lugar. Abro los ojos y de repente tomo consciencia de que estoy aquí y de que estoy viva. La vida que se había detenido comienza a moverse de nuevo. Siento campanas tañendo furiosamente dentro de mi. De pronto la luz me parece más transparente y troto ligera entre los árboles, hasta que agotada, tomo asiento en el Bistró frente al lago para tomar un vinillo que refresca y entusiasma a las tímidas flores que comienzan a crecer en mi alma.

Desde algún lugar de este mágico jardín, una orquesta musicaliza el verano que me ha invadido de repente. Después de liquidar mi cuenta retomo la marcha hasta que una vez más, me falta la mano cómplice del Querubín. El recuerdo estalla en mi interior y oscurece el momento: ya nunca más me esperará en el aeropuerto para recibirme con las alas abiertas. “¿Me extrañaste?”, preguntaba yo. “Ni te imaginas cuanto”, respondía él. Es curioso, generalmente era yo quien partía. Esta vez ha sido él quién partió sin equipaje ni fecha de regreso. Pero todo pasa y pasa pronto. Es evidente que cuando uno da un paso, lo que queda es la sombra; aunque la sombra duela. Y sin embargo es verano y estoy en París.

La tierra ríe, las parejas se besan; “la vida es una breve oportunidad, la tomas o la dejas”; me digo, y retomo mi marcha sin brújula porque a partir de ahora, sólo iré hacia donde el corazón me lleve.

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