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La JMJ: un espacio público para la verdad

JUAN ALFREDO OBARRIO MORENO

Sábado, 13 de agosto 2011, 02:10

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No le tengáis ningún miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto al Señor» [1 P 3,14.15] Dostoiewsky, en su novela 'El idiota', nos presenta a un joven llamado Hipólito, quien, ante su prematura muerte, pregunta al personaje principal: «Dicen que la humanidad se salvará por medio de la belleza, pero ¿qué belleza es la que salvará a la humanidad?». Éste, turbado ante el interrogante de la vida, sólo puede callar, porque en su vida, como en nuestras vidas, los espacios para la contemplación, la soledad o el silencio se fueron reduciendo, hasta dejarlo encerrado en una apariencia de libertad: aquella que nos invita a secundar los tortuosos caminos de la decepción y del desencanto. Nada lo constriñe, porque todo ha sido liberado para su satisfacción.

Frente a los personajes del relato del Dostoiewsky, frente a la pérdida de la memoria y de la herencia cristiana de buena parte de nuestra sociedad, frente a quienes quieren reducir la fe al cuarto oscuro de la soledad, aún quedan almas que reivindican el poder escuchar aquella Palabra que sostiene y convence en la plaza pública, en los lugares de deliberación y de encuentro, para seguir siendo la expresión viva de una fe viviente, de una fe que ilumina y enseña que Dios siempre es una novedad para el hombre, un hontanar inagotable de vida: la introducción de lo eterno en el mismo corazón del quehacer histórico.

Y es precisamente en este momento de giro histórico, en este proceso de crisis, de decepción o de desencanto, cuando desgraciadamente vemos cómo pululan unos nuevos censores, escasamente ilustrados, pero convenientemente subvencionados, que nos vienen a recordar las viejas soflamas de antaño: que la religión es algo privado, y, por tanto, subjetiva, y que la verdad es poliédrica, salvo -¡claro está!- que ésta sea laicista, porque, como sostiene mi entrañable Gregorio Peces Barba, «el laicismo es una ideología que, como todas las ideologías, aspira a ser dominante, si es posible, haciendo desaparecer a todas las demás», y para cuya réplica me viene a la memoria la afirmación de Paul Claudel cuando escribía: «Cada vez que el hombre intenta imaginar un paraíso en la tierra, inmediatamente genera un infierno muy conveniente».

Ante esta Torre de Babel sobre la que se sustenta la falsa humildad de la razón, presente ya en Kant cuando sostuvo: «he tenido que destruir la razón para abrir camino a la fe», hay razones para la esperanza, y entre éstas se halla la invitación que viene haciendo el Santo Padre a dar un sentido más amplio y profundo al sapere aude, al atrévete a pensar Kantiano. Desde su inteligencia y su elegancia conceptual, el viejo catedrático nos enseña que «La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad» - 'Caritas in veritate, 56' -.

Cuando el Santo Padre defiende ese diálogo sereno entre la fe y la razón, y sostiene que la fe supone la razón -y la perfecciona-, y que la razón, iluminada por la fe, nos sirve de sustento sólido para elevarnos al conocimiento de Dios, está defendiendo la conveniencia de una laicidad abierta al mundo de la religión, la vigencia de una sociedad en la que no puede tener cabida la idolatría de la política y del Estado, porque, de lo contrario, si el Estado-Poder se convierte en el único y supremo criterio de la moral, se llega a esa dictadura del relativismo, a ese laicismo al que Norberto Bobbio caracteriza por su tono beligerante, por un «lenguaje insolente, de rancio anticlericalismo, irreverente, nada laico, emotivo y visceral, que no se expresa con argumentos y, por lo tanto, parece querer rechazar cualquier forma de diálogo.»·, y del que el propio Benedicto XVI se ha hecho eco en reiteradas ocasiones, al afirmar que un Estado no debe cerrarse a la dimensión religiosa, porque su postergación al ámbito de lo privado sería una reducción que atentaría contra el principio de igualdad con que deben ser tratadas todas las opiniones.

Corren tiempos difíciles, tanto de vacío económico, como de vacío espiritual. Por esta razón entiendo que la JMJ es un buen momento para que los jóvenes, y menos jóvenes, que no quieran instalarse en la placidez de la incertidumbre, puedan comenzar a tener una concepción crítica -no agresiva-, contra esta postmodernidad que renuncia a la verdad, para privilegiar lo efímero y lo fragmentario, para que se adentren en el corazón de las vigorosas y estimulantes reflexiones de un hombre que desea, con sus palabras y sus actos, invitarnos a contemplar el lenguaje de la Vida y de la Historia, que no es otro que el del Bien Encarnado, aquél que nos enseñó que la caridad no está tanto en dar como en comprender. De lo contrario, si se acomodan a las meras formas, a los usos sociales, puede que algún día, alguno de nosotros tengamos la triste experiencia de ver cómo nuestros hijos repiten la esperpéntica afirmación realizada por David Beckam al diario 'The Guardian', cuando, al nacer su hijo Brookkyn, sostuvo: «creo que debe ser bautizado, pero no he decidido todavía en qué religión».

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